27
octubre

Mavis Gallant - "Cuando éramos casi jóvenes"

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En este cuento (publicado en The New Yorker en octubre de l960, aquí en inglés) se aprecia todavía el estilo periodístico de la maestra (Alice Munro dixit) canadiense.
Como curiosidad, es un cuento ambientado en el Madrid de los años 50, época en la que Mavis abandonó Canadá para instalarse en París.
La versión es la de Sergio Lledó.

En Madrid, hace nueve años, vivíamos de pensar en el dinero.
Nuestras amistades se nutrían con la charla del dinero que esperábamos tener y de lo que teníamos intención de hacer cuando llegara. Éramos cuatro: dos hombres y dos mujeres. Los hombres, Pablo y Carlos, eran primos. Pilar era también pariente de ellos. Yo ni era pariente ni española, y era amiga de ellos casi por error. Lo que teníamos en común era que todos estábamos a la espera de dinero.
Cada día iba a la oficina central de correos y hacía la ronda de bancos y agencias de viaje a los que podían llegar las cartas y el dinero. No sabía con seguridad cuánto sería ni adonde iba a llegar, pero lo veía cabalgar a través de una larga arcada que parecía el arco iris. En aquellos días yo andaba siempre en busca de señales. Veía señales en el humo de los cigarrillos, en el modo en que caía la ceniza y en las cartas. Me echaba las cartas tres días a la semana: el lunes, el miércoles y el viernes. Los martes, jueves y sábados no eran buenos, porque las cartas callaban o eran evasivas, y los domingos mentían. Creía que esos signos, la ceniza, el humo y lo demás, me iban a decir qué rumbo tomaría mi vida y qué pasaría a partir de ahí. Creía firmemente en el libre albedrío, algo que despreciaba la mayoría de la gente que yo conocía, pero también era supersticiosa. Bajo mis párpados, veía el nueve de tréboles, una carta excelente, y el diez de corazones, que es aún mejor moralmente hablando, ya que implica ganar a través del esfuerzo. Veía los ases de tréboles y diamantes y la jota de diamantes, que es el cartero. Aunque Pablo, Pilar y Carlos no esperaban nada en particular, es más, no tenían nada que esperar excepto a la fortuna, se ponían nerviosos por el cartero y les aliviaba verlo venir. Nunca pensaban que el cartero no iba a llegar, o que su llegada podría ser insignificante.
Carlos y Pablo eran de un pueblo de las afueras de Madrid. No tenían parientes cercanos en la ciudad y compartían una habitación en un piso de la calle Hortaleza. Yo vivía en una habitación junto a la entrada, así es como nos conocimos. Pilar, que tenía veintidós años, la más joven de los cuatro, vivía en un pisito propio. Se había casado con el hermanastro de Carlos a los diecisiete años y llevaba tres años viuda. Estaba deseando casarse otra vez, pero tenía miedo de ser ya demasiado mayor. Carlos tenía veintinueve años y era el mayor. Pablo y yo estábamos entre ellos dos.
Carlos trabajaba en un banco. Su salario era tan bajo que casi no podía subsistir y tenía deudas en todas partes. Pablo estudiaba derecho en la Universidad de Madrid. Cuando no tenía nada que hacer venía conmigo a hacer la ronda. Esta ronda duraba casi todo el día y se había convertido en algo importante, ya que, pasado un tiempo, el hecho de esperar se volvió más legítimo que aquello que se esperaba. Yo sabía que cuando la espera acabase me sentiría abandonada. Iba a la oficina de correos, a tres o cuatro bancos, a Cook's, a American Express. En cada sitio esperaba y hacía cola. Jamás he visto tantas colas ni tanta gente paciente. También le dedicaba tiempo y pensamientos a vender mi ropa. Se la vendía a los gitanos en el rastro. Una vez conseguí un dólar cincuenta por un abrigo y una falda, pero me lo robaron del bolsillo cuando me paré a comprar el periódico. Me pareció tropezar con el ladrón, pero cuando dije «Perdón» él asintió y se fue de allí rápidamente. Era un hombre que estaba cerca de la treintena. Todavía puedo ver su cuello vuelto y su cabeza por detrás. Me llevé la mano al bolsillo para pagar y el dinero ya no estaba. Cuando no estaba haciendo cola o librándome de ropa, iba a ver a Pilar. Si hacía bueno nos sentábamos en su balcón y junto a la cocina cuando hacía frío. No nos daba vergüenza ir a la confitería de enfrente y negociar en fracciones de céntimo cincuenta gramos de chocolate, que después compartíamos escrupulosamente. Pilar estaba en paro pero tranquila. Pablo estaba en paro pero lo llevaba fatal. No he conocido persona que llevara peor estar parado. También era el único de nosotros que tenía algo de dinero. Su padre le mandaba dinero para la habitación y la comida, y contaba con una asignación extra de su padrino, que era propietario de un hotel en una de las costas. Pablo era moreno, de pelo rizado, y achaparrado, con esa cabeza grande y esos ojos opacos que se suelen ver por las calles de Madrid. Era uno de esos «nuevos españoles» que formaba parte de la primera generación que había llegado a la madurez bajo Franco, esa generación de la que se mostraban tan orgullosos los periódicos. Solo que él ahora debiera estar —seguro que lo está— bien entrado en la treintena y ya no se puede decir que sea «nuevo». Pablo ya había calculado con lápiz y papel lo que depararía el futuro y había decidido que tan solo merecía la pena a medias.
Juntos hacíamos cola en los bancos durante horas, evitando la sucursal en la que trabajaba Carlos porque teníamos miedo de que se nos escapara la risa y hacerle pasar vergüenza. Pelábamos cacahuetes y chismorreábamos, nos cogíamos de la mano en ese estado de espera suspendido y grato que era ahora la esencia de la vida. Cuando habíamos escuchado el «no» ritual en cada uno de los sitios, nos marchábamos a casa.
La casa era un piso largo y oscuro sumido bajo el rumor de relojes y grifos que goteaban. Era una especie de pensión, pero de tapadillo. Para no tener que pagar los impuestos, los propietarios no la habían declarado a la policía y vivían en un desasosiego permanente. Una chica me había dado la dirección en el tren advirtiéndome de que no le dijera nada a nadie. Había otra persona extranjera, una vieja inglesa medio loca. Nunca me dirigió la palabra y creo que me odió nada más verme. Tampoco es que los españoles le gustaran mucho más, eso mascullaba cuando hablaba consigo misma. Al principio nos daban el almuerzo, pero pasado un tiempo, como los propietarios tenían miedo por la licencia y la policía, dejaron de hacerlo, por lo que comprábamos nuestra propia comida y nos la llevábamos al piso de Pilar, o la cocinábamos en mi habitación en una cocinilla de alcohol. Comíamos pan de racionamiento con grumos de harina bajo la corteza y un horrible sucedáneo de mermelada. En cierto modo, siempre teníamos hambre. Nuestra gula de dulces era ilimitada. Comprábamos pastelitos acartonados que nos parecían exquisitos tan solo por el regusto a azúcar que nos dejaban en la boca. A veces íbamos a un restaurante que llamábamos «el sitio de las diez pesetas» porque te ponían tres platos con pan y vino por diez pesetas. También estaba «el sitio de las doce pesetas», en el que el olor era menos nauseabundo, aunque la comida era casi igual de mala. La decoración en ambos dejaba muy claro que no era europea. Cuanto más barato era el restaurante, más aspecto oriental de poca monta adquiría. Recuerdo que una vez me sirvieron sesos en una cabeza de ternero abierta.
Uno de los clientes del restaurante de las diez pesetas era un auténtico loco de atar, con manos como zarpas, cabello ralo y piel pútrida. Tenía el aspecto de un mono y se comportaba como uno que yo había conocido, que aceptaba con placer uvas y plátanos para después dar alaridos de odio ante algún pretendido insulto que le hacía danzar, farfullar e intentar morderte. Ese hombre no comía de su plato. Estaba tan fuera de sí que incluso decía que su plato había sido envenenado, que lo tenían planeado desde hacía tiempo. Tiraba cucharadas de comida sobre la mesa, o la ponía en trozos de pan y se rascaba la cabeza con el tenedor, para después volverse y mascullar entre sonrisas y muecas. Cuando le daban esos ataques todo el mundo se quedaba sentado en su sitio, no por horror, ni siquiera por compasión, simplemente inmóviles, a la espera. Recuerdo a un sargento con cara de bruto que bajaba lentamente el cuchillo y el tenedor y se le quedaba mirando con sus gruesos labios entreabiertos. Recuerdo el vacío de la habitación, la espera: ¿Qué pasará ahora? ¿Qué
quiere decir esto? El ambiente se cargaba de una fascinación helada y secreta. Pero no había quien se moviera ni hablara.
Con frecuencia salíamos de allí deprimidos, diciéndonos que era más barato y placentero comer en casa, pero el hornillo era lento y muchas veces teníamos demasiada hambre para demorarnos viendo cómo el agua empezaba a hervir. Lo cierto es que la comida era bastante barata. En una ocasión devolví tres botellas de vino de Valdepeñas vacías y me alcanzó para comprar comida suficiente para tres. Lo que comíamos eran montones de cebolla y patatas, cosas como esas. Pilar se alimentaba de dulces. La he visto cocinar macarrones, rociarlos de azúcar y comérselos. Era una chica guapa, de rasgos afilados y pelo negro azabache. Pero era poco aseada, un tipo de chica cenicienta que daba la sensación de que habría algo en unos años que la estropearía, algo como que se le hincharan los tobillos o le creciera bigote.
Su piso tenía dos habitaciones, una de las cuales alquilaba una pareja joven. La otra habitación la dividía con una cortina. Tras la cortina estaba la cama que se había traído como parte de la dote de su matrimonio con el hermanastro de Carlos. En la pared había una foto de María Félix, la actriz mexicana. Me gustaría contar una historia sobre Pilar, pero nadie me creerá. Se trata de cómo ella pensaba o pretendía pensar que el Museo Romántico era su casa. Era un museo extraordinario, un conjunto de habitaciones amuebladas con todos los atavíos del periodo romántico. Alguien lo había diseñado con amor y esmero, pero casi no tenía visitantes. Si algún despistado entraba cuando nosotros estábamos por allí, nos quedábamos mirándole para echarlo. Sus primos le seguían el juego porque no tenían dinero ni nada mejor que hacer. Veo a Pilar sentada en un sillón, con elegancia, y a los chicos de pie o apoyados contra la chimenea. Digo chicos porque nunca pensé en ellos como hombres. Yo estoy junto a la ventana volviéndoles la espalda. Lo desapruebo y se nota. Me siento como una mojigata. Tiro de la persiana pintada para ver la calle, y que un tranvía que pasa me lo confirme. Estamos en el siglo XX. Y Pilar clama con una angustia sincera:
—Dios, haced que pare. Lo está estropeando todo.
—No quiero tus tontos cuentos de hadas —me oigo diciéndole con grandilocuencia—. Estoy intentando librarme de los míos.
—He conocido a gente como tú —dice Carlos—. Te crees que puedes librarte de todo tu equipaje: religión, política, ideas, todo. Pues no puedes.
Los otros dos bostezan con toda la razón. Carlos y yo somos dos pesados.
De todos ellos era con Carlos con quien me entendía mejor, pero nos peleábamos por todo. Nos habríamos peleado por un pedazo de papel.
Él era pesimista y yo detestaba ese tipo de temperamento, peor aún, detestaba su rostro. Se parecía a cierto tipo de suizos, de sudafricanos o neozelandeses. Era desconfiado y tenía un aspecto ligeramente anglosajón. No era la cara de pan del inglés, ni la de canario del suizo, ni la de lagarto o halcón. Era un rostro sin acabar, esa cara indecisa que uno asociaría a un aspersor, un martini, a alguien que tontea en el amor y la amistad, que hace locuras con la cuenta corriente y tiene miedo a abrir su corazón. Me hacía pensar en un abogado que me dijo en cierta ocasión, con toda sinceridad, que a la buena gente no le pasaban cosas malas. Carlos no tenía la culpa, claro está. Yo podría haber evitado mis prejuicios, los cuales había arrastrado a España junto a mi pasaporte, pero él no podía evitar el aspecto que tenía. Pilar estaba desequilibrada, pero era maja. Lo que necesitábamos era —y en eso estuvimos todos de acuerdo en muchas ocasiones— una persona que reuniera todas nuestras mejores cualidades, las cuales no éramos tan modestos como para evitar nombrarlas. De vuelta en casa, después de ir al Museo Romántico, me hicieron echar las cartas. Hice la rueda pequeña, el cuadrado mágico, el abanico, el círculo celestial y el tridente. Había buenas noticias para todos excepto para Carlos, pero como era domingo ninguna de ellas contaba.
¿Eran típicos españoles? No sé cómo es un típico español. No bailaban ni tocaban la guitarra. La verdad, la muerte y la piromanía no acechaban en sus ojos oscuros, al menos yo nunca lo vi. Estaban en la más absoluta de las miserias. La diferencia entre ellos y otras tres personas sin blanca cualesquiera residía en su particular pasividad, como si todo hubiera sido ya dispuesto por adelantado. Dejando a un lado la catástrofe, la muerte y la revolución, ya no podía ocurrir nada más. Cuando caminábamos juntos sus pasos aminoraban la marcha, como si a los tres les persiguiera la misma renuncia a continuar andando. Pero seguían haciéndolo, y reían y parloteaban, comentando lo que harían cuando llegara el dinero.
Empezamos a llevar diarios casi al mismo tiempo. No recuerdo quién fue el primero. El de Carlos era secreto. Pilar preguntaba cómo se escribían algunas palabras. Pablo lo contaba todo antes de escribirlo. Era una extraña ocupación, si consideramos la edad que teníamos, pero tampoco teníamos demasiado en lo que pensar. La pobreza no es un yugo sino una parálisis. Nunca he vuelto a Madrid. Mis recuerdos son de plazas y de monumentos, de cosas que son gratis o baratas. Nos veo envueltos en abrigos, con los guantes y las bufandas, luchando contra el viento helado, avanzando a trompicones hacia el sitio de las diez pesetas. En otro de mis recuerdos hace tanto calor que a duras penas podíamos llegar hasta el parque, en el que nos sentaríamos bajo los olmos y leeríamos el periódico. Los periódicos son el consuelo de los preocupados, uno los puede absorber sin tener que leerlos. Yo a veces visitaba las bibliotecas, la del instituto Británico y la americana, pero no era capaz de meter las narices en un libro aunque me fuera la vida en ello. La sola visión de la poesía me daba asco y me era imposible intentar comprender una novela, ni siquiera recordar los nombres de los personajes.
Por más raro que parezca, no teníamos miedo. ¿Qué era lo peor que podía pasar? El único miedo del que tengo memoria es una inquietud que nos pegó Carlos. Él rondaba los veintinueve, y veía el fondo de un pasillo al que nosotros aún no habíamos llegado. Nos hizo tenerle tanto miedo a llegar a los treinta que incluso la pobre Pilar estaba preocupada, a pesar de que todavía le quedaran ocho años de gracia. A mí también me horrorizaba. Ya no estaba para nada en mi primera juventud y no se podía decir que mi estado vital fuera ningún misterio. Sin embargo, sentía que había hecho todo lo que podía hacer con mi libertad, y que ahora tenían que ser las circunstancias, esos imponderables, las que habían de echarme una mano. Yo les daba todas las oportunidades posibles. Estaba en una ciudad en la que no conocía ni un alma excepto esos pocos que me había encontrado por casualidad. Era una ciudad en la que la mentalidad, el sonido del lenguaje, las esperanzas y las posibilidades, incluso el aspecto de la gente en las calles, eran tan extraños como cualquier cosa que yo misma pudiera haber inventado. La elección de venir aquí había sido deliberada: tenía un plan. Mi propia personalidad me parecía poco definida. Yo creía que esto era una desgracia exclusiva de mi persona. Pensaba que si me ponía ante un fondo con el que no hubiera posibilidad de fundirme, aparecería alguna línea por sí sola. Pero no había funcionado, me había adaptado demasiado rápido. No había tardado nada en adoptar la forma de hablar y los movimientos, incluso la misma expresión en mi rostro, de ese Madrid de mala muerte.
Estaba más con Pablo que con ningún otro, pero es Carlos a quien mejor recuerdo. Ahora me arrepiento de lo mucho que nos peleábamos. Pienso en lo timorato, lo simbólico, de nuestras tablas en las partidas de ajedrez. Yo no era lo bastante inteligente para derrotarle, pero él tampoco era lo bastante valiente para ganarme. El receso en nuestras respectivas posiciones en el tablero nos llevaba a la inmovilidad de pensamiento. Yo estaba allí sentada fumando nerviosa, mientras Carlos se sentaba con la cabeza entre las manos. Y con el pensamiento suspendido afloraban los miedos. El terror que a Carlos le inspiraba llegar a la treintena y que la parte efectiva de su vida hubiera finalizado con tan poco que mostrar le perseguía y aturdía su cerebro. Jamás llegaría a ser otra cosa que la persona que era ahora. Recuerdo la luz tenue, el jaleo de la calle, el silencio del interior del piso, el tictac del reloj de pared de números romanos de la entrada. El tiempo, ese tiempo de Madrid, era como un goteo de agua. Y yo me contagiaba de su miedo y tenía miedo del movimiento del tiempo, a la vez demasiado rápido y demasiado lento. Después de eso venía la sublevación y la impaciencia. En su compañía me sentía algo que no había sentido nunca: activamente norteña. Viendo su pasividad, con las manos en la cabeza, sentía la necesidad de urgirle, de exhortarle, de suplicarle que hiciera algo: actuar, hablar, bailar, terminar la partida de ajedrez, algo. En ningún momento he sido más consciente del movimiento y el significado del tiempo, y había elegido precisamente la ciudad en la que el tiempo goteaba, un goteo desde el techo de una cueva, gota a gota.
La crisis financiera nos llegó a todos más o menos al mismo tiempo. El padrino de Pablo dejó de mandarle dinero, lo cual fue un duro golpe. Los inquilinos de Pilar se marcharon. A mí no me quedaba nada más que vender. Estaba el pequeño salario de Carlos, pero también estaban sus deudas, y no podíamos contar con que ayudara a sus amigos. Se le veía más anglosajón, más inacabado y decente que nunca. Deseé que hubiera alguna razón para patalear, algo por lo que luchar. Por supuesto, estaba la situación española, a la que yo indudablemente le había dado muchas vueltas antes de venir a España, pero ahora que estaba aquí, sin tener donde caerme muerta, prácticamente no me daba cuenta. Pensaba «Soy libre» pero, ¿qué importancia tenía eso? También pasaba hambre. Soñaba con comida. Pilar soñaba con cosas que la perseguían, Pablo soñaba conmigo y Carlos soñaba que estaba en la cima de una montaña predicando ante una multitud, pero con lo que yo soñaba era con jamón cocido y salsa madeira. Tenía la sospecha de que mi estancia aquí y en esta situación era una locura y que solo había estado intentando mejorar mi condición moral, la financiera hablaba por sí misma. Era como Orwell en París, deleitándose con sus chinches. Si se trataba de eso, entonces estaba muy claro, muy protestante en su conjunto, pero no podía decir nada más que eso. Un día hice una tirada de cuarenta y ocho cartas (la gran rueda). Las cartas predijeron traición, ruina, enfermedades, accidentes, cartas que traían malas noticias, desastre y dolor.
Hice mi ronda. En uno de los lugares había llegado mi dinero. Estaba salvada. Fui a la universidad donde once o doce años antes se había producido la lucha. Parecía una urbanización de los suburbios sin terminar, con todo ese barro, sus edificios blancos y sus árboles raquíticos. Esperé en la cafetería en la que Pablo tomaba su café amargo, y cuando entró le di las noticias. Fuimos hasta el corazón de Madrid en un tranvía que se bamboleaba. Pablo callaba, yo pensaba que estaba encantado y sobrecogido; en realidad, debía de estar digiriendo el hecho asombroso de que yo había estado esperando algo y de que mi deambular por los bancos no era una manía inocente como la de Pilar en el Museo Romántico.
Mi concepción de la vida (libre albedrío más imponderables) parecía verse justificada de nuevo. Tenía los imponderables en mi bolsillo y el libre albedrío comenzaba a rodar. Durante el trayecto en el tranvía decidí que iría a Mallorca, alquilaría una casa, invitaría a los tres a pasar unas largas vacaciones y compraría un perro que había visto. Nos bajamos del tranvía y compramos un delicioso y tierno pan blanco de estraperlo, comprado al peso; y tres pollos asados, además de medio kilo de mantequilla dulce y dos botellas de tres litros de vino blanco de Valdepeñas. Compramos un poco de crema de castañas y turrón. Del resto no me acuerdo.
Hacia el final de nuestro almuerzo y antes de que se acabara el vino, Carlos hizo un comentario feo: «La diferencia entre tú y nosotros es que a ti al final siempre habrá algo que venga a rescatarte. A nosotros no vendrá nada a rescatarnos de ninguna parte. Probablemente lo has sabido durante todo este tiempo».
A nadie le gusta que le acusen de impostor. Me enfadé muchísimo y rápidamente volví el comentario en su contra. Estaba dando muestras de autocompasión. Dar pena era parte esencial de su carácter. Lo decían las cartas. Todo lo que pude sacar de sus tiradas fueron combinaciones de dos y tres: miedo abyecto a las amenazas anónimas y preocupación por la traición de sus amigos. Este ataque le hizo callar, pero demostraba que mi carácter no había mejorado en absoluto con mis infortunios. Me defendí contra la acusación de farsante. Mi existencia se había caracterizado por la espera, y yo siempre dije que esperaba algo tangible. Pero ellos habían creído que yo esperaba en el sentido que ellos dan a la palabra, esperar al verano y después al invierno, al lunes y después al martes, esperar, esperar a que el tiempo gotee dentro de la piscina.
Ya no hablábamos de lo que podríamos hacer si tuviéramos dinero. Yo pensaba en Mallorca. Sabía que si les invitaba nunca vendrían. Eran educados. Comprendían que mi nueva fortuna me dejaba fuera. No me dieron evasivas sino que se lo tomaron bien. No tenían planes, así que simplemente cerraron filas. Hablamos de un futuro lejano recordando a Carlos y sus miedos. Hablamos de los treinta como si nos estuviéramos introduciendo en aguas subterráneas heladas, como si fuéramos a sumergirnos y quedarnos tal como estábamos, primero Carlos, después Pablo y yo, por último la pequeña Pilar. Aún tenía que esperar ocho años, pero ocho se convertirían en siete y siete en seis, y ella lo sabía.
No sé qué fue de ellos o cómo eran cuando llegaron a cumplir los treinta. Me fui de Madrid. Escribí durante un tiempo, pero nunca me contestaron. Finalmente fueron apresados, no por el tiempo, por mí, por el congelamiento de la memoria. Y cuando miré en el diario que llevaba en aquellos días, todo lo que pude encontrar fueron descripciones del clima.

24
octubre

Jamaica Kincaid - "Sin alas"

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Como ya comenté en alguna ocasión, sus cuentos son mucho más herméticos y simbolistas que sus novelas, pero las relaciones madre-hija y la relación de éstas con la sociedad postcolonial (caribeña anglófona) es un tema recurrente tanto en las novelas como en los cuentos como éste.
El cuento, publicado inicialmente en The New Yorker en enero de 1979, está recogido en el volumen "En el fondo del río" de 1983.
La versión es la de Alejandro Pérez Viza.
Los críos están leyendo un libro escrito con palabras y frases sencillas.
«Érase una vez un pequeño deshollinador que se llamaba Tom. Pasaba la mitad del tiempo llorando, y la otra mitad riendo. Vosotros quizás hubierais tenido vértigo al mirar hacia abajo: pero Tom no. Vosotros, seguro, os hubierais helado de frío, allí sentados una noche de septiembre, sin el menor atisbo de ropa que os cubriera la espalda mojada; pero Tom era un niño acuático, y por lo tanto no tenía más frío del que hubiera tenido un pez».
Los niños ya han aprendido a escribir sus nombres con una bonita caligrafía. Ya han aprendido cuántos cuartos de penique son un penique, cuántos peniques son un chelín, cuántos chelines son una libra, cuántos días tiene abril, cuántas stone entran en una tonelada. Ahora canturrean y retozan por ahí, rasgándose las faldas con movimientos rápidos y bruscos. ¿De verdad debe llorar Dulcie porque trece de sus compañeros de juegos se hayan sentado sobre ella? Vamos, Dulcie, vamos. Yo misma he tenido que soportar que me besaran muchos chicos groseros con sus labios pequeños y húmedos cuando iban camino de su clase de gimnasia. Yo misma me he tirado a chicas bajo la casa de mi madre. Pero yo nado en un rayo de luz, miro hacia abajo, y me veo a mí misma con total claridad, por los cuatro costados, desde todos los ángulos. Puede que esté a punto de hacer un gran descubrimiento, y puede que después de mi gran descubrimiento me envíen a casa encadenada. Además, quizá mi vida sea tan previsible como la de un insecto y yo esté todavía en la fase de crisálida. ¿Cuán abajo puedo hundirme entonces? Aquella mujer de allí, la del culo tan voluminoso, es importante para mí. Por ella ahorré mis seis peniques en lugar de gastarlos en dulces. ¿Será esto un amor como no hay otro? ¿Y cuánto dolor le habré causado a ella? Y, ¿me ama ella? Me doy cuenta de que mis necesidades son enormes. Pero ahí están de nuevo los niños (yo soy uno de ellos), chillando, no sabría decir si de dolor o de deleite. Los niños, que son preciosos en grupos de tres, y que anoche mismo rogaban a sus madres que les cantaran en voz baja, están hoy vapuleándose unos a otros. Al final del día, los niños tienen los cuellos irritados, el pelo revuelto, suciedad bajo las uñas, los zapatos rozados, las ropas desgarradas. ¿Y por qué? Antes que nada tienen que ser niños.
Yo creceré para convertirme en una mujer alta, agraciada y escultural, e impondré mi voluntad a un gran número de personas, y también provocaré, sólo por divertirme, un gran dolor. Ahora bien. Intentaré ver con claridad. Intentaré hacer distinciones. Intentaré discernir las sutiles gradaciones de color en la ropa de calidad, en la longitud de la uñas, en los modales. Aquella mujer de allí. ¿Es cruel? ¿Me ama? Y si no es así, ¿puedo hacerle cambiar de opinión? Todavía no soy alta, bella, agraciada y capaz de imponer mi voluntad. Ahora nado en un rayo de luz y me veo con total claridad. La escuela es amarilla y está rodeada de grandes árboles de hojas verdes. Dentro están nuestros pupitres y una mujer con gafas que toca el piano. ¿Hay alguna chica capaz de cantar Gaily ther troubadour plucked his guitar de forma tan cautivadora como para que valga la pena convertirla en mi mejor amiga? Y ahí está la misma chica, mugrienta y esplendorosa, colocando trampas para pájaros parleros. ¿Será ella una de mis tentaciones? Ah, éste tiene que ser un amor como ninguno. ¿Pero cómo pueden ser las extremidades que odian los mismos miembros a los que aman? ¿Cómo pueden ser los mismos miembros que me ofuscan hasta la ceguera los que me hagan ver? Estoy indefensa y soy pequeña. Tendré que intentar ver con claridad. Intentaré separar y dividir las cosas como si fueran sumas, como si fueran mercaderías en las estanterías de una tienda. ¿Ésta es mi madre? ¿Está aquí para violentarme? ¿Qué diré de ella a sus espaldas, cuando no esté, mucho después de que ya se haya ido? En su sonrisa se expresa toda su bondad. ¿Recordaré siempre eso? ¿Es que soy horrible? Y en ese caso, ¿seré siempre así? No alcanzar mis objetivos me irrita hasta tal punto que tengo que apretar los puños. Mi atractivo es limitado, y todavía no he aprendido a sonreír. He cogido muchas flores y las he hecho trizas deliberadamente, pétalo a pétalo. Soy tan desdichada, mi rostro es tan anodino, y aun así soy capaz de sobreponerme, levantarme y andar, y mentir enfrentándome a terribles castigos. Me doy cuenta del extraordinario peligro en que me encuentro... una indefensa y miserable niña. Aquí tengo una lista de lo que debo hacer. ¿Está mi vida destinada a
convertirme en una aprendiz de costurera, a seguir un espinoso camino que hay que seguir meticulosamente o abandonar? Dentro, rodeando a la mujer con gafas que toca el piano, los niños cantan armoniosamente una canción. Las voces de los niños: rosas, azules, amarillas, violetas, todas suspendidas en el aire. Todo es suave, todo acogedor, todo es reconfortante. Y, sin embargo, yo, a mi edad, he sufrido ya tanto. Mis lágrimas, mayúsculas, han inundado mis mejillas en ondulados torrentes... mis lágrimas, mayúsculas, y mis manos demasiado pequeñas para contenerlas. Mis lágrimas han sido el resultado de mis desilusiones. Mis desilusiones siguen en pie y siguen creciendo, cada vez más elevadas. Para mí nunca se olvidarán. Ahí están. Permitid que les clave una etiqueta. Permitid que las tenga registradas, como a animales recién domesticados. Permitid que mime a mis desilusiones, que las abrace, que las oculte junto al pecho, porque son muy importantes para mí.
Pero una vez más nado en un rayo de luz, boca abajo, y me veo a mí misma con toda claridad, por los cuatro costados, desde todos los ángulos. Ahí estoy, a punto de hacer un gran descubrimiento, y es posible que, como una antigua parte de la historia, mi presencia dé cabida a algunas teorías. ¿Pero quién las dará a conocer? Mi cuerpo ha estado acumulando agua durante días, pero aun así no voy a llorar. ¿Qué es eso para mí? Todavía no soy una mujer con una terrible carga no deseada. Todavía no soy un perro con un dueño cruel e incapaz de darle cariño. Todavía no soy un árbol creciendo en una tierra árida y acre. Todavía no soy la oscuridad de una mazmorra.
¿Dónde? ¿Qué? ¿Por qué? ¿Cómo, entonces? ¡Ah, eso!
Soy miserable y carezco de alas.

*****

-No te comas los hilos de los plátanos... se te enredarán en el corazón y te matarán.
-Oh. ¿De verdad?
-No.
-¿Es una de esas cosas que se les dicen a los niños?
-No, pero es divertido. Tendrías que verte intentando quitar todos los hilos de los plátanos con tus uñas de mono. ¿Asustada?
-Asustada. Muy asustada.

*****

Hoy, guardando una distancia prudencial, he seguido a la mujer que amo mientras paseaba sobre una alfombra de nenúfares. Mientras paseaba, ha comido algunas bayas negruzcas, negros frutos de los nenúfares. Ha estado mucho tiempo paseando, mientras nombraba lo que debían de ser cosas maravillosas para ella. Entonces, en medio del estanque, se ha detenido, porque un hombre se había plantado de repente frente a ella. Vi que él llevaba ropa hecha de cortezas de árboles y palos en las orejas. Le dijo algo a ella que no pude entender, pero se lo dijo tan enérgicamente que de su boca salieron despedidas gotas de agua negra. La mujer que amo se llevó las manos a los oídos, para protegerse de lo que él le decía. Entonces él hinchó las mejillas y empezó a soplar con tal fuerza que, bajo el brillante sol, parecía a punto de estallar, y la mujer que amo se cubrió los ojos con las manos para protegerse de su visión. Luego, en lugar de sacar su sable de entre los pliegues de su vasta y hermosa falda y partir en dos al hombre por la cintura, se limitó a sonreír -una sonrisa roja, muy roja- y él se desplomó como una mosca, muerto.

*****

El mar, la reluciente y rosácea arena, los bañistas con sus sombreros, dos personas paseando cogidas del brazo, charlando con los rostros muy juntos, gotas de agua salpicándoles hasta la nariz, la espuma del mar en sus tobillos, en las exuberantes pantorrillas, el azul, el verde, el negro, tan insondable, tan plano, una gran y veloz corriente submarina, refulgente, las blancas y pequeñas olas, una tempestad tan intensa que la sal se te mete en los ojos, el mar revuelto furiosamente, zarandeándolo todo como una botella con sedimentos, una embarcación con dos personas que tiran por la borda un fardo marrón, el misterio, los afilados dientes de aquella anguila moteada de amarillo, el ondulante culebreo, los tersos contornos, bocas abiertas, bandadas de grandes y ensordecedores pájaros, grandes familias de gentes vociferantes, enjambres de moscas que te acribillan con sus punzantes aguijones, el mar, persiguiéndome cuando corro a casa, pisándome los talones, hasta la misma puerta, el mar, la mujer.
-¿Te he asustado? Una vez más, ¿te has asustado de mí?
-Me has asustado. Me has dado mucho miedo.
-Oh, tendrías que verte la cara. Me gustaría que pudieras verte la cara. Qué risa me das.

*****

¿Y cuáles son mis miedos? ¡Qué vacas tan grandes! Cuando las veo venir, ¿debería correr y esconderme boca abajo en la cuneta? ¿Son realmente vacas? ¿Puedo estar en un campo de hierba alta y no ver nada en kilómetros y kilómetros a la redonda? Por otro lado, el cielo, inmenso y azul como siempre, tiene sus límites. Esta tarde el viento suena con tanto fragor como en un huracán. No hay suficiente luz. Se oye un ruido... no sabría decir de dónde procede. Una gran caja lleva estampado el sello «Manejar con Cuidado». He estado en un edificio blanco con sinuosos pasillos. He pasado junto a una persona muerta. Allí está la mujer que amo, que es mucho más corpulenta que yo.

*****

Aquel mosquito... ahora una mancha en la pared. Aquel lagarto, corriendo arriba y abajo, arriba y abajo... ahora tan quieto. Aquella hormiga, abotargada y lenta, cargada de huevos en sus mandíbulas... ahora tan quieta. Aquel pájaro verde y azul, con la cabeza erguida, cantando... ahora tan quieto. Aquel cangrejo de tierra, moviéndose lenta, suavemente, incluso con delicadeza, de lado... pero ahora tan quieto. Aquel grillo, posado sobre un brote de un árbol, tan feo, tan repugnante, que me ha hecho sentir tan afligida... ahora tan quieto. Aquella mangosta, ora dormida en su madriguera, ora robando las gallinas dormidas, moviéndose con rapidez, sus ojos como dos puntos de luz... ahora tan quieta. Aquella mosca, pasando tan alegremente de pasta de té en pasta de té... ahora tan quieta. Aquella mariposa, volando satisfecha de una bella planta a otra igualmente hermosa bajo el primer sol de la mañana... ahora tan quieta. Aquel renacuajo, nadando placenteramente en aguas poco profundas... ahora tan quieto.
Debo proyectar una sombra y permanecer imperceptible.
Mis manos, marrones por este lado, rosadas por este otro, ora indiscriminadamente peligrosas, ora erráticas y pródigas, ora crueles e insensibles, ora implacables y despiadadas, pero ahora inocentemente dormidas en un vestido de mangas trenzadas, ahora sosteniendo un cucurucho de helado, ahora tendidas con anhelo, ahora unidas durante la oración, ahora sintiendo seguridad y alivio, ahora suplicando por mis deseos, ahora gratas y agradables, y ahora, incluso ahora, tan quietas en la cama, en el sueño.

23
octubre

Leopoldo María Panero - "Unas palabras para Peter Pan"

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Este poema pertenece al volumen "Tarzán traicionado" publicado en 1967.

«No puedo ya ir contigo, Peter. He olvidado volar,
y...
Wendy se levantó y encendió la luz: él lanzó un
grito de dolor...»
JAMES MATTHEW BARRIE: Peter Pan.

Pero conoceremos otras primaveras, cruzarán el cielo otros nombres —Jane, Margaret—. El desvío en la ruta, la visita a la Isla-Que-No-Existe, está previsto en el itinerario. Cruzarán el cielo otros nombres, hasta ser llamados, uno tras otro, por la voz de la señora Darling (el barco pirata naufraga, Campanilla cae al suelo sin un grito, los Niños Extraviados vuelven el rostro a sus esposas o toman sus carteras de piel bajo el brazo, Billy el Tatuado saluda cortésmente, el señor Darling invita a todos ellos a tomar el té a las cinco). Las pieles de animales, el polvo mágico que necesitaba de la complicidad de un pensamiento, es puesto tras de la pizarra, en una habitación para ellos destinada en el n.° 14 de una calle de Londres, en una habitación cuya luz ahora nadie enciende. Usted lleva razón, señor Darling, Peter Pan no existe, pero sí Wendy, Jane, Margaret y los Niños Extraviados. No hay nada detrás del espejo, tranquilícese, señor Darling, todo estaba previsto, todos ellos acudirán puntualmente a las cinco, nadie faltará a la mesa. Campanilla necesita a Wendy, las Sirenas a Jane, los Piratas a Margaret. Peter Pan no existe. «Peter Pan, ¿no lo sabías? Mi nombre es Wendy Darling». El río dejó hace tiempo la verde llanura, pero sigue su curso. Conocer el Sur, las Islas, nos ayudará, nos servirá de algo al fin y al cabo, durante el resto de la semana. Wendy, Wendy Darling. Deje ya de retorcerse el bigote, señor Darling, Peter Pan no es más que un nombre, un nombre más para pronunciar a solas, con voz queda, en la habitación a oscuras. Deje ya de retorcerse el bigote, todo quedará en unas lágrimas, en un sollozo apagado por la noche: todo está en orden, tranquilícese, señor Darling.

21
octubre

Andrew O'Hagan - "Gordon"

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Novelista, cuentista y ensayista escocés. Es uno de esos autores que, pese a sus méritos (finalista del Booker y del Whitbread en 1999, ser considerado por Granta como uno de los mejores autores jóvenes de 2003, ...) o pese a publicar sus relatos o sus ensayos en medios de amplia difusión (London Review of Books, Granta, The Guardian o The New Yorker) es mediaticamente poco conocido, tal vez por mantener su obra alejada de la moda con planteamientos arriesgados.
La versión es la de Eduardo Iriarte Goñi.

1. Orgullo
Cuentan que Gordon estuvo a punto de perder un ojo en los años cincuenta, jugando al fútbol cerca de un escorial a las afueras de Kirkcaldy. «No importa —dijo su padre de camino a la clínica—. Todos estamos medio ciegos a los ojos de la Divinidad.» Gordon sintió un doloroso pellizco bajo el vendaje de la enfermera y vio un despliegue de estrellas frías en el asfalto de la carretera. Años después recordaría aquella caminata de vuelta a casa y cómo se había sentido orgulloso de lo perfectamente corrientes que eran sus zapatos escolares. «Es una persona agradable, ese médico —dijo su padre con un carraspeo mientras Gordon caminaba delante—. Sabe ser médico. Está convencido de que todo hombre debe sufrir algún ligero daño.»

2. Amores
Había una fábrica de linóleo en la carretera general y Gordon la veía humear desde su habitación en la casa del pastor. Siempre había tenido esa extraña capacidad —envalentonada por su lectura de libros y obras de teatro— para evocar una suerte de elevado romanticismo a partir de una escena industrial, aunque ninguno de sus hermanos tenía tiempo para libros, ocupados todo el rato con cortes de pelo y llamadas telefónicas.
Gordon memorizaba citas y las repetía para sí bajo el agua de la ducha con los oídos inundados de ruido. Para entonces ya tenía mejor el ojo y su padre estaba más profundamente conchabado con el Señor. Solía quedarse en el cuarto de baño con olor a polvos de talco mascullando cálculos y extrañas sumas morales acerca de la causa de la desdicha de Hamiet. Su madre sabía que su segundo hijo estaba destinado a ir a Edimburgo cuando una mañana éste bajó las escaleras con gesto huraño. «El problema de Hamiet es el espectro —dijo—. Es imprudente. Es incauto. No se puede dominar la conciencia de una persona. Y al obligar a una familia a pasar a la acción los matas a todos.»

3. Valor
Las alubias en salsa pasaron a ser un asunto importante durante una temporada. Gordon calculó que cada alubia tenía cierto valor para el mundo, aunque le resultaba curioso que algunas alubias parecieran ansiosas por ser escogidas. Sobre la tostada, algunas de esas alubias tenían un lustre anaranjado extraordinario, y las más gordas parecían entender con exactitud —de una manera que desde luego no entendían las pulposas y las rotas— cuál podía ser su papel en la comida perfecta. En su piso de estudiante del Grassmarket, los platos sucios tenían fama de apilarse en la desolación general de un fregadero de Belfast, pero Gordon estaba ocupado reconciliando las realidades de la vida con una visión alimenticia del futuro. Nunca se emborrachaba porque temía más que cualquier otra cosa perder el control, así que los viernes por la noche, mientras las cuadrillas de muchachos locales iban dando patinazos por Lothian Road estimulados por pintas de cerveza rubia, Gordon permanecía en el Carneo viendo películas antiguas acerca de pianistas ciegos o soldados mutilados por la guerra y su propia inseguridad. A menudo compraba un cucurucho de patatas fritas entre la extensa fraternidad de altas horas de la noche del Grassmarket, y con cuidado lo llevaba contra el pecho escaleras arriba para comérselas con las alubias. Ésa fue la esencia de sus años de estudiante: el vapor del papel de periódico caliente empapado en manchas de vinagre.

4. Razón
Tremendo el chapoteo negro que se había armado allá en el mar del Norte. La idea misma de gente atrapada en esas plataformas petrolíferas durante semanas empezó a incomodar el sentido que tenía Gordon de una vida perfectamente aprovechada y razonablemente útil, pero también es cierto que los años sesenta ofrecían toda una gama de posibilidades para la Escocia en vías de modernización, y daba la impresión de que el petróleo iba a desempeñar un papel importante en todo aquello. Era sólo que, a ojos de Gordon, la sustancia en sí parecía muy poco alejada de las condiciones de su extracción. Oscura, quiero decir. Toda oscuridad. Y no podía ahuyentar aquella idea de hombres vivos y saludables sirviéndose de máquinas para extraer aquel licor de carbón inerte. «¿No te parece un poco salvaje?» Se lo dijo varias veces a una chica con la que quedó para tomar un café en el hotel George, y ella le prestó toda su atención con sus hermosos ojos verdes antes de decir que más le valía marcharse o perdería el autobús.

5. Dotes
Vio ejemplares de su primer libro en el escaparate de una librería izquierdista en Glasgow y tuvo que reconocer que notó una lágrima en el rabillo del ojo bueno. Había recreado —como de buena gana reconoció el Greenock Telegraph— las vidas a menudo infradescritas de los pensionistas ancianos en la segunda mitad del siglo, y lo había hecho con una prosa de ilimitada belleza épica. Había inventado un estilo fragmentario perfectamente adecuado para captar las raídas vidas de sus personajes, y el Dundee Courier, tras haber sorprendido a Gordon presentando sus hallazgos ante una reunión formal de contables al fondo del Milnes Bar, se mostró dispuesto y sumamente hábil para crear la impresión de que el autor poseía unas notables dotes como orador.

6. Sensibilidad
Gordon siempre se encontraba recibos de restaurantes en los bolsillos de los trajes o en el billetero. A veces no eran recibos exactamente, sino copias amarillentas en papel carbón que indicaban cuánto había gastado y si el servicio estaba incluido, aunque sin especificar qué había consumido. En años recientes había desarrollado un resentimiento activo contra el agua con gas. Una noche, cuando el taxi lo llevaba de regreso al Milibank, sopesó aquella bebida de Islington y vio las noticias con una sensación de odio cada vez más intensa.

7. Progresismo
En una bifurcación de la carretera frente a la iglesia que antaño presidió el padre de Gordon hay una estatua de Adam Smith. El hijo siempre imaginaba el monumento cubierto de nieve, aunque en realidad era más habitual que el sol escocés derramara su benevolencia sobre aquella noble testa, aquella cabeza con una mente tan inmensa como el interior del mundo, su imagen misma liderando a los brillantes y pacientes hijos de Kirkcaldy. Gordon volvió para ver la estatua tras la muerte de su padre, en 1998. Aquel día nevaba, y Gordon contempló el Adam Smith de piedra como si en aquel célebre semblante fuera a descubrir alguna huella dejada por su propia contemplación años atrás. Fantaseó con que los principios del progresismo bien podían ofrecer alguna sugerencia acerca de cómo vivir. Vio muy poco de sí mismo en el rostro de Smith, pero la estatua en conjunto le pareció más pequeña de como la recordaba de los tiempos del diploma escolar y sus preocupaciones por el difícil examen de Literatura. No había nadie tan temprano, pero Gordon dio instrucciones a su chófer de que fuera a ver si podía traer una escalera del vestíbulo de la sala parroquial.

8. Política
Por la tarde, Londres es un borrón de autobuses y oportunidades. También es una capital muy pintoresca, repleta de arte extranjero. Justo en el inicio del Desfile de la Guardia Montada un soldado se yergue sobre su caballo con el casco y la túnica roja, la espada apoyada en el hombro derecho; los turistas sacan sus fotos y se ríen de la pompa militar. Una chica rubia de Athens, Georgia, y su amiga amenazan de pronto con encaramarse y manchar al guardia de pintalabios. Susurran entre sí cómo va contra las normas que hable y cómo tampoco puede moverse mucho. El guardia simplemente permanece quieto como si los cuchicheos de esas chicas no le incumbiesen. De hecho, apenas puede oírlas, sólo nota cansancio en la base de la columna y unas ganas irreprimibles de tomarse una pinta. Se pregunta si su mujer habrá ido al supermercado, y ¿no había una oferta estupenda de esas botellas rechonchas de cerveza alemana? Cuando su pensamiento se diluye bajo el lánguido, persistente y shakespeariano sol, el guardia levanta la mirada para ver a Gordon pasar con el tráfico de Whitehall, la cabeza apoyada en la ventanilla y el ojo bueno enfocado en la calle.

17
octubre

Jane Bowles - "Una pareja quisquillosa"

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Jane Auden (Jane Bowles tras su matrimonio con Paul Bowles) fue una novelista, cuentista y dramaturga estadounidense. Sólo escribió una novela, "Dos damas muy serias" (1943), una obra de teatro, "In de summer House" (1954), y unos pocos relatos que fueron publicados en algunas revistas y luego recogidos en el volumen "Placeres sencillos" (1966). En 1978, cinco años después de su muerte en Málaga (donde está enterrada) apareció otro volumen de cuentos, "My Sister's Hand in Mine", pero desconozco si recoge cuentos inéditos hasta ese momento, si es el anterior volumen tal vez con algún añadido, ...
Parece ser que vivió acomplejada por el talento de su marido y que consideraba que su carrera literaria era un fracaso. Sin embargo fue calificada como "leyenda moderna" por Truman Capote, "hito de la literatura norteamericana del siglo XX" por Alan Sillitoe y adorada por Tennessee Williams. En su obra destaca un humor disparatado, unas situaciones muchas veces inverosímiles rozando el absurdo (o cayendo de lleno en él) y unos diálogos ricos y duros en muchas ocasiones. La angustia, la frustración y el trauma de no poder vivir la vida que ella deseaba están presentes en cada línea de sus trabajos.
La versión del cuento (en realidad, escena de títeres) es la de Benito Gómez Ibáñez.

Las dos marionetas son hermanas de cincuenta y pocos años. El escenario debe tener una varilla o un cordel que lo divida por la mitad para sugerir dos habitaciones. Hay una sentada a cada lado de la línea divisoria. Si no es posible sentarlas, tendrán que quedar de pie. Mildred, la mayor, tiene un aspecto más sólido y lleva colores más vivos.

Mildred (la marioneta más fuerte): Espero que empieces a pensar en traer la leche.
Rhoda (tras una pausa): Pues no.
Mildred: Pero ¿qué te pasa? No irás a recibir una visita de nuestros difuntos, ¿verdad?
Rhoda: Este invierno no tengo apariciones porque estoy muy harta de querer hasta a nuestros muertos. De todos modos, estoy disgustada con el mundo.
Mildred: Dedícate a tus asuntos, que yo me ocuparé de los míos. Ahora estoy pensando en la leche.
Rhoda: Estoy cansada de estar triste. Me gustaría cambiar.
Mildred: No te diviertes lo suficiente en tu habitación. ¿Por qué no?
Rhoda: Pues porque el mundo y sus víctimas siempre están presentes en mi imaginación.
Mildred: Eso no es normal. De todos modos, no eres lo bastante lista para resultar de alguna utilidad en el mundo exterior.
Rhoda: Si fuera joven, socorrería a los enfermos. Y ni siquiera me preocuparía de la cultura, si fuese joven.
Mildred: No tienes maña para crear un hogar. En cualquier caso, procura muchas satisfacciones.
Rhoda: Tengo el corazón demasiado grande para crear un hogar.
Mildred: No. Es porque careces de autosuficiencia. Si yo no estuviera aquí, no tendrías el placer de preocuparte. Si no me ves por aquí, eres un alma perdida. Cuando no estoy, ni siquiera tienes ánimo para preocuparte por el mundo exterior. ¡Y no es que el mundo exterior pierda gran cosa! (Resopla con desprecio.)
Rhoda: Tienes razón. Pero juro que tengo un gran corazón.
Mildred: He llegado a creer que el interior de las personas no es muy interesante. Con un corazón grande se puede causar un enorme descontento, y con uno pequeño, una armonía considerable. Compara tu habitación con la mía. Y tengo el corazón tan pequeño como el de papá.
Rhoda: Me dejas helada hasta los tuétanos cuando dices que tienes el corazón pequeño. Pero me quieres, ¿verdad?
Mildred: Eres mi hermana, ¿no?
Rhoda: El amor de hermana es una de las pocas dichas de esta vida.
Mildred: Bueno, ya está bien de exagerar. Podría enumerar otras cosas.
Rhoda: Imagino que es injusto obtener amor de un corazón pequeño. Supongo que es pecado. Me figuro que Dios pretendía que los corazones pequeños se dedicaran a otras cosas.
Mildred: Es posible. Tomaremos la leche en mi habitación. Es mucho más agradable. En parte, porque soy una mujer más limpia que tú.
Rhoda: Aunque tengas un corazón pequeño, desearía que en el mundo no hubiera nadie más que tú y yo. Entonces no pensaría que debo mezclarme con los demás.
Mildred: Pues yo desearía poder ofrecerte en una caja mi don para la felicidad. ¡Sería tan estupendo que fueras como yo! Así podríamos tomar la leche en cualquier habitación. Un día en la tuya y al siguiente en la mía.
Rhoda: Estoy segura de que esas cosas no ocurren nunca.
Mildred: Eso sucede en un millón de hogares, siete días a la semana.
Rhoda: Nunca, nunca, nunca...
Mildred (con mucha firmeza): Eso ocurre en un millón de hogares.
Rhoda: ¡Nunca, nunca, nunca!
Mildred (levantándose): ¿Vas a hacerme caso sí te digo que eso sucede en un millón de hogares, o tengo que perder los estribos?
Rhoda: Ya los has perdido. (Mildred monta en cólera rápidamente. Rhoda va al proscenio y canta:)
Mi caballo quedó como una piedra congelado,
hace mucho, mucho tiempo.
Cerca del macizo de flores, helado
bajo el yermo sol.
O quizá fue de noche,
o quizá no fue.

Mi caballo corre por los campos
muchas tardes.
Negro como el lodo y lleno de vida,
lo veo escapar al bosque
y luego no lo veo.
Mildred (entre bastidores): Voy por la leche y espero que se haya acabado por hoy el alboroto. (Entra llevando dos vasitos blancos.) Pero ¿por qué llevo leche a una persona que está completamente decidida a convertir mi vida en un verdadero infierno?
Rhoda (entrelazando las manos con emoción): Sí. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¡Qué acertijo tan horroroso!
Mildred: Te encanta pensar que todo es un acertijo. Crees que ésa es la manera de ser intelectual. No hay ningún acertijo. Simplemente cumplo mi parte del trato.
Rhoda: ¡Tratos, tratos y más tratos!
Mildred: ¿Me dejarás terminar, nerviosa criatura? Trato de explicar que me comporto de acuerdo con el molde en que me hicieron. Da la casualidad de que sé apreciar ese molde, y ni el cielo ni la tierra lograrán que lo estropee. Tus excitables emociones no me afectan. Aquí tienes la leche. (Entra en la parte del escenario que ocupa Rhoda y le ofrece la leche, pero Rhoda da un manotazo al culo del vaso que lleva su hermana y lo manda por los aires. Mildred asesta una tremenda bofetada a Rhoda y vuelve precipitadamente a su habitación. Hay silencio durante un momento. Luego, Mildred oculta la cara entre las manos y rompe a llorar. Rhoda sale, Mildred va al proscenio y canta:)
Mildred (cantando):
Soñé que ascendía una colina,
con la mano de mi hermana en la mía.
Luego busqué mi casa en el valle,
pero sólo campos soleados vi
y la torre de la iglesia brillando.
Busqué hasta que mis entrañas se enfriaron,
pero sólo campos soleados vi
y la torre de la iglesia brillando.
Una chica bajó corriendo la montaña
con campanillas en el sombrero.
Pregunté su nombre al valle,
pero sólo viento y lluvia oí
y la campana de la iglesia repicando.
Pregunté hasta que mis labios se enfriaron
y desperté sin saber
si se llamaba como mi hermana
o si su nombre era el mío.
(Rhoda entra en suporte del escenario.)
Mildred: ¿Rhoda?
Rhoda: ¿Qué quieres?
Mildred: Vete si te apetece.
Rhoda: Aún no ha llegado el momento, y ya no llegará hoy, porque el día ha terminado y se acerca la noche. ¡Gracias a Dios!
Mildred: Sé que si no viviera en la rectitud, contraería una enfermedad horrible y moriría. Se me partiría el corazón.
Rhoda: Vives en la rectitud, cariñito. así que no pienses en eso. (Pausa.) Iré a traerte la leche.
Mildred: Yo también voy. Pero bebamos la leche aquí, porque esto es mucho más agradable, ¿verdad? (Se levantan.) ¡Qué contenta estoy de que ya sea de noche! Tengo los nervios destrozados. (Salen.)

13
octubre

Daniil Charms - "El destino de la mujer de un profesor"

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Daniil Charms (o Kharms o Jarms) es uno de los autores con más entradas en este blog. Pese a ser muy conocido en los ambientes literarios de vanguardia rusos de principios del siglo XX sólo unos pocos textos suyos fueron publicados en revistas de la época. La mayoría de sus escritos estaban en cuadernos que pudieron ser salvados por su esposa y un amigo tras su detención por la policía política estalinista.
La versión de este cuento, escrito en agosto de 1936, es la de Fernando Otero Macías.
La caricatura es un autoretrato del propio autor.

En cierta ocasión un profesor se comió algo que no le cayó bien, y empezó a vomitar.
Se acercó su mujer y le dijo: «¿Qué te pasa?». Y el profesor: «No es nada». Y la mujer se marchó.
El profesor se echó en el sofá, estuvo un rato descansando y se fue al trabajo.
Pero una vez allí se encontró con una sorpresa, le habían recortado el sueldo: en vez de seiscientos cincuenta rublos solo le habían pagado quinientos.
El profesor removió cielo y tierra: no le valió de nada. Fue a ver al director, pero el director le echó con cajas destempladas. Fue a ver al administrador, y el administrador le dijo: «Diríjase al director». El profesor cogió un tren y se fue a Moscú.
En el trayecto, el profesor pilló la gripe. Al llegar a Moscú, era incapaz de descender al andén.
Pusieron al profesor en una camilla y se lo llevaron al hospital.
Estuvo ingresado cuatro días a lo sumo y falleció.
Incineraron sus restos en el crematorio, metieron las cenizas en un bote y se las enviaron a la mujer.
Ahí estaba la mujer del profesor, tomando un café. De pronto llamaron a la puerta. ¿Quién sería? «Aquí le traigo un paquete».
La mujer se puso muy contenta, sonrió de oreja a oreja, le largó un poltínnik de propina al cartero y se lanzó a abrir el paquete.
Vio que en el paquete venía el bote con las cenizas y una nota: «Esto es todo lo que ha quedado de su esposo».
La mujer no entendía nada, sacudió el bote, lo miró al trasluz, leyó y releyó seis veces la nota, finalmente cayó en la cuenta de lo que había ocurrido y sintió un gran pesar.
La mujer del profesor, muy apesadumbrada, estuvo como tres horas llorando, hasta que por fin decidió ir a enterrar el bote con las cenizas. Envolvió el bote en un periódico y se dirigió al parque del Primer Plan Quinquenal, el antiguo parque Tavrícheski.
Allí la mujer del profesor escogió una alameda algo retirada, y ya estaba a punto de ponerse a cavar cuando de pronto apareció un vigilante.
—¡Eh! —gritó el vigilante—. ¿Qué andas haciendo aquí?
La mujer del profesor se asustó y dijo:
—Nada, solo quería coger alguna rana y meterla en el bote.
—Bueno —replicó el vigilante—, no pasa nada, pero recuerda que está prohibido pisar la hierba.
Cuando se alejó el vigilante, la mujer del profesor cavó un hoyo, enterró el bote, alisó el terreno y se fue a pasear por el parque.
Estando en el parque, se le acerca un marinero. «¿Qué tal si nos vamos a dormir?», le dice. Y ella: «¿En pleno día? ¿En qué cabeza cabe?». Pero él sigue a lo suyo: a dormir, a dormir.
El caso es que a la mujer del profesor, efectivamente, le entran ganas de dormir.
Va recorriendo las calles y tiene ganas de dormir. A su alrededor corre la gente, algunos son azules, otros son verdes, pero ella tiene ganas de dormir.
Sigue caminando y se duerme. Y sueña que se le acerca Lev Tolstói con un orinal en la mano. Y ella le pregunta: «¿Eso qué es?». Y él le señala el orinal con el dedo y dice:
—Bueno, yo he hecho aquí dentro una cosa y ahora se la estoy enseñando al mundo entero. Que nadie se quede sin verla.
También la mujer del profesor le echa un vistazo y se da cuenta de que eso ya no es Tolstói, sino un cobertizo, con una gallina dentro.
La mujer del profesor procura coger la gallina, pero la gallina se cuela debajo de la cama y desde allí se asoma, convertida en conejo.
La mujer del profesor se mete debajo de la cama detrás del conejo, y se despierta.
Se despierta y mira: es verdad, está tumbada debajo de la cama.
Sale a rastras de ahí abajo y ve su propia habitación. Ahí está la mesa con el café a medio beber. Y encima de la mesa la nota: «Esto es todo lo que ha quedado de su esposo».
Derrama algunas lágrimas y se sienta de nuevo a terminarse el café frío.
De pronto suena el timbre. ¿Quién será ahora? Entran unos hombres y dicen: «Acompáñenos».
—¿Adonde? -pregunta la mujer del profesor.
—Al manicomio —le responden.
La mujer del profesor empieza a gritar y a resistirse, pero los hombres la agarran y se la llevan al manicomio.
Y ahí está la mujer del profesor, una mujer de lo más normal, sentada en su cama en el manicomio, sosteniendo una caña y pescando en el suelo unos pececillos invisibles.
Esta mujer no es sino un triste ejemplo de toda esa gente desdichada que no ocupa en la vida el puesto que merecería ocupar.

11
octubre

Myla Goldberg - "Test de comprensión"

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Novelista y cuentista estadounidense. También es intérprete en un grupo de música para el que compone algunas letras de las canciones. Su obra suele tratar sobre la intolerancia, sobre el miedo a lo ajeno, sobre el aislamiento cultural.

Después de leer cada uno de los párrafos que se recogen a continuación, conteste a las preguntas lo mejor que sepa.
En esta zona de la ciudad, que en el curso de los años se ha convertido en hogar de muchos de los recién llegados a nuestro país, podemos observar en funcionamiento el gran crisol americano, que, al variar los flujos migratorios, también se ha modificado. Si bien, como en el caso de una pizarra en la que sólo se ha borrado parte de la lección de ayer, sus calles todavía conservan las huellas de los que llegaron antes. Hace cincuenta años, este barrio pasó a ser el hogar de docenas de judíos del Este de Europa que huían de la persecución. Con el paso del tiempo, sin embargo, en distintos edificios han aparecido caracteres chinos al lado de los hebreos. El que en otro tiempo podía describirse como un barrio judío se ha convertido en parte del barrio chino.
En las tiendas se venden raíces de jengibre, setas deshidratadas y huevos de pato en conserva. Vendedores ambulantes con su carritos ofrecen, por un dólar, verduras al curry y fideos de arroz en cajas de cartón. Un anciano instala su puesto en la acera, pone suelas nuevas a sandalias chinas con goma de neumáticos usados. Por otra parte, a la vuelta de la esquina, judíos ortodoxos con sus tirabuzones y sus solideos atienden una hilera de establecimientos de electrónica. Una tienda de variantes todavía presenta sus mercancías en barriles con agua salada.
Aunque en la fachada de piedra aún están grabadas las palabras «Escuela para niños del rabino Loew», la casa es ahora un edificio de apartamentos habitado por familias chinas. En el bajo, la consulta del doctor Un se halla junto al parque infantil al que iba de niño. Cuando los hijos del doctor Lin hayan crecido, el barrio habrá cambiado de nuevo, pero una cosa es cierta: los continuos añadidos a nuestro estupendo crisol contribuyen sin duda a hacer grande nuestro país.

A. El doctor Lin murió en su consulta por disparos de arma de fuego el viernes por la tarde. El difunto:
  1. ¿Se sentía poco seguro en su consulta?
  2. ¿Conocía a su agresor?
  3. ¿Trató de defenderse?
  4. ¿Suplicó que no lo mataran?
  5. ¿Gritó para pedir ayuda?
B. El asesino del doctor Lin logró huir. ¿Qué es lo más probable?
  1. ¿Que los disparos no se oyeran?
  2. ¿Que se pensara que eran detonaciones del tubo de escape de un automóvil?
  3. ¿Que se considerasen un asunto ajeno y se ignorasen con un encogimiento de hombros?
  4. ¿Que no se denunciaran por temor a represalias de los delincuentes?
  5. ¿Que no se denunciaran por temor a la policía?
C. Los disparos se hicieron:
  1. ¿Por indignación?
  2. ¿Por miedo?
  3. ¿Por desesperación?
  4. ¿Por venganza?
  5. ¿Por error?
D. El policía que acordonó la escena del crimen con una cinta en la que se había escrito «Límite policial, prohibido cruzar» se sintió:
  1. ¿Importante?
  2. ¿Triste?
  3. ¿Molesto?
  4. ¿Enfadado?
  5. ¿Indiferente?

Dos vecinos del barrio se acercan a un cartel que se ha colocado en la verja delante de la consulta del doctor Lin. Debajo de las palabras «Se busca» aparece un retrato robot. Junto al cartel sigue atado a la verja un trozo de cinta amarilla de la policía. Los dos hombres hablan mirando el cartel.
VECINO 1:¿ Lo conocía?
VECINO 2: No. Pasé ayer por aquí al volver a casa, pero no me detuve.
VECINO 1: Vine en cuanto oí las sirenas, pero no vi nada.
VECINO 2: Pensaba que hoy habría policías por todas partes, pero no hay nada.
Los dos examinan el retrato robot. Representa el rostro de un negro de facciones corrientes.
VECINO 1: Anoche oí decir a un policía que había sido un robo.
VECINO 2: Dicen que al doctor le dispararon dos veces por la espalda. ¿Cree que trataba de coger su pistola?
VECINO 1: Yo no hubiese intentado resistirme. Si me pegaran un tiro, mi mujer me mataría.
Ambos ríen entre dientes.
VECINO 2: Mi hijo pequeño juega todos los días en el parque. Pensar que esto haya sucedido tan cerca...
El VECINO 2 escupe y se va. Después de que se haya ido, el VECINO 1 arranca la cinta de la policía y se la guarda en el bolsillo.

E. Cuando el Vecino 1 visitó la escena del crimen la noche del asesinato, se sintió:
  1. ¿Intrépido?
  2. ¿Personalmente implicado?
  3. ¿Empujado?
  4. ¿Emocionado?
  5. ¿Con derecho?
F. En la noche de autos, el Vecino 2 pasó por la escena del crimen sin detenerse:
  1. ¿Por temor a que le calificaran de mirón?
  2. ¿Convencido de que alejarse de una tragedia evita desgracias futuras?
  3. ¿Para evitar sospechas, aunque no fuera culpable?
  4. ¿Indignado porque una cosa así hubiese sucedido en su barrio?
  5. ¿Con la esperanza de que el crimen desapareciera si lo ignoraba?
G. Cuando los dos vecinos hablaron, evitaron mirarse a los ojos por:
  1. ¿Miedo?
  2. ¿Sospecha?
  3. ¿Respeto?
  4. ¿Vergüenza?
  5. ¿Costumbre?
H. Si los dos volvieran a cruzarse de nuevo en la calle, lo más probable es que:
  1. ¿Se hicieran un gesto amistoso con la mano?
  2. ¿Se saludaran secamente con una inclinación de cabeza?
  3. ¿Hablaran cordialmente?
  4. ¿Se cruzaran sin mirarse?
  5. ¿Se pusieran colorados, visiblemente molestos?
I. Si una persona inocente pasara junto al cartel de «Se busca» y reconociera sus ojos o su nariz, es probable que, como poco, se sintiera:
  1. ¿Indignado?
  2. ¿Nervioso?
  3. ¿Divertido?
  4. ¿Indiferente?
  5. ¿Perseguido?
J. Si alguien que hubiese visto el cartel se cruzara en la calle con un negro desconocido, es probable que, como poco:
  1. ¿Lo mirase fijamente?
  2. ¿Sonriera?
  3. ¿Sospechara?
  4. ¿Respondiera a un posible saludo?
  5. ¿Evitara el contacto visual?
K. El cartel de «Se busca» había desaparecido a las veinticuatro horas de colocarlo. Si se tienen en cuenta las preguntas 9 y 10, es esto:
  1. ¿Sospechoso?
  2. ¿Escandaloso?
  3. ¿Sorprendente?
  4. ¿Comprensible?
  5. ¿Muy poco razonable?

DOCTOR ASESINADO
Un médico murió en su consulta por disparos
de arma de fuego durante un robo, según la policía.
A eso de las ocho de la tarde, un vecino del edificio,
que pasaba por delante de la ventana del piso bajo,
descubrió el cuerpo del doctor Xang Ling,
de 35 años, tendido en el suelo de su consulta.
Al doctor le dispararon dos veces por la espalda
y tenía vueltos los bolsillos, dijo un portavoz
de la policía.
No había señales de que el agresor hubiera entrado
por la fuerza, dijeron los detectives.
El doctor Ling llevaba varios años practicando
la medicina en el barrio, según uno de los vecinos
del inmueble.

L. Cree usted que un familiar conservaría este artículo por:
  1. ¿Obligación?
  2. ¿Respeto?
  3. ¿Indignación?
  4. ¿Dolor?
  5. ¿Desesperación?
M. El hecho de que el apellido de la víctima esté mal escrito, ¿influiría en esa decisión?
  1. Sin duda.
  2. Posiblemente.
  3. Quizás.
  4. Podría ser.
  5. En absoluto.
N. Se le habría dedicado más espacio a la noticia si el fallecido hubiese sido:
  1. ¿Joven?
  2. ¿Mujer?
  3. ¿Rico?
  4. ¿Famoso?
  5. ¿Mutilado?

Desde los legendarios días del Oeste americano, el cartel en el que se ofrece una recompensa no ha cesado de ser un pilar de la cultura de los Estados Unidos. Empezando por el de Jesse James, de infausta memoria, hasta el «Más buscado» de cualquier oficina de correos local, estos carteles tan especiales han sufrido una transformación extraordinaria, y han terminado por dejar huella tanto en la historia como en el arte. Mucho han cambiado las cosas desde que «Se busca vivo o muerto» hizo por primera vez su aparición en las cantinas, tanto reales como imaginarias.
En un principio, los carteles se encabezaban con ofertas de dinero o simplemente con la palabra «RECOMPENSA». Si bien ese método tan directo garantizaba la transmisión eficaz del mensaje, le faltaba sutileza. En los tiempos modernos hemos visto cómo se retiraba ese tipo de llamamiento. Los carteles contemporáneos apelan en primer lugar a los deseos de justicia del lector, y tan sólo en el interior del texto se alude a la recompensa por los esfuerzos realizados.
Un buen ejemplo de este enfoque moderno se puede ver en el cartel que apareció una semana después del asesinato del doctor Lin. Atado con bramante a la reja frente a la entrada de la consulta, podía leerse en él la palabra «HOMICIDIO». Aunque se ofrecía una recompensa de hasta mil dólares por cualquier información relacionada con el asesinato, esa precisión sólo aparecía en el interior del texto, en inglés y en español. El cartel era, de hecho, un modelo ya impreso con un espacio en blanco para añadir un número de teléfono y el nombre de la persona por la que había que preguntar. Si bien su producción en serie parece demostrar la eficacia de este enfoque más sutil, los escépticos podrían señalar que, en este caso, su contenido se alteró. Una semana después de su aparición en la escena del crimen, se descubrió que los mil dólares habían sido tachados con un rotulador negro y que encima se había escrito a mano 25.000$.

O. Hay que lamentar sobre todo el hecho de que:
  1. ¿Se ofreciera dinero por lo que debería ser un gesto desinteresado?
  2. ¿Sólo se ofrecieran mil dólares?
  3. ¿Pasaran siete días antes de la aparición del cartel?
  4. ¿No se colocaran carteles en ningún otro sitio?
  5. ¿No figurase el chino entre los idiomas del cartel?
P. Los carteles se colocan:
  1. ¿Porque dan resultado?
  2. ¿Para aplacar al vecindario?
  3. ¿Para evitar pleitos por negligencia?
  4. ¿En mayor número en los barrios más ricos?
  5. ¿Con recompensas más elevadas en los barrios más ricos?
Q. Los 25.000$ eran:
  1. ¿Una oferta?
  2. ¿Una exigencia?

Al principio, descubrí que no podía pasar por delante de la consulta del doctor Lin sin pararme. De día o de noche, yendo o viniendo, me descubría deteniéndome unos momentos delante de la verja, mirando hacia el interior. El rostro del retrato robot que la policía había mostrado brevemente, antes de que desapareciera, no me tranquilizaba en absoluto. Que tuviera una apariencia tan corriente me recordaba lo imposible que era determinar si los incontables rostros con los que me cruzaba todos los días albergaban sueños o pesadillas.
Todas las veces que me detenía, miraba fijamente el pasillo que llevaba hasta la puerta del médico, como si la intensidad de la mirada pudiera provocar que aparecieran las huellas del asesino como una imagen fotográfica en la bandeja de líquido revelador. Traté de disipar con razonamientos mi miedo, recién descubierto, a la oscuridad; después de todo, habían disparado contra el doctor en una tarde soleada.
Como cualquier herida, el trauma que supuso la muerte del doctor Lin fue desapareciendo con el tiempo. Los niños volvieron a jugar en el parquecito. El cartel con la palabra «HOMICIDIO» colocado delante de su consulta amarilleó con la lluvia y al final se lo llevó el viento.
Pasaron días sin que pensara en el doctor. Me di cuenta de que ya no me detenía delante de la verja. Sintiéndome culpable, telefoneé a la comisaría local. Si hubieran cerrado el caso, podría haber seguido adelante con mi vida.
«¿Se ha encontrado al asesino del doctor Lin?», pregunté al agente encargado del caso.
Su voz me reveló un tipo de cansancio que no había oído nunca. Me dijo que el caso seguía abierto.
Quise sentirme con derecho a saber todo lo que aquel hombre tan cansado había hecho o dejado de hacer para descubrir al asesino del doctor Lin. En lugar de eso, me sentí feliz por no haber padecido aquel cansancio suyo, aquella fatiga que dejaba sin color todas sus palabras.
Le di las gracias y colgué.

R. Este asesinato:
  1. ¿Hará más probables otros asesinatos futuros?
  2. ¿Los hará menos probables?
  3. ¿No tendrá efecto sobre asesinatos futuros?
  4. ¿Cambiará el futuro?
  5. ¿Confirmará el futuro?
S. La seguridad se puede:
  1. ¿Medir?
  2. ¿Dar por sentada?
  3. ¿Demostrar?
  4. ¿Garantizar?
  5. ¿Arrebatar?

ALTO
Ha terminado usted este test.
Siga adelante cuando le parezca que no hay peligro.

08
octubre

Henry Lawson - "La mujer del ganadero"

Posted by La mujer Quijote in ,

Poeta y narrador australiano (hijo de la también narradora y poeta, además de editora y feminista australiana, Louisa Lawson). No cabe duda que su madre ejerció una fuerte influencia intelectual sobre él. Sus trabajos, narrados con sencillez, suelen centrarse en mostrarnos la vida de hombres y mujeres del campo australiano, la dureza de esa vida, la soledad, la solidaridad.
Este cuento, publicado en 1892 en The Bulletin, fue incluido posteriormente en diferentes volúmenes. La ilustración es de Francis Mahony y apareció en el volumen While the Billy Boils de 1913 que incluye el cuento (en el enlace puede leerse el libro completo en inglés).
Este cuento no está relacionado con el cuento del mismo título de Murray Bail (también australiano) que ya puse en el blog hace tiempo.
La versión es la de Mónica Monleón, Montse González Barri, Imma Raluy y Eloísa Moyano.
La casa tiene dos habitaciones; está construida con troncos, tablas y corteza fibrosa, y el suelo está hecho de tablas resquebrajadas. La cocina, también de corteza, está al final y es más grande que el resto de la casa, terraza incluida.
Alrededor sólo hay monte. Un monte sin fin en una eterna llanura. No hay colinas a la vista. El monte es de manzanos enanos y carcomidos. Pero no hay arbustos, ni nada en que descansar la vista, salvo el verdor de algunas encinas cuyo follaje susurra sobre un arroyo seco. Hay que recorrer diecinueve millas para encontrar alguna señal de civilización: una choza junto a la carretera principal.
El ganadero, que tuvo en su día tierras propias, está lejos, conduciendo rebaños de los grandes propietarios, mientras que su mujer y sus hijos se quedan aquí solos.
Los niños están jugando alrededor de la casa; son cuatro, y tienen un aspecto andrajoso y polvoriento. De pronto uno de ellos grita:
—¡Una serpiente! ¡Mamá, aquí hay una serpiente!
La mujer, delgada y de piel morena, sale precipitadamente de la cocina, recoge al pequeño del suelo, lo apoya sobre su cadera izquierda y coge un palo.
—¿Dónde está?
—¡Aquí! ¡Se ha metido en el montón de leña! —grita el hijo mayor, un pilluelo de once años de cara delgada—. ¡Quédate ahí, mamá! ¡La cogeré! ¡Apártate! ¡Maldita sea! ¡La cogeré!
—Tommy, ¡ven aquí o te morderá! Ven en seguida cuando te llamo. ¡Basta ya, te digo!
El más pequeño acude inmediatamente con un bastón más grande que él. De repente, grita triunfante:
—¡Se cuela por allí, por debajo de la casa! —y se lanza a perseguirla con el palo en alto. El perro, que es grande, negro y tiene los ojos amarillos propios de su raza, muestra un enorme interés por el incidente, rompe la cadena y echa a correr detrás de la serpiente. Pero llega demasiado tarde y, cuando mete la nariz por la grieta de la pared, la cola de la serpiente ya se ha escondido. A su vez, el niño al golpear con el bastón le pela la nariz al perro, quien apenas lo nota y sigue inspeccionando la casa. Con un poco de esfuerzo consiguen amansarlo y lo atan. No pueden permitirse el lujo de perderlo.
La mujer del ganadero hace que los niños se queden juntos cerca de la caseta del perro mientras que ella vigila a la serpiente. Pone leche en dos platos y los deja junto a la pared para hacerla salir; pero una hora más tarde aún no se ha dejado ver.
Pronto se pondrá el sol, y se aproxima una tormenta. Los niños deberían entrar en casa, pero ella sabe que la serpiente está allí y que en cualquier momento podría asomar por una de las grietas del suelo. Por eso, hace varios viajes a la cocina cargada de leña y luego lleva a los niños allí. El suelo de la cocina es de tierra o «natural» como dicen en esta zona. Sienta a los niños a una gran mesa de madera sin pulir que hay en el centro. Son dos niños y dos niñas, muy críos. Les da algo de cenar y antes de que oscurezca, entra rápidamente en la casa para coger algunas sábanas y almohadas, temiendo que la serpiente se le pueda aparecer entre la ropa. Improvisa una cama para los niños en la mesa y se sienta al lado para vigilar durante la noche.
Tiene los ojos bien abiertos, un palo a mano, el costurero y un ejemplar de Young Ladies’ Journal. El perro también está con ellos.
Tommy se va a la cama protestando; dice que permanecerá despierto toda la noche y destrozará a esa maldita serpiente.
Su madre recuerda cuántas veces le ha advertido que no diga palabrotas.
El niño se ha llevado el bastón a la cama. Su hermano, que está a su lado se queja:
—¡Mamá! ¡Tommy no hace más que molestarme con el palo! ¡Quítaselo!
Tommy:
—¡Cállate enano! ¿O quieres que te muerda la serpiente? Jacky se calla.
—Si te muerde —dice Tommy—, se te hinchará y apestarás. Te pondrás rojo y verde y azul y de todos los colores, y entonces reventarás. ¿Verdad mamá?
—Vamos, no asustes al niño —dice ella—, y haced el favor de dormir.
Los dos pequeños se ponen a dormir. Jacky no para de quejarse de que está «apretujado», y al final su hermano tiene que dejarle más sitio.
Entonces Tommy dice:
—¡Mamá! ¿Oyes esos pequeños rabopelados de m***? Me gustaría retorcerles el jo*** pescuezo.
Jacky protesta adormilado:
—¡Pero si esos pequeños de m*** no nos hacen ningún daño!
Madre:
—¡Oye! ¿Cómo tengo que decirte que no enseñes palabrotas a Jacky?
Pero lo que ha dicho Jacky la hace sonreír.
Jacky se queda dormido.
Poco después, Tommy pregunta:
—¡Mamá! ¿Crees que llegará un día en que exterminen a los malditos canguros?
—¡Pero por Dios! ¿Cómo quieres que sepa yo eso, criatura? ¡Duérmete!
—¿Me despertarás si sale la serpiente?
—Sí... Duérmete ya.

Es casi medianoche. Los niños están durmiendo; ella continúa allí sentada, a ratos cosiendo, a ratos leyendo. De vez en cuando echa una mirada al suelo y al zócalo y cuando oye un ruido agarra el palo. La tormenta se acerca y el viento que se cuela por las grietas de las paredes de piedra amenaza con apagar la vela, que coloca con reparo en la rinconera y protege con un periódico. A cada relámpago, las grietas de la pared brillan como plata pulida. Se desencadena la tormenta y empieza a llover a cántaros.
Caimán, el perro, está estirado a sus anchas en el suelo, con los ojos vueltos hacia un tabique interior; y gracias a esto, ella sabe que la serpiente está allí. En ese tabique hay enormes grietas que se abren por debajo del suelo de la vivienda.
Ella no es cobarde, pero recientemente han sucedido cosas que le han sacudido los nervios. No hace mucho, al hijo pequeño de su cuñado le mordió una serpiente y murió. Además, hace seis meses que no tiene noticias de su marido y está preocupada por él.
Él era ganadero, y empezó a ocupar estas tierras cuando se casaron, pero la sequía de 18** lo arruinó y tuvo que sacrificar los animales y marcharse a trabajar para los grandes propietarios. Cuando está en casa, suele llevar a la familia al pueblo más cercano, y cuando no está, su hermano, que vive en la carretera principal, les trae provisiones cada mes. La mujer tiene aún un par de vacas, un caballo y unas cuantas ovejas. De vez en cuando, su cuñado mata una oveja; ella se queda con lo que necesita y él se lleva el resto a cambio de provisiones.
Está acostumbrada a quedarse sola; en una ocasión su marido estuvo fuera durante un año y medio. Como todas las chicas, de joven, ella también construyó castillos en el aire, pero aquellas esperanzas y anhelos ya se han desvanecido. Ahora toda la distracción y el entusiasmo que desea lo encuentra en Young Ladies’ Journal, y a la pobre le encanta mirar las ilustraciones de moda.

Tanto su marido como ella nacieron en Australia. Él es algo despreocupado, pero un buen marido al fin y al cabo. Si pudiera, la llevaría a la ciudad y la trataría como a una reina. Están acostumbrados a vivir separados, al menos ella sí lo está. «¿Para qué atormentarse?», suele decir. Quizá haya momentos en los que él olvide que está casado, pero siempre que vuelve a casa con dinero se lo da casi todo a ella. Antes de que la sequía lo arruinara, la llevaba a la ciudad, alquilaba un coche-cama en el ferrocarril y se hospedaban en los mejores hoteles. Además, en una ocasión incluso le compró una calesa, aunque más tarde tuvieron que venderla, junto con todo lo demás.
Las dos hijas pequeñas nacieron en la casa, una mientras su marido traía a la fuerza a un médico borracho para que la atendiera. Ella estaba sola, y se sentía débil. Había estado enferma y con fiebre, y pidió a Dios que le enviara ayuda. Dios le envió a la Negra Mary, la aborigen más «blanca» de la región.
Uno de sus hijos murió cuando su marido no estaba allí y ella cabalgó diecinueve millas con el niño muerto en busca de ayuda.

Deben ser cerca de la una o las dos. El fuego arde lentamente. Caimán está echado con la cabeza apoyada sobre las patas, mirando hacia la pared. No es un perro demasiado bonito; la luz descubre viejas cicatrices donde el pelo no volverá a crecer. No teme a nada sobre la faz de la Tierra ni debajo de ella; atacaría a un buey con la misma facilidad con que atraparía a una mosca. Odia a todos los perros (excepto a los de la caza del canguro) y siente una gran antipatía hacia los amigos o conocidos de la familia, aunque apenas les visitan. A veces se hace amigo de extraños. Odia las serpientes y ha matado muchas, pero algún día lo morderá una y Caimán morirá: la mayoría de los «perros serpiente» acaban así.

De vez en cuando, la mujer deja su trabajo y observa, escucha y piensa. Piensa acerca de su propia vida, pues hay poco más en qué pensar.
Gracias a la lluvia, la hierba volverá a crecer. Eso le recuerda cómo luchó una vez para apagar un incendio en el monte, cuando su marido se encontraba lejos. La hierba estaba seca y muy crecida, y el fuego amenazaba con abrasarla. Se puso unos pantalones viejos de su marido e intentó apagar las llamas con una rama verde, hasta que gotas de un sudor negro le cubrieron la frente y le resbalaron por los brazos ennegrecidos. A Tommy le divertía ver a su madre en pantalones; el niño trabajó a su lado como un pequeño héroe, aunque gritaba con fuerza para que lo cogiera en brazos y, de no haber sido por cuatro hombres valientes que llegaron justo a tiempo, el fuego la habría vencido. Fueron momentos de una gran tensión: cuando fue a coger al niño, éste gritó y se debatió con fuerza creyendo que se trataba de un «negro»; y Caimán, confiando en el instinto del chiquillo más que en el suyo propio, atacó furiosamente, y (puesto que era viejo y ligeramente sordo) tan emocionado como estaba, no reconoció en un primer momento la voz de su dueña, por lo que no la soltó hasta que Tommy tuvo que obligarlo a echarse atrás golpeándolo con la correa de una silla de montar. El dolor que el perro sentía y su impaciencia por que los demás comprendieran que todo había sido un error resultaban evidentes: una enorme sonrisa bastó para reconfortarlo. Fue un episodio glorioso para los niños; un día para recordar y del que hablar y reír durante muchos años.
Recuerda cómo luchó contra una inundación estando su marido ausente. Permaneció durante horas bajo un fuerte aguacero y cavó un canal de desagüe para salvar la presa del arroyo. Pero no lo consiguió. Una campesina tampoco lo puede hacer todo. A la mañana siguiente la presa estaba rota y su corazón también estuvo a punto de romperse al pensar cómo se sentiría su marido cuando volviera a casa y viera destrozado el fruto de meses de trabajo. Entonces lloró.
También se enfrentó a «la pleuro», medicó y sangró las pocas reses restantes y lloró de nuevo cuando murieron sus dos mejores vacas.
En otra ocasión luchó contra un novillo enloquecido que sitió la casa durante un día. Hizo balas y las disparó con una vieja escopeta por entre las grietas de la pared. Al día siguiente el novillo había muerto. Lo despellejó y obtuvo 7 peniques con 6 chelines por su piel.
Hace frente asimismo a los cuervos y águilas que tienen la vista puesta en sus gallinas. Su plan de campaña es muy original: los niños gritan «¡Mamá, cuervos!», ella sale corriendo, les apunta con un mango de escoba como si se tratase de una pistola, y dice «¡Bang!». Los cuervos salen volando; son astutos, pero una mujer lo es aún más.
A veces viene un campesino borracho y sin dinero, o un haragán sin trabajo de aspecto salvaje, y le dan un susto de muerte.
—Mi marido y dos hijos están trabajando en la presa —suele decir al sospechoso desconocido, porque ellos siempre preguntan por «el jefe».
Precisamente, la semana pasada un jornalero con cara de pocos amigos, tras informarse y comprobar de que no había hombres en el lugar, dejó caer su hatillo en el porche y pidió comida. Cuando ella le hubo dado algo de comer, él mostró intenciones de quedarse a pasar la noche. El sol se estaba poniendo. Ella cogió una barra del sofá, soltó al perro y se enfrentó al desconocido:
—¡Váyase ahora mismo! —dijo con la barra en una mano y el collar del perro en la otra. Él miró a la mujer y al perro.
—¡Tranquila, ya me voy! —dijo servilmente, y se fue. La mujer parecía decidida. Los ojos amarillos de Caimán se fijaban en él de un modo desagradable. Además, la mandíbula del animal era bastante parecida a la de un verdadero caimán.
Ahora, sentada junto al fuego, en guardia contra una serpiente, tiene pocas alegrías en las que pensar. Todos los días le parecen iguales. No obstante, los domingos por la tarde se viste, arregla a los niños, acicala al bebé y sale a dar un solitario paseo por el camino del bosque, empujando ante sí un viejo cochecito. Hace lo mismo todos los domingos. Pone tanto afán en que todos, tanto ella como los niños, estén elegantes que parece como si se fuera a ir a pasear a Sydney, y sin embargo no hay nada que ver ni nadie con quien encontrarse. A menos que se sea un campesino, se pueden andar veinte millas sin encontrar ningún punto de referencia. Esto es debido a la similitud perpetua y enloquecedora de los árboles achaparrados, a esa monotonía que lleva al recién llegado a desear dejar el lugar y marcharse al sitio más lejano a donde llegue un tren o navegue un barco, y más lejos aún.
Pero esta campesina está acostumbrada a la soledad. Al principio la odiaba, pero ahora se sentiría mal si no estuviera sola. Cuando su marido vuelve se alegra, pero no se deshace en atenciones ni se muestra especialmente efusiva por ello. Le prepara un buen plato y arregla a los niños.
Parece contenta con su suerte. Ama a sus hijos aunque no tenga tiempo para demostrarlo y parezca muy severa con ellos.
Las circunstancias tampoco son las propicias para que se desarrolle el aspecto sentimental o «femenino» de su naturaleza.
Debe estar amaneciendo, pero el reloj está en la otra habitación. La vela ya casi se ha consumido. Había olvidado que se le habían terminado las velas. Hay que ir a por leña para mantener el fuego encendido, así que encierra al perro en el interior y corre a la pila de leña. Ha cesado de llover. Intenta coger un tronco y al tirar de él – ¡crac! – se derrumba toda la pila de leña, dándole un susto de muerte.
El día anterior había negociado con un aborigen errante para que le trajera leños, y mientras él estaba trabajando, ella fue en busca de una vaca extraviada. Cuando regresó quedó asombrada al ver una pila de leña junto a la chimenea. Le dio un poco más de tabaco de lo normal y lo elogió por haber hecho tan buen trabajo. Él se lo agradeció y se marchó con la cabeza alta. Pero había dejado un hueco en la pila.
Ahora ella se siente dolida; cuando vuelve a la mesa se le saltan las lágrimas. Coge un pañuelo para secarlas, sin embargo se restriega los ojos con los dedos. El pañuelo está lleno de agujeros y se da cuenta de que ha pasado el pulgar por uno de ellos y el índice por otro. Eso la hace reír de repente, ante la sorpresa del perro. Tiene un profundo sentido del ridículo; piensa que algún día hará reír a los campesinos al contarles este incidente. A menudo comentaba cómo un día se había sentado para llorar desconsoladamente y cómo el viejo gato se había restregado contra su vestido y – como decía – «también lloró». Entonces ella había tenido que echarse a reír. Ya casi es de día. La cocina está caldeada por el fuego de la chimenea. De vez en cuando Caimán mira la pared. De repente, algo capta su atención. Se acerca a unos centímetros del tabique y se estremece. El pelo de su espalda empieza a erizarse; sus ojos amarillos brillan de cólera. Ella sabe lo que esto significa y apoya la mano en el palo. La parte inferior del tabique tiene una grieta a cada lado. Un par de ojos pequeños de mirada fría brillan desde una de estas
hendiduras. Una serpiente negra sale lentamente, moviendo su cabeza de arriba a abajo. El perro se queda quieto y la mujer, fascinada, permanece sentada. La serpiente avanza un poco más. La mujer levanta el palo, y el reptil, consciente del peligro, se apresura a esconderse metiendo rápidamente la cabeza por otra grieta. Caimán salta y su boca se cierra con un chasquido. Ha sido un intento fallido porque tiene la nariz demasiado ancha; el cuerpo de la serpiente está pegado al ángulo que forman el zócalo y el suelo. Cuando mueve la cola intenta alcanzarla de nuevo. Esta vez la ha cogido y tira de ella unas 20 pulgadas. ¡Cloc! ¡cloc! La mujer da golpes contra el suelo. Caimán tira otra vez. ¡Cloc! ¡cloc! Caimán tira un poco más. Ya ha conseguido sacar la serpiente – una bestia negra de 5 pies. Ésta lleva la cabeza rápidamente, pero el perro tiene a su enemiga atrapada por el cuello. Es un perro grande y grueso, aunque veloz como un galgo. Zarandea a la serpiente como si la considerara el castigo común de la especie humana. El hijo mayor se despierta.
Coge el palo y quiere salir de la cama, pero su madre, con una sartén de hierro en la mano, le obliga a retroceder. ¡Cloc! ¡cloc! La espalda de la serpiente está rota en varias partes. ¡Cloc! ¡Cloc! La cabeza está aplastada y Caimán tiene la nariz pelada. La mujer recoge el reptil aplastado con la punta del palo, lo lleva hasta la chimenea y lo tira. Apoyada en la pila de troncos observa cómo se quema la serpiente. El niño y el perro también miran. La madre pasa la mano por la cabeza del perro, y toda la furia y la cólera desaparecen de sus ojos amarillos. Los pequeños se han tranquilizado y se disponen a dormir. El niño, con las rodillas sucias, permanece por un momento de pie en camisa, mirando el fuego. Entonces mira a su madre: le ve las lágrimas en los ojos, y, de repente, le rodea el cuello con los brazos y exclama:
—Mamá, yo nunca seré ganadero, ¡te lo juro, mamá! Ella sin aliento lo abraza y besa, y permanecen sentados, así, juntos, mientras la luz del día irrumpe en el llano.

06
octubre

Carol Ann Duffy

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Poeta escocesa, aunque también ha escrito literatura infantil y teatro. En su currículo figura ser "Poeta Laureada" (algo así como la poeta de la corte) y también haber sido la primera escocesa en el puesto. Como cotilleo, fue (o es todavía, no lo tengo claro) pareja de la excelente novelista y poeta Jackie Kay. Su tono descarnado e intenso ha sido comparado en ocasiones con el de Ted Huges.

San Valentín
Ni una rosa roja ni un corazón de raso.

Te daré una cebolla.
Es una luna envuelta en papel de estraza,
una promesa de luz
como el delicado desnudo del amor.

Tómala.
Te cegará con lágrimas
como un amante,
te reflejará como una
imagen movida, llena de dolor.

Intento ser sincera.

Ni una bonita tarjeta ni un besograma.

Te daré una cebolla.
Su beso ardiente permanecerá en tus labios,
posesivo y fiel,
al igual que nosotros,
mientras vivamos.

Tómala.
Sus aros plateados formarán un anillo de boda,
si así lo deseas.
Es letal.
Su aroma se aferrará a tus dedos,
se aferrará a tu cuchillo.
Versión de Victoria Martínez Vega


Extranjero
Imagina vivir veinte años en una extraña, lúgubre ciudad.
Hay algunas viviendas miserables en la zona oriental
y una de ellas es tuya. En el rellano, escuchas
el eco de tu acento extranjero doblar las escaleras. Piensas
en un idioma propio y hablas en el de ellos.

Luego escribes a casa. La voz en tu cabeza
recita cada frase en un habla nativa;
detrás está el sonido de tu madre al cantar,
hace ya tantos años, y entonces te preguntas
por qué lloran tus ojos, y cuál es la palabra para esto.

Tomas el autobús. Trabajas. Duermes. Imagina que has visto,
pintado con spray rojo en un muro de ladrillo,
el nombre que te dieron. Un nombre para el odio. Rojo como la sangre.
Nieva en las calles, bajo las luces de neón,
como si este lugar se cayera a pedazos ante tus ojos.

Y en el delicatessen, a veces, las monedas
que sostienes no logran traducirse. Sin habla,
porque no estás en casa, señalas la fruta. Imagina
que uno de vosotros dice Yo no saber qué quieren decir ellos.
Es como que sólo duermen y sueñan. Imagínalo.
Versión de Jordi Doce


Los dos siguientes poemas tienen una historia particular. El primero fue incluido en una antología literaria usada por los estudiantes de bachillerato ingleses, y posteriormente censurado y eliminado de dicha antología por "inducir al uso de los cuchillos". Desconozco el autor de las traducciones.

Educación para el tiempo libre
Hoy voy a matar a alguien, algo.
Ya estoy harta de ser ignorada y hoy
jugaré a ser Dios. Es un día cualquiera,
de esos grises en que hasta las calles se aburren.
Con mi pulgar aplasto contra el cristal una mosca.
Eso hacíamos en la escuela. Shakespeare. Era
otro idioma y ahora la mosca es otro idioma.
Ahora respiro talento en el cristal y escribo mi nombre.
Soy un genio y aunque no haya oportunidades
puedo ser lo que sea. Pero hoy cambiaré el mundo.
El mundo de algo. El gato me rehúye. El gato
sabe que soy un genio y se ha escondido.
Tiro al pez al baño y jalo la cadena.
Veo que es bueno. El periquito tiene miedo.
Una vez a la quincena camino dos millas hasta el pueblo
y firmo. No aprecian mi autógrafo.
Ya no queda nada que matar. Enciendo la radio
y le digo al hombre que habla con una superstar.
Me corta. Tomo el cuchillo del pan y salgo.
Brilla de repente el pavimento. Te toco el brazo.

La estupidez fue contestada por Carol con otro poema. Lo dedicó a la señora Schofield, una de las integrantes del comité censor.

El curriculum de la señora Schofield
¿En cuál de las comedias de Shakespeare
Portia le dice a Antonio “debes
preparar para el cuchillo tu pecho”?
¿Quién, enloquecido por los celos,
mató a su esposa? ¿Y qué bruja de Escocia
sabía que llegaba Algo malvado? ¿Quién dijo
“es esto que veo una daga”? ¿En qué tragedia?
¿De quién es el acero desenvainado
que llevó a Tibaldo a la muerte?
¿A quién le dijo “et tu” el César agonizante? ¿Por qué?
¿Ya sabes lo que significa “hay algo
podrido en Dinamarca”? Explica
cómo la poesía acecha a los humanos
al igual que la luna enamorada
a la tierra en llanto, a la tierra en risa.
Cómo hacemos de ella oraciones. Nada
viene de nada: dilo de nuevo. ¿Qué rey
lo dijo? Podemos comenzar.