Marta Brunet - "La niña que quiso ser estampa"

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Novelista, cuentista y autora de literatura infantil chilena. Aunque enmarcada en muchas ocasiones en el "criollismo", para algunos críticos su obra va mucho mas allá de ese movimiento (dice Natalia Cisterna: “Es una literatura cada vez más compleja, pero se la seguía tildando de criollista, neocriollista, porque para el campo cultural definir la literatura de una mujer como transformadora, vanguardista, era muy incómodo”). En su obra también se aborda la situación de la mujer de la ápoca, sus vicisitudes y maltratos que son denunciados sin ambages, lo que ha permitido que su escritura sea estudiada ahora desde el ámbito feminista.
Este cuento forma parte del volumen "Raíz del sueño" de 1946.



Aquello comenzó un día de impensada primavera, cuando la abundante señora exclamó entre grititos:
—¡Mira qué belleza! ¡Tesoro! Parece un ángel de estampa…
Que era un ángel, la niña lo sabía, pero no estampa. Guardó la palabra en el recuerdo y se quedó inmóvil cautelando puertas para que no se le escapara. La abuela miraba su obra de arte, que ya empezaban todos a reconocer, y dijo, llamándose a modestia:
—Ángel de estampa no… Es tan solo una niñita buena.
—¡Y qué traje! ¿Es de Maribé?
La abuela contestó, casi a punto de perder la compostura:
—Hecho por estas manos. En nuestra casa es tradición que las mujeres borden.
—Se diría trabajo de hadas. ¡Qué delicadeza!
Parecía una estampa, pero no representando un ángel, sino una niña del pasado siglo que mostrara un ajustado corpiño, una ancha falda hasta media pierna, una aglobada manga, todo en un color de rosa desvanecido y levemente violáceo, lleno de encajes y de bordados. Pero el encanto no estaba en la vestimenta, ni siquiera en la evocación, sino en la niña misma, espigada, sin ninguna de esas rollizas características que definen la infancia, toda ella hecha en un material moreno, vivo y mate, pétalo tierno de magnolia. El cabello partido en crenchas caía en bucles por la espalda. Y en la cara de seria y firme expresión, los ojos castaños punteados de oro eran inmensamente pueriles.
Días después la niña preguntó a la abuela:
—¿Qué es una estampa?
—Estampa… —dijo la abuela, cansada, como estaba de la indagación constante—, estampa es… una estampa inglesa.
—¿Y qué es una estampa inglesa?
—¡Ay! ¡Qué niña! Las que están en el escritorio del abuelo.
—¿Cuáles?
—¡Ay! ¡Qué mosca! Esas que representan a dos caballeros, de levita roja, fumando largas pipas al lado de la chimenea. Y la otra, en que varios caballeros están bebiendo cerveza en una taberna. Y las otras dos, en que otros caballeros, también con levitas rojas, van de caza con unos perros.
La niña pensó un rato y luego la sobresaltó con otra pregunta:
—Abuela: ¿para estar en una estampa se necesita ser caballero y llevar levita roja?
—¡Ayayay!… Hijita, ¿quieres irte a jugar al jardín?
Pero no se dejó imponer. Y preguntó tozudamente en su idea:
—¿Los ángeles pueden estar en las estampas?
—Claro —asintió la abuela, sorprendida del descubrimiento—. En las estampas sagradas, las que tienes en tu libro de oraciones. Estampa es —terminó contenta de dar fin a la explicación— un cartón o un papel, grande o chico, que representa algo muy bonito.
La miró la niña, sostenidamente, buscando que aquello fuera la verdad total, y al fin, alzándose con despacioso ritmo, besó la mejilla de fino papel sedoso, arrugado de años, y dijo:
—Gracias, abuela.
Y se fue al escritorio a mirar las estampas, que no le gustaron, con aquellos caballeros rubicundos, ahogados por la risa y los altos cuellos, como tampoco le gustaron los otros, jinetes en corceles galopantes y con los perros a la siga. No. Pero sí le gustaron, miradas ahora con reflexiva atención, las figuras de lo que ella, hasta entonces, había llamado «santitos» y que en el libro de tapas de nácar que fuera de su madre, marcaban las diferentes oraciones y eran recuerdo de la primera comunión de sus primos y de sus amigos.
Una estampa era algo muy bonito. Y ella parecía una estampa… Lo había dicho aquella gorda señora, no solo dirigiéndose a ella y a la abuela, sino que lo repetía a todo el enorme grupo familiar y de relaciones sociales que las rodeaban siempre. Porque la abuela era una «dama patricia». Pero ella, María Casilda, era una estampa. Y desde entonces se esmeró en parecerse a las figuras que le servían de modelo. Por temperamento sus actitudes eran plásticas, poseía el sentido de la armonía y del color. No tuvo más trabajo que vigilarse y, sobre todo, vigilar la impresión que producía. Ese era su triunfo al principio. Sentir cómo todos iban callando, convergiendo las miradas en ella, para que alguien, con un renovado fervor, dijera la frase que era ya habitual:
—¡Parece una estampa!
Pero se cansaron de repetirla y un día cualquiera la olvidaron. Lo que no hizo mella en la niña, que ahora creaba la estampa para su propio goce.
Todo ese proceso fue tan imperceptible que se hubieran necesitado ojos muy sagaces para sorprenderlo. Imperceptible, porque siempre fue María Casilda una de esas criaturas tranquilas y silentes, acostada en la cuna, en su sillita más tarde, con un juguete en la mano, distraída y siempre los ojos solicitados por mínimos acontecimientos que la abstraían y regocijaban en lo recóndito.
Los otros niños querían sumarla a sus algaradas. Los mayores la incitaban al juego. Pero ella, siempre y dulcemente, decía: «Gracias», y se quedaba quietita, mirando un vilano revolar por el patio hasta prenderse en la mano dura de una palmera o contemplando la comba del agua del surtidor y su instantáneo iris, o hacía y deshacía gigantes, camellos, el pájaro que canta y el agua que llora, la princesa, el gato con botas y la Calchona, rompecabezas de nubes, mucho más apasionante que los fríos cubos que gustaban a los demás niños.
En sus breves espaciadas visitas, entre avión y avión que lo traía de la Patagonia de las pingües aventuras ovinas, el padre decía súbitamente inquieto:
—Hallo a la niña muy delgada, mamá. Y siempre silenciosa y sin moverse. ¿No estará enferma?
—No. ¡Qué va a estar enferma! Ni un resfrío ha tenido en el último invierno. Es así y nada más.
—¿No sería bueno hacerla examinar por el médico?
—Si tú lo deseas…, se hará tu voluntad…
—No, no, mamá, no es eso… En fin: decida usted, que nadie lo hará mejor… — y se quedaba pensando, enternecido y risueño, que en ese medio de viejas mujeres, en el marco de la casa colonial, no era posible que María Casilda fuera sino «como una niña grande». Y también súbitamente se tranquilizaba, abstraído después en sus quehaceres.
¿Cómo, entonces, percibir los matices del cambio?
Hubiera sido necesario estarla mirando siempre. Sorprender la forma en que acomodaba la falda en torno al asiento, en una banqueta frente a la abuela entregada a prolijas obras de aguja, con el costurero de caoba entre ellas, y al fondo la cómoda ventruda y taraceada, sobre la que un Niño Jesús extendía los bracitos amorosamente bajo un fanal, entre candelabros de centelleantes cristales, y en el muro un retrato de la abuela jovencita, en un marco en que caracoles y conchuelas fijaban su impenitente nostalgia del mar.
Descubrir cómo en la mesa, almorzando con los mayores cuando la abuela reunía a la familia, su manito izquierda quedaba como abandonada junto al plato y la derecha creaba la más graciosa curva, acercándose a un vaso, y ella, erguida y neta, empalidecía más aún destacada en el alto respaldo del sillón en que se abrían y entrelazaban las guirnaldas de terciopelo sobre la trama de fuerte seda contrastante.
Tía Teresa la miraba atónita, con vago azoro.
Alguna vez dijo:
—Está muy delgada María Casilda.
—No —dijo a su turno la abuela— está como siempre.
—Está más delgada —insistió tía Teresa—. Sería bueno darle un tónico.
—¿Por qué no la hace ver por el médico, mamita? —propuso tío Pedro Andrés.
—Pero si la niña está completamente sana…
—Yo la haría ver lo mismo…
Y la abuela terminó secamente:
—Se tendrá en cuenta tu insinuación. —Y vuelta a otro hijo—: ¿Qué hay de ese asado en el campo que nos ofreciste?
Observarla de pie, junto al escritorio del abuelo, con grandes libros abiertos frente a ella, atenta a cada página, según decía la abuela «mirando monos», libros de viajes, álbumes de museos, vidas de santos, extraño interés para sus nueve años. Reconcentrada en la observación y a veces levantando los párpados para mirar un instante la puerta abierta al patio, en que los canarios lanzaban la serpentina rubia de sus trinos, mientras detrás de ella se rompían en mil colores las figuras rituales de una vidriera.
O verla al piano, en el gran salón en que opacos lagos de espejos enfrentaban su inútil vacío, toda de blanco y graciosa en el taburete, con un lazo lila grande como un polisón en la cintura, con un jazmín sobre cada sien, tocando una sonatina de Diabelli balbuciente como boca de niño, y removiendo el corazón de cristal de los caireles y haciendo que las cornucopias de viejo oro quisieran echar a sus pies su carga persistente de flores y frutos, haciendo que las rosas atentas en el vaso azul sigilosamente dejaran caer un pétalo sobre la ciudad china del mantón de Manila, haciendo que la abuela, en el corredor, sentada en el sofá de vaqueta y musitando las avemarías «del rosario por el eterno descanso del alma del abuelo», olvidara el rezo y súbitamente se sorprendiera en el recuerdo acariciando con dulce mano una frente cansada y bien amada.
O prestarle atención el día en que la ciudad vibraba al recuerdo del hecho histórico y en la tribuna oficial, al aire las banderas y los himnos, junto al gobernador, porque la abuela nunca separaba a la niña de su cautela, estaban ambas. Enjuta la viejecita, vestida a la manera de su juventud, con un guardapelo de prolijo oro entre los encajes de la chorrera y las manos asomadas entre otros encajes dejando ver el doble anillo de viuda, el anillo blasonado de los Toledo y aquellos otros dos anillos de piedras esplendentes, de tan grande y pura luz, que lejanos diamantistas sabían de su existencia. Frágil la niña, vestida también a la moda de otros tiempos, con una redecilla de perlas encasquetada a la cabeza y los bucles por la espalda. Ambas ceremoniosas y afables ante el entusiasmo popular.
Al correr del tiempo descubrió un juego que la acercó a los primos. Menos uno, se subían todos a los bancos del jardín y el que estaba abajo iba dándoles la mano para invitarlos a dejarse caer al enarenado y allí tomar formas de estatua. Pero juego sin interés para los niños, con imaginaciones que trotaban por otros senderos. Cortésmente, tan solo cuando estaban de visita en casa de la abuela, aceptaban por una vez aquello que tildaban de «pavo». Tenía entonces la niña tal sonrisa, tal adorable encanto, que un día uno de los primos, el más como trompo girando sobre su atolondrada vitalidad, le propuso balbuciente, en un rincón en que se espesaban las sombras de los naranjos y los trinos de los pájaros:
—¿Quieres ser mi novia?
Ella contestó al punto:
—Sí.
El muchachito la miró desconcertado ante esa inmediata aquiescencia.
Ella preguntó:
—¿Y bien?
—¿Qué? —preguntó a su vez, frunciendo el ceño, como cuando se le enredaba el hilo del barrilete en la cañuela.
—Bésame —e intentó echarle los brazos al cuello y formar la estampa.
Pero el muchachito la separó bruscamente, temeroso de las voces que se oían cerca. Y se la quedó mirando, cada vez más desconcertado, fuerza preparada para un largo asedio y que de súbito se halla inútil. ¡Y qué «adelantada» la niña para sus diez años! ¡Había que fiarse en estas «moscas muertas»!… Bueno… Para matarse de risa y para contárselo a la patota. Se puso rojo, como si lo hubieran sorprendido en la peor acción, y se odió, por haber siquiera pensado en exponer a la niña a la burla de los demás. Y como si fuera un hombre, como él creía que debía ser un hombre, se prometió guardar el secreto y ser siempre para ella el novio… No, no, no… El novio, no. Pero sí un amigo, y podían jurar esa amistad escribiendo sus nombres con su propia sangre en el mismo papel, como hacían los caballeros de fortuna… La miró de soslayo. La niña seguía de pie, destacada sobre el muro revestido de hiedra, y en la mano tenía una hojita en la que enterraba los dientes.
Se arrepintió también de este último propósito y dijo muy deprisa:
—Lo he pensado mejor. Eres muy niña y todavía no debes tener novio. Te devuelvo tu palabra.
—Sí —contestó ella, sin dejar de mordisquear la hojita.
«¡Tonta!», pensó el muchacho, y escapó corriendo, olvidado de la escena apenas dio el primer puntapié a la pelota.
Ella había tenido un novio y lo había perdido. Tenía que estar triste, suspirar, poner una mano en el corazón, contemplar la tarde desteñida de tonos, quedarse pálida y enflaquecer, tomar vinagre y desear morirse, porque la vida para ella no tenía ningún objeto. Así eran las heroínas de las novelas color de rosa que la abuela, a su insistencia por leer algo que no fueran cuentos infantiles, había terminado por entregarle.
Se ingeniaba para sacar a hurtadillas vinagre del repostero y beberlo sin un gesto, con una entereza de mártir. Quería morir, ella, la novia desdeñada. De noche abría la ventana y se obligaba a resistir el frío, el viento que había afilado sus cuchillas en las aristas de la cordillera. Apenas si probaba alimentos. Adelgazaba y bajo la piel de color de cera, la arquitectura de los huesos se acusaba lamentable.
Hubo en casa de tía Teresa un consejo de familia. Se impuso a la abuela que llevara a María Casilda al médico. Fue el día en que nació el pánico. Once años, la pubertad en cierne y la niña sin defensa alguna, comida por la anemia. Se hablaba de reposo, sobrealimentación, inyecciones, medicinas.
Tuvo primorosas camisas de noche, rosas, celestes, blancas: tuvo batas de rasos pálidos, sembradas de ramitos y entrecruzadas de pespuntes, que hacían juego con los edredones. Las sábanas eran una red de bordados en los embozos. Descansó largamente, comió sumisa, tomó los remedios, se dejó pinchar por las agujas que la empavorecían y dilataban sus pupilas.
Pero en cuanto se quedaba sola, iba sigilosamente al repostero y bebía repetidos sorbos de vinagre, con los pies desnudos sobre las losetas. Volvía descompuesta y tiritando a la cama. Esperaba el manso sueño de la abuela —que la hacía ahora dormir junto a ella, en su propio dormitorio—, para irse hasta el patio y quedarse largas horas entre dos arcos, sintiendo el corazón tumultuoso de la noche, el caer del agua en la fuente, el vuelo fantasmal de los murciélagos, los grillos tenaces y la lenta aprobación de las palmeras.
Terminaron estas escapatorias cuando la volvieron a su dormitorio, con una enfermera que no la abandonaba a hora alguna. Se creyó entonces en una reacción. Pero se equivocaban.
Llamaron al padre.
Soñó su última estampa. Iba por un camino de menudos caracoles que decían el mensaje de lejanas olas. Enormes flores color de cielo bordeaban el camino, azulinas sin nostalgia de los trigales, nomeolvides guardando una diminuta pepita de oro, hortensias suntuosas como halda de infantina. No tocaban sus pies los caracoles, se deslizaba por sobre ellos, dulcemente, resbalando por el tobogán de la brisa. El camino terminó de pronto bajo un arco y allí se quedó ella, inmóvil.
Se miró los pies, que ahora sentía sobre el suelo. Y al mirarse los pies se vio el traje, como nunca se lo había hecho la abuela, tules flotantes de un claro verde, con estrellas que refulgían entre sus pliegues sujetos por una estrecha cinta de oro. Y en una mano tenía un lirio carmesí de largo tallo y la otra mano en el aire se alzaba en un vago gesto de adiós.
Fue entonces cuando aparecieron dos ángeles con dos grandes tijeras, recortaron de la vida la estampa de María Casilda y se la llevaron para fijarla en las galerías celestiales por toda la eternidad.

Sait Faik Abasiyanik - "El hombre que había olvidado la ciudad"

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Novelista, poeta y cuentista turco. Se le considera uno de los pioneros de la nueva narrativa turca. Algunas de sus innovaciones están en el uso del lenguaje e influidas por las vanguardias de principios del siglo XX y por autores franceses como Gide o Genet. Sus temas también resultaron novedosos centrándose en los problemas del individuo dentro de la sociedad más que en los problemas sociales en sí. Describió principalmente la vida de la clase baja urbana y personajes como pescadores, desempleados o comerciantes.
Este cuento pertenece al volumen "Samovar" de 1936. También se encuentra recogido en la antología "Un hombre inútil" de 2023.
La versión es la de Mario Grande.


Hacía mucho que no bajaba a la ciudad. Aquel día, al abrir la puerta del hotel dispuesto a amar a la humanidad, la primera persona que apareció fue el hijo de un panadero. Le miré las mejillas sucias y pálidas y los pies descalzos, no compasivamente sino con amor. De todos modos, ¿no había salido a la puerta del hotel con esa disposición? Me quedé con ganas de abrazarlo y comprarle un par de zapatos de goma en la tienda de la esquina y un pantalón blanco donde el judío de un poco más allá.
—¿Qué miras, señor —dijo—, necesitas un porteador?
—No, mi niño —dije.
Estuve a punto de decirle: «Ven que te compre un pantalón y unos zapatos». Pero al ver su mirada deseché la idea. Era entre doliente y maliciosa, tan escrutadora como si quisiera detectar alguna enfermedad extraña en la mía, llena de amor. Saqué veinticinco kuruş, se los di y eché a andar. Salió corriendo detrás de mí. No le miré a la cara, pero sus manos lo decían todo:
—No te creas tan generoso, ¿vale?
Tomé los veinticinco kuruş. Quise seguir mi camino sin responderle. De pronto se disipó toda mi alegría, hecha añicos con el estrépito de un vaso al romperse.
Recogí con la mirada la alegría caída y hecha añicos a mis pies. Di media vuelta a casa y me metí en mi cuarto.
Cuatro paredes, una ventana, unos cuantos libros en una maleta y una cama de hierro… Sin pensar en ni siquiera leer nada me puse a dar vueltas por el cuarto que era igual que una celda. Cuando me puse a pensar, se fue recomponiendo lo que se había roto dentro de mí, igual que en algunas películas se ensamblan y se recomponen en el acto las piezas rotas de los automóviles. Recobré la alegría. Salí a la calle dispuesto a amar a la humanidad.
Caía la tarde. Me detuve en el estanco de la esquina. El sol daba en las revistas literarias sin vender. Estuve considerando si podía haber algún nexo, alguna relación entre las revistas literarias y la luz del atardecer que daba en el estanco al mismo tiempo.
Di una lira al estanquero. Me pareció que tardaba mucho tiempo en darme el cambio y el paquete de tabaco. Me vi forzado a mirar al estanquero. Estaba meneando la lira delante de mis narices.
—Está cortada de derecha a izquierda, señor mío, no es válida. Si estuviera cortada de arriba abajo podría valer, pero así no.
—¿Cómo que no es válida? Claro que lo es, si no ¿cómo la tengo yo?
—Es la ley, señor.
La ley de protección del dinero. Ya sé que la ignorancia de la ley no excusa de su cumplimiento. No podía quebrantar la ley. Busqué los veinticinco kuruş de antes, no pude dar con ellos y seguí mi camino.
No me convenía sacar otra lira del bolsillo para comprar cigarrillos. Burlar la ley soltando billetes no es solo cosa de abogados, es un derecho de todo ciudadano. Por eso me pareció un gesto inteligente ir con la misma lira a otro estanquero. Después de coger la lira me dio el paquete y, según iba a darme las vueltas, debió de sospechar de mis prisas porque volvió a mirar detenidamente el billete.
—¿Podría darme otra lira, por favor? —dijo con una sonrisa.
—¿Por qué?
—Esta no es válida…
Recuperé la lira sin pedir explicaciones. Recorrí irritado estancos uno tras otro, sin mirar a la cara de los estanqueros con ojos entre estúpidos e intrigados que traslucían todo pensamiento e imaginación. Llegué al convencimiento de que no iba a poder colar el billete. Tenía otra lira nuevecita y sin arrugas en la cartera. Le di vueltas a mi lira verde y muaré, demasiado verde para cambiarla por once céntimos y medio de cigarrillos, pero al final se apoderó de mí el deseo irresistible de fumar. No puedo recordar cómo cambié el dinero y abrí el paquete, cómo me llevé el cigarrillo a los labios y lo encendí, con una avidez semejante a la que sentí la primera vez que me acerqué a una mujer.
El humo azul salía de mis labios como una vena cálida y abultada de la muñeca. Chupando el cigarrillo con el ánimo confuso, como cuando lamo el dedo de mi amado, me sentía de vuelta a mis dieciocho años. El último fragmento de mi alegría hecha añicos volvía a encajar en su sitio impulsado por la propia vida. Estaba contento. De amar a la humanidad, de cazar pájaros amarillos y dorados mezclados en las farolas que iluminan la ciudad, de saludar a uno, de dar una colleja a otro, de tomar entre las manos los finos dedos de otro que va un poco más adelante... Se ríen de mí.
—Ese tipo está loco ¿o qué?
Eran unas chicas alegres. Olían a suburbio por los cuatro costados. El habla y el acento eran correctos. Dos amigas. Tostadas por el sol, chorreaban de sudor, amor y sol dentro de sus vulgares vestidos de verano de mangas cortas. Será que sin darme cuenta yo había sonreído amorosamente a la que primero había dicho «Ese tipo está loco ¿o qué?», y ella no pudo evitarlo. Me dirigió una mirada muy dulce. Me armé de valor y fui tras ellas. Llevaban buen paso. Tuve que apretar para darles alcance. Se volvían a mirarme de vez en cuando y se reían. Yo me sentía lleno de versos de Servet-i-Fünun, capaz de hazañas caballerescas.
¿Qué podría decir? Varias veces me acerqué decidido a las chicas con una frase preparada. Al final la frase no me salía y no decía nada. Entonces me quedaba un poco más atrás maldiciendo mi falta de ingenio. Pero esta vez fueron ellas quienes se detuvieron. Yo iba hecho un puro nervio. Cuando llegara a su altura les diría algo bonito verdaderamente inspirado. ¿Acaso no era yo poeta? Ciertamente, la inspiración vendría en mi ayuda en este momento de angustia. Ya estaba prácticamente a su altura. La inspiración batió las alas. Mi frase estaba en gestación. Era como si mis dientes molieran y prepararan las palabras. De pronto, esta vez la amiga que no había dicho nada me soltó:
—Señor, si sigue viniendo detrás de nosotras tendremos que denunciarle a la policía.
Al momento me rodearon unos niños griegos desnudos, europeos de agua dulce de habla francesa intentaban explicarse unos a otros mi situación y las hermosas señoritas remilgadas me miraban de arriba abajo con ojos como platos.
Di media vuelta, dispuesto a huir.
—Espere, señor. ¿No le da vergüenza importunar a las señoras? Aunque a primera vista parece un caballero, es usted un tipo maleducado —dijo un hombre rico, gordo, trajeado, bien afeitado y encorbatado, un diputado o empresario.
—Oh, déjelo, caballero —dijo una de la chicas—. No hay nada que hacer con hombres así.
Mi alegría llegó al máximo. Como si todos los tornillos estuvieran apretados y las juntas engrasadas.
Me fui imitando el traqueteo de una máquina.
—Tranquilo, muchacho. ¿Qué pasa? —dijo un conductor que pasó a mi lado.
—Estoy muy tranquilo. ¿Qué pasa? Pues que andan diciendo a mis espaldas que estoy borracho.
Claro que estaba borracho. El tiempo, las farolas, la ciudad me emborrachaban. La gente me atraía con la fuerza de un imán. Habría querido abrazar al mundo y a la ciudad sin hipocresía.

Lana Bastasic - "El bosque"

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Cuentista y novelista serbobosnia.
Este cuento pertence al volumen "Dientes de leche" de 2020.
La versión es la de Pau Sanchis Ferrer.



Me costó mucho estrangular a papá. Y eso que era un hombre esmirriado, incluso enfermizo. Las mujeres del pueblo nos mandaban botes llenos de remedios homeopáticos y todo tipo de hierbas milagrosas cada vez que lo veían pasar por el camino del bosque. Se te ha marchitado, le decían a mi madre, como si hablaran de las hortensias del jardín. ¿Te come bien? ¿Cómo se ha debilitado tanto?, preguntaban sin esperar respuesta, intentando disimular con el ceño fruncido lo mucho que gozaban con aquellos sermones. Y lo único que hacía mamá era encogerse de hombros.
Come lo mismo que nosotros, dos o tres huevos para desayunar. Ayer teníamos cabeza de ternero, se comió medio cerebro con pan hecho en casa. A la niña le dimos la lengua.
Entonces me ponía a mí de ejemplo, me pellizcaba el brazo, me daba golpecitos en la barriga, me pegaba en el culo con una risa falsa, para hacer que se rieran ellas.
Si por lo menos esta quisiera adelgazar un poco, decía escudándose detrás de mi grasa.
Pero las mujeres del pueblo sabían más de estas cosas. Esto sale de él, del corazón y del hígado, algo lo consume por dentro. Papá solía ir al bosque, solo, a «despejar la mente». De qué, nunca nos los dijo.
¿Y dónde me despejo yo?, decía mamá, viendo por la ventana cómo se alejaba mi padre sobre el asfalto, cada vez más pequeño, hasta que, en un momento dado, cuando llegaba donde el sendero desemboca en la carretera, desaparecía del todo. Regresaba cuando todavía no había caído la noche, con peor aspecto que antes, como si todo ese tiempo en el bosque se lo hubiera pasado discutiendo con alguien terriblemente pesado. Las mujeres del pueblo lo repasaban de arriba abajo: sus piernas escuálidas dentro de los pantalones arrugados, la cara chupada y, aunque nadie se atrevía a verbalizarlo, la tristeza. Papá estaba deprimido, pero por aquel entonces esta palabra no se usaba. Así que cuando las mujeres del pueblo decían que había algo que consumía a mi padre por dentro, la idea tenía una base científica: era que le faltaba alguna vitamina, dormía en un espacio poco ventilado o, en el peor de los casos, que se encargaba de las labores de la casa. Podía ser que el pobre tuviera demasiado trabajo, porque, en el más absoluto secreto, asumía incluso las tareas que correspondían a la mujer.
Yo no permitiría que mi marido planchara, dijo una señora detrás de nosotros en la cola de correos, preferiría que me pillaran robando antes que dejarlo ir de esta guisa por el mundo.
Otra añadió: Se ve enseguida qué tipo de mujer tiene este hombre en casa.
Mi madre pagó los recibos sin decir nada, me agarró del brazo y salió ultrajada de allí como si correos fuera una casa de citas. Pero gritó a papá otra vez. ¿Qué quería? Lo tenía todo limpio, planchado. Desayuno, comida y cena siempre en la mesa. ¿Por qué tenía que ir todo el día vagando por el pueblo como si viviera solo en una chabola y no en una casa con una mujer como Dios manda? Pero él apenas respondió levantando la mano. Qué más da lo que se diga en el pueblo.
Qué más te da a ti, chilló mamá. ¡Pero a mí me llevarás a la tumba!
Papá callaba. Papá se iba al bosque. No recuerdo cuándo empecé a seguirlo. Esperaba hasta que desaparecía por el sendero y entonces me acercaba al canal que había detrás de la última casa del pueblo para otear la pequeña silueta entre los árboles inmóviles. Algunas veces no sabía si lo que veía era su espalda o un tronco. Cuando estaba segura de que ya se había alejado bastante, yo también me adentraba en el bosque. El suelo estaba lleno de ramitas que crujían, de hojarasca y de charquitos engañosos, era difícil pasar inadvertido. Arriba, sobre nuestras cabezas, se entrecruzaban las ramas desnudas y húmedas de los árboles altos que rasgaban el cielo. Entre las botas de agua, entre el suelo fangoso y las hojas podridas, se percibía el latido de la vida. Aquí se cobijaban los gusanos y los topos, las culebras y las orugas, las hormigas y los escarabajos. Todo se arrastraba, se ocultaba y estaba al acecho siguiendo los instintos más primarios. Toda aquella vida vergonzosa proliferaba libre, salvaje, sin palabras, junto a setas venenosas y grandes raíces intrincadas, mientras yo me quedaba inmóvil, como una piedra, dentro de mis botas de los chinos. Tras algunos minutos en el bosque ya me había olvidado de que a poco menos de un centenar de metros se extendía una recta de asfalto, monocroma, como si la mano de un albañil torpe hubiera extendido una capa de cemento sobre un cuerpo vivo. Me olvidaba de las casas y de las mujeres que asaban cabezas de ternero mientras en la pequeña pantalla dos amantes intercambiaban miradas llorosas. Solo existían mi padre, el bosque y el miedo. Se detendrá, dará la vuelta y me mirará desde lejos: mis piernas y mis brazos robustos perturbando esa paz salvaje. Pero nunca me vio. Siempre sucedía lo mismo: se metía muy adentro entre los árboles más alejados, se sentaba sobre un tocón, se desabrochaba los pantalones y se metía la mano entre las piernas. La primera vez que lo vi pensé que algo lo atormentaba, que por dentro le reconcomía algún dolor, o un prurito, o una indisposición, y que luchaba por sacarlo sobre la tierra mojada. Más tarde comprendí que se trataba de otra cosa, que papá se hacía a sí mismo esa cosa sucia, lo que hacía que los granujas y los borrachos del pueblo asaltaran a las chicas de la ciudad cuando volvían de la feria por la noche. Miraba alrededor con miedo a que alguien pasara por allí y lo sorprendiera en mitad de un acto tan vergonzante. Sopesaba cómo podía avisarlo, cómo ser lo bastante rápida para gritar antes de que alguien lo pillara en plena faena. Pero eso no sucedió nunca.
Las viejas siguieron trayéndonos huevos frescos, miel y hierbas y diciéndonos que qué pena que un hombre como aquel languideciera así. En sus palabras había cada vez menos compasión y más reproche explícito. Empezaron a evitar a mi madre. Lo que al comienzo habían sido sermones amables, se convirtió en miedo al contagio. Al final dejaron de venir. Solo veíamos a la vieja rutena a la que comprábamos los huevos.
No te lo tomes a mal, hijita, pero tu marido no mejorará, dijo aquel día en la cocina mientras mi madre metía los huevos en la nevera. En el pueblo no se habla de otra cosa… Te lo digo como si fueras mi hija.
¿Qué se dice en el pueblo?, preguntó mi madre, concentrada en el contenido de la nevera como si no le interesara la respuesta. Pero las manos le temblaban. Tenía la cara lívida como la cáscara de un huevo. Parecía que se iba a romper en cualquier momento.
¿Y si resulta que va con malas compañías? ¿Lo sabes?, preguntó la vieja. Eso habría solucionado todos nuestros problemas: las malas compañías. Pero mi madre solo movía la cabeza y se agarraba la frente como si padeciera de golpe una de sus terribles jaquecas. ¿Qué pasará si esta también nos abandona? Ya no tendremos huevos.
Tal vez fue eso, aquellos huevos, lo que provocó que decidiera hacer algo. Fue como las demás veces: volvió de trabajar y dijo que iba a despejarse. Tomó el sendero y yo lo esperé detrás de la última casa y lo dejé avanzar bastante antes de adentrarme en el bosque. Cuando llegó al tronco y se desabrochó los pantalones, no me detuve. Di un paso y después otro. Seguí andando, tan sigilosa como las lombrices de tierra que tenía alrededor de las botas, mientras buscaba una piedra lo suficientemente grande. Había una medio enterrada en la tierra mojada. Brillaba como una patena. Me costó bastante sacarla. Bajo la piedra apareció una cavidad húmeda de la que, sorprendidas por los rayos de sol y por mis dedos enormes, pequeñas arañas y lombrices huyeron despavoridas. No me oyó cuando me acerqué por la espalda, estaba profundamente concentrado en su ocupación abyecta.
Tuve que darle dos golpes en la cabeza para que cayera al suelo. En la piedra había un rastro de sangre, sobre papá un rastro de tierra. Se quedó tumbado de lado, como durmiendo, con el miembro expuesto, arrugado y sucio como la muerte, como un topo calvo, tocando el suelo enlodado. Me di cuenta de que seguía respirando. El pecho se hinchaba y se deshinchaba. Le abroché los pantalones y lo puse boca arriba antes de empezar a estrangularlo. Me costó bastante. En un momento dado abrió los ojos, pero no me vio. Miraba a través de mí, como un ser sin lengua, sin juicio. Estaba cansada. Aunque estaba inconsciente, algo en él se resistía, no quería irse, una cosa nerviosa y ciega, que venía de muy adentro. Hasta que, de repente, abandonó.
Después fui a casa y me duché mientras mamá estaba viendo una telenovela. Cenamos caldo de pollo juntas.
Papá ya no está, dije, y añadí un poco de sal a su plato.
Come, hija, come, dijo mamá.
Ella masticaba un mendrugo sin desviar la mirada de la telenovela, con la cuchara llena de caldo suspendida en el aire. La protagonista se probaba el vestido de boda. Mamá la miraba con rabia. Aquella actriz tan guapa se había puesto aquel vestido solo para ella, como si quisiera decirle algo, algo inexpresable, algo que solo mamá podía entender. Y, como si hubiera captado el mensaje, asintió satisfecha, se tragó aquel mendrugo y siguió cenando tranquilamente.

Roddy Doyle - "El chiste"

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Novelista, cuentista, dramaturgo, ensayista, guionista y autor de literatura infantil irlandés. La escritura de Doyle está marcada por un uso intensivo del diálogo entre personajes con poca descripción o exposición. Además, sus obras suelen desarrollarse en Irlanda centradas en las vidas de los dublineses de clase trabajadora.
Imprescindible su "Paddy Clarke, Ha Ha Ha" ganador del Booker Prize de 1993.
Este cuento (The joke) fue publicado por primera vez en el número del 21 de noviembre de 2004 de la revista The New Yorker y se encuentra recogido en español en la antología "Cuentos irlandeses contemporáneos" de 2023 coordinada por Sinéad Mac Aodha y Jorge Fondebrider.
La versión es la de Matías Battistón.


Ai él se fuera ahora, no volvería nunca. Se iría y ella no se enteraría, ni le importaría tampoco. Él volvería y sería lo mismo: a ella no le importaría. Entonces, ¿para qué? No se iba a ir a ningún lado.
Y eso empeoraba las cosas. Y lo ponía mucho más molesto. Y enojado. Y tonto.
Esto de ahora. No era nada. En sí.
—No, no. Él pasa a buscarte.
Eso era. Palabra por palabra. Eso lo tenía mitad de pie, mitad sentado, con su culo gordo sobrevolando el sillón.
No tenía el culo gordo. Pero era un culo más considerable que antes. Aunque no mucho más.
En fin.
Ésas eran las palabras.
—No, no. Él pasa a buscarte.
Las palabras en sí eran inofensivas. Ella ni siquiera le estaba hablando a él.
Pero ése, justamente, era el tema. Ella ni siquiera le estaba hablando a él. Le estaba hablando a alguien más. Y le seguía hablando. Por teléfono. No sabía a quién. La hermana, la mamá, la suegra. Todas opciones igual de probables. Pero podría haber sido cualquier otra persona. Su amiga, la adúltera, era una sospechosa más. Si fuera una apuesta, la amiga pagaría tres a uno.
Pero él no era de apostar. Ni lo había sido nunca.
Estaba metida en la cocina: él no sabía a quién le estaba hablando. Pero sí sabía que acababa de ofrecerlo como chofer para quienquiera que fuera.
—No, no. Él pasa a buscarte.
Y esa era la cuestión. Y lo había sido durante mucho tiempo. Y ya estaba harto.
¿Pero harto de qué?
No estaba seguro. De toda la cuestión. De todo. Estaba harto, y punto.
El puto hombre invisible.
—No, no. Él pasa a buscarte.
Ése era. Eso era. El hombre invisible. El cero a la izquierda. Como si estuviera siempre ahí, esperando. Sin nada mejor que hacer.
Es cierto, no estaba haciendo nada. Pero ése no es el tema. Ni por casualidad. Estaba ahí sentado, sin hacer nada en particular, con la tele apagada. Pero no importaba. Si hubiera estado escalando el Everest o en el piso de arriba, en la cama, no habría importado tampoco. No importaba un carajo qué estuviera haciendo o no.
Era el hecho, la cuestión. No sabía cómo…
El mero hecho de oír eso. Estaba harto. Y no podía decir nada. Porque era algo tan intrascendente. Nunca hubiera podido explicarlo sin pasar por mezquino o egoísta o tantas otras cosas que en realidad no era.
La amiga, por ejemplo. La adúltera. Eran amigas desde hacía años. Linda mujer. No aparentaba la edad que tenía ni de lejos. Y lo del adulterio era injusto. Él no la juzgaba. Ni lo había hecho nunca.
En fin. Él estuvo ahí cuando ella dejó al marido. La ayudó a cargar el coche, el coche de él, con sus bolsos y sus dos hijos y todas sus cosas. Mientras el marido estaba en el trabajo, o donde fuera… en el pub, no tenía idea. Y se alegraba de haberlo hecho. Era lo que había que hacer. Nunca lo puso en duda. Ni una sola vez. Ni le dio rencor ni nada. El marido era un idiota, un animal. Ella hizo bien en irse. Y a él no le hubiera importado si el marido venía a buscarlo. La mujer, sentada a su lado, tenía la mandíbula rota y vendada. Los chicos en el asiento de atrás estaban pálidos. Había sido una buena acción, ésa. Se había sentido un poco como un héroe. La mujer lo abrazó, lo besó, le dio las gracias una y otra vez.
Ése era el ejemplo más claro. El más dramático.
No estaba yendo al grano. Se estaba yendo por las ramas.
Otro ejemplo mejor. Su suegra. No era tan mala. Inofensiva, realmente, una vez que uno la conocía. En fin, él había salido cuando diluviaba para llevarla del bingo a casa. Más de una vez, y no había problema. Lo había hecho con gusto, y lo volvería a hacer. Con la cuñada, lo mismo. Le llevó veinte atados de cigarrillos cuando ella no podía salir por haberse quebrado la pierna. Y un helado bañado en chocolate.
Favores piadosos. Los venía haciendo desde hacía años. Y ése (por fin) era el tema. Nadie nunca, ni una sola vez, se los pidió a él.
Ella seguía en el teléfono.
—Sí, ya sé, sí. Dios.
Ni una sola vez. Es verdad, siempre le daban las gracias.
Qué amable.
Qué tesoro.
No sé qué haría si no estuvieras.
Y eso estaba muy bien. Y lo apreciaba. Pero nunca habían llamado y pedido hablar con él. Ni una sola vez. Nunca.
Y eso no era todo.
Era…
Era todo, carajo. Estaba harto.
Pero se volvió a sentar. Ya le estaban empezando a doler los brazos, sosteniéndose así por encima del sillón. Pero eso no tenía ninguna importancia. No había cambiado de opinión, no se había decidido. Podía volver a levantarse, y es lo que iba a hacer. Ella seguía en el teléfono. No era urgente, sea lo que fuera. Tenía que concentrarse. Tenía que ser claro. Iba a decirle que no cuando ella viniera a buscarlo. Él tenía que saber por qué.
Venía de antes. Mucho, mucho, mucho antes. Ah, Dios… de hace años. Culpa de él. Lo aceptaba. Sí. Culpa suya. En fin.
Pero no eran los favores piadosos. Ella los llamó así. No era eso sólo. Tenía que ser claro.
Le había gustado, según recordaba. Cuando los llamó así, favores piadosos. Ella se estaba secando el pelo con una toalla. Se sentó en su regazo. Con las piernas abiertas, a ambos lados de las suyas, bien contra él.
Él todavía conservaba el pelo. La mayor parte.
Regazo era una palabra tonta.
La amaba. Eso es lo importante.
A ver.
Toma y daca. Alguna vez fue así. Colaboración. Así lo hubiera llamado él, aunque tampoco le gustaba esa palabra. Colaboración. Toma y daca. Él llevaba a su suegra a la casa después del bingo; ella se sentaba en su regazo. Pero no, dicho así queda vulgar. La cuestión no era el sexo. Pero…
Eso también. Sí, definitivamente.
¿Pero cómo…? ¿Cómo iba a hacerse entender sin que pareciera que era todo cuestión de sexo cuando no era así aunque, en cierto modo, sí lo era?
Se las arreglaría.
En fin.
Colaboración. Era la base de todo. La relación… otra palabra de mierda. Habían hecho cosas juntos. Hasta cuando no estaban juntos. Él conducía o hacía las compras, limpiaba las ventanas, lo que fuera. Pero los dos se involucraban. Lo hacían juntos. Así se sentía. Así era.
Algo pasó.
No pasó nada. Pasó y listo. Así son las cosas ahora.
Ella seguía ahí, en el teléfono. Podía sentirla hablando, que sí y que no, con quien fuera. Escuchando, asintiendo con la cabeza. Acomodándose el pelo detrás de la oreja.
Todavía la amaba.
Y la colaboración se había cortado. En algún momento. Nunca había podido precisar cuándo, no tenía idea. No fue nada que hubieran dicho. Nada que hubieran hecho. Hasta donde sabía él. Pero ¿quién sabe?
Todo era un desastre. Él, también. Un desastre. Su enojo. Sus cambios de humor.
Quería estirarse y tocarla. En la cama. Y no podía. No había manera, no podía hacerlo. No podía levantar la mano y moverla, treinta centímetros, cincuenta, o menos. No podía. ¿Qué había pasado? ¿Qué había pasado?
No sabía. Francamente, no. No sabía.
Era una buena tele, grande, una de esas de pantalla panorámica. Pensó que podrían mirarla juntos. Eso, por lo menos. Cuando la compró.
Estaba más viejo. Qué carajo importaba, ella también. Eso no era. No creía.
Nunca habían hablado del tema.
¿De qué?
No sabía. El cambio. El corte. No sabía. La colaboración. El matrimonio, mejor decirlo de una puta vez. Y no era cierto lo del sexo tampoco, exactamente. Seguían teniéndolo, haciéndolo. De vez en cuando. Cada tanto. Las manos se encontraban. Aquel calorcito.
¿Qué le iba a decir? ¿Cuándo ella viniera?
Seguía ahí metida, en la cocina. Todavía charlando.
Pero él tenía razón. Básicamente, tenía razón. Algo se había arruinado. Algo pequeño. Algo que él ni siquiera había notado. Había cambiado. Ella no podía negarlo.
¿Y lo haría? Negarlo. Él no tenía idea.
Antes hubiera sabido. Solía adivinar, en general. Lo que diría ella. Cómo reaccionaría. Cruzaban sonrisas, porque los dos sabían qué estaba tramando el otro. Ella le daba una palmada en el culo cuando él pasaba. Él le tocaba el pelo. Las palabras no importaban, ella sabía lo que él quería decir. Te amo. Te aprecio. Estoy contento.
Te amo. Te aprecio. Estoy contento.
Eso era todo.
Antes… podía adivinar si ella estaba por decir algo. Antes de que lo hiciera. Había algo en el aire, en la atmósfera. No tenía que estar mirándola. Lo sabía. Y ella también. Y a él le gustaba que ella adivinara.
No sabía cuándo se había terminado aquello. Adivinar. No sabía. Quizá todavía pudieran leerse las mentes, pero no lo hacían. No sabía; le parecía que no. No la conocía. La conocía, pero no la conocía. Había sido algo muy paulatino. Muy gradual. No se había dado cuenta.
Eso no era cierto. Sí. Se había dado cuenta.
Pero no había hecho nada.
¿Qué?
Dios, era terrible. Una tontería.
Estaba enojado. Siempre estaba enojado.
Siempre estaba enojado.
Se quedaba despierto en la cama, se despertaba temprano. No se lo sacaba nunca de la cabeza. No sabía por qué. No había pasado nada. Nada grave. La culpa era de él. Debería haberlo sabido. Había empezado mucho tiempo atrás, la diferencia. El silencio. Lo supo en el momento.
Nunca habían tenido ninguna pelea. Eso era cierto, más o menos. Nunca hubo nada serio. Tonterías. Llaves que se pierden, su suegra en Navidad. Nada grave. Fundamental. Ninguno de los dos se había ido nunca dando un portazo ni había roto nada. No había pasado nada por el estilo. No había pasado nada.
Quizá fueran los chicos.
Estaba culpando a los chicos.
No, no los culpaba. Sólo que, bueno, quizá tuvieran que ver con lo que había pasado. Nunca tenían tiempo, estaban demasiado ocupados. Siempre llevándolos de un lado al otro, fútbol y danza y grupos de exploradores y discotecas. Y después llevando y trayendo a su suegra también. Y a su cuñada, y a su propia madre. Y a la amiga de ella. La mujer a la que él había ayudado a dejar a su marido.
Había sentido algo por ella. Lo había admitido. Nunca pasó a mayores. Pero lo había sentido. Una mujer que se acostaba con alguien que no era el esposo. A él le parecía excitante. Es cierto. En aquel momento. Incluso con los chicos de ella en el asiento trasero del coche. Adulterio. Otra palabra que no lo convencía.
¿Los chicos? No tenía sentido. Por ellos estaban ocupados, corriendo de aquí para allá, una locura. Pero eran algo que tenían en común. Hasta cuando estaban arriba, en la cama.
¿Ese sonido será uno de ellos que se está despertando?
No te detengas, no te detengas.
¿Dónde está su inhalador?
¡No te detengas!
Les había gustado. Les había encantado. En el momento. Y duró mucho. Veintiséis años. ¿Qué pasó?
No tenía la más puta idea.
¿Y ella?
No sabía si ella sabría.
Probablemente.
Él no.
Él no sabía nada.
La tele no había funcionado. No mucho que digamos. Una tontería, repito. La idea de que un televisor podría acercarlos. Por más caro que fuera. Ni siquiera miraban tanta tele. Nunca lo hicieron. A él le gustaba el fútbol, de vez en cuando, pero tampoco se desvivía por eso. A ella le gustaba la política. El programa de debates, Questions and Answers. El de actualidad, Prime Time. Había otra tele, arriba, en el dormitorio. No hace falta una pantalla gigante para ver políticos. La idea había sido una tontería desde el principio.
Aunque el fútbol sí era mejor en una pantalla gigante.
Sintió que estaba empezando a sonreír. Como si luchara contra su propia cara. Aflojó. Sonrió.
Ella todavía estaba hablando por teléfono. Se reía.
Como en los viejos tiempos. Él sonreía, ella se reía. Se conocían tan bien en aquel entonces.
Una tontería.
Estaba siendo un tonto. No era como en los viejos tiempos, no era para nada como en los viejos tiempos, fueran lo que fueran los viejos tiempos. Él estaba solo. Ella estaba en otro lugar. No había unión. Ninguna.
Aunque era linda. Su risa. Siempre le había gustado.
Antes la hacía reír.
Dios.
¿Era capaz todavía? ¿De hacerla reír? Lo dudaba. ¿Le hubiera gustado a ella? No sabía.
Pero lo había hecho antes. Le hacía cosquillas, de vez en cuando. Ahora no podría. Acercándose a ella sigilosamente por la espalda en el baño. Nunca estaban en el baño juntos. Volvió a sonreír. Qué idea. Acercársele por la espalda. Se pondría a gritar. Y esa no era la única manera en que la hacía reír. Antes con palabras era suficiente. Chistes. Payasadas, hacerse el tonto. Le gustaba. Le encantaba. Ella se le acercaba cuando se reía.
Podría intentarlo. Ahora. Un chiste. Un inglés y un irlandés entran a un bar… No, era una tontería. Estaba ese otro sobre el tipo sin agujero en el culo. No. Aquel sobre el irlandés en un concierto de Tina Turner. Sonrió. Muy largo, y a ella no le gustó cuando se lo contó por primera vez. Se acordaba.
¿Qué estaba haciendo?
No estaba seguro.
¿Cuál es la diferencia entre un buen paseo y una buena cagada? Ese era gracioso. Cortito y gracioso. Pero hacía tanto desde la última vez que le había contado un chiste… Era una estupidez.
No se hablaban desde esta mañana.
Está lloviendo ahora.
Sí.
Está lloviendo ahora. Él.
Sí. Ella.
Y eso había sido —miró su reloj— hacía ocho horas. Y ahora le quería contar un chiste. Era una locura. ¿Cuál es la diferencia entre un buen paseo y echarse una buena cagada?
Una locura.
Una estupidez. Una tontería.
Aunque ya no estaba enojado. No sabía muy bien por qué lo había estado.
Eso no era cierto. Lo sabía. Pero ya no estaba enojado. Le iba a contar el chiste. Se había puesto nervioso. Aunque era bueno. Cortito, sin ninguna historia. Iba a ver cómo le caía mientras se lo contaba.
¿Qué iba a ver? No sabía. Qué quería ver, ese era el asunto. La cara de ella. Quería verla escuchando, nada más. Verle la cara, verla escuchando. Verla adivinar lo que él tramaba. Con eso sería suficiente.
Se puso a escuchar. Estaba ahí metida, en la cocina. Podía sentir sus zapatos. Sabía, de algún modo, sin saber cómo, que estaba terminando la llamada. Por cómo se movía, como si se estuviera yendo. Estaba por cortar.
¿Cuál es la diferencia entre un buen paseo y una buena cagada? No podía hacerlo. Era demasiado loco, demasiado desesperado. Se iba a dar cuenta de lo que realmente era: una súplica. Un puto pedido de auxilio.
Aunque eso también era una tontería. No era un pedido de nada. Qué súplica ni qué ocho cuartos. Era un chiste, nada más. Listo, había colgado el teléfono. Seguía en la cocina. Era más que un chiste. Eso él lo sabía.
¿Ella se daría cuenta?
Ya oía sus pasos.
Ella se acercó a la puerta. Se detuvo.
Él la miró.

Corallys Cordero - "La quinta Aimar"

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Cuentista y novelista venezolana.
Este cuento pertenece al volumen al que da título, "La quinta Aimar", de 2023.



He venido a deshacer los recuerdos. El comprador quiere la casa vacía.
«Aquí todo habla», me digo cuando entro al segundo salón de la estancia. Parece que cada objeto tiene una historia que quiere contar. En Venezuela, a las casas grandes se les llama quintas. Los recuerdos de mi infancia están vinculados a la quinta Aimar, donde vivía con mis padres. Su nombre es una composición de los suyos: Aída y Martín.
Los parientes ya están aquí, pero no se han percatado de que he llegado. Los oigo en la planta de arriba. Cada quien tomando lo que les apetece, como si estuvieran en un mercado persa. Hablan de los cuadros del comedor, de los cubiertos de plata, de las figuras de Lladró y se hacen recíprocas concesiones en la adjudicación de cada pieza. Todo lo que puede venderse a mayor precio es objeto de disputa. Suben el tono de voz: de la repartición amistosa han pasado a rememorar viejos enconos, las cuentas que se deben mutuamente. Como si el reparto de bienes pudiera saldarlas.
En estas paredes retumban los ecos de mi niñez. El papel tapiz de flores acampanadas, tan sutiles que sólo se perciben al tacto; el teléfono de los años veinte que permanece de adorno en una mesilla junto a la ventana. Nunca funcionó, jamás tuvo corriente, era apenas una fantasía que atesoraba los años que pasaron mis padres en Londres. A mí me encantaba sentarme a fingir que hablaba, grandes tertulias con nadie del otro lado del auricular. Las cortinas de terciopelo verde, polvorientas, detrás de las que me agazapaba cuando jugaba con las primas al escondite. Los muebles Luis XV que nunca me gustaron y menos ahora que lucen descoloridos. El piano y el acordeón que solía tocar papá cuando tenía invitados. Los barrotes negros que forman figuras geométricas en las ventanas. Esto último representaba un exceso de modernidad para la época en que se edificó este, el que fuera mi palacio cuando nací. Había olvidado que los pisos de granito tienen diferentes colores: blanco, negro, guayaba y verde que dibujan figuras no simétricas. Parecen hojas, labios, óvalos. Quizá al retirar las alfombras de centro se les pueda encontrar algún significado.
Voy hacia el comedor, pero antes de entrar me detengo en el pasillo que conduce al baño verde, al lado de la biblioteca. En este corredor oscuro permanece, resplandeciente, una vitrina horizontal sostenida por patas doradas y repujadas. Siempre le tuve miedo a esa caja de cristal, quizá porque parece un ataúd para niños. Dentro de ella están alineadas todas las condecoraciones que recibió papá por sus años de servicio a la nación; hasta una réplica de la espada del Libertador se exhibe en el medio. Sobre ese mueble y su contenido parece no haber disputa. No lo quiere nadie ¿quién va a cargar con esas piezas que no tienen valor en el mercado sino en los sentimientos? Ni siquiera las mencionan. Oigo sus voces, siguen entretenidos con los cuadros y otros objetos. Permanezco de pie junto a la caja, leo los años y motivos de las condecoraciones, las cintas azules, blancas, tricolor. Cada una, en su momento, debió de ser un trofeo. Ahora apenas y servirían de utilería para una película de época.
Entro a la biblioteca. Ni un solo libro escapó del rigor de las polillas. El comprador ha dicho que tirará abajo todas las estanterías y que este espacio lo adicionará a la cochera. Él colecciona vehículos, no lee libros. Recuerdo la espalda de papá: erguida, mientras tecleaba en su Olivetti la queja que puso en la Prefectura por los ruidos de la casa de al lado. Llenó páginas enteras de «guau, guau, guau» tras cada ladrido del perro del vecino, para dejar constancia de la perturbación. Nunca se dio cuenta de que yo lo miraba cuando, molesto, escribía de prisa. La pluma fuente ya no está, alguien se anticipó a tomarla antes de que yo llegara.
En el comedor, las lágrimas de la lámpara de cristal dan cuenta del tiempo que ha estado cerrada la casa: no resplandecen como antes. No hay quien friegue lágrima por lágrima hasta hacerlas brillar. La estancia, que se separa del pasillo oscuro por puertas de madera con vitrales biselados, me trae a la memoria la tristeza de papá. Cerró esas puertas después del funeral para quedarse a solas conmigo.
Los gabinetes de la cocina están a punto de desplomarse y las cortinas blancas de encajes, raídas. Huele a madera húmeda, a óxido y a sal. En las ventanas, los materos acongojados arrullan a hojas languidecidas. El jardín está igual; abatido por el tiempo, inerte ante la mirada indiferente del querubín de una fuente de la que no emana nada. La toma de agua corroída me trae el recuerdo de cuando las primas grandes jugaban con la manguera. Apuntaban a lo más alto del muro para oír las putadas de los transeúntes mojados. El truco estaba en lo que yo hacía: mover la llave para obtener la máxima presión de agua.
Subo a las habitaciones. Aquí también se han repartido el botín, sólo quedan cajones llenos de las muñecas de trapo que hacía mamá. Las primas se burlaban de ellas, decían que las piernas y brazos parecían las hélices de un helicóptero; y que el cabello, hecho de estambre amarillo, les colgaba como espaguetis. Mamá les dibujaba la boca con pintura de uñas. En eso sí tenían razón las primas: daba la impresión que vomitaban sangre. Jugábamos con ellas a la casa del terror. A mí me encantaba que la diversión se extendiera hasta bien entrada la noche para no dejarlas dormir.
Escucho a las primas en el cuarto de costura, curucuteando y riendo. Me asomo sigilosamente para no dejarme ver. No quiero interrumpirlas. Se pasan los rollos de tela de mano en mano. «Hasta una mercería podría montarse con todo lo que hay aquí», le dice una a la otra. Se burlan de las creaciones de mami: «¡Qué tósigo!», «mira estos colores», «absolutely not: son un espanto, ni para fregar pisos sirven». «¿Y qué hacemos con todo esto?»; «Será prenderle fuego en el jardín». Entro a la habitación para saludarlas. Me pongo detrás de ellas y le soplo en la nuca a la menor, quien apenas mueve la melena sin mayor aspaviento. Me acerco para que me sienta. Ahora sí, por fin se percatan de que las acompaño. Corren escalera abajo gritando «María Antonieta está en el cuarto de costura. La vimos en el espejo». ¡Zonzas! Nunca aprendieron a jugar.

Carlota Gurt - "Balas de paja"

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Novelista, cuentista y traductora barcelonesa.
El cuento pertenece al volumen "Biografía del fuego" de 2023.
La versión (el original está escrito en catalán) es la de la propia autora.






We are the hollow men
We are the stuffed men
Leaning together
Headpiece filled with straw.
Alas! Our dried voices, when
We whisper together
Are quiet and meaningless
As wind in dry grass
Or rats’ feet over broken glass
In our dry cellar.
T. S. Eliot, The Hollow Men

Todo viene de un camión cargado de balas de paja que remontaba la carretera. Era rojo; me gusta fijarme en los colores de las cosas y convertir la memoria en una galería de cuadros llenos de manchas. La vida, los recuerdos, la gran pinacoteca: clasicismo junto a arte degenerado. Pero el camión, decía.
Detrás iba un coche, el mío, con las ventanillas bajadas. Las briznas de paja revoloteaban y se me metían primero en el habitáculo, después en los ojos. Ojos llenos de paja. Pero cuando se nos mete una viga no la vemos. Y a mí la paja se me coló dentro de la cabeza. Por eso estamos aquí.
Sea como sea: el camión, el coche, las cosas que se te meten dentro, subir las ventanillas.
Mi madre, a la que ese día iba a visitar en mi coche por una carretera tortuosa persiguiendo un camión cargado de pacas, también se está volviendo de paja, pensé. Con las piernecitas que se le están quedando todo huesos, ligera y hueca por dentro. Como una cáscara. Reseca, muerta, inútil. Mamá.
Podría empezar diciendo: Paja.
Primero hay que plantar el cereal, el que sea, lo que nos importa no es el grano, aquí hemos venido a hablar de la paja. Y como en mi cabeza lo puedo ver todo —el ojo interior, lo llaman los alemanes—, contemplo las semillas germinar a miles en la tierra esponjada por el arado, todas apiñadas bajo ese campo de tierra marrón y rojiza, del color de las heces ensangrentadas. Dentro del útero terrestre, el ejército de siembra se desarrolla en la clandestinidad. En las tinieblas, la membrana se les rasga y por la rendija —la vida siempre sale de las rendijas— asoma un hilillo blanco, un gusano finísimo, que cada día se alarga un poco.
Así arranca la coreografía de una legión de semillas haciendo contorsiones y desgarrándose. Pequeñas criaturas mutantes. Parece una conspiración multitudinaria. O un espectáculo de Pina Bausch. Todas estirando sus bracitos de futura paja para alcanzar la luz, el sol, el oxígeno. ¿Acaso no es eso también lo que hacemos los humanos a todas horas: estirar los brazos hacia la luz y procurar no morir asfixiados? Personitas de paja, sin más voluntad que la de obedecer a la naturaleza que nos empuja. Alentar es nuestra fotosíntesis. O amar. De hecho, vienen a ser lo mismo.
Amar, digo, y pienso en mi madre, a la que ese día estaba yendo a ver, mi madre que se desbrizna. Yo también soy madre y algún día me desbriznaré.
En Italia una vez nos alojamos en una finca llamada Il Fienile del Colle, «el pajar de la colina». Yo entonces no sabía que escribiría un relato sobre la paja, esas cosas no se pueden saber. El nonno de la familia tiraba con arco apuntando a una diana sujeta en una bala de paja. Yo me sentaba en la hierba, bajo un castaño, y me embelesaba mirando cómo ese hombre de cuerpo enjuto y piel tostada tensaba el arco. Era bello. La flecha potencialmente mortal —yo no perdía a los niños de vista— se clavaba con un ruido seco y grave. Definitivo. No me dejó probar.
Los niños, la paja.
Otro verano fui a Francia con mis hijos, sola por primera vez; de día rondábamos por ahí y cada noche cumplíamos un ritual. Caminábamos cinco minutos. A medio camino nos cruzábamos con dos caballos que comían ya sabéis qué en un comedero, y los mirábamos fijamente, como esperando que nos revelaran algo. Qué ojazos tenían. Un trecho más allá, en una pequeña explanada, había una hilera de veinte o treinta balas de paja plastificadas en negro y verde descolorido, y mientras el sol se ponía, nos encaramábamos, saltábamos rápido de una a otra, a veces bailando desaforadamente, hasta que anochecía y volvíamos a casa corriendo, brincando, riendo, yo a veces llorando —de alivio, de tristeza, de felicidad: qué difícil distinguirlo—, con los miedos exorcizados, porque era esa la finalidad del ritual vespertino: ahuyentar las incertidumbres terroríficas que poblaban nuestra nueva vida y reivindicar que sabíamos reír y ser felices pese a las desgracias.
Cuando ahora evocamos ese viaje, lo único que recordamos son las balas de paja.
Pero os estaba hablando de los sembrados. Siempre son campos: ¿por qué? ¿Por qué nadie planta una semilla de cereal en una maceta y la cuida con la delicadeza con la que se cuida una orquídea? Ponerla en el centro de la mesa, sobre un tapete de ganchillo tricotado por la bisabuela y admirar la espiga solitaria cada mañana.
Yo a mamá tampoco la cuido como a una orquídea. La tengo encerrada en una residencia con otras personas de paja y ya solo espero que se muera.
Pero volvamos a la biografía del cereal. La paja embrionaria de repente ya tiene los brazos bastante largos, pronto serán verdes; el color extraterrestre, el color de la bilis, de la envidia y de los viejos repugnantes; sin embargo, a mí me encanta el verde. Una mañana, con el primer brote de sol, las hojas despuntan, y a los campos les crece vello, como si estuvieran mal afeitados. Después, ya no hay quien detenga la rebelión vegetal contra la gravedad, y se alzan, desafiándola. Por eso me gusta el verde: es el color de la insubordinación.
Hasta que un día la planta se espiga y se llena de flechas; de pequeños, cuando huíamos de la ciudad al mismo pueblo donde ahora tengo a mi madre encerrada, al mismo pueblo hacia donde ese día me dirigía en mi coche, tras el camión que tiene la culpa de todo esto, en ese tiempo, de pequeños, nos tirábamos las espigas y luego corríamos por ahí con ellas prendidas en los jerséis sin saberlo. Cuántas cosas llevamos prendidas sin saberlo.
A vista de pájaro, en días de viento los campos ondean como las crines de un caballo verde al galope, un caballo alienígena. Cuando llueve, las espigas resisten los embates y se vengan haciéndose más grandes y turgentes. Alimentarse de tormentas: ¿Cómo se lo puedo enseñar a mis hijos? ¿Cómo me lo transmitió mi madre?
Más paja personal: ya que estamos, quemémoslo todo.
Fue el camión con las pacas el que me fecundó las neuronas, pero hasta el otro día, cuando crucé el país en coche (siempre los coches: vivo en una road movie), no empecé a obsesionarme con la paja.
¿Por qué?
Porque pasé muy cerca de mi Chernóbil particular, ese lugar tan bien indicado, repetidamente señalizado, mortificantemente rotulado, en la autopista. Los demás solo leéis el nombre de una población cualquiera, para mí en cambio pone: Prohibido el paso, Peligro de muerte, Zona radiactiva. No creo que pueda pisar nunca más sus paisajes: las vastas extensiones de cultivo, los tractores por las carreteras sin arcén de rectas sin fin, el horizonte liso y lejano, el aire de desolación, de abandono, el río que de vez en cuando lo inunda todo, la niebla, la niebla, la niebla, los extremos: siempre demasiado frío o demasiado calor, los toldos naranjas de las terrazas, las casas a orillas del río, apoyadas unas en otras, dormidas, torcidas como dientes sin ortodoncia. Y como conducía con el cerebro preñado de paja e instigada por la visión de los campos rubios de mi Chernóbil, di el salto mortal a la idea de la paja radiactiva.
Cereales mutantes, harina que puede matarte, caballos muriendo de cáncer. El asesinato silencioso de los átomos de cesio. Cesio matrimonial. Demasiadas negligencias y el núcleo se fundió. Nadie tuvo la culpa. La culpa la tuvimos todos. Luego, años para curar las quemaduras.
Pero estábamos con los campos y las espigas. Unas semanas después, el verde muere tostado bajo la tiranía del sol y todo se tiñe de un amarillo adusto (dorado, lo llaman los optimistas y los románticos) que se agrieta con solo mirarlo.
Llega el campesino montado en una cosechadora monstruosa, una New Holland que parece un vehículo de Star Wars haciendo prospecciones del terreno con metralletas láser escondidas bajo la carrocería; si a una cosechadora le pones una música épica parece una máquina que haya venido a salvarnos la vida. Y comienza a afeitar el campo. En las entrañas del artefacto se separa el grano, y nuestra paja queda esparcida sobre la tierra, tirada de cualquier modo, sin sentido estético: a la manera propia de los cadáveres. Abandonada. Porque la paja es lo que no sirve para nada, los desperdicios, las sobras. Como este texto, que es todo paja y carece de sustancia. Como mi madre, que ya no va a ninguna parte ni sirve para nada.
¿Y cómo decir que no sirve para nada si con la paja podemos criar bestias de media tonelada, como los caballos? Carne nacida de los restos de una planta muerta. Paja hecha carne, hecha sangre. ¿Qué pesa más: una tonelada de carne o una tonelada de paja? Galope propulsado por heno. Una máquina de correr alimentada con desechos. La vida se ríe de nosotros en nuestras narices. Podría escribir un cuento sobre matar caballos.
¿De dónde salen los cuentos?, me preguntan a menudo. De una obsesión, de una grieta, de un camión que no pude adelantar porque había demasiadas curvas: para deshacerme de las briznas de paja podría haberme matado, y no valía la pena.
Al cabo de unos días, una empacadora profana el campo de batalla para recoger los despojos vegetales, ahora ya secos. A veces la observo desde mi casa. Oigo un motor, me asomo para ver qué pasa y me la encuentro allí, peinando el campo, esnifando los restos. De vez en cuando se detiene y el vientre gestante que lleva enganchado detrás se abre muy despacio y aparece una bala, que de lejos, envuelta en plástico blanco, dirías que es un huevo colosal, o un saco vitelino, hasta que un mecanismo en la parte superior corta el plástico como se corta un cordón umbilical, y la bala cae a plomo al suelo. La gallina mecánica continúa su labor hasta que toda la paja está confinada, controlada, asfixiada.
Me gustan más las balas sin plastificar, libres, las balas de paja que, como yo, van perdiendo briznas y dejan un rastro allí por donde pasan, un rastro que conlleva la propia extinción gradual.
Las balas de paja dormitarán días o semanas sobre el campo pelado. De vez en cuando, un coche se detendrá en el arcén y los pasajeros se harán ridículas fotos bucólicas, o se encaramarán a una bala con pose de conquistadores. No saben que dentro habitan arañas, pulgas, garrapatas. También se retratarán parejas de recién casados y después partirán hacia su nueva vida matrimonial con la cabeza llena de bichos y picaduras, y la comezón los martirizará esa primera noche mientras follen hasta que la muerte, o más probablemente un juez, los separe.
Y mi Chernóbil, que no calla. Un gorrión construye su nido con paja contaminada y cuando la vida eclosiona: cabezas sin pico, ojos ciegos, alas demasiado pequeñas para aprender jamás a volar.
Ya lo veis, vehículos y pájaros, pájaros y vehículos. Animales mecánicos y aviones orgánicos. Pero ¿adónde van? Volar… ya me dirás. Mi madre no puede ni andar.
La maquinaria agrícola regresa al cabo de unos meses para plantar futura paja, o colza, o girasoles que acabarán cabizbajos por el excesivo peso de las pipas o del tiempo vivido. Volverán los tractores, pues, y con ellos, los caminos destrozados por los neumáticos de metro y medio o más, tan altos como tú, roderas que crearán baches y socavones, surcos donde caerás una y otra vez. El surco donde ha caído mi madre es oscuro y profundo como una fosa abisal.
Camiones y tractores, coches y empacadoras. Y, como llegué a la ciudad donde ella me crio con la paja metida dentro, empecé a delirar en el metro, solo veía balas humanas abarrotando los vagones, exprimidas, sin grano, paja humana metida en camiones de metro para alimentar a las bestias del capitalismo, empresas que van al galope y relinchan con cada centavo. En Amazon, una bala cuadrada de paja vale dieciocho euros. Vaya estafa.
Regresé a casa, pensativa. Las calles estaban atestadas de gente. Me agobiaba ver tantos ojos que escondían a personas detrás, manos cargadas de gestos inacabados, todos esos pasos que no iban a ninguna parte. Una mujer de zafiro, tan azul que te entraban ganas de llorar. Muñecos de silicona y títeres de granito. Mientras un viento furioso desmenuzaba los hombres de paja y las mujeres de barro se resquebrajaban, los transeúntes miraban hacia otro lado. La intemperie nos destruye a todos.
Pero no te desvíes. ¿Adónde iba? A veces no recuerdo adónde voy.
Ah, sí, quería hablar de todo lo que me evoca la paja rubia, muerta, inflamable —podría estar hablando de Marilyn: rubia, muerta, inflamable—, porque este verano perseguí un camión cargado de balas y las briznas se metieron dentro del coche y de mí, y me pareció que también yo voy perdiendo briznas, que me han segado y me han arrancado el grano, y ahora ya solo me deslizo de acá para allá, fragmentos de mí volando, esperando que una bestia de media tonelada me coma o, al menos, ser alimento suficiente para mis hijos, que son de una nueva cosecha, todavía verde y exuberante. Ningún tractor les ha pasado por encima ni saben que todo empezó con una contorsión subterránea y un gusano que se estiraba hacia la luz.
Todo esto viene de ese camión cargado de balas que remontaba la carretera el día que yo iba a visitar a mi madre de paja. La encontré encogida. Sonrió sin motivo. Lloró sin motivo. Las palabras le salían muertas, sin grano, frases trituradas, las letras desordenadas formaban vocablos inexistentes. No se puede pretender hablar con una brizna de paja. Tiene el cerebro yermo: no se puede plantar nada en él. Es tierra baldía. Asiento. Le cojo la mano huesuda. La abrazo. Abrazo a una muerta que sonríe.
Mira la parte buena de las cosas.
Una paja es también una cánula para sorber hasta la última gota de jugo.
Una paja te vivifica el coño.
Paja.
Cuatro letras, tres fonemas, dos vocales y consonantes, una palabra. Paja. Una palabra capaz de matar, como cualquier otra. Balas de paja disparadas al corazón, y las briznas que se te quedan dentro como fragmentos de metralla.
Las palabras matan, deberían ponerlo en las fajas de los diccionarios, junto a la foto de un literato muerto, del detalle de un cerebro negruzco y podrido de palabras, de un suicida con la casa llena de libros. Sílabas con la punta envenenada. Si fuese tan fácil como decir algo para que se cumpliera: Mamá, muérete, por favor. Actos de habla performativos. Os declaro marido y mujer. Pero también: Ya no te quiero.
Paja. Paja. Paja. Una palabra. O un mundo. Mi mundo de paja. Madres, hijos, familias, futuros, orgasmos, muerte. Y a veces viene el lobo y ya puedes correr a buscar otro techo que te cobije; no sufras: siempre encontrarás algún cerdo que te quiera. Pero en mi caso el lobo fui yo.
Monigotes de paja, espantajos con ropa holgada que solo ahuyentan a los pájaros más ingenuos, el viento los va desbriznando, y si se les acerca una cerilla encendida… Pero las llamas, qué bonitas.
Todos llevamos un pirómano dentro.

Hilary Mantel - "Vacaciones de invierno"

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Novelista, cuentista y ensayista inglesa. Aunque es conocida como la reina o la dama de la novela histórica, su obra es mucho más que eso.
Entre otros mucho, fue una vez "semifinalista" (longlist) y dos veces ganadora del premio Booker (tal vez el premio literario más confiable, nada que ver con los premios patrios).
El cuento pertenece al volumen "El asesinato de Margaret Thatcher" de 2014.
La versión es la de José Manuel Álvarez Flórez.

CCuando llegaron a su destino no podían reconocer su nombre. El taxista acuchillaba el aire con el cartel mientras ellos miraban como bobos a uno y otro lado de la fila, hasta que Phil señaló y dijo: «Aquel es el nuestro». Habían crecido pequeños picos sobre las «tes» de su apellido, y el punto de la «i» se había desplazado como una isla. Ella se frotó la mejilla, entumecida por la corriente del conducto de ventilación que había sobre su asiento; el resto de ella se sentía exhausto y valeroso, y mientras Phil corría hacia el hombre haciéndole señas, ella se retiró de la parte de abajo de la espalda la tela de la camiseta y se arrastró tras él. Nos vestimos para el tiempo que queremos, como para presionarle, aunque hayamos visto la previsión meteorológica.
El taxista posó una peluda mano propietaria en el carrito del equipaje. Era un hombre achaparrado de bigote reglamentario, y vestía una cazadora de sarga con cremallera por debajo de la cual asomaba un forro de cuadros escoceses; como si dijese «olvidad vuestras ilusiones de sol». El avión había llegado con retraso y ya había oscurecido. El taxista le abrió la puerta a ella y amontonó las maletas en la parte de atrás de la ranchera.
—Trayecto largo. —Fue todo lo que dijo.
—Sí, pero de prepago —añadió Phil.
El taxista se acomodó en su asiento con un crujir de cuero. Cerró de un portazo que hizo temblar todo el vehículo. Los cabezales de delante habían sido retirados, así que cuando se volvió para dar marcha atrás lanzó un brazo sobre el respaldo de los asientos delanteros y miró por encima de ella sin verla, a un par de centímetros de su cara, mientras ella le examinaba los pelos de la nariz al resplandor mareante de las luces del aparcamiento.
—Siéntate bien, cariño —le dijo Phil—. Ponte el cinturón. Allá vamos.
Qué adecuado habría sido él para la paternidad. Sana, sana, culito de rana. Vamos, no llores que no es nada.
Pero Phil pensaba de otro modo. Desde el principio. Él prefería poder hacer unas pequeñas vacaciones de invierno durante el año escolar, cuando los precios de los hoteles eran más bajos. Hacía años que le pasaba los periódicos, doblados por los artículos que explicaban que los niños costaban un millón de libras hasta que cumplían los dieciocho años.
—Cuando lo ves explicado de ese modo —dijo— resulta aterrador. La gente cree que se las arreglará con ropa usada. Medias raciones. La cosa no funciona así.
—Pero nuestro hijo no caería en la drogadicción —dijo ella—. No a esa escala. No sería lo suficientemente listo para Eton. Podría bajar por la carretera hasta Hillside Comp. Aunque he oído que allí tienen piojos.
—Y tú no querrías tener que tratar con eso, ¿verdad? —dijo él: un hombre que juega su as.
Avanzaban muy despacio por la ciudad, las aceras estaban atestadas, centelleaban los letreros de los bares baratos y Phil dijo, como ella sabía que haría:
—Creo que tomamos la decisión correcta.
Tenían por delante un viaje de una hora, y aceleraron a través de las desparramadas afueras; la carretera empezaba a subir. Ella se retrepó en el asiento cuando estuvo segura de que el taxista no quería conversación. Había dos tipos de taxista: los charlatanes que tenían una sobrina en Dagenham, que necesitaban hablar todo el camino hasta la lejana costa y el parque nacional; y los que necesitaban cada gruñido que les arrancaban, que no te dirían dónde vivía su sobrina aunque los sometiesen a tortura. Ella hizo uno o dos comentarios de turista: ¿qué tiempo había hecho? «Lloviendo. Ahora yo fumo», dijo el hombre. Se introdujo un cigarrillo en la boca directamente de la cajetilla, maniobrando luego con el mechero y retirando por un momento las manos del volante. Conducía muy rápido, tratando cada curva de la carretera como una ofensa personal, bufando ante cualquier obstáculo. Ella sabía que a Phil se le estaban acumulando los comentarios detrás de los dientes: «Eso no le irá nada bien a la caja de cambios, ¿verdad?». Al principio se cruzaron con ellos unos cuantos coches que se arrastraban hacia las luces de la ciudad. Luego disminuyó el tráfico y desapareció del todo. Al estrecharse la carretera dejaron atrás negras y silenciosas colinas. Phil empezó a hablarle de la flora y la fauna del monte bajo.
Ella tuvo que imaginar la fragancia de hierbas aplastadas bajo los pies. Las ventanillas del coche estaban cerradas frente a la noche quieta y fría, y apartó la cabeza deliberadamente de su marido y empañó el cristal con el aliento. La fauna la componían principalmente cabras. Bajaban por las laderas, con las piedras cayendo en torrente tras ellas, y saltaban delante del coche, con las crías pisándoles los talones. Eran moteadas y multicolores, veloces y despreocupadas. A veces brillaba furtivo un ojo a la luz de un faro. Dio tirón al cinturón de seguridad, que le estaba serrando el cuello. Cerró los ojos.
Phil había sido un incordio en Heathrow, en la cola del control de seguridad. Cuando el joven que los precedía se inclinó para desatarse laboriosamente los cordones de las botas de excursión, Phil dijo en voz alta:
—Sabe de sobra que tiene que quitarse el calzado. Pero no podía ponerse zapatillas como los demás.
—Phil —susurró ella—. Es porque pesan mucho. Quiere llevar las botas puestas para que no cuenten como equipaje.
—Yo lo llamo egoísmo. Aquí está la cola paralizada. Él sabe lo que va a pasar.
El excursionista los miró con el rabillo del ojo.
—Lo siento, amigo.
—Un día te van a dar un puñetazo —dijo ella.
—Puede que sí, puede que no —dio Phil, canturreando como un chiquillo en un juego de patio de recreo.
Una vez, cuando llevaban ya uno o dos años casados, él le había confesado que la presencia de niños pequeños le resultaba insoportable: el alboroto, los ruidos discordantes, los juguetes de plástico esparcidos, las exigencias mudas de que les dieses algo, que arreglases algo, aunque no supieras qué era.
—Todo lo contrario —dijo ella—. Señalan. Gritan: «Zumo».
Él cabeceó con tristeza.
—Una vida entera de eso —dijo— te afectaría. Porque te parecería toda una vida.
De todos modos, se estaba convirtiendo ya en algo teórico. Ella había llegado a esa etapa de su vida fértil en que las cuerdas genéticas se anudaban y los cromosomas giraban zumbando y se reenlazaban entre ellos.
—Trisomías —decía él—. Síndromes. Deficiencias metabólicas. Yo no te haría pasar por eso.
Suspiró. Se frotó los brazos desnudos. Phil se inclinó hacia delante. Carraspeó, habló con el conductor.
—Mi mujer tiene frío.
—Que se ponga la chaqueta —dijo el conductor. Se encajó otro cigarrillo en la boca. La carretera ascendía ahora en una serie de curvas cerradas, y en cada una de ellas daba un volantazo, lanzando la parte de atrás del coche hacia la cuneta.
—¿Cuánto falta? —preguntó ella—. Más o menos…
—Media hora.
«Si hubiese podido terminar la frase escupiendo lo habría hecho», pensó ella.
—Aún a tiempo para cenar —dijo Phil en tono alentador. Le frotó los brazos, como para animarla. Ella se rio temblorosa.
—No, que me cuelgan las carnes —dijo.
—Tonterías. No te cuelgan.
Había una media luna nebulosa, una larga acumulación de tierra caída a su derecha, una erizada línea de árboles encima, y cuando él le cogió el codo, acariciándolo, hubo una vez más un derrape y un deslizamiento delante de ellos, una lluvia de piedras traqueteando inconsecuente hacia la carretera.
—Sólo me llevará dos minutos deshacer las maletas —estaba diciendo Phil en aquel momento, explicándole su sistema para viajar ligero de equipaje. Pero el chófer gruñó, dio un volantazo, clavó los frenos y paró el coche con una sacudida. Ella salió disparada hacia delante, hundiendo la muñeca en el asiento delantero. El cinturón de seguridad la devolvió atrás. Habían notado un impacto pero no habían visto nada. El chófer abrió su puerta y salió a la noche.
—Un cabritillo —susurró Phil.
¿Atropellado? El chófer sacaba algo a rastras de entre las ruedas delanteras. Estaba doblado y veían su trasero elevarse en el aire, con el volante de cuadros escoceses en la cintura. Ellos estaban muy quietos dentro del coche, como para no atraer la atención hacia el incidente. No se miraron, pero observaron cómo se incorporaba el chófer, se frotaba la parte baja de la espalda, luego rodeaba el coche y alzaba la puerta trasera, sacando algo oscuro: un envoltorio, una lona. El fresco de la noche les golpeó entre los omoplatos y se encogieron un poco uno contra otro. Phil le cogió la mano; ella la soltó de un tirón; no malhumorada, sino porque sintió que necesitaba concentrarse. La silueta del conductor apareció ante ellos, iluminado por los faros. Volvió la cabeza y miró a un lado y al otro de la carretera vacía. Tenía algo en la mano, una piedra. Se agachó. Zud, zud, zud. Ella se puso tensa. Quiso gritar. Zud, zud, zud. El hombre se incorporó. Llevaba un bulto en brazos. «La comida de mañana —pensó ella—. Cocida con cebolla y salsa de tomate». No sabía por qué le había venido a la cabeza la palabra «cocida». Recordaba un cartel abajo en la ciudad: Autoescuela Sófocles. «No llames feliz a ningún hombre…» El conductor depositó el bulto en la parte de atrás del coche, junto a su equipaje. Cerró de golpe la puerta trasera.
«Reciclando», pensó ella. Phil, si hablase, diría: «Muy loable». Pero parecía haber decidido no hacerlo. Comprendía que ninguno de los dos mencionara aquel horrible inicio de sus breves vacaciones de invierno. Se acunó la muñeca. Suavemente, suavemente. Un movimiento de angustia. Un lavado. Un masaje para eliminar el pequeño dolor. «Continuaré oyéndolo —pensó— al menos durante el resto de esta semana: zud, zud, zud. Tal vez podría hacer un chiste de esto: cómo nos quedamos inmóviles; cómo lo dejamos seguir con aquello, qué otra cosa podíamos hacer…, no hay veterinarios patrullando por las montañas de noche». Algo se elevó en su garganta, que quiso articular; le cosquilleó el cielo de la boca y cayó de nuevo.
—Bienvenidos al Royal Athena Sun —dijo el portero.
Se derramaba luz de un interior de mármol, y cerca había unas frías columnas rotas iluminadas, con una luz que pasaba del azul al verde y vuelta atrás. Ese debía de ser el «aspecto arqueológico» prometido, pensó ella. En otra ocasión habría sonreído ante la exuberante vulgaridad. Pero el aire frío y húmedo, el incidente…, salió del coche y se irguió, sin sonreír, con la mano apoyada en el techo del taxi. El chófer pasó a su lado sin decir palabra. Abrió la puerta trasera. Pero estaba tras él el portero, que acechaba solícito. Extendió las manos para sacar las maletas. El chófer se movió rápido, bloqueándolo, y para su propio asombro ella se lanzó hacia delante:
—¡No!
Lo mismo hizo Phil:
—¡No! Es que son sólo dos maletas.
Como para demostrar la ligereza de la carga, cogió una de las maletas y le dio un alegre giro.
—Yo creo que hay que… —dijo. Pero eludió el resto de la frase: «viajar ligero de equipaje». En cambio, añadió—:… no llevar muchas cosas.
—Está bien, señor.
El portero se encogió de hombros y retrocedió. Ella lo reconstruyó mentalmente, como si se lo contase a un amigo, mucho después: «Te das cuenta, estábamos siendo cómplices. Pero el taxista no hizo nada malo, por supuesto. Sólo algo eficiente».
Y su amigo imaginario estaba de acuerdo: «Aun así, instintivamente sentías que había algo que ocultar».
—Estoy listo para echar un trago —dijo Phil.
Estaba anhelando la escena al otro lado del vidrio cilindrado; sours de brandy, cubitos de hielo tintineantes en forma de peces, tacones altos repiqueteando en baldosas de terracota, volutas ornamentales de hierro forjado, ropa de cama de hotel, blanda almohada. No llames feliz a ningún hombre hasta que haya descendido en paz a la tumba. O al menos hasta su amplia suite con baño y salón y sofá; y pueda borrar hoy y despertar con hambre mañana. El taxista se inclinó hacia el interior del coche para sacar la segunda maleta. Al hacerlo, echó a un lado la lona, y lo que ella vislumbró (y al mismo tiempo se negó a ver) no fue una pezuña hendida, sino la mano sucia de un niño humano.

Liliana Blum - "Una Lady Macbeth cualquiera"

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Este cuento pertenece al volumen "Un descuido cósmico" de 2023.




Un cadáver. Las perras de Marcela encontraron un cadáver. Se entiende que humano, de lo contrario no sería novedad. Fue por el olor; no había duda. No era extraño que con frecuencia dieran con los restos escondidos de una ardilla o zarigüeya, incluso de un coyote, y se deleitaran en masticar los huesos secos o los pellejos todavía con pelo. Los impulsos católicos, oxidados pero vivos, hicieron que Marcela se persignara sin pensarlo. Miró alrededor, asustada. Luego se calmó: «qué tonta eres, como si el asesino pudiera estar cerca todavía». Como si el estado de descomposición no estuviera tan avanzado. ¿Qué iba a hacer quien lo mató? ¿Meterse en una tienda de campaña al calor de una fogata y esperar durante días para ver quién se topaba con el muerto primero? «Boba», pensó, «no eres más que una boba irredenta».
Caminó de regreso, preguntándose si alguna vez olvidaría aquel hallazgo. Parecía descabellado, ¿quién olvida un cadáver?, pero tampoco se sorprendería si así sucediera. De hecho, lo más alarmante y deprimente de estos últimos años de su vida había sido descubrir su capacidad para olvidar. No recordar cada instante de su matrimonio era algo que agradecía. Quizás el día de la boda era lo único que valía la pena guardar en la memoria: el vestido español y magnífico; las flores perfectas; el cuarteto de cuerdas en la iglesia; la ilusión de toda una vida; las miradas de envidia de las amigas, las reales y las encubiertas. Si supieran. Si pudieran verla ahora.
A Marcela lo que le angustiaba era perder esos pequeños eventos que le daban sentido a su vida: los buenos libros, los momentos de la niñez en los que la felicidad era tangible en algo tan simple como un perro de peluche o mirar el rostro de mamá diciéndole con los labios «te quiero» mientras guisaba en la estufa su comida favorita. Si perdía todo eso, ¿qué le quedaría? Ni siquiera un hogar donde pudiera almacenar recuerdos en forma de tiliches. La casa que construyeron juntos tras casarse por el civil le pertenecía al exmarido y terminó siéndolo en la práctica gracias al abogado de colmillos de jabalí que él había contratado. A ella no le quedó más que moverse de casa en casa, como un cangrejo ermitaño que habita las conchas vacías de otras criaturas del mar. Se sentía perpetuamente descolocada al no tener un lugar propio. A sus cuarenta y pico, con la menopausia y la soledad acechando en cada esquina, había encontrado refugio en esos largos paseos por la sierra con sus perros.
No es que haya sido una decisión hecha en completa libertad, pero al final las cosas se habían reacomodado para bien. Marcela tenía un vecino, perpetuamente iracundo, que odiaba a los perros, no sólo a los de ella, sino a cualquier can, fuese de casa o callejero, estuviera cerca o lejos, fuera ladrador o callado: el hombre detestaba la existencia misma de los Canis familiaris. El tipo, un cabeza de huevo, panzón y con piernas de palito, no tenía empacho en anunciar a los cuatro vientos que iba a liquidar a cualquier perro que se encontrara en su camino. Lo normal hubiera sido tirar de loco a alguien así, pero el día en que decenas de perros aparecieron envenenados en las calles aledañas a las suyas, tanto perros callejeros como los que vivían dentro de las cocheras, Marcela mantuvo a María de las Habichuelas y Fauda Bureka, sus dos sabuesos, bien guardados dentro de la casa, por temor a que el asesino les lanzara algún alimento envenenado. Aterrada ante la posibilidad de perderlos, había desistido de pasear a sus perras con correa por las calles de su colonia, y había comenzado a llevarlas en el carro más lejos, primero a una parte, luego a otra, hasta que descubrió la cercanía y las bondades de la sierra.
Ahora bastaba con subir a los animales al vehículo para, en diez minutos, encontrarse sobre la carretera. Luego de un rato, con la estación de radio sintonizada en Oldies but Goodies y vericueteando detrás de tráileres cargados de troncos gigantes, llegaba a este paraje entre pueblos, lejos de los puestos de gorditas, mezcal, sombreros y artesanías de alacrán. En un golpe de suerte, Marcela había encontrado una brecha que la conducía a un lugar sacado de los cuentos de hadas. El olor de los pinos, agujas, piñas secas en el suelo, la frescura del aire, la ilusión de estar lejos de todo, a pesar de que a unos doscientos metros corriera la carretera con su tráfico mortal, le parecía la perfección.
Pero, ahora, alguien le había arruinado su paraíso personal. Tuvo ganas de olvidar el cadáver: sin ser ninguna experta forense, le quedaba claro que aquel desdichado ser no había tenido una muerte natural ni pacífica. Una visión así tiende a quedarse en uno incluso más que los detalles de una buena novela, por excelente que sea. Marcela no logró impedir que María de las Habichuelas se embarrara el lomo con el cuerpo putrefacto, pero al menos Fauda Bureka sí se salvaría de un baño porque pudo jalarla a tiempo. Nerviosa, como si ella hubiera tenido algo que ver con aquel asesinato, se apresuró para subir a las perras al carro y manejó hasta la casa, intentando no pensar ni vomitar con aquel hedor que, estaba segura, quedaría adherido a los asientos.
¿Qué se hacía en esos casos?, se preguntó más tarde, ya bañada y con una taza de té de jengibre en la mano. ¿No era ella la que decía que el mundo está como está por la pasividad y la indiferencia de la sociedad? Marcela había visto a un hombre muerto a quien alguna familia echaría de menos y habría de vivir por siempre con la incertidumbre en cuanto a lo que le pasó. Peor aún, la muerte no parecía natural. Entonces se trataba de un caso de homicidio que podría quedar impune si Marcela decidía seguir con su vida como si no hubiera visto nada. En este país rara vez se impartía la justicia y eso no estaba en sus manos. En cambio, avisar sobre el cadáver… A medianoche, con el insomnio y la gastritis desatados, marcó el número de emergencias y contó lo que había visto aquella mañana.
Al día siguiente, Marcela intentó tomar una ruta distinta para el paseo perruno, pero al final no pudo resistirse y caminó hasta el lugar. No es que fuera tan buena para orientarse, pero las perras la guiaron sin problema. Para su sorpresa, sólo quedaba el hedor, una mancha oscura sobre la hojarasca y un líquido pútrido que se quedó a dar fe de algo que ya no existía. ¿Dónde estaba el cuerpo? Tomó un palito y removió la viscosidad en el suelo. Reflexionó con tristeza: un día hay algo, los residuos de un acto de violencia, que pudiera ser en defensa propia o por pura maldad y, en veinticuatro horas, desaparecer. Así como así, la historia más cruenta borrada en un instante. Marcela subió a los animales al carro y manejó con una desazón distinta a la del día anterior. De vuelta en la ciudad y antes de volver a casa, se detuvo en un quiosco cerca de la catedral para comprar los periódicos locales en busca de alguna mención. Luego, en la barra de la cocina y frente a una taza de café, la encontró en un diario de formato pequeño y amplio amarillismo: «Señora con sabuesos encuentra muerto mutilado en la sierra; probable ajuste de cuentas entre narcomenudistas». En muchas palabras, la nota explicaba que la policía no tenía idea de lo sucedido y mucho menos alguna pista para dar con el responsable. Trató de no ofenderse por el apelativo de señora, que, aunque debería considerarse de respeto, sonaba más bien a evidencia de su inminente vejez.

*

No es que Marcela hubiera olvidado lo que vio; jamás lo haría. Sólo no esperaba encontrar otro. ¿Cuáles eran las probabilidades de algo así? Con seguridad algún experto de un instituto especializado en Estados Unidos tenía las estadísticas indicadas para responder a su pregunta, pero no cabía duda de que serían muy bajas. Contra todo pronóstico, exactamente un mes después del primer hallazgo, Marcela se topó con un segundo cadáver. Estaba en el mismo sitio, con heridas similares al otro, incluso en una posición parecida, como si alguien los hubiera puesto a dormir bocarriba con delicadeza. La gran diferencia era que el primero había sido un tipo con amplio sobrepeso, y éste, el cuerpo de una mujer joven que lucía un poco más fresco que el otro.
Esta vez ya no se persignó, pero sí inspeccionó los alrededores. «Tonta», pensó más tarde en casa: «¿qué hubieras hecho si te lo encontrabas?». Porque no le quedaba duda de que se trataba de un hombre, y que era el mismo en ambos asesinatos. Son los hombres los que matan, los que violan, los que torturan. Casi siempre. La gran mayoría de las veces. Son los hombres a quienes hay que tenerles miedo. En ese instante, sin embargo, Marcela no tuvo miedo de encontrarse con el asesino, sino de que alguien la confundiera con éste. En ese punto de su vida, lo último que necesitaba era una acusación falsa sobre algo tan serio como dos homicidios.
Decidió entonces regresar, aunque faltaban aún veinte minutos para completar la hora del paseo habitual. Iban rumbo al carro cuando María de las Habichuelas y Fauda Bureka se detuvieron a oler con compulsión un árbol. Ella reparó en aquel tronco pelado; no era un árbol viejo que se estaba descascarando por efecto del clima y del tiempo, sino un árbol pelado por la voluntad y precisión de una navaja. «Voluntad de estilo», solía decir su maestra de literatura sobre los autores. Y allí, grabado en la carne tierna del pobre pino, había dos rayas verticales y paralelas. Sólo dos rayas. Claro, cualquiera las podría haber hecho, aunque había dos personas muertas… Sí, aquello debía ser una mera coincidencia. ¿Por qué si sólo era eso, Marcela sintió un escalofrío que le recorrió la espalda? Por un segundo se sintió observada y, aunque estaba lejos de considerarse en forma, podría jurar que regresó corriendo hasta su carro en un tiempo digno de las olimpiadas.
Por supuesto que no llamó a la policía para avisar del segundo cadáver. Tonta no era. O no tanto. Una cosa era reportar un cuerpo que apareció mientras caminaba inocentemente con sus perras y algo muy distinto era encontrarse uno más, así como así. Ni el más estúpido de los asesinos seriales cometería ese error. No era normal que justo aquello le hubiera sucedido a Marcela, claro que no. Pero los demás no lo verían de otra manera. Por eso en los días que siguieron tomó rutas distintas al inicio de la caminata, pero al regreso no podía resistirse a la idea de pasar por lo que terminó llamando «el lugar», así en comillas en su propia mente… Lo hizo tantas veces que estaba segura de que podría llegar allí con los ojos cerrados o durante la noche. Los senderos en la tierra estaban bien trazados por otros pies que durante años habían pasado por ese tramo. De ahí que no le extrañó que alguien más terminara reportando a la mujer muerta y que la noticia del hallazgo saliera en el periódico local al día siguiente.
Quizá porque era una mujer fue la gran noticia en la ciudad: «Encuentran el cuerpo torturado de una damisela en el mismo lugar de otro asesinato. Se desconoce si hay relación». Un par de días después, una pequeña nota informaba que los estudios forenses apuntaban a que ambos cadáveres tenían una diferencia exacta de un mes, a juzgar por el grado de descomposición. Marcela tenía el periódico abierto sobre la mesa de la cocina y tras leer lo último, levantó la mirada hacia el calendario de la pared, que mostraba la foto de unas ovejas tupidas de lana en una campiña de Nueva Zelanda. Se mordió los labios: si ella había encontrado el cadáver fresco de la mujer el 30 de mayo y junio estaba a punto de terminar. ¿Sería posible…?

*

El número tres estaba a cuatro kilómetros de los otros dos, por una de las rutas que Marcela usaba justo para evitar pasar por allí. En esta ocasión se trataba de un hombre joven sin camisa; su piel era un catálogo viviente, bueno, más bien un catálogo muerto, de todos los errores que se pueden cometer con tinta, dinero y poco juicio. No parecía podrido por completo, pero ya empezaba a oler. Miró a su alrededor, como ya se le había hecho costumbre. Por suerte, esta vez también estaba sola. Se acuclilló ante el hombre muerto, sus dos rodillas tronando penosamente. Las perras ya lo estaban olisqueando: ella extendió la mano para tocarlo. Se sentía apenas frío, como lo estaría una lata de aluminio bajo la sombra. La disonancia cognitiva que resultó al posar sus dedos sobre algo que lucía como un brazo humano, con piel, pero sin el río tibio de vida que fluye por debajo, le resultó perturbadora.
Marcela se puso de pie: ahora tendría que revisar el tronco del árbol. Tardó poco más de una hora, pero lo encontró al fin. Le llamó la atención un círculo de piedras en el suelo con los residuos de una fogata, un par de botellas de vidrio ambarino y unos huesos que María de las Habichuelas y Fauda Bureka se apresuraron a roer. Pensó en el asesino. Sí, tenía que ser un hombre. Lo imaginó con el cuerpo cansado, los músculos satisfechos de trabajar, porque matar a alguien sin duda era algo que suponía un duro esfuerzo. Lo pudo visualizar asando carne sobre el fuego, bebiéndose dos cervezas y, finalmente, levantándose para marcar el tronco con una línea más. Porque sí, ahora había tres líneas. Y Marcela no necesitaba ser detective forense de una teleserie norteamericana para adivinar que en un mes habría otro cadáver y su respectiva muesca en el árbol.
Se sentó arriba de una de las piedras y se mordió las uñas, como cuando pensaba con intensidad o estaba ansiosa. Las tres personas asesinadas no se apegaban a un perfil definido de víctima: distintos sexos, edades diferentes. Sólo coincidían en el sitio donde sus cuerpos fueron desechados. Marcela regresó al carro con sus sabuesos. Sacó una libreta y un bolígrafo de la guantera, y escribió:
No sé cómo los elijas; quizá se lo buscaron. Yo creo que hay gente que no merece vivir. Sé que esto debe sonar a que soy un monstruo, pero así es. Tengo un vecino, por ejemplo, que ha envenenado a muchos perros callejeros y también a los perros de otros vecinos sólo porque sí, porque odia los ladridos y las cacas en la calle. Como si la calle no estuviera llena de basura que tiran los humanos también; o como si no fuera la culpa de los dueños; o como si los pobres callejeros pudieran recoger su propia mierda. Estoy segura de que fue él.
Varias veces nos había amenazado con matar a nuestras mascotas, y un día lo cumplió. No te lo podrías imaginar: decenas de perros agonizando en el suelo, el hocico espumeante de dolor y gemidos. Lo denuncié, pero en el Ministerio Público se rieron de mí y no hicieron nada, como pasa siempre en este país, ya lo sé. El mataperros se llama Marco del Huerto y ésta es su dirección…

Marcela pensó en firmar con sus iniciales, pero decidió que era una mala idea. Sólo puso una M cursiva en la parte inferior. Volvió al tronco y atoró la nota en la corteza. Se aseguró de que no fuera a caerse, y luego se alejó con la misma emoción con la que de niña tocaba los timbres de las casas y se echaba a correr con su mejor amiga, muriéndose de la risa.
Fue difícil pasar el resto del mes: todos los días en el paseo perruno peinaba la zona de los tres cadáveres, sin encontrar nada fuera de lugar. «Era normal», pensó, «el asesino llevaba un calendario riguroso y, por alguna razón, una corazonada, tal vez». Marcela estaba segura de que no mataría antes de tiempo. Y así, los días se arrastraban con lentitud. Durante esas semanas, vio muchas películas, leyó varios libros, practicó yoga y se vio con varias amigas para tomar café. Hiciera lo que hiciera los días transcurrían con la parsimonia de una oruga, pero como decía su abuelo José, a cada toro le llega su san Fermín y el día llegó por fin vestido de un sábado lleno de sol.
Contra todas sus expectativas, esa mañana no encontró ningún cadáver durante el paseo. El alma se le fue a los pies. Marcela se preguntó en qué se había convertido. ¿Qué persona normal espera con ansias un asesinato? Era un juego, se consoló. No había prueba real de que las marcas en el árbol hubieran sido hechas por el mismo asesino. Bien podría tratarse de un puberto idiota que estuviera contando el número de chicas que se había llevado a la cama. Es más, ni siquiera podía saberse si los tres homicidios eran obra del mismo hombre, o de varios. Sucedía además que la sierra era un lugar conveniente para disponer de un cuerpo, en particular para los miembros del crimen organizado. Y en el hipotético caso de que efectivamente existiera un asesino serial que llevara sus cuentas en un tronco, no había garantía de que leyera la nota, o de que fuera a hacerle caso a la sugerencia de Marcela. Volvió a casa, se bañó y, aunque era temprano, se bebió una botella entera de vino tinto frente a la televisión hasta que se quedó dormida.

*

El cuarto cadáver apareció en la zona desértica del estado, muy lejos de la sierra y de los territorios muy familiares ahora para Marcela. Vio la noticia en la portada del periódico amarillista: «Encuentran al excéntrico poeta Marco Antonio del Huerto a la entrada del albergue para perros Huellitas de Amor. Su cuerpo mostraba signos de tortura». La distancia geográfica del nuevo hallazgo con respecto a los demás hizo que la policía estuviera segura de que no había relación alguna entre los cuatro asesinatos. Pero cuando Marcela acudió al día siguiente al árbol de las marcas, no sólo se encontró con cuatro líneas verticales, sino con una nota escrita en perfecta caligrafía:
Hecho está. ¿Alguna otra complacencia?
Escondió la nota en el espacio entre sus pechos, como las señoras que se guardan el monedero en el sostén, y se alejó del árbol lo más que pudo. Terminó el paseo sin saber de dónde sacó las fuerzas, y cuando tomó el volante y encendió el carro, notó que sus manos le temblaban. No sabía si era por el miedo o por la emoción. Ya de vuelta en su casa, volvió a leer la notita y la puso entre las páginas de The Tommyknockers, un libro de bolsillo en pésimas condiciones que compró de segunda o quinta mano en un bazar. Pasó el resto de la tarde considerando poner otro papelito en el árbol. Se acordó del Camarón, el maestro de deportes en la secundaria. Le decían así por el color de su piel: un hombre blanco que pasaba gran parte de su vida bajo el sol y tan macho que pensaba que el protector solar o las gorras eran para los débiles.
Marcela se recostó sobre el sofá frente a la televisión y cerró los ojos. Hacía tanto de aquellos años de la secundaria: con la falda del uniforme arremangada en la cintura y las calcetas enrolladas en los tobillos, como si los muslos y las pantorrillas le fueran a cambiar la vida. Y muchas veces así era, un cambio, sí, muy radical, pero no el que una se imagina a los catorce o a los quince. «Qué cruel que la gente se refiera a esta etapa como la edad de las ilusiones», pensó reacomodándose porque le dolía la espalda. Qué ciego y qué poderoso era el impulso de las hormonas. Cada año había al menos un embarazo entre sus compañeras, y la chica en cuestión dejaba de asistir a clases una vez que se hacía evidente su estado.
Aunque ellas en sus fantasías quisieran atraer a un chico guapo como los de las boy bands, las piernas de las niñas entrando a la pubertad funcionan como la sangre en el agua con los tiburones alrededor y, en aquel colegio de monjas para niñas de clase media baja, el Camarón era el escualo alfa sólo por ser el único hombre en el colegio, a menos que uno contara al intendente, un viejo taciturno que era casi como un fantasma. Durante los recreos, el Camarón cuidaba a las niñas y a las adolescentes mientras jugaban; su cara adoptaba un gesto que Marcela no entendía entonces, pero que más tarde asociaría con la lascivia de los pedófilos, el raboverdismo de los machos de la especie humana. En clase de deportes parecía obligatorio que él les rozara las nalgas o los pechos incipientes por error o, bien, que las tocara de manera abierta tratando de demostrar una posición de vóleibol o atletismo. ¿Y cómo sabía una niña que aquello no era normal, que no lo hacían todos los maestros de deporte tratando de mostrarles a sus alumnos cómo se hacían las cosas? «Los finales de los ochenta, qué tiempos», pensó y recordó cómo las alumnas más grandes sabían que por temporadas el Camarón tenía la costumbre de adoptar a una estudiante favorita a la que invitaba a su cubículo para que le ayudara a ordenar sus cosas. El cubículo: el nombre dignificado de un almacén diminuto en donde se guardaba la red para el vóleibol, conos anaranjados para la clase de atletismo, los balones para todas las disciplinas y donde el maestro de deportes tenía un escritorio, una silla vieja y los desechos de las oficinas administrativas.
Marcela había sido una de esas favoritas. Evocó al Camarón acercándose a ella, el miembro turgente y más que visible debajo de los pants, como un parásito de película de terror. Se estremeció al recordar y se levantó para caminar por la casa, como si cada paso pudiese exorcizar el asco y el terror de esas imágenes. Jamás se le ocurrió contarles lo que pasaba a su madre o a las monjas. Sentía culpa, vergüenza y le aterraba la posibilidad de que nadie le creyera. A pesar de que se trataba de un secreto a voces entre las estudiantes, todas lo tomaban con la resignación de las vacas que cruzan un río infestado de pirañas a sabiendas de que alguna será sacrificada para que el resto del rebaño pueda pasar.
Después de un rato, se decidió a escribir la nota con el nombre completo de aquel maestro de deportes, aclarando que no sabía si aún seguía vivo. Decía que la historia era muy larga para resumirla en una pequeña hoja de papel, que más bien era tema para una larga conversación de café, pero bastaba con saber que al tipo le gustaba tocar a las niñas. Al día siguiente llevó una engrapadora al paseo perruno y pegó la nota en el árbol. Besó las yemas de sus dos dedos y luego los posó sobre el papel, como un judío con la mezuzá. Terminó la caminata con ligereza en los pies y anticipación en el alma.
El resto del mes se le antojó eterno. ¿Cómo harían para no desesperar aquellas mujeres en tiempos de guerra, que mandaban cartas de un continente a otro y debían esperar pacientes por una respuesta que podía tomar semanas? Marcela se dedicó a hacer ejercicio, a pasear a las perras y a revisar todos los diarios de punta a punta, aunque estaba segura de que los muertos del Hombre del Árbol eran tan especiales que ella podría distinguirlos del resto de los decesos reportados en las noticias. Tenía la certeza de que no aparecería un nuevo cadáver hasta que transcurriera el mes; mientras tanto, tuvo que ver apuñalados en crímenes de pasión, muertos en accidentes automovilísticos, ataques cardíacos fulminantes a mitad de la calle, suicidios diversos y niños ahogados por meterse a nadar a la presa.
El mismo día en que se cumpliría el mes, un par de monjas jóvenes que salieron a barrer las banquetas del colegio a las seis de la mañana se encontraron con el cuerpo bastante maltratado de un hombre que había trabajado como maestro de deportes allí mismo unos treinta años atrás. Desde luego no podían saber aquello cuando lo vieron y se alejaron gritando con las escobas en alto. Lo que vieron fue el cuerpo sin vida de un viejo de piel rojiza y arrugada, con la cartera intacta, con dinero y credencial para votar, de modo que la policía no tuvo problemas para identificarlo. La nota en el periódico provocó que Marcela soltara la taza del café e hiciera un desastre en la cocina. Las perras se escondieron debajo de la cama. Una parte de ella esperaba que esto fuera a pasar, pero otra lo dudaba, e incluso tenía miedo de que en verdad sucediera. Aquello se sentía como hacerte amiga de un genio que cumplía deseos. Bueno, no todos, sólo los de venganza y muerte.
Ese hombre que la hacía de genio era un asesino y de manera indirecta ella se había convertido en una asesina también. No, en algo peor; ahora era como esos políticos que mandan a los soldados —no olvidemos que los soldados siempre son los hijos de alguien— a morir en el frente o, bien, a llevar la muerte de otros sobre sus conciencias. Sísifos para la eternidad, quedar mutilados o traumatizados hasta el último de sus días, si es que llegaban a salir vivos del combate, mientras ellos, los políticos y sus familias, permanecían seguros y ajenos a la masacre que sus ideologías y ambiciones provocaban. Así Marcela, deseándole la muerte a alguien, pero sin ensuciarse las manos. Una Lady Macbeth cualquiera.
Tuvo entonces el impulso infantil —y severamente católico— de correr a confesarlo todo a un sacerdote y no volver a pasear a sus perras nunca más por la sierra. Pero, al final, le ganó la curiosidad gatuna de consultar el tronco y la madera no la desilusionó: ahora mostraba una quinta raya atravesando las otras cuatro de forma diagonal. Había una nota pegada con una tachuela: «Servida, señorita. El Camarón tenía muchas fotos en su casa. Fue en verdad satisfactorio arrancar esa maleza. Nunca es demasiado tarde. ¿Algún otro pedido?».
Una idea fulgurosa atravesó el cerebro de Marcela: no había nadie que se mereciera más la muerte que el sátrapa que gobernaba el país desde un palacio virreinal. Tantas muertes, tantos asesinatos, tanto sufrimiento humano evitable, tanta pobreza por su causa. El cinismo de su sonrisa burlona, esa voz que le causaba náuseas y un malestar físico general. Todas las mentiras, acusaciones infundadas contra sus enemigos políticos; la forma en la que usaba el poder completo del Estado en contra de sus críticos; la militarización; su franca colusión con el crimen organizado y la devastación de la economía e instituciones democráticas. ¿Sería mucho pedir para ese buen samaritano que arrancaba las malezas humanas? Esta petición ya era palabras mayores. El objetivo no era una simple plaga de jardín: era un trífido rabioso de poder y maldad.
Marcela sacó su bloc de notas, mordió la punta del bolígrafo, y ensayó en su mente la mejor redacción para su propuesta. Sería la última. Si la cumplía, el mundo sería un mejor lugar para varios millones de personas. Con letra perfecta escribió el nombre del dictador y agregó al final: «Después de esto, te invito a un café, te invito al cine, te invito a mi casa, te invito a donde tú quieras».
Al colocar el papel sobre la corteza y sujetarlo con una tachuela, notó que estaba naciendo una ramita tierna y verde, en el mismo sitio en donde acostumbraban a dejarse los mensajes. Marcela respiró el aire de los pinos y se sintió rejuvenecida, audaz. Quizá no estaría tan mal si olvidaba una parte de su pasado: aún había tiempo de forjar nuevos recuerdos.