Erckman y Chatrian - "La ladrona de niños"

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Seudónimo conjunto de Emile Erckmann y Aléxandre Chatrian, escritores franceses que trabajaron en común desde 1847 hasta 1886.
Antes de 1947 Chatrian había escrito algunos cuentos y Erckman había estrenado algunas obras teatrales. A partir de 1947 empiezan a escribir juntos tanto teatro como cuentos y novela (aunque parece que se repartían el teatro para uno y la novela para el otro) y a editar un periódico.
En 1886 Chatrian negoció un nuevo acuerdo con su editor, acuerdo que Erckmann se niega a firmar. Al año siguiente Chatrian reveló a Erckmann que había estado pagando a "negros literarios" con sus fondos comunes y eso puso fin a su asociación y a su amistad. A partir de ahí publicaron algunas cosas por separado.
Todos los veranos se celebra un festival en honor de los Erckmann-Chatrian en la ciudad natal de Erckmann, Phalsbourg.
Este cuento pertenece al volumen “Cuentos de las orillas del Rhin” de 1862.
La versión es la de Mercedes López-Ballesteros.

1
En 1787 se veía vagar a diario por las calles del barrio de Hesse-Darmstadt, en Maguncia, a una mujer alta y demacrada, de mejillas hundidas y ojos extraviados, pavorosa imagen de la locura. Esta desdichada, de nombre Christine Evig, antigua colchonera con domicilio en la calleja del Ventanillo, detrás de la catedral, había perdido la razón a raíz de un suceso espantoso.
Dos años antes, una noche en que atravesaba la tortuosa calle de los Tres Barcos con su hijita de la mano, al darse cuenta de pronto de que había soltado a la niña un segundo y ya no oía el ruido de sus pasos, la pobre mujer se había vuelto gritando: «¡Deubche, Deubche! ¿Dónde te has metido?».
Pero nadie contestó; la calle, hasta donde alcanzaba la vista, estaba desierta. Entonces, corriendo, chillando, llamándola, desanduvo el camino hasta el puerto y hundió su mirada en el agua oscura que se interna bajo los barcos. Sus gritos, sus lamentos atrajeron a los vecinos; la pobre madre les explicó su congoja. Se unieron a ella para seguir buscando, pero nada ni nadie pudo aclarar tan horrendo misterio.
Desde entonces, Christine Evig no había vuelto a poner los pies en su casa: vagaba por la ciudad día y noche, gimiendo con una voz cada vez más débil y quejumbrosa: «¡Deubche, Deubche!».
Todos le tenían lástima. Siempre había algún alma caritativa que le daba comida o cobijo, o unos harapos con los que vestirse. Y la policía, ante compasión tan unánime, no había creído necesario intervenir e internar a Christine en un manicomio, como era costumbre por aquel entonces. La dejaban pues ir de acá para allá lamentándose sin hacerle mayor caso.
Pero lo que daba a la desgracia de Christine un carácter verdaderamente siniestro era que la desaparición de su hija había sido como el detonante de varios hechos parecidos: unos diez niños habían desaparecido desde entonces de forma sorprendente, inexplicable, y varios de esos niños pertenecían a la alta burguesía.
Los raptos solían producirse al anochecer, cuando apenas se ve un alma por las calles, salvo algún transeúnte aquí y allá volviendo a toda prisa tras los quehaceres diarios. En un descuido, algún niño se asomaba entonces a la puerta. Su madre le gritaba: «¡Karl!… ¡Ludwig!… ¡Lotelé!…», exactamente igual que la pobre Christine, sin obtener respuesta. Corrían, voceaban, rastreaban el vecindario… Todo era inútil.
Dar cuenta de las investigaciones de la policía, los arrestos provisionales, las pesquisas, el terror de las familias, sería algo imposible.
Ver morir a un hijo sin duda es atroz, pero perderlo sin saber qué ha sido de él, pensar que nunca se sabrá, que ese pequeño ser tan dulce, tan desvalido, al que uno estrechaba contra su pecho con tanto amor, quizá esté sufriendo, que os llama y no podéis socorrerlo, eso es algo que supera cuanto se pueda imaginar, que ninguna expresión humana sería capaz de describir.
Pero una tarde de octubre de aquel año 1787, Christine Evig, tras deambular por las calles, fue a sentarse al pilón de la fuente del Obispado, con sus largos cabellos grises enmarañados, sus ojos mirando en derredor como en medio de un sueño.
Las criadas del vecindario, en lugar de entretenerse charlando como solían en torno a la fuente, nada más llenar el cántaro salían corriendo a casa de sus amos como alma que lleva el diablo.
Sólo quedó allí la pobre loca, quieta bajo la lluvia gélida tamizada por las neblinas del Rin. Y las altas casas aledañas, con sus tejados empinados, sus ventanas enrejadas, sus tragaluces incontables, fueron envolviéndose en tinieblas.
Dieron entonces las siete en la capilla del Obispado, Christine no se movía y balaba tiritando: «¡Deubche, Deubche!».
Pero justo cuando las pálidas luces del crepúsculo asomaban en lo alto de los tejados antes de desaparecer, de pronto se estremeció de pies a cabeza, estiró el cuello, y su rostro inerte, impasible desde hacía dos años, adquirió tal expresión de inteligencia que la criada del consejero Trumf, que en ese momento sostenía el cántaro bajo el caño, se volvió presa de estupor para observar aquel gesto de la loca.
En ese preciso instante, al otro extremo de la plaza, pasaba una mujer con la cabeza gacha, llevando entre los brazos, envuelto en una tela, un bulto que forcejeaba.
La mujer, vista a través de la lluvia, tenía un aspecto sobrecogedor; corría como una ladrona que acabara de dar un golpe, arrastrando tras de sí, en el barro, sus andrajos fangosos y costeando las sombras.
Christine Evig había extendido su mano sarmentosa y sus labios se agitaban balbuceando extrañas palabras cuando de pronto un grito desgarrador escapó de su pecho:
—¡Es ella!
Y saltando por la plaza, en menos de un minuto llegó hasta la esquina de la calle de la Vieja Chatarra, por donde la mujer acababa de desaparecer.
Pero ahí, jadeante, Christine se detuvo; la desconocida se había adentrado en las tinieblas de la cloaca y a lo lejos sólo se oía el ruido monótono del agua caer de los canalones.
¿Qué acababa de ocurrir en el alma de la loca? ¿Había recordado? ¿Había tenido una visión, uno de esos relámpagos del alma que os desvelan en un segundo los abismos del pasado?
No sabría decirlo.
El caso es que acababa de recobrar el juicio.
Desistiendo de perseguir esa extraña aparición, la desdichada echó a correr como una exhalación por la calle de los Tres Barcos, giró en la esquina de la plaza de Gutenberg e irrumpió en el vestíbulo del preboste Kasper Schwartz gritando con voz sibilante:
—Señor preboste, los ladrones de niños, sé quiénes son… ¡Aprisa! ¡Escuche, escuche!
El preboste acababa de cenar. Era un hombre serio, metódico, al que le gustaba reposar la comida sin ser molestado. Por ello, la visión de ese fantasma le desagradó sobremanera, y dejando sobre la mesa la taza de té que en ese momento iba a llevarse a los labios, exclamó:
—¡Vaya por Dios! ¿Será posible que no pueda tener un minuto de descanso en todo el día? ¡Maldita sea mi suerte! ¡A ver qué me quiere ahora esta loca! ¿A quién se le habrá ocurrido dejarla entrar?
Al oír estas palabras, Christine, recobrando la calma, respondió suplicante:
—¡Ah, señor preboste, maldice usted su suerte! Pues míreme, míreme…
Y su voz se ahogaba en sollozos, sus dedos crispados apartaban los largos cabellos grises de su pálido rostro. Era aterradora.
—Loca, sí, Dios sabe cuánto. El Señor, en Su infinita piedad, me había ocultado mi desgracia, pero ya no lo estoy. ¡Oh, lo que he visto! Esa mujer llevándose un niño… Porque era un niño, de eso estoy segura.
—¡Pues váyanse al diablo, usted y la dichosa mujer esa con el niño, váyanse al diablo! —gritó el preboste—. ¡Y ahora la desgraciada se me pone a arrastrar sus andrajos por el suelo! ¡Hans…, Hans! ¿A qué esperas para echar a esta mujer a la calle? ¡Al cuerno con el cargo de preboste, no me da más que disgustos!
Apareció el criado, y el señor Kasper Schwartz, señalándole a Christine, le espetó:
—Llévatela de aquí. No pasa de mañana sin que redacte una demanda formal para librar a la ciudad de esta desgraciada. ¡Gracias a Dios que tenemos manicomios!
Entonces, la loca se echó a reír de forma lúgubre mientras el criado, compadecido, la cogía por el brazo diciéndole con dulzura:
—Vamos, Christine. Vamos, márchese.
Había vuelto a caer en su locura y murmuraba:
—¡Deubche, Deubche!

2
Mientras esto acontecía en casa del preboste Kasper Schwartz, un coche bajaba por la calle del Arsenal. El centinela apostado en el parque de artillería, al reconocer el carruaje del conde Diderich, coronel del regimiento imperial de Hilburighausen, presentó armas. Un saludo le contestó desde el interior.
El coche, lanzado a todo galope, parecía que iba a bordear la puerta de Alemania cuando se adentró en la calle del Hombre de Hierro, deteniéndose ante la mansión del preboste.
El coronel, en uniforme de gala, se bajó, levantó la vista y se quedó estupefacto: las lúgubres carcajadas de la loca se oían desde la calle.
El conde Diderich era un hombre de entre treinta y cinco y cuarenta años, alto, moreno, de rostro severo, enérgico.
Entró bruscamente en el vestíbulo, vio a Hans sacar a rastras a Christine Evig y sin esperar a que le anunciaran irrumpió en el comedor de maese Schwartz vociferando:
—¡Caballero, la policía de su barrio es lamentable! Hará unos veinte minutos me detuve delante de la catedral a la hora del ángelus. Cuando salí del coche al ver a la condesa de Hilburighausen bajar la escalinata, me hice a un lado para dejarla pasar y vi en ese momento que nuestro hijo, un niño de tres años, que iba sentado a mi lado, había desaparecido. La portezuela que quedaba del lado del Obispado estaba abierta: habían aprovechado el momento en que bajaba el estribo para raptarlo. Todas las batidas que han hecho mis criados han sido vanas. Estoy desesperado, caballero, desesperado…
La agitación del coronel era extrema, sus ojos negros relampagueaban a través de dos gruesas lágrimas que trataba de contener, su mano se aferraba a la empuñadura de su espada.
El preboste parecía aniquilado, su naturaleza apática no soportaba la idea de tener que levantarse, pasarse la noche fuera dando órdenes, personarse en el lugar de los hechos y volver a iniciar, por enésima vez, unas pesquisas que siempre habían resultado infructuosas.
Nada le habría gustado más que dejar el asunto para el día siguiente.
—Caballero —prosiguió el coronel—, sepa que me vengaré. Responderá de mi hijo con su cabeza. Es usted quien ha de velar por la seguridad pública. ¡Ha faltado a su deber, es indignante! Necesito un enemigo, ¿me oye? ¡Oh, si al menos pudiera saber quién me asesina!
Mientras pronunciaba estas incoherentes palabras, se paseaba arriba y abajo apretando la mandíbula, con mirada sombría.
El sudor perlaba la frente púrpura de maese Schwartz, que masculló entre dientes con los ojos fijos en el plato:
—Lo siento, señor, lo siento en el alma, pero ¡es el décimo! Los ladrones son más hábiles que mis agentes, ¿qué quiere que yo le haga?
Ante esta contestación imprudente, el conde saltó de rabia, y agarrando al grueso hombrecillo por los hombros lo levantó de su butaca.
—¡Qué quiere que yo le haga! ¿Así es como contesta a un padre que le está pidiendo a su hijo?
—¡Suélteme, señor, suélteme! —aullaba el preboste agarrotado por el espanto—. Por amor de Dios, cálmese. Una mujer…, una loca…, Christine Evig acaba de estar aquí… Me ha dicho… Sí, ahora recuerdo… ¡Hans, Hans!
El criado, que lo había oído todo desde la puerta, se presentó al instante.
—¿Señor?
—Corre a buscar a la loca.
—Sigue ahí, señor preboste.
—Pues que pase. Tome asiento, señor coronel.
El coronel Diderich permaneció de pie en medio de la sala, y al poco volvió a entrar Christine Evig, ausente, con la misma risa estúpida de antes.
El criado y la sirvienta, intrigados por cuanto estaba ocurriendo, se habían quedado pasmados en el quicio de la puerta. El coronel, con gesto imperioso, les hizo señas de que se fueran. Luego, cruzándose de brazos frente a maese Schwartz, exclamó:
—Y ahora, caballero, ¿qué quiere sacar en claro de esta desgraciada?
El preboste hizo ademán de contestarle, sus gruesas mejillas se agitaron.
La loca reía como si sollozara.
—Señor coronel —dijo al fin el preboste—, esta mujer está en su mismo caso: hará dos años que perdió a su hija, eso es lo que la ha vuelto loca.
Los ojos del coronel se llenaron de lágrimas.
—Siga.
—Hace un rato se presentó en mi casa, parecía tener un atisbo de cordura y me dijo…
Maese Schwartz calló.
—¿Qué le dijo?
—Que había visto a una mujer llevarse a un niño.
—¿Cómo?
—Y pensando que desvariaba, la he echado de mi casa.
El coronel sonrió con amargura.
—¿Que la ha echado? —dijo.
—Sí…, me pareció que había vuelto a caer en su demencia.
—¡Pardiez! —exclamó el conde con voz atronadora—. ¡Le niega su ayuda a esta desdichada, hace que se desvanezca su último destello de esperanza, la reduce a la desesperación en lugar de apoyarla y defenderla como sería su deber… y todavía se atreve a permanecer en el cargo, todavía se atreve a embolsarse los emolumentos! ¡Ah, señor mío!
Y acercándose al preboste, cuya peluca temblaba, añadió en voz baja, concentrada:
—¡Es usted un miserable! Si no encuentro a mi hijo, le mataré como a un perro.
Maese Schwartz, con los ojos desorbitados y la boca pastosa, abriendo mucho las manos, se quedó mudo: el espanto lo atenazaba y además no sabía qué decir.
Sin más, el coronel le dio la espalda, y acercándose a Christine, la escudriñó unos segundos y le dijo alzando la voz:
—Buena mujer, trate de contestar a mis preguntas. Veamos… Por Dios, por su hija, ¿dónde ha visto a esa mujer?
Se calló, y la pobre loca murmuró con voz lastimera:
—¡Deubche, Deubche, te han matado!
El conde palideció, y en un acceso de terror, agarrando a la loca por la muñeca, exclamó:
—¡Contéstame, desgraciada, contéstame!
Al zarandearla, la cabeza de Christine cayó hacia atrás. Soltando entonces una horrenda carcajada, la loca le dijo:
—Sí…, sí…, se acabó, la malvada mujer la ha matado.
Entonces el conde sintió que le flaqueaban las piernas; más que sentarse se desplomó en una butaca, con los codos sobre la mesa, su pálido rostro entre las manos, los ojos fijos, como detenidos en una escena aterradora.
Y los minutos se fueron desgranando lentamente en el silencio.
El reloj dio las diez, las vibraciones del timbre sobresaltaron al coronel. Se levantó, abrió la puerta y Christine se marchó.
—¿Señor? —dijo maese Schwartz.
—¡Cállese! —interrumpió el coronel fulminándolo con la mirada.
Y salió tras la loca, que bajaba por la calle tenebrosa.
Acababa de ocurrírsele una idea descabellada.
«No hay nada que hacer —dijo para sus adentros—, esta desdichada no está en sus cabales, no es capaz de entender lo que se le pregunta, pero algo ha visto, su instinto puede guiarla».
Huelga decir que el señor preboste se quedó atónito ante semejante desbandada. Muy digno, el magistrado corrió a cerrar la puerta a cal y canto, tras lo cual dio rienda suelta a su noble indignación.
—¡Amenazar a un hombre como yo! —exclamó—. ¡Agarrarme a mí del cuello! ¡Ah, señor coronel, ya veremos si hay o no leyes en este país! Mañana mismo voy a elevar una queja al Emperador y a contarle cómo se comportan sus oficiales.

3
Mientras tanto, el conde seguía a la loca; por un extraño efecto de sobreexcitación de los sentidos la veía en la oscuridad, en medio de la bruma, como en pleno día. Oía sus suspiros, sus palabras confusas pese al soplo continuo del viento otoñal que se arremolinaba en las calles desiertas.
Algún que otro burgués rezagado, con el cuello del gabán levantado sobre la nuca, las manos en los bolsillos y el sombrero calado hasta las cejas, caminaba a paso rápido por la acera. Se oían puertas cerrarse, un postigo mal atrancado golpear contra una fachada, una teja desprendida por el viento rodar hasta la calle. Luego, el inmenso torrente del aire retomaba su curso, ahogando con su voz lúgubre cada ruido, cada silbido, cada suspiro.
Era una de esas noches frías de finales de octubre en que las veletas zarandeadas por el viento helado giran enloquecidas en lo alto de los tejados y gritan con su voz estridente: «¡El invierno, el invierno, ha llegado el invierno!».
Al llegar al puente de madera, Christine se asomó al muelle y miró el agua negra borbotear entre los barcos. Después, incorporándose insegura, siguió su camino tiritando y musitando por lo bajo: «¡Oh, oh, sí que hace frío!».
El coronel, cerrándose sobre el pecho con una mano los pliegues de su capote, comprimía con la otra los latidos de su corazón, que le parecía próximo a estallar.
Dieron las once en la iglesia de San Ignacio, y luego la medianoche.
Christine caminaba incansable: ya había recorrido las callejuelas de la Imprenta, del Mallo, del Mercado del Vino, del Viejo Matadero, de los Fosos del Obispado.
Cien veces el conde, desesperado, se dijo que esa persecución nocturna no iba a conducir a nada, que Christine erraba sin rumbo, pero pensando luego que era su último recurso corría tras la loca, que iba de plaza en plaza, deteniéndose en una esquina, en el entrante de una fachada, y reiniciando luego su marcha vacilante como la fiera sin cobijo que vaga desorientada en las tinieblas.
Por fin, sobre la una de la madrugada, Christine fue a dar a la plaza del Obispado. La noche parecía despejarse, había parado de llover y un viento fresco barría la plaza. La luna, ora rodeada de nubes oscuras, ora brillando en todo su esplendor, quebraba sus rayos, límpidos y fríos como hojas de acero, en los miles de charcos estancados entre los adoquines.
La loca fue tranquilamente a sentarse al borde de la fuente, en el mismo lugar de algunas horas antes. Permaneció así largo rato sin moverse, con mirada triste, los harapos pegados a su flaco espinazo.
Todas las esperanzas del conde se desvanecieron.
Pero de pronto, en uno de esos instantes en que la luna proyectaba su pálida luz sobre los edificios silenciosos, la loca se levantó, estiró el cuello, y el coronel, siguiendo la dirección de su mirada, vio que apuntaba a la callejuela de la Vieja Chatarra, a unos doscientos pasos de la fuente.
Salió entonces disparada como una flecha.
El conde fue tras ella, adentrándose en la manzana de altas y viejas casuchas sobre las que se yergue la antigua iglesia de San Ignacio.
La loca parecía tener alas. Diez veces estuvo a punto de perderla, tan rauda iba por las callejas tortuosas, sorteando carretas, montones de estiércol, haces de leña apilados frente a las puertas ante la proximidad del invierno.
De pronto desapareció en lo que parecía un callejón sin salida sumido en las tinieblas, y el coronel se detuvo no sabiendo hacia dónde dirigirse.
Afortunadamente, al cabo de unos segundos, el haz amarillo y rancio de un candil se filtró desde el fondo de la calleja por un ventanuco mugriento. La luz no se movía; la oscureció una sombra y luego reapareció.
Estaba claro que había alguien despierto en aquel antro.
¿Qué estarían haciendo?
Sin vacilar, el coronel fue directo hacia la luz.
En mitad del callejón se topó con la loca, de pie en el fango, con los ojos desorbitados, la boca abierta, mirando ella también esa lámpara solitaria.
La aparición del conde no pareció sorprenderla; extendiendo el brazo hacia la ventanita iluminada del primer piso, sólo acertó a decir: «¡Ahí es!», con tanto sentimiento que el conde se estremeció.
Impulsado por ese gesto, embistió contra la puerta del tugurio, la abrió de un empellón y se vio ante las tinieblas.
La loca estaba detrás de él. «¡Chsss!», le dijo.
Y el conde, cediendo una vez más al instinto de la desdichada, se quedó quieto aguzando el oído.
En la casa reinaba un profundo silencio. Parecía que todo durmiera, que todo estuviera muerto.
Dieron las dos en la iglesia de San Ignacio.
Entonces se oyó un débil bisbiseo en el primer piso. Luego, una tenue luz se proyectó en la decrépita pared del fondo. El forjado de tablones crujió sobre la cabeza del coronel y el haz luminoso fue poco a poco agrandándose: alumbró primero una escalera de mano, un montón de chatarra arrumbada en un rincón, una pila de leña, más allá un ventanuco cochambroso que daba al patio, botellas por doquier, un cesto con harapos… Era un cuartucho sombrío, lleno de grietas, repugnante.
Un candil de cobre con la mecha humeante, sostenido por lo que parecía la garra de un ave de presa, fue deslizándose lentamente por el pasamanos de la escalera. Por encima de la luz apareció una cabeza de mujer, inquieta, con unas greñas color estopa, los pómulos huesudos, las orejas altas, separadas de la cabeza y casi rectas, los ojos grises brillándole hundidos en las cuencas. En suma, un ser siniestro vestido con una falda astrosa, los pies enfundados en unas chanclas viejas, los brazos descarnados desnudos hasta el codo, con el candil en una mano y en la otra un destral de techador de filo cortante.
Nada más sumir sus ojos en la sombra, este ser abominable corrió escaleras arriba con singular agilidad.
Demasiado tarde: el coronel ya había saltado espada en mano y la tenía cogida por el bajo de la falda.
—¡Mi hijo, miserable, mi hijo!
Al oír este grito de león, la hiena se volvió y asestó un hachazo a la desesperada.
Siguió una lucha atroz. La mujer, vencida sobre la escalera, trataba de morderle. El candil, que se había caído en la refriega, ardía en el suelo, y su mecha, chisporroteando sobre el enlosado húmedo, proyectaba sus sombras movedizas sobre el fondo grisáceo de la pared.
—¡Mi hijo —repitió el coronel—, mi hijo o te mato!
—Ven aquí a buscarlo si te atreves —replicó irónica la mujer, casi sin resuello—. No hemos acabado, no te creas, tengo buenos dientes… ¡Que me estrangula, el muy cobarde…! ¡Baje a ayudarme…! ¿No me oye…? ¡Suélteme, suélteme, lo confesaré todo!
Cuando parecía exhausta, otra arpía más vieja, más empavorecida, se precipitó escaleras abajo gritando:
—¡Aquí estoy!
La miserable blandía un cuchillo de carnicero, y el conde, alzando los ojos, vio que estaba eligiendo el lugar donde clavárselo.
Pensó que había llegado su hora. Sólo un azar providencial podía salvarlo.
La loca, hasta entonces espectadora impasible, se abalanzó sobre la vieja chillando:
—¡Es ella…, esta es…, la reconozco…! ¡No se me escapará!
Por toda respuesta, un chorro de sangre inundó el cuartucho: la vieja acababa de degollarla.
Fue cuestión de un segundo.
Al coronel le había dado tiempo a levantarse y ponerse en guardia, visto lo cual las dos brujas subieron a toda prisa y desaparecieron en las tinieblas.
El candil humeante boqueaba y el conde aprovechó sus últimos destellos para perseguir a las asesinas. Pero al llegar arriba, la prudencia le aconsejó no alejarse mucho de la escalera.
Oía los estertores de Christine en el piso de abajo y las gotas de sangre caer de peldaño en peldaño en medio del silencio. ¡Era horrible!
Al fondo del cubil, un extraño revuelo hizo temer al conde que las dos mujeres estuvieran tratando de huir por la ventana.
Su desconocimiento del lugar le tenía paralizado desde hacía un rato, cuando un rayo de luz iluminó desde fuera las dos ventanas del altillo que daban al callejón. Acto seguido, oyó en la calle un vozarrón que decía:
—¿Qué está pasando aquí? ¡Una puerta abierta! ¡Vaya!
—¡A mí! —gritó el coronel—. ¡A mí!
En ese mismo instante, la luz se abrió paso en la casucha.
—¡Oh! —dijo la voz—. ¡Sangre! ¡Diantre, mis ojos no me engañan…! ¡Es Christine!
—¡A mí! —repitió el coronel.
Unos pasos rotundos retumbaron en los escalones, y la cabeza barbuda del vigilante Selig, con su grueso gorro de nutria, su piel de cabra echada sobre los hombros, apareció en lo alto de la escalera apuntando al conde con su linterna.
Al ver el uniforme, el hombre quedó desconcertado.
—¿Quién va? —preguntó.
—Suba, buen hombre, suba.
—Perdone, coronel… Es que abajo…
—Sí…, acaban de asesinar a una mujer… Ahí están las asesinas.
El vigilante nocturno subió los últimos peldaños y alzando el farol alumbró el reducto: era un altillo de seis pies a lo sumo, al que daba la puerta del cuarto en el que se habían refugiado las mujeres. Una escala que subía al granero, a la izquierda, empequeñecía aún más el espacio.
A Selig le extrañó la palidez del conde. No se atrevía a preguntarle, pero éste le espetó:
—¿Quién vive aquí?
—Dos mujeres, madre e hija. En la plaza de abastos se las conoce como las dos Jôsel. La madre vende carne en el mercado, la hija hace embutidos.
El conde, recordando entonces las palabras que Christine había pronunciado en su delirio: «Pobre hija mía, la han matado», se sintió desfallecer, un sudor de muerte empapó su rostro.
El más espantoso azar quiso que en ese mismo instante descubriera detrás de la escalera una diminuta chaqueta a cuadros rojos y azules, unos zapatitos y lo que parecía una capota con un pompón negro, tirados en la sombra. Se estremeció, pero un poder invencible lo obligaba a ver, a mirar con sus propios ojos. Se acercó temblando de pies a cabeza y levantó la ropita con mano temblorosa. Era la de su hijo.
Unas gotas de sangre mancharon sus dedos.
Dios sabe lo que ocurrió en el corazón del conde. Apoyándose en la pared, con los ojos fijos, los brazos caídos, la boca entreabierta, quedó como fulminado. Pero de repente embistió contra la puerta con un rugido de furia que espantó al vigilante nocturno. Nada habría podido resistir semejante impacto. Se oyó venirse abajo los muebles que las dos mujeres habían apilado para atrancar la puerta. La casucha tembló hasta los cimientos. El conde desapareció en la oscuridad. Alaridos, gritos salvajes, imprecaciones, roncos clamores se oyeron en las tinieblas.
Nada humano había en todo aquello. Parecía un combate de bestias feroces despedazándose a dentelladas al fondo de su caverna.
La calle fue llenándose de gente. Los vecinos entraban por donde podían en el tugurio, gritando:
—Pero ¿qué es todo este alboroto? ¡Ni que se estuvieran matando!
De pronto se hizo el silencio y el conde, cosido a navajazos, el uniforme hecho jirones, salió al altillo con la espada teñida de rojo hasta la empuñadura y el bigote también sanguinolento. Los presentes debieron de pensar que aquel hombre acababa de batirse a la manera de los tigres.
¿Qué más podría deciros?
El coronel sanó de sus heridas y abandonó Maguncia. Las autoridades de la ciudad consideraron prudente ahorrarles a los padres de las víctimas tan abominables revelaciones. Yo las oí de boca del propio Selig, ya viejo y retirado en su pueblo, cerca de Sarrebruck. Sólo él conocía los detalles por haber asistido como testigo a la vista secreta de este asunto ante el tribunal penal de Maguncia.
Despójese al hombre del sentido moral, y su inteligencia, de la que tanto se enorgullece, no podrá preservarlo de las más horribles pasiones.

Caroline Lamarche - "Ulises"

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Novelista, cuentista, dramaturga, poeta y guionista belga (aunque en sus primeros años vivió en Asturias por los vínculos de su familia con empresas mineras de la región).
Sus escritos exploran la complejidad de los seres, la sutileza de las emociones y la ambivalencia de las relaciones entre los sexos.
Este cuento pertenece al volumen “Estamos en el borde” de 2019 (Premio Goncourt de cuento de 2019).
La versión es la de Raquel Vicedo.


Los platos son azules, de un azul oscuro y luminoso a la vez, con pequeños dibujos tono sobre tono. Cada plato es único: en algunos los motivos son nítidos, en otros casi invisibles, se han fundido con la masa. No me han costado caros, estaban rebajados en Oxfam, un lote incompleto, ni seis, ni doce, ni siquiera diez, solo cinco grandes y cuatro pequeños, lo que impedirá que nos juntemos más de dos personas a la vez, sin contarnos a Zoran y a mí.
Cuando lo conocí, tenía un lote de platos desparejados, el saldo de su divorcio, habían tenido que repartírselos, él y su mujer, o puede que unos cuantos se hubieran roto durante la contienda. Los vasos también eran de juegos distintos, vasos de agua o de zumo de varios tamaños, algunos vasos de cerveza rotulados con logos diferentes, Leffe, Chouffe, Orval, Affligem, copas de vino, cinco grandes, siete pequeñas, y dos copas de champán. Compré en Ikea una caja de seis copas flauta para la visita del profesor Meyer y su mujer, es lo mínimo sabiendo que sin duda traerán una botella de algo, tal vez incluso de champán, de todas formas compré champán, champán de verdad, para más seguridad.
Ayer, conduciendo hacia casa de Zoran, en una carretera rural, frené a causa de un erizo. Un erizo joven, probablemente inexperto, que corría sobre el macadán, encantado de haber descubierto una vía de avance más despejada que las habituales praderas llenas de maleza. Circulaba derecho hacia mí, que iba a cincuenta kilómetros por hora, él puede que fuera a un kilómetro por hora, aunque se me echó encima, literalmente. Una vez parada, me sorprendió comprobar que las patas de un erizo en movimiento son largas y finas. Puse las luces de emergencia y cogí el erizo, pensando que me heriría en las palmas. El erizo se hizo inmediatamente una bola, las patas y el hocico plegados y ocultos, cabía perfectamente en el hueco de mis manos, todavía tenía las púas tiernas.
A la izquierda de la carretera, un prado con vacas. A la derecha, una pequeña zona de aparcamiento delante de un viejo molino restaurado, abierto a las visitas el fin de semana, cerrado debido a la hora. Al avanzar en busca de un refugio propicio para el erizo, divisé un coche estacionado en la zona de aparcamiento. A cierta distancia del coche, en la hierba, tres personas, de pícnic, sacaban del interior de un gran bol común, con las manos, algo que se parecía al arroz. Un hombre, una mujer y una chica, la mujer y la chica llevaban hiyab. Inusual en esta zona rural, donde uno más bien espera encontrarse holandeses de vacaciones o gente del lugar que pica algo al pie del molino antes de volver a su casa.
No los saludé —su discreción me pareció un signo de que preferían no ser vistos— y me contenté con dejar al joven erizo a cierta distancia, bajo un matorral. Al lado comenzaba un campo de maíz, probablemente un medio hostil para un animal habituado a la hierba fresca. El erizo se quedó allí, bajo el matorral, una bolita inmóvil. Sus púas se levantaban al ritmo de su corazón frenético, parecía un erizo de mar asmático. Me fui pensando en el mar y en la impunidad de los erizos de mar que no se lanzan bajo las ruedas de los coches, cuando llega el verano, para que los aplasten a centenares.
Anoche —mi insomnio de costumbre— me pregunté si había hecho bien dejándolo allí, en compañía del temible maíz, y si no saldría de donde estaba y correría de nuevo hacia la carretera. Pensaba en el prado de las vacas, al otro lado. En mi infancia, la gente decía que los erizos, por la noche, mamaban de las vacas. ¿No habría tenido la idea, peligrosa, de volver a cruzar la carretera para ir a buscar la ubre de una vaca? Habría sido mejor subir el terraplén y dejar al erizo al pie del rebaño de vacas. Por otra parte me preguntaba, con una culpabilidad que iba en aumento, si las mujeres del hiyab no se habrían puesto nerviosas al ver el erizo —el primer erizo de su vida, tal vez— y si el hombre no le habría echado una maldición. O si el animal no sería tan testarudo de volver a las andadas de antes de encontrarse conmigo, es decir, la carretera y sus peligros. En resumen, pensaba en ese animal como en mí misma: alguien que corre con ahínco hacia una meta (pero ¿cuál?) y a quien la vida, sin cesar, frena o pone en situaciones potencialmente peligrosas.
Hoy sigo pensando en ese animalito de la familia Erinaceus europaeus (según mis investigaciones en internet) mientras me dedico a preparar una cena digna del profesor Meyer. Zoran en otro tiempo fue su ayudante antes de largarse de la universidad, «un hatajo de mandarines», según él —salvo el profesor Meyer, por supuesto—. Meyer, el mejor de todos, como él, Zoran, fue el mejor a ojos de todos, después solamente a los míos, probablemente llegué demasiado tarde, o más bien a destiempo, como de costumbre.
Domino la situación: recoger el cuarto, poner la mesa, hacer una buena comida y darle al universo entero, a saber, Zoran, que ha pasado un buen rato relajándose en un baño de agua caliente, la impresión de que todo se hace por arte de magia. Es un camino simple y llano para mí, que he tenido, antes que él, un marido. De una existencia a la otra mis reflejos se han mantenido intactos.
—¿Puedo ayudarte? ¿Qué queda por hacer? —pregunta Zoran emergiendo con indolencia, húmedo y recién peinado, irresistible.
—Pasar el aspirador por el salón, si haces el favor, gracias.
—¡Por Dios, ni que fueran a mirar el polvo que hay debajo de los muebles! —dice cogiendo el mando de la televisión (es la hora del telediario).
No respondo nada mientras pienso con nostalgia en los tiempos en que Bruno me ayudaba a recoger la casa antes de que llegaran los invitados, incluso si me gusta que los amigos de Zoran no sean como los que Bruno invitaba en el pasado en nuestro nombre, en su nombre y en el mío, que adopté al casarme, «mi mujer», como decía. Zoran dice «mi prometida», con un aire ligeramente burlón. No dice «mi compañera», al fin y al cabo solo vivo en su casa la mitad del tiempo, cosa que no deja de recalcar con bastante regularidad, señalando que en ese caso acabará por tener a otra persona en su vida. Sí, hay otra mujer en mi vida, afirma algunos días.
Lo cierto, y volviendo al polvo de la casa de Zoran, es que me encanta que todo esté limpio cuando hay invitados. Como estuve una vez en casa de los Meyer, sé que allí, en su casa, todo está impecable y no huele absolutamente a nada, salvo por un ligero perfume en el aseo. En casa de Zoran huele a cerrado, a pesar de mis ventilaciones clandestinas y del ramo que siempre le hago con flores que encuentro de camino. En verano prefiero coger las de la carretera comarcal y me paro para cortar flores silvestres y hablar con las vacas que vienen a mi encuentro con un aire curioso y confiado, exactamente igual que yo cuando llegan los invitados.
Llaman a la puerta. Zoran apaga la tele y yo voy a abrir a los Meyer con mi aire curioso y confiado. Más tarde, en el salón, me deleito con la risa y las observaciones de Zoran, que conversa con el profesor Meyer, un auténtico espectáculo pirotécnico intelectual. Nosotras, las mujeres, permanecemos en silencio, nuestras miradas pasan de uno a otro con esa docilidad dual que consiste en parecer extraordinariamente atentas y, así, dar la impresión de que alentamos el debate, mientras que, en realidad, nos decimos aliviadas que una vez más los hombres juegan juntos dejándonos de lado, lo que da a los modestos espíritus femeninos la libertad de vagabundear a su antojo.
Me gusta imaginar que soy la mujer de alguien, en lugar de una criatura nómada que pasa de su estudio de recién divorciada a la casa de su novio. Podría ser la pareja oficial de Zoran y vivir en su casa de forma más regular, pero no estoy segura de que a él le apetezca de verdad. De mi estudio yo me voy a menudo, mientras que Zoran vive realmente en su casa, trabaja allí, y los muros están impregnados de olores vinculados a su existencia hogareña. En lo tocante a mis iniciativas en el género acondicionemos-nuestronidito, es de una tolerancia extrema. Planté como quise el jardincito —rosal trepador, peonías y boj—, pinté el dormitorio de un color de mi elección y puse una alfombra de colores en el salón. Finalmente, se produjo la compra de los platos azules que abren el período de «invitaciones oficiales». Con esos platos, de repente todo se vuelve «real», ya no se trata de jugar más a la vida en común, como las niñas que juegan a las comiditas, se trata de una pareja nueva, con vajilla compartida, una pareja normal. En suma, me asemejo al pequeño erizo que avanza con energía y determinación por la carretera: por fin un camino rectilíneo.
Por desgracia, una voz de fondo me dice que no estoy hecha para la pareja normal y los caminos rectilíneos. La única vez que le prometí a Zoran que me instalaría definitivamente en su casa, me dijo con vehemencia, tal vez con demasiada vehemencia: «Sabes de sobra que jamás soportarás vivir en un solo lugar, siendo como eres, nómada». No dijo «incoherente» o «versátil», como hace cuando aparezco, casi nunca cuando él quiere, aquella vez empleó una palabra noble, hermosa. Nómada.
Perpleja, medito sobre todo esto mientras Zoran y el profesor Meyer recuerdan los tiempos en que Zoran era el alumno más brillante de su promoción, las hermosas jóvenes de aquella época y su viaje a la Universidad de Columbia para un simposio sobre Joyce.
—¿Te acuerdas del día en que te escabulliste del coloquio para ir al concierto de Pink Floyd, dejándome solo frente a una audiencia escasa y dispersa?
—Un hatajo de carcamales —dice Zoran con esa ferocidad impertinente que le sienta tan bien.
Al oírlos reírse —¡qué época tan extraordinaria!— recuerdo que aquel año yo estaba en Lourdes con una asociación católica consagrada a los enfermos. Llevaba una blusa blanca de enfermera, ya sufría de insomnio y de timidez crónica y me había enamorado de un camillero, también voluntario y, para más inri, estudiante de Letras como yo. En el tren de vuelta, yo bebía los vientos (las ventanillas de los trenes aún se abrían en aquella época), las mejillas bañadas de frías lágrimas, mientras que él le sonreía al paisaje por otra ventanilla. Tenía un lunar en la nuca y un cutis de porcelana. Su perfil flota para siempre junto al mío en el pasillo de un tren, recortado contra el cielo, los bosques, los campos.
En esa época el amor me parecía desesperado, y hoy puede que también. En cualquier caso, Zoran se parece —al menos en las fotos de la época del simposio sobre Joyce y el concierto de Pink Floyd a ese camillero de Lourdes. Mi tipo de hombre: esbelto, de manos bonitas, cabellera tupida, los ojos claros. Desde entonces ha engordado y, el lugar de su melena de antaño lo ocupa un pelo que, aunque ciertamente todavía es abundante en la nuca, le escasea en las sienes. En cuanto a mí, a pesar de mi excelente forma física, no puedo esperar encontrar, a mi edad, a un hombre a la vez inteligente, que se haya librado de la caída del pelo y relativamente delgado. De todos formas y desde el inicio de los tiempos, algo arruina el ideal fugazmente vislumbrado. Cuando somos jóvenes y hermosos, uno de los dos rechaza el amor, y más tarde, cuando por fin aceptamos la idea de amar y de ser amados de vuelta, uno de los dos pesa varios kilos de más.
—¿Le echo una mano en la cocina?
Me sobresalto. La señora Meyer me examina con sus ojos amables y oscuros.
Vamos a la cocina con el pretexto de vigilar la cena y, cuando volvemos al salón, la conversación gira en torno al Ulises de Joyce, tema que prefiero evitar, pues me parece espinoso. Espinoso, sí, plagado de espinas, un poco como un erizo que una no sabe por dónde coger —también pasa con los libros—. Así que me contento con ir y venir del comedor a los fuegos, acompañada por la señora Meyer, que está absolutamente decidida a ayudarme. No tengo suficiente confianza con ella para explicarle al detalle mis aventuras con el Ulises de Joyce ni tampoco las demás rarezas de mi vida. Por lo tanto, me quedo callada mientras trincho la carne y la coloco en el plato, y la señora Meyer se queda callada mientras remueve la ensalada.
—¿Cómo está su suegra? —me pregunta de repente.
¿Cómo es posible que esa mujer que apenas conozco me pregunte por mi suegra? Tenía una suegra, sí, a la que por cierto quería mucho, pero desapareció de mi vida después de que Bruno y yo nos divorciáramos.
De repente comprendo que la señora Meyer habla de la madre de Zoran. Y que ese malentendido tiene, como todos los malentendidos, un fondo de verdad: Zoran y yo parecemos cada vez más una pareja «normal», sobre todo en este momento en que nuestra conyugalidad, por así decirlo, salta a la palestra con esta cena casi oficial en los nuevos platos azules. Para los Meyer, mi suegra no es mi exsuegra, sino la madre de Zoran. Esa constatación me horroriza. Supone un salto demasiado rápido hacia lo desconocido. Además, no conozco a la madre de Zoran. Por alguna misteriosa razón, se ha cuidado mucho de ponernos en contacto. La mujer occidental puede tener un marido y después un amante, incluso los dos a la vez, pero desde luego no puede tener dos suegras. Llevar una doble vida ya supone un riesgo extraordinario, tener dos suegras es sencillamente un suicidio. Además, este tipo de pregunta —la que acaba de hacerme la mujer del profesor Meyer —, solo se le hace a las mujeres. Como si las mujeres debieran estar siempre pendientes de todas las personas de su entorno. «¿Cómo está su suegra?» es la pregunta, la que pone a prueba el altruismo de la candidata a la conyugalidad con, por ejemplo, un hombre guapo e inteligente que en otro tiempo asistió al «simposio Joyce» en la Universidad de Columbia.
—Mi suegra está bien, gracias —digo con un tono que disuade de toda investigación adicional.
Para colmo de males, los hombres, al lado, siguen hablando del Ulises. Y como le confesé a Zoran que llevo años intentando leerlo en vano, veo ahí la señal de que quiere excluirme, confinarme a una intimidad de cuchicheos entre mujeres. Mientras coloco el asado en la mesa y la señora Meyer pone la ensalada —todo entre los bonitos platos azules—, me digo que el profesor Meyer ignora hasta qué punto el Ulises de Joyce es mi odisea personal.
Volvemos a sentarnos, las dos mujeres, entre los hombres, y la señora Meyer me dirige una mirada cómplice, como si nuestro aparte en la cocina hubiera sellado una amistad eterna. Mientras ellos y ella comen —y yo también, qué remedio—, pienso en mi historia con el Ulises de Joyce, ese libro tan plagado de espinas como un Erinaceus europaeus que definitivamente no hay por dónde coger. Y rememoro con nostalgia la época lejana y más o menos bendita en la que era voluntaria en Lourdes y estudiaba Letras.
Primer recuerdo: una alusión rápida durante un curso en la facultad. El profesor es el centro de las miradas, flaco, un poco encorvado; y yo perdida en alguna parte del graderío, enamorada de él, de su mirada distante, de su pinta de padre discreto, ideal a fuerza de erudición, de inteligencia, de experiencia. «Un consejo, lean el Ulises de Joyce…». Tomo nota de lo que dice, apuntando, a toda velocidad, las líneas principales de una materia que me supera.
Más tarde, en la biblioteca universitaria, un vistazo al Ulises, entre otros: tenemos que leer a Petrarca, a Boccaccio, a Dante, a Cervantes, a Maquiavelo, a Shakespeare, a Swift, a Sterne, a Goethe, a Novalis, a Kafka, etc. Algunos estudiantes, entre los que me encuentro, aceptamos además una peligrosa misión: preparar un curso que forme parte del programa e impartirlo ante el auditorio al final del semestre para descargar de trabajo a nuestro viejo profesor. Yo he elegido a Tolstói, así que he leído todo Tolstói y el ensayo de Berdiaev sobre Tolstói. Por falta de tiempo, mi exposición pasa a mejor vida y el maestro magnánimamente la reconvierte en materia de examen. De todas formas me preguntarán por Tolstói, me digo entonces, devolviendo con alegría el Ulises a la biblioteca. Me lo salto. La primera, la única vez en mi vida que me salto un tema. Por lo demás, soy una estudiante aplicada y mis lecturas son exhaustivas.
Segundo recuerdo: el examen. Mi falda de la largura exacta. Mi jersey negro de cuello vuelto. Y la pregunta del profesor: «Hábleme del Ulises». ¿Qué me queda después de cuatro años de universidad, de cientos de horas consagradas al estudio, de todos los encuentros corteses o tensos con mis profesores? Ver de cerca la nariz respingona, el párpado cansado, el cabello ralo de ese maestro admirado. Y esa orden imposible:
—Hábleme del Ulises.
Caigo en un vacío sideral.
Tres segundos —una eternidad— más tarde:
—Discúlpeme… Usted había previsto… preguntarme por Tolstói.
Hombre íntegro. Apenas un titubeo. Bajo el párpado que cae, la mirada se aguza.
—Hábleme de Tolstói.
Emerjo de la bruma, mi espíritu se eleva, la exposición se desarrolla a galope tendido, una troika con cascabeles, una pista que resquebraja la nieve, caligrafía virginal adornada con variaciones audaces, referencias eruditas a las obras de Berdiaev. Tolstói mi salvador, Tolstói Resurrección.
—¡La felicito, señorita!
Oh, profesor de nariz respingona y vida secreta, maestro capaz de cumplir sus promesas, ¿quién es usted? ¿Gran figura espiritual que se inició en la literatura como uno se inicia en la religión, o ratón de biblioteca obtuso hasta la docilidad, que obedece al reproche fruto del pánico de una estudiante desconocida?
¿Y Joyce? ¿Impostor o genio?
Diez años más tarde, compro el Ulises y me pongo a leerlo. Estoy de vacaciones en Cassis con Bruno. En las calas donde se esparcen los cuerpos enrojecidos, es el momento del naturismo, y eso a él le encanta: mirar, ser mirado. Yo, pudor y compañía, me obstino en no quitarme el bañador.
El Mediterráneo es de un azul previsible, Joyce sin duda es un genio, y yo, yo no entiendo nada. Sin embargo, las primeras líneas me transportan: la bahía de Dublín resplandece, Stephen Dedalus la contempla, habla de Hamlet con sus amigos, la conversación es sutil; el paisaje, sublime: la sombra de los bosques, una torre que se alza, una nube que tapa el sol lentamente, es Irlanda, intacta y fría, la que tanto amé cuando era una colegiala, cuando disfrutaba de mis estancias lingüísticas, como suele decirse. Con Joyce, otra estancia lingüística. Necesitaría un diccionario joyceano, una gramática joyceana, además de a algunos autóctonos para animarme y servirme una cerveza en los meandros de los capítulos. Por desgracia, ni rastro de eso. A mi alrededor todos se limitan a tostarse al sol, desnudos como los cadáveres cuyo destino Joyce describe a lo largo de sus vagabundeos dublineses. Durante ese tiempo, Molly se arrellana en su cama, pasa un gato, una tetera humea admirablemente; más lejos, ristras de salchichas cuelgan en la vitrina de un charcutero, gusanos se comen a los muertos, Leopold Bloom se rasca o consulta, en los aseos públicos, el periódico de la mañana, Molly canta, dos solteronas se sientan bajo la estatua de Nelson, el pomo de una puerta dialoga con un abanico, una Venus de las pieles con el primado de Irlanda, un péndulo con un «ser sin nombre», pasan unas gacelas, un desfile de militares, de cazadores de pájaros, de putas, de marajás. Poco a poco mi paciencia disminuye, mi espíritu se trastoca, paso las páginas cada vez más rápido, la arena se infiltra en ellas, abandono el libro para ir a nadar, vuelvo y lo encuentro húmedo, con las esquinas dobladas, pisoteado, lo retomo, cada vez más convencida, debido a la oscuridad del asunto, de que Joyce, decididamente, es el escritor del siglo y de los siglos venideros y que los libros escritos después nunca serán más que cebos desmenuzables, migajas para cangrejos raquíticos. Peor: dimito como lectora. ¿He sido alguna vez capaz de leer, de estudiar, de pensar, de consumirme al sol de la Literatura? Jamás. A ojos de los auténticos lectores, de los practicantes pertinaces, en resumen, de la élite joyceana, soy y siempre seré lo que un individuo en bañador es para un grupo de naturistas: una outsider.
El asco se apodera de mí. Arrojo el Ulises al mar. Es un libro grueso, aproximadamente mil doscientas páginas en edición de bolsillo. Flota bastante bien, contra todo pronóstico no se desintegra, la sal del Mediterráneo lo conserva mucho tiempo. Qué interesante es un monumento de la literatura que se burla de los naturistas asándose antes de sumergirse en las profundidades, carnada coralina, alimento para peces raros. Y yo de pie, afrontando por fin mi naturaleza refractaria, liberada porque no me he quitado el bañador y he arrojado el Ulises al mar.
La cena se termina. La señora Meyer hace ademán de querer recoger por mí, me mira fijamente con un leve desconcierto, debo de tener el aire ausente desde hace bastantes minutos y sin embargo, sí, ha llegado el momento del postre. Zoran y el profesor Meyer, frente a sus platos vacíos (losplatos-azules-de-una-nueva-vida-talvez), insisten en Joyce con una perseverancia abrumadora. En cuanto a mí, vuelvo a ver a ese joven erizo amenazado por bólidos ciegos, que sin embargo ha logrado huir, escapando incluso de los peatones incapaces de cogerlo sin herirse las manos. Pienso en él con preocupación —¡tantos peligros lo amenazan!—, como en un hermano, el hermano pequeño de la mujer que soy, plagada de espinosas objeciones silenciosas. Decido llamarlo Ulises. Mi Ulises, que no se hundió en un mar corrosivo, sino al que prefiero imaginar, en esta suave noche de verano en la que desearía estar lejos de aquí, acurrucado bajo el vientre bondadoso de una vaca.

Josefina Vicens - "Petrita"

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Guionista, cuentista, dramaturga y novelista mexicana. Aunque su obra en la narrativa fue muy muy escasa (dos novelas cortas y un cuento), haber escrito “El libro vacío” en 1958 es suficiente para colocarla entre las grandes.
Este cuento fue publicado en la revista La brújula enero de 1984.



I
Una tarde, de esto hace ya muchos años, mi amigo Juan la llevó a la casa.
—A ver si te gusta -dijo. Y me la dejó.
Era un cuadro, su último cuadro. Se llamaba «La niña muerta». Contemplé la pintura y algo ocurrió dentro de mí, algo distinto, grave.
Siento el arte con sus muy particulares y diferentes noticias de inteligencia y de belleza, pero esas noticias llegan a mí corriendo un largo camino: medito, comparo, y al fin escojo y guardo. Pero la pintura es mi idioma, un extraño idioma que no puedo hablar. Ella no recorre caminos, conoce la vereda directa, mi dirección exacta, mi hora de recibo.
Por eso tal vez mi amistad con los pintores tiene algo secreto y especial. Ellos no lo perciben, porque lo oculto, como muchas de mis supersticiones, menos aquellas que requieren signos urgentes y delimitados para conjurar la desgracia.

La cercanía física del pintor me resulta angustiosa. También la del ilusionista. En ninguno de los dos puedo tener confianza nunca. No me es posible apartar los ojos de las manos de un pintor, son para mí cuevas mágicas y siento que al menor descuido saldrán de ellas formas, colores, luces, atmósferas nuevas, animales inventados y personajes extraños que nunca existieron ni existirán . Tampoco puedo apartar la mirada de las manos de un ilusionista, por el temor de que también al menor descuido se me llene la cabeza de palomas. Ni unos ni otro se dan cuenta de mi zozobra, pero seguramente no estarían un momento a mi lado, si supieran que colgando de sus dedos, habitando sus manos, veo pájaros, frutas, niños, barcos, lánguidas señoritas, cintas brillantes, caballos, bailarinas, copas, ventas, o simplemente un trazo, una línea que lo dice todo.
Es una obsesión curiosa, pero la sufro y hoy tengo deseo de confesarla. Cuántas veces, cuando el pintor en un gesto automático extiende la mano para tomar un cigarro, yo siento que de ella se cayeron y se perdieron para siempre la manzana o la rosa perfectas. Y cuántas veces a solas he violentado, he torturado mi mano para que produzca una línea armoniosa, un pequeño, ágil trazo. Pero hay manos que no vuelan que no pueden desprenderse de la tierra, aunque sientan, como un ave, la llamada del aire.
Así, desde el fondo de mí, salvando todas las distancias, acudí inmediatamente para contemplar «La niña muerta». Juan regresó varios días después.
—¿Te gusta?
—Sí, me gusta, me gusta muchísimo.

Pero, en realidad, no era eso lo que quería decirle. Quería advertirle que «La niña muerta» ya no tenía nada que ver con él; que le era ajena, que estaba ya tan lejana de su sentimiento como cercana al mío. Porque en el momento preciso en que él terminó de pintarla, empezó a alejarse, a juzgarla, y entonces la abandonó. Mientras que la niña y yo, en el instante en que nos vimos, empezamos a pertenecemos.
—¿Quién era? -Le pregunté.
—No lo sé; era alguien que vivía en Alvarado. Murió cuando yo pasaba vacaciones allá con unos amigos. Por mera casualidad fui al velorio; estaba como la ves ahora, tendida en una mesa. Me impresionó tanto que al regresar tuve que pintarla.
—Te la compro, Juan.
Lo dije muy quedamente, no quería que la niña me oyera, sabía que podía lastimarla. Suavicé el trato cuanto pude.
—¿Sabes? Ahora ya eres mía y nunca te separarás de mí. Te cambié por unas flores y una cajita que siempre había guardado porque estaba llena de recuerdos.

Era una niña muerta. La cara las manos, los pies, tenían un color verde de carne descompuesta, vestía un traje sencillo plegado a la cintura y que bajaba hasta sus tobillos. Si yo la hubiera pintado, el vestido hubiera sido de color rosa o azul, porque de esos colores, seguramente tuvo que ser su traje dominguero y con él, sin duda, deben haberla enterrado, pero Juan la vio y asegura que era blanco. Pienso que la tela debió de haber sido delgada, vaporosa, porque en Alvarado no hace frío. Pero Juan la pintó gruesa, dura. No importa, le queda bien.
Estaba tendida en una mesa, sobre una sábana absurdamente colocada. Su pelo negro, negrísimo, caía en desorden. A su alrededor había flores amarillas y blancas y tenía puestas algunas entre su pelo, detenidas quién sabe por qué milagro de equilibrio. Estas flores estaban prodigiosamente pintadas; se veía que por cada una había pasado, cariñosamente, cuidadosamente, el pincel. En el plano superior aparecía un friso de manos obscuras emergiendo de la sombra: en una, los dedos pulgar e índice formaban la cruz; otra sostenía un rosario, otras estaban en piadosa actitud de orar, otras no hacían nada, estaban allí solamente. Pero todas acompañaban a la niña muerta.

II
¡La niña muerta! ¡Cuanta vida tenía! Su cara verde parecía la de un animalito. Sí, tenía aire de familia con un animal, pero no sé como cuál. Las manos estaban trenzadas, crispadas más bien, y junto con los pies era lo único realmente aterrador, lo único que daba al conjunto un grito de protesta. Parecían pequeñas raíces retorcidas, extraídas violentamente de la tierra. Tenía un no sé qué de árbol frustrado, de asesinato inútil, de intimidad expuesta a la luz. Parecía que con sus pies y con sus manos, hubiera estado aferrada, sembrada a la tierra, y que al arrancarla de ella, hubiera muerto como una pequeña planta. No eran manos comunes, no eran manos para sostener un ramo de flores, ni una fruta, ni un juguete; no eran pies para caminar, no eran pies que hubieran podido calzar zapatos que todas las niñas usan. No, eran raíces jóvenes pero fibrosas y duras, raíces que solo en las entrañas de la tierra podían vivir e ir creciendo hasta alcanzar su verdadera forma y tamaño. No era una niña muerta; era una niña cortada, arrancada, cosechada prematuramente.

Nuestra amistad fue creciendo poco a poco. Le compré un marco sencillo de madera de magnolia y la puse en el mejor sitio de mi cuarto, allí donde la luz favorecía más. No la coloqué entre lo que se encontraba allí, sino que fue alterando todo en tomo suyo. Cambié de lugar la cama, el escritorio, el sillón, el librero para poderla mirar desde cualquier punto.
—Niña, ¿te gusta todo esto, te sientes bien aquí, te gusto yo?
Una noche, una de mis frecuentes noches de insomnio, la miré fijamente. Me dieron envidia su dulce quietud, su ausencia, su rigidez.
—Dime, niña, ¿qué sentías cuando estabas así con tu vestido nuevo y rodeada de tantas flores? Cuéntame cómo eras, niña, cómo te llamabas, cuéntame cosas de tu pueblo, de los niños que jugaban contigo, de tus hermanos. ¿Tenías hermanos? ¡Háblame niña! La gente a veces necesita hablar; es bueno hablar y tú y yo podríamos sentimos mejor. Aquí en este cuarto todos los muebles hablan conmigo, pero tu voz no sería como su voz de madera. Mira el que más habla es ese viejo sillón que ves allí; tiene un trabajo ingrato: esperar, esperar con sus brazos tendidos una persona que se fue hace mucho tiempo, pero que volverá algún día. Cuando regrese, serán sus brazos, después de los míos, que también están tendidos esperándola, los que aprisionarán para siempre su retomo. Con él hablo muchas veces niña, y recibo sus quejas de impaciencia.

¿Ves aquel pequeño dibujo que esta cerca de ti? También hablo con él, alguien nos lo obsequió una tarde que llovía mucho y decidimos quedamos en casa. Está hecho como jugando; nos gustó a pesar de que no es una obra de arte, de que no tiene perfecciones de técnica y de color. Cuando me conozcas niña, verás que se parece a mí en mi actitud permanente de inclinar la cabeza sobre el pecho; verás qué bien está plasmado mi abatimiento y la desesperanza que corre por mi cuerpo.
Verás cómo hablan, niña, esos clavos que no he querido quitar de la pared aunque ya no sostengan nada, aunque se sientan perdidos en el desierto muro, y sólo sean ahora pequeños puntos de referencia, apoyos del recuerdo.
Porque antes niña, había muchas cosas aquí, éste era un cuarto vivo habitado con su rumor especial, al que en cualquier momento podía entrar una gente, cambiar de lugar un objeto y hacer un comentario sencillo: ¿Dónde estarán mis llaves?
Te hubiera gustado estar aquí entonces, niña. Ahora hace frío y todos, yo, los muebles, el silencio, el aire, estamos pendientes de un recuerdo y sostenidos por una espera. Tú también niña estarás pronto así. Tú también, Petrita. La llamé con voz segura, como si de repente hubiera recordado su nombre. La pequeña niña que murió en Alvarado no podría llamarse de otro modo. ¡Petrita!¡Petrita! Su nombre llenó mi boca.
—¿Qué sentiste, Petrita, en el momento de morir? ¿Qué sentiste cuando poco a poco te fuiste alejando de la gente que te rodeaba, cuando te diste cuenta que nunca más volverías a levantarte, que ya no irías ala escuela donde la señorita te regañaba porque no sabias las letras, cuando pensaste que ya no podrías bañarte en el río, cuando recordaste que muy pronto llegaría el mes de mayo y tú no irías, como los otros niños, a ofrecer flores a la Virgen? ¿Qué sentiste cuando te convenciste de que ya nunca más podrías venir a la capital, como te lo había ofrecido tu padrino? ¿Qué sentiste Petrita, cuando tu cuerpo se quedaba atrás y no podías alcanzarlo y tú le gritabas que caminara a tu lado, cuando sentiste que los pies y las manos se te iban poniendo fríos y que por todo el cuerpo te caminaban hormiguitas; cuando tu lengua quería moverse y decir muchas cosas, y no podía porque la tenías pesada, como si te la hubieran cambiado por una piedra del río; cuando tus oídos se llenaron de ruido, igual al que las abejas aquella tarde en que los muchachos les tiraban piedras a los panales? ¿Qué sentiste, Petrita, cuando todo se fue poniendo negro a tu alrededor y abrías muy grandes tus ojos, cuando sentiste que ibas cayendo a un pozo y no llegabas nunca al fondo? Dímelo tú, dímelo, a todos he preguntado, nadie ha podido decírmelo. Dímelo tú! ¿Se descansa en la muerte?
Pero Petrita permanecía en silencio. Para obligarla le dije:
—Yo sí te voy a platicar de cuando era niña.
Y empecé a inventarme una infancia: Hace mucho tiempo tenía yo un gato que me había regalado la mamá de Rosenda. Se llamaba Damián. Todos los días le lavaba la cazuela, le ponía leche y le daba pedazos de pan. Yo misma, al volver de la escuela, le compraba su carne y se la daba. Un día le puse un moño en el cuello como el de un gato que vi en un libro. Pero él no quería a nadie, ni a mí. Una noche desapareció para siempre, yo lo busqué mucho. Cuando hablaba de él y pedía que lo siguiéramos buscando, mi tía Arcadia decía: para qué perder el tiempo, te lo advertí muchas veces, los gatos no hacen casa, ni hubieras gastado en su moño.
Después tuve una paloma de muchos colores y cuando le daba el sol le brillaban las plumas. Comía de mi mano y me la ponía junto a la cara, porque siempre estaba tibia. Hacía un ruido muy bonito con el cuello, y yo entendía bien lo que decía. Se llamaba «La Nube» porque cambiaba de colores como las nubes. Una tarde se me murió; la puso con cuidado en una cajita de latón muy bonita que yo misma había pintado de muchas colores, le puse flores alrededor y una en el pico. La enterré bajo el ciruelo y le puse una crucecita de leña.
De Damián después ya ni me acordaba. El mismo se fue. Pero a «La Nube» la extrañaba mucho; siempre hablaba de ella y le llevaba flores. Cuando miraba yo al cielo me parecía que todas las nubes eran ella.
¿Quién se acuerda de ti, Petrita? Petrita, contéstame, ¿se descansa en la muerte?
Ahora sí escuché, estoy segura, una voz de niña. Una voz tierna, débil aguda, pero a pesar de ello aterradora. Era como si viniera de muy lejos, como si hubiera tenido que atravesar muchos parajes para llegar hasta mí; como si al pasar por los bosques se le hubieran prendido sus ruidos, y los de las cuevas, al pasar por ellas, el canto uniforme del oleaje de los mares, el distinto sonido de las campanas y el murmullo de todos los vientos. Era una voz infantil, sí, pero al mismo tiempo, la voz del universo. A mi interrogación angustiosa: ¿Se descansa en la muerte? Contestó:
—Pos no sé, no estoy muerta, tu no me sueltas.
Sentí un estremecimiento y desde entonces se clavó en mí una pregunta lacerante, que nunca he podido contestarme: ¿Qué es mejor para ellos, la prisión del recuerdo, o el generoso olvido?
Pasó el tiempo, y por una circunstancia que nunca diré, alguien la apartó de mí para siempre. Ahora si ya habrá muerto. Ya debe saber.

Sergio Ramírez - "Hola, soledad"

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Novelista, cuentista y ensayista nicaragüense. Sus inicios fueron como cuentista en las páginas de la revista Ventana. En ellos ya aparecían algunos de los temas que van a ser una constante en su obra literaria: el poder, la identidad, la enajenación cultural y la conciencia social.
Posteriormente se convierte en un escritor prolífico con una obra centrada en Nicaragua y Centroamérica hasta tal punto que casi se puede seguir la historia de su país por su obra literaria tanto de ficción y ensayo.
Fue premio Cervantes en 2017.


Canto que emiten los pájaros: trino. Encadenamiento fatal de sucesos: destino. En la noche calurosa, su mano humedecía de sudor la página del Libro de oro de los crucigramas, y, como siempre, se llevaba el lapicero a la boca para morderlo mientras buscaba las palabras. Su cabeza vivía llena de palabras horizontales y de palabras verticales. Y de letras de boleros de antes del diluvio universal, aquellos que interpretaba el vocalista de la orquesta de los hermanos Cortés imitando a Rolando Laserie en las tertulias dominicales del Club Social donde una aprendía a bailar con los primos o con los noviecitos. Canción bailable de ritmo lento: bolero.
Vuela mariposa del amor, juguete del destino, un tocadiscos automático su cabeza tocando boleros, como el que Eduardo le había comprado recién pasada la boda, para que no te aburrás cuando estés sola, Soledad. Como entonces, cada long play de la pila cae sobre la tornamesa y da vueltas raspando la aguja en su cráneo, yo soy un pájaro herido que llora solo en su nido porque no puede volar.
La colmaba un desasosiego que la hacía impulsarse en la mecedora buscando que el vaivén fuera a calmarla, un ave de alas que el vendaval rompió, sola, sin hijos, sin padres, sin amigas. Y encima se llamaba Soledad. María Soledad. Dejó de mecerse, y los balancines se quedaron quietos bajo su peso.
Las nueve de la noche. Había resuelto permanecer en la salita de estar donde veía televisión, hacía crucigramas y a veces bordaba en punta de cruz. Medias de seda, zapatos de charol negro de medio tacón, una falda negra y una blusa blanca planchadas a la carrera. Seguía lloviendo en ráfagas que soplaban contra la casa de corredores abiertos, anegándolos.
En la cocina continuaba el ajetreo. Los meseros de la funeraria habían traído bandejas de madera, una jaba con tazas y escudillas suficientes, y una percoladora con capacidad de cincuenta tazas. En la sala de visitas, una vez desalojados los muebles, toda la vida cubiertos con sus fundas plásticas porque nadie se sentaba allí, los operarios claveteaban para instalar el catafalco, colocaban la peaña, el cortinaje, el cristo crucificado de yeso. El cadáver llegaría a las diez.
Te seguiré hasta el fin de este mundo, te adoraré con este amor profundo. Que tiene el fondo muy distante de la boca o cavidad: profundo. Deja atrás ya los sesenta, pasada de peso, nada de pilates, nada de salones de belleza, nada de cremas rejuvenecedoras, abandonada de sí misma en el encierro de la casa que desde fuera parece deshabitada, salvo esta noche cuando se halla llena de extraños. Asida a los brazos de la mecedora ahora quieta retrocede con cautela hacia la neblina del ayer perdido y se ve en su dormitorio de la casa paterna, un caserón de tres patios en el barrio San Juan:
Van a ser las dos de la madrugada, tiene diecisiete años y está a punto de tomar la decisión de su vida. Siente un pálpito en el estómago y de pronto unas ganas de vomitar provocadas por el miedo, que se aplacan solas. El dormitorio huele a Flit porque cada noche una empleada va de cuarto en cuarto fumigando los rincones con una bomba manual. El mosquitero de la cama de dosel se halla recogido con sus lazos de organdí en cada uno de los cuatro pilares. Su camisón está tendido sobre el cobertor rosado.
En la mesa de noche, en el bolso de piel de lagarto el pasaje de la KLM Managua-Panamá—Willemstad-Ámsterdam-Ginebra, la libreta de cheques del viajero que se cierra con un broche, el pasaporte nuevo con sus páginas limpias salvo la que tiene estampada la visa suiza, y sobre el tocador el neceser donde van la vanidad de concha nácar, el lápiz labial rosa tenue, el lápiz de cejas, las pastillas de Gravol para el mareo en precaución de las bolsas de aire. Junto a la puerta las valijas de color celeste. El neceser, también de color celeste, se refleja en el espejo ovalado.
La salida rumbo a Managua su papá la ha fijado para las cinco de la mañana porque hay más de una hora por carretera desde León y a las ocho sale el vuelo del aeropuerto Las Mercedes. Tíos, primos, compañeras de colegio van a ir a despedirla en comitiva. Me voy, no me voy, me quedo, no me quedo.
Eduardo andaba por los treinta años, un hombre hecho y derecho. Se quedó huérfano a los quince, porque sus padres habían muerto en un accidente de tráfico cuando un camión se les vino encima una medianoche que volvían de una fiesta en Chinandega, y el señor, con tragos, no pudo maniobrar. A esa edad, siendo hijo único, se hizo cargo de la finca de trescientas manzanas en Telica que le quedó en herencia. Fue para los tiempos en que entró en Nicaragua la fiebre del algodón, el oro blanco, como lo llamaban, y él convirtió los pastos en algodonales. El papá de ella, dueño de la desmotadora más grande de León, le recibía el algodón en rama. Parece mentira que a edad tan tierna pudo con toda esa carga de responsabilidades, la vida le enseñó y ha sido un buen alumno de la vida, se hizo solo, decía de él, admirado, cada vez que llegaba a la casa en días sábado a liquidar cuentas y a recibir los cheques de pago a la oficina contigua a la sala; y así fue como ella lo conoció, y viéndose de largo, se enamoraron.
Muy correcto, muy esforzado, pero lo que no tenía era apellido. ¿Por qué, Señor, los seres no son de igual valor? Al darse cuenta del noviazgo, su papá acabó con el trato del algodón, nunca más vuelve a poner los pies en mi casa, pedazo de mierda igualado, qué sé yo qué pata puso ese huevo, y a ella la había recluido interna en el colegio de las monjas de La Asunción, pero Eduardo le hacía llegar sus cartas clandestinas a través de la maestra de dibujo y perspectiva, a la que él volvió su cómplice.
Eran cartas rudas pero súper amorosas, y en ellas echaba mano sin ningún recato de los cancioneros y de las poesías del Tesoro del declamador, siempre escritas con tinta verde —nunca se detuvo ella a averiguar por qué escribía con tinta verde—; y ya fuera del internado, después de bachillerarse, le siguió escribiendo a través de la misma maestra de dibujo que tenía vía franca en la casa, y en la última carta, la antevíspera del viaje, le decía amor te venís nada más con lo que andés puesto, dejás todo, ropa, lo que sea, no se te ocurra traer ni un centavo y menos los cheques de viajero que me dijiste que fue tu papá a comprarte al banco, esos rompelos en pedacitos porque no quiero que nadie diga que a mí lo que me interesa es su dinero, ese señor igual que te puso interna como una prisionera por el solo delito de amarme te quiere separar de mí solo que ahora mandándote bien lejos, no sé nada de Suiza más que es el país donde hacen los relojes de pulsera, tu papá podrá tener millones pero yo te tengo a ti, es cierto que vas a causarles un dolor y lo mismo a tu mamá que es igual de orgullosa y también me ve de menos, pero más me lo han causado ellos a mí con su rechazo porque yo tengo mi dignidad y tampoco soy ningún mendigo ya que puedo darte una vida holgada y decente, voy a estar esperándote en la esquina del billar que está a dos cuadras de tu casa a las dos de la mañana en punto, hubiera querido llevarte al altar en la capilla del colegio y que dejaras tu ramo de novia al pie de la Virgen como vos decís que es tu ilusión pero no todo lo que uno quiere en la vida se puede y de todos modos nos va a casar el cura en Telica que fue amigo de mi papá y si no aparecés ya sé que no tuviste valor y no te culpo y entonces que te vaya bien en tu Europa y que te hallés tu príncipe de la realeza pero nunca más volverás a saber una palabra de mí y hacé entonces de caso que no existo.
Salió sigilosa de su cuarto dejando todo atrás, cartera pasaporte cheques del viajero neceser valijas ni una prenda de ropa, todo como él mandaba y quería, caminó al tanteo en la oscuridad hasta alcanzar el segundo patio donde estaban los cuartos de las sirvientas y llegó al tercer patio sembrado de mangos y caimitos, quitó la tranca del portón trasero y salió a la calle, caminó las dos cuadras y allí estaba él de traje oscuro y corbata sentado en las gradas de la puerta del billar bajo el resplandor amarillo de la luminaria, fumando un Esfinge. Era extraño verlo vestido así a esas horas y en ese lugar, pero iba a casarse y no podía andar de cualquier manera, aunque ella, por su parte, de dónde iba a sacar un vestido blanco, el velo, el ramo, la corona de azahares.
De pronto él la vio, se levantó, botó el cigarrillo sin apagarlo, recogió el pañuelo que había puesto para sentarse, siempre hacía lo mismo, en la banca del parque Jerez se sentaba sobre el pañuelo cuando llegaba los sábados al mediodía a divisarla aunque fuera de lejos pues le tocaba salida, no se atrevía a acercarse porque el chofer malencarado no le quitaba ojo, fiel como un dóberman a su patrón, mientras sostenía abierta la puerta del Oldsmobile para que ella entrara.
Me acerco a paso lento. Eduardo no viene a mi encuentro, no sonríe. Nos miramos. No nos decimos nada. El nudo de su corbata está mal hecho, los picos del cuello levantados, pero no me atrevo a arreglárselos. No me atrevo a tocarlo. A la vuelta de la esquina tiene parqueado su jeep, el jeep de sus viajes a la finca, sin toldo, un cajón al aire libre, puras latas, las llantas enlodadas, me siento a su lado, arranca y agarra velocidad por las calles desiertas rumbo a la avenida Debayle, el viento me golpea la cara y a mí me embriaga la felicidad aunque también me embriaga el miedo, miedo al futuro incierto, miedo a la felicidad misma, y un pesar, una gran tristeza, porque atrás quedaba para siempre mi casa oscura y silenciosa, donde estaban mis papás dormidos con el despertador de números fosforescentes puesto a las cuatro de la mañana, una hora para bañarse y alistarse y desayunar algo rápido antes del viaje. Todo tiene su castigo, pensaba, esto no se va a quedar así, este atrevimiento mío me va a costar un día lágrimas de sangre.
Mi papá me aplicó para siempre la ley del silencio, hay que entenderlo a él, decía mi mamá, que ella sí venía a verme en secreto al reparto Fátima, a esta casa que Eduardo había construido en León con las ganancias del algodonal sin necesidad de pedirle ni un solo peso al banco. Hay que entenderlo a él. Él, llamaba ella a mi papá, con temor hasta de pronunciar su nombre, como si fuera Dios mismo en persona bajado de los cielos, le quitaste su ilusión, tenés que entenderlo, la ilusión de ver a su hija única educada en Suiza, una hija que hablaría tres idiomas además del propio, francés, inglés y alemán como alardeaba en el Club Social delante de sus amigos entre rondas de Old Parr, al prospecto del colegio de monjas de Ginebra le prendió fuego con el encendedor, nunca se preocupó de reclamar el monto de la matrícula y el adelanto de pensión y colegiatura, un dineral, tampoco pidió el reintegro del pasaje a la KLM, ¿y mis ilusiones?, ¿quién me las reembolsa?, se quejaba al borde de las lágrimas en la intimidad del dormitorio, mentira mamá, me mandaba lejos porque lo que quería era separarme de Eduardo, lo veía poca cosa para mí, no hijita, eso puede ser cierto en parte, pero las ilusiones que tenía no se las negués, si lo vieras, es otro, los pantalones se le caen de tan flaco, si le hablás tarda en contestarte como si estuviera en la luna de Valencia, la tranquilidad de espíritu ya no se la devolvió nadie desde aquella madrugada cuando en medio del trajín, preparándonos para el viaje al aeropuerto, solo encontramos tu cartera de charol en la mesa de noche, el juego celeste de valijas junto a la puerta, el neceser sobre el tocador, todas las criadas buscándote, no está por ninguna parte señora, habías abandonado el hogar paterno al amparo de la noche como una cualquiera. Una ramera, fue la palabra que él había usado.
Su internado en el colegio del Sagrado Corazón en Lausana fue esta casa a la que recién casados se pasaron, todavía sin terminar, toallas en las ventanas en vez de cortinas, los idiomas que aprendió fueron desengaño, rabia y tristeza, ahora ya ni se acuerda de qué color habían sido aquellas ilusiones que de todos modos son siempre color de rosa tal como las pintan en los boleros que se bailaban pegadito, se entregó a él en un motel de la carretera a Chinandega después de la boda, por lo menos eso, una boda por la Iglesia, entraron sigilosos como ladrones al templo parroquial de Telica para que el cura, de mal genio por causa del desvelo, los casara en la sacristía que olía a cuita de murciélagos, y mientras tanto vivieron en la finca, en la casa de tablas blanqueadas donde se respiraba toxafeno porque allí mismo almacenaban los barriles de insecticida para la fumigación de los plantíos que hacían las avionetas, y Eduardo puso dos hombres armados en el portón, no fuera que a ese señor se le ocurriera alguna violencia y viniera a querer llevarte a la fuerza y entonces podía correr la sangre de ambos lados y sería una desgracia porque ni manco ni coto me hizo Dios.
Y yo, en lugar de angustia y miedo por lo que pudiera pasar si mi papá, que de verdad tenía un carácter violento, se presentaba a buscarme, me sentía más bien protegida entre los brazos de Eduardo, olvidados del mundo, del tiempo y de todo, a mí qué me importaba lo demás, aislada de mis amigas que desaparecieron para siempre, cero tertulias en el Club Social, cero baby showers, cero té canastas, para qué necesitás a esas tufosas, se reía Eduardo, conmigo en el mundo tenés más que suficiente.
Y mi papá, la soberbia en persona, le he suplicado, hijita, qué te cuesta un gesto, una palabra, pero él, cerrado, aquí que no vuelva, hacé de cuenta que nunca tuve una hija o si la tuve está muerta, mi mamá lloraba al decírmelo y yo también lloraba, ya estaba embarazada y cuando el niño nació pensé que hasta allí llegaría la furia de su rencor pero no fue así, nunca vino a conocer al niño, y a los pocos meses le dio el derrame que lo dejó paralítico en la cama y fui yo la que entonces quiso ir a verlo, me mordía la culpa en el fondo del alma, a lo mejor yo era la causante de su mal, y Eduardo: cómo se te ocurre semejante dislate.
Comprensivo, me llevó en su jeep, ahora era un Land Rover nuevo, y me dejó a dos cuadras, en la misma esquina del billar donde me había recogido la noche en que nos fugamos, entrás sola, aquí te espero porque yo no me expongo a ninguna humillación. Entonces traspuse la puerta cargando al niño y la bolsa con los pañales y los biberones, una casa que me parecía ya tan extraña como si nunca hubiera vivido en ella, me recibió mi madre muerta de congoja al verme, hizo de tripas corazón y fue al aposento a decirle a él que allí estaba yo, tenía que escribir en una pizarrita de niño de escuela lo que quería decir porque el habla la había perdido, balbuceos nada más, puso en la pizarra que me volviera por el mismo camino que había venido, ya la lloré y ya la enterré, y yo gemía con el niño en brazos, andá otra vez, decile que no sea ingrato, que soy sangre de su sangre, que me deje verlo, y fue mi mamá, borró ella lo escrito en la pizarra para que pudiera escribir de nuevo, regresó, que está bien, que podés acercarte a la puerta del aposento, que podés verlo desde la puerta, y que una vez que lo hayas divisado te vas. Y cuando me paré en el umbral cargando al niño, él, recostado sobre las almohadas en una cama de hospital, la cara y las manos lívidas, la boca abierta de la que le caía la baba, oliendo de lejos al agua de colonia con que lo friccionaban después de bañarlo cada día, no abrió los ojos. No quiso abrirlos. Lo vi, pero él no me vio. Y murió sin conocer a su nieto.
Un padre que te declara muerta en vida. Un hijo que se me murió al año de nacido. Un marido que apenas habían pasado seis meses de vivir juntos, yo con mi embarazo, y al volver en la noche le sentía el tufo de otra mujer. Me armé de valor, le reclamé. Es cierto, me dijo, te soy sincero. Te estoy engañando, pero nada puedo hacer contra eso, hice el esfuerzo de dejarla, pero no pude. Y no es que la encontré en mi camino después que nos casamos, ya existía desde antes, quiero que sepás. Y seguirá existiendo. Ese era aquel por quien lo dejé todo en la vida. Casa, padres, estudios en Suiza, herencia. Porque mi papá me desheredó.
Por qué fui dócil, por qué no le arañé la cara, por qué no cogí camino en la oscuridad como cuando abandoné mi hogar. Me puso la mano en el hombro, la mantuvo allí, una mano cálida, pesada, el reloj de pulsera metálica entre los vellos enmarañados de la muñeca. No se la aparté. Pidió su cena y por qué dije que se la sirvieran, por qué me senté a su lado a verlo comer, por qué le pregunté si iba a tomar café, como si nada.
No me abandonó y eso fue lo peor, que no me abandonara. Me hizo acostumbrarme. Salía para donde la otra y yo lo sabía. Se bañaba, se perfumaba, como si fuera a una visita de novios. A veces me traía de regalo un bonito vestido. Lo habrá escogido ella, pensaba yo. Luego al domingo siguiente me lo ponía para que él me lo viera. Un día no aguanté más y se lo conté todo a mi mamá. Me arrojé en sus brazos llorando, necesitada de consuelo. Ay, hijita, me dijo, los hombres, si hubieras visto a tu papá, nadie iba a creerlo, los dolores de cabeza que me dio con sus infidelidades, pero para qué contarte, no quiero revivir esas penas, conformate con las tuyas que así son ellos y no hay quien los componga.
Hasta hoy que vinieron a avisarme que le dio un infarto en la casa de la otra. Todavía no había empezado a llover cuando apareció el chofer, muy asustado con la noticia, era él quien lo llevaba y lo traía de esta casa a la casa de la otra. No he tenido nunca confianza alguna con ese chofer, buenos días, buenas noches y se acabó, era su cómplice y por eso ahora se mostraba nervioso, a lo mejor esperaba verme llorar pero no me salía el llanto, y por primera vez en mi vida hice valer mi autoridad con él, vaya por favor a la funeraria Heráldica y que se hagan ellos cargo de traerme el cadáver ya preparado, escoja usted el ataúd, les dice que vengan a armar el catafalco aquí en la sala, vea si ellos mismos se hacen cargo del servicio para la vela, el café, los sándwiches, el pan dulce, y mañana temprano va al cementerio a arreglar lo del terraje y se encarga también de buscar los albañiles, sí señora, respondía a cada rato, sí señora, y ya se iba deprisa a cumplir mis instrucciones cuando lo detuve. Espérese, tiene que llevar la ropa con que lo van a vestir, y fui al cuarto, saqué del clóset un pantalón oscuro, camisa blanca, ropa interior, calcetines, zapatos, y le entregué todo, traje entero no tenía, desde la boda no volvió a ponerse otro. Señora, me dice el chofer, zapatos no se les ponen a los muertos. ¿Quién ha dado esa ley?, le respondí, y él se fue con la mudada, sin decir nada más.
Entonces volví al cuarto, me vestí en debida forma porque todo el día me la paso en chinelas y en bata, y ahora estoy aquí sentada, esperando. El último Libro de oro de los crucigramas está casi lleno, solo tengo unos cuantos pendientes en las últimas páginas. Antes hacía los crucigramas de los periódicos y los de Vanidades y Glamour, pero no me duraban nada, así que me pasé a los libros, hay rimeros de Libros de oro terminados en una cómoda. Palabras de cajón que con el tiempo me he ido aprendiendo de memoria y así la diversión pierde gracia, pero con cualquier cosa hay que engañar la soledad, los crucigramas, la televisión, sobre todo desde que Eduardo contrató el servicio de cable, y además de las novelas me entretienen la vida de los animales, los muñequitos animados, los concursos de sabiduría, los shows de cocina. Y los boleros en el tocadiscos, que rondan eternamente mi cabeza.
Se van acercando las diez de la noche. Ha comenzado a escampar. Oye el ruido de un vehículo, un motor que se apaga. Dentro de la casa resuenan voces. Es la floristería. Traen dos coronas con las cintas escritas en letras plateadas. Una es de la Compañía Automotriz, que vende los tractores Caterpillar. La otra del Servicio Agrícola Gurdián, que vende el insecticida Malatión. Vuelve a mecerse, empujándose con los pies. Ha comenzado a invadirla una cierta somnolencia, los párpados se le cierran pesados de sueño. Tendrá que pedir a uno de los meseros de la funeraria que le traiga un café cargado. Para cuando el carro fúnebre llegue tiene que esperar el ataúd en la puerta. Mientras tanto, acerca el libro de crucigramas, toma el lapicero. Palabras verticales. Túmulo funerario: catafalco. Palabras horizontales. Carencia voluntaria o involuntaria de compañía: soledad.
2006-2017

Erika Mann - "La justicia es aquello que sirve a nuestros propósitos"

Posted by La mujer Quijote in ,

Periodista, ensayista, actriz, cuentista y autora de literatura infantil. Hija del premio Nobel Thomas Mann, hermana del también escritor Klaus Mann y esposa del poeta W.H. Auden. Antifascista militante, en su obra se puede encontrar el destino de tantos alemanes que, sin ser perseguidos por el régimen nazi, decidieron abandonar un país donde la libertad y los derechos de los ciudadanos habían desaparecido.
Este cuento pertenece al volumen “Cuando las luces se apagan” de 1940 y que reúne cuentos escritos entre 1934 y 1937. El libro fue publicado en 1940 por la editorial londinense Seeker and Warburg y, simultáneamente, en la neoyorquina Farrar & Rinehart con traducción de Maurice Samuel. El original alemán se ha perdido por lo que las versiones actuales, incluida la alemana, son traducciones de esa versión en inglés.
Los cuentos están basados en hechos reales y Erika Mann incluyó en el libro un apéndice con referencias a periódicos de la época para que eso pudiera ser comprobado.
La versión es la de Carles Andreu.


Por lo general, nuestra universidad estaba atestada de jóvenes audaces con libros bajo el brazo, estudiantes entusiastas que opinaban y debatían, ocupados indudablemente en la eterna búsqueda humana de la verdad.

En la universidad de nuestra ciudad, el profesor Habermann ocupaba la cátedra de derecho penal. Habermann, la viva imagen del prototipo «germánico», gordo, rubio, con varias cicatrices de duelo en el rostro y un cogote corto y ancho afeitado, rosado y reluciente como un jamón cocido, tenía cuarenta y ocho años cuando Hitler llegó al poder. Hasta aquel momento no había pasado del rango de profesor asistente en universidades de segunda categoría, una circunstancia debida no tanto a una falta de conocimientos y capacidades como a una actitud general de indiferencia hacia su propia carrera. El doctor Habermann, nacionalista alemán hasta el tuétano, había sentido aversión por la república alemana. Eso lo había llevado a esconderse en ciudades pequeñas y ocupar el tiempo libre con sus libros o reuniéndose con los amigos para tomar una copa de vino y criticar al régimen en lugar de buscar fama en la ciudad, para así no tener que complacer a los líderes de la Alemania republicana.
Entonces, a principios de 1935, Habermann había obtenido una cátedra en nuestra universidad. Un colega medio judío del ramo había sido despedido para dejarle lugar a él y Habermann estaba satisfecho con aquella medida. También los estudiantes tuvieron que reconocer que, visto con perspectiva, su nombramiento no había resultado tan malo como pudiera parecer.
La universidad estaba situada más allá del laberinto de callejuelas que rodeaban la plaza del mercado. Las fuentes del campus se oían desde todas las aulas que daban al patio, incluso con las ventanas cerradas. Era un sonido soporífero pero, aun sin él, la interminable repetición de los principios básicos e invariables de la «filosofía vital» nazi bastaba para provocar la somnolencia de un gran número de estudiantes. El profesor Habermann era uno de los pocos profesores que, en cada lección, se guardaba una o dos sorpresas en la manga para que los estudiantes consideraran que valía la pena mantenerse despiertos y prestar atención.
—Caballeros —dijo—, les presento el siguiente caso.
Entonces describía un asesinato que se habría producido bajo tales y cuales circunstancias. Los hechos eran tales y cuales y, en consecuencia, los sospechosos del crimen eran tales y cuales personas. Ninguna de ellas había sido sorprendida in flagrante delicto. Las pruebas eran todas circunstanciales, pero las pruebas circunstanciales no constituyen prueba más allá de la duda razonable.
—El fiscal solicita la pena de muerte para el sospechoso acusado del crimen, un tal Lissauer. Lissauer es judío y vive cerca del lugar donde se ha cometido el crimen. El acusado es incapaz de alegar una coartada convincente. Caballeros, ¿defenderían ustedes bajo juramento la acusación de asesinato y la condena a pena de muerte?
Los estudiantes lo meditaron a fondo. Habermann había levantado la voz e incluso los que dormían por el sonido de las fuentes se habían despertado. Sin embargo, no tenían que responder, aquello era una clase, no un seminario; era el propio Habermann quien debía dar una respuesta.
—¡Caballeros! —exclamó, y dos chispas furiosas brillaron en aquellos ojos pardos que juntaba hasta adquirir un aspecto más parecido al de un calmuco que al de un graduado germánico de un cuerpo estudiantil de duelistas⁠—. ¡Caballeros! En un caso de esta índole, y quiero que tomen nota de que los casos de esta índole son de lo más frecuentes en nuestra práctica legal, es una idiotez, ¿comprenden?, una absoluta idiotez, innecesario y, por lo tanto, ilegal, exigir más que pruebas circunstanciales. Porque, ¿qué es lo que tenemos entre manos en este caso?
Llegados a este punto, el profesor fijó la mirada en un estudiante de la primera fila que, con la cabeza inclinada, estaba haciendo dibujos en la libreta.
—Tenemos entre manos nada más y nada menos que el llamado «saludable instinto popular». Y a eso, nada más que a eso, apela el fiscal. Así las cosas, ¿no resulta obvia la solución del caso? Se ha cometido un crimen y hay que encontrar a alguien que lo haya cometido: la ley debe aplicar un castigo. Un judío que parece estar involucrado es incapaz de demostrar su inocencia. La vieja máxima romana según la cual, en caso de duda, se fallará a favor del reo ha perdido su validez. La nueva ley alemana no tiene piedad a la hora de defender la integridad nacional. Caballeros, forman ustedes parte de un sistema legal soberbio, fundamentado en la filosofía vital correcta e instilado con la fuerza emocional y la trascendencia del concepto nacionalsocialista de justicia. Les resultará muy sencillo, o debería resultarles muy sencillo defender el veredicto de culpabilidad. Su sentencia, caballeros, debe lograr que todos los miembros del jurado sientan vergüenza ante la mera idea de declarar inocente a Lissauer. ¡Los miembros del jurado, todos, deben considerar peligroso, para ellos y para sus familias, retirar los cargos contra Lissauer!
El joven de la primera fila dejó el lápiz encima del pupitre con un ruido seco. El doctor Habermann le dirigió una mirada y vio cómo reprimía una sonrisa de aprobación. Entonces el estudiante echó la cabeza hacia atrás y soltó una breve pero sonora carcajada. La clase entera se puso a patear el suelo; esa era la forma tradicional en que los estudiantes expresaban su aprobación y aplauso. Estaba bastante claro: Habermann acababa de hablar en contra de los nazis y la clase estaba con él.
—Caballeros —continuó el profesor Habermann⁠—, es necesario que se deshagan de todos los prejuicios e ideas frívolas relacionadas con la «justicia objetiva». Hace poco nuestro ministro de Justicia, el doctor Frank, nos ofreció una reveladora formulación de la nueva realidad: «El espíritu que debe dominar nuestros tribunales e irradiar desde ellos —⁠dijo⁠— es el del fanático deseo de supervivencia y autoafirmación de nuestra nación». Algunos de ustedes pueden haber sentido la tentación de poner objeciones y preguntar: «Pero ¿cómo puede uno esperar que la nación sepa exactamente qué servirá a su deseo de supervivencia?». Eso, caballeros, sería una pregunta completamente estúpida y tengo la satisfacción de poder decir que el ministro de Justicia me ha ahorrado el problema de tener que responderla. «Es el partido nacionalsocialista —⁠declaró⁠— quien determinará lo que conviene al pueblo alemán. En el ámbito de la ley y la justicia, como en todos los demás, la decisión y las opiniones del partido nacionalsocialista son la fuente del auténtico sistema germánico de conceptos jurídicos. Así pues, será necesario considerar los fundamentos de nuestro sistema legal a la luz de nuestra filosofía universal: ¡debemos reprimir la objetivación excesiva!
»Ya lo ven, caballeros —exclamó Habermann, mirando a su amigo, el joven de la primera fila⁠—, ya ven hasta qué punto eran justificadas mis advertencias sobre una concepción caduca y poco alemana de la “justicia natural”; entre una “objetivación excesiva” y “nuestra filosofía universal” no hay elección posible, porque todo el mundo aquí sabe que lo que manda es nuestra “filosofía universal”, independientemente de las reivindicaciones de la llamada “justicia objetiva”. —⁠El profesor se interrumpió y dedicó una larga y severa mirada a los rostros que tenía frente a él, como si tratara de leer los pensamientos que ocultaban⁠—. Percibo una nueva incertidumbre en sus ojos, como si quisieran preguntar: “Pero ¿cómo vamos a aceptar que la base de nuestro sistema legal sea una filosofía universal que está sujeta a cambios constantes y cuyos fundamentos varían en función de la necesidad y los acontecimientos políticos? ¿No es acaso cierto que el deseo fanático de supervivencia de la nación exige que esa filosofía universal se adapte a lo que el Führer considere ventajoso, útil y justo en cada momento dado?”.
»Caballeros, ¡les felicito por la pregunta! —⁠exclamó el profesor Habermann como si los estudiantes la hubieran formulado en realidad⁠—. ¡Se trata de una cuestión cargada de lógica y perspicacia! Sin embargo, también en este caso el Estado se ha adelantado a todas las dificultades posibles y, de nuevo, me ahorro tener que formular una respuesta. En la vida del Estado hay un principio inmutable al que deberán adaptarse los demás principios, y ese es el principio de poder. Me remito una vez más al discurso de nuestro ministro de Justicia: “La lamentable situación del ideario jurídico en el ámbito de la política mundial queda demostrada por el hecho de que los llamamientos a la justicia internacional resultan vanos a menos que estén respaldados por la determinación y los medios prácticos necesarios para que dicho llamamiento surta efecto”. Así pues, la demanda de justicia es aquella demanda (cualquier demanda) que va acompañada del poder para cumplirla. Eso, desde luego, hace que el estudio del derecho resulte más complejo de lo que ha sido hasta este momento. Los pedantes y las ratas de biblioteca, que extraen sus conocimientos jurídicos de lo que han escrito los especialistas sin haber estudiado el “saludable instinto popular” no llegarán demasiado lejos en nuestra nueva Alemania.
»Creo conveniente recordarles, caballeros, que mi superior, el ministro de Justicia, actúa con todas sus energías contra las sugerencias de que el estado nazi “puede otorgar a un erudito o un especialista el derecho a limitar los poderes del Führer o del partido nazi en el ámbito legal”. Nada, de hecho, puede definirse de tal modo que constituya una opinión fija, pues los conceptos y emociones que alimentan nuestro imaginario legal son demasiado cambiantes. Si “la justicia es aquello que es útil al pueblo alemán” y lo que es útil hoy puede no serlo mañana, deberemos concluir que la justicia de hoy puede ser la injusticia de mañana. No solo eso: como una demanda justa es la que va acompañada de la voluntad y los medios para aplicarla, la misma demanda deja de ser justa y, de hecho, queda invalidada en el momento en que el poder para aplicarla deja de existir o pasa a otras manos. ¿Me he expresado con claridad, caballeros? ¿Me han comprendido todos?
La clase pataleó con ganas. El joven de la primera fila pensó: «¡Dios mío! Casi me ha convencido una o dos veces. Ha sonado tan serio cuando ha hablado de “los pedantes y las ratas de biblioteca”… Pero en realidad está atacando el sistema, solo que de una forma nueva. El tipo va al grano, desde luego».
En el rostro de Habermann reapareció fugazmente la mueca que ya le había deformado cuando había logrado «demostrar» la culpabilidad del judío Lissauer. Entonces se volvió hacia un grueso libro que había sobre su escritorio.
—A pesar de la advertencia formulada por el ministro de Justicia —⁠dijo el profesor Habermann⁠—, veo que un hombre que se llama a sí mismo «erudito o especialista» ha osado delimitar o, por lo menos, definir los poderes del partido y del Führer en el ámbito legal, y dotarlos de algo así como una forma. Esta contribución, si bien está relacionada con la ley, no forma realmente parte de nuestro currículum hoy. Sin embargo, y a su manera, ofrece tantos apuntes valiosos que he decidido introducirla en mi lección.
«¿Lo ha dicho en serio?», pensó el joven de la primera fila y se estremeció de miedo.
—Estoy hablando de este libro —⁠continuó el profesor Habermann y mostró el tomo a la clase, sosteniéndolo entre sus dedos índice y pulgar como si se tratara de un objeto hediondo⁠—. Se llama La ley constitucional del gran Reich alemán, publicada recientemente por la Hanseatische Verlaganstalt; su autor es Ernst Rudolph Huber, profesor de derecho en la Universidad de Leipzig. Caballeros, no puedo recomendar esta brillante obra lo suficiente. Se trata de un logro increíble, más aún si tienen en cuenta, y deberían hacerlo, las dificultades con las que el autor se ha encontrado durante su producción. Entre esas dificultades, la mayor con diferencia, especialmente para un jurista, yace en el hecho de que la ley superior, superior a la llamada verdad, es la decisión del Führer que, a su vez, viene dictada por el ya mencionado «fanático deseo de supervivencia» de la nación. Para ofrecerles un anticipo de los placeres y provechos que les deparará su lectura, caballeros, me permitiré un breve resumen de la obra maestra de Ernst Rudolph Huber.
En la clase las opiniones estaban divididas. La mayoría de los estudiantes creían que Habermann admiraba genuinamente aquel libro que había elogiado en términos tan entusiastas. Tendrían que leerlo, seguro que aparecería en el examen, y ya no tenían necesidad de escuchar al profesor ahora que había terminado de bromear. Otros, entre quienes se contaba el alumno de la primera fila, habían estado más atentos y habían comprendido claramente la astuta pero devastadora condena de Habermann de aquel libro que fingía alabar como una obra maestra. «¡Dios mío! —⁠pensó el estudiante de la primera fila⁠—, ¿cómo va a terminar esto?».
Habermann hojeó el libro precipitadamente:
—Las tesis de este sabio profesor —⁠dijo⁠— se pueden resumir de la siguiente forma: 1) La tradición jurídica que Alemania ayudó a fundar durante el siglo XIX ha sido arrojada por la borda, rechazada de plano. Y la «soberanía popular», que un gran alemán, Johannes Althusius, definió en su día como «inalienable», ha saltado por la borda con ella. El Estado, como ya saben, es omnipotente y se ha investido de autoridad para satisfacer sus demandas «totaliter» en todos los ámbitos de la vida. El autor, para quien cualquier «objetivación excesiva» resulta repugnante, afirma 2) que el Estado no es otra cosa que «la personificación de la voluntad popular». «El carácter y las ideas esenciales del pueblo —⁠escribe⁠—, son los datos fundamentales para la existencia política y jurídica del Reich… La unidad popular implica la unidad de una filosofía de la vida política con validez única y exclusiva». Encontrarán ese fragmento en la página 158. Así, no existen la «libertad y la conciencia religiosa» como tales, página 405, ni tampoco los «derechos individuales de la libertad frente al poder del Estado», página 361. El derecho a la libertad, nos dice, «no puede reconciliarse con el principio del Reich popular».
»¡Y ahora, caballeros, pido su atención! —⁠exclamó el profesor, alzando la voz⁠—. ¿Puedo solicitar la cooperación de aquellos que muestran ya una clara inclinación a caer dormidos? Debo advertirles que a la hora de corregir sus exámenes no voy a tener piedad con quienes no se hayan aprendido de memoria el siguiente pasaje de La ley constitucional del gran Reich alemán: “No existe ninguna libertad individual anterior al Estado, ni exterior al Estado que el Estado esté obligado a respetar”. Subrayen esas palabras, caballeros, ustedes son los futuros administradores de la ley en Alemania. El pueblo alemán estará en sus manos y en las de aquellos para quienes ustedes interpretarán las leyes. El profesor Huber se refiere a esta situación como “el principio de totalidad”, un principio que exige que la “unidad de perspectiva política” se extienda a todas las actividades e iniciativas humanas “como un fenómeno universal, que todo lo abarca y todo lo invade”.
El profesor Habermann hizo una pausa y sus entrecerrados ojos azules recorrieron toda la clase.
—Espero no tener que explicarles —⁠añadió⁠— qué conclusiones deben desprenderse natural e inevitablemente de la obra que estamos tratando, pues ustedes ya conocen esas conclusiones. De hecho, no creo que esas conclusiones escapen a ninguno de sus compañeros estudiantes, independientemente de la facultad a la que pertenezcan, ya sea la de matemáticas o la de política y economía. En palabras del propio autor: «En el pueblo entendido como entidad política, solo puede haber un único portador del poder político efectivo. Y ese es el Führer, de quien emanan todo poder y toda autoridad política».
»Sí, sí, caballeros —exclamó el profesor Habermann, uniéndose a la carcajada general⁠—, no han elegido ustedes una profesión sencilla y el Estado hará todo lo que esté en su poder para asegurarse de que son fieles a su elección hasta el final. El secretario del ministerio de Justicia, el doctor Roland Freisler, se ha expresado de forma rotunda sobre este particular: “Más que cualquier otra cosa —⁠afirma⁠—, el jurista debe ser un hombre íntegro”. Caballeros, comparto totalmente su opinión; la expresión utilizada por el doctor Freisler cubre perfectamente mis esperanzas y mis deseos: ¡un hombre íntegro! Naturalmente, podríamos discutir qué constituye “un hombre íntegro”, pero por desgracia no tenemos tiempo de entrar en un análisis más detallado de la idea que el doctor Freisler tiene al respecto.
Los estudiantes echaron un vistazo a sus relojes. Era una clase de dos horas y aún no había pasado ni siquiera una. La falta de tiempo, pues, difícilmente podía explicar la negativa del profesor a estudiar el concepto del «hombre integral» freisleriano.
—Sin embargo —continuó diciendo el profesor Habermann⁠—, cabe señalar que, según el secretario del ministerio de Justicia del Reich, «en toda promoción será la actividad efectiva de un hombre, ya sea en la guerra mundial o en la batalla del movimiento nazi, en el servicio militar o en sus capacidades como cabeza de familia, la que dará la medida última de su mérito». A continuación, el doctor Freisler añade: «Las consideraciones políticas nacionales hacen deseable que, cuando las capacidades y los logros de dos hombres sean similares, se opte por el que tenga más hijos». Caballeros, ya comprenden qué significa eso: «… cuando las capacidades y los logros de dos hombres sean similares…», es decir, si un juez es ligeramente inferior a otro que tiene menos hijos, ¡será el juez inferior el que ascienda obedeciendo a las «consideraciones políticas nacionales»!
»Actualmente, sin embargo, nuestros líderes no lo tienen fácil a la hora de determinar quién es “superior” y quién “inferior”. El doctor Freisler, sin embargo, realiza una valiosa contribución para la resolución del problema al enumerar las cualidades que habrá que tener en cuenta a la hora de evaluar la “actividad efectiva” de un jurista: en primer lugar, su actividad en la guerra mundial; en segundo lugar, su contribución en la batalla del movimiento nazi; en tercer lugar, su actitud en el ejército; y en último y cuarto lugar, sus aptitudes como cabeza de familia. No habrá escapado a su atención que la “actividad efectiva” de un hombre en un tribunal ni siquiera se tiene en consideración.
Habermann tomó el panfleto Justicia alemana que estaba citando, y lo agitó en el aire como si fuera una bandera. Las páginas se abrieron y el profesor las sostuvo un instante ante sus ojos antes de proseguir con la lección.
—Después de establecer que la disposición de los alumnos a casarse pronto es uno de los requerimientos básicos de la profesión legal, el doctor Freisler añade la siguiente observación: «La nueva política de la personalidad debe anular gran parte de las formas de pensar tradicionales y anticuadas; deberán sobreponerse a hábitos profundamente arraigados para poner en peligro la nueva obra».
Llegados a aquel punto, Habermann subió el tono de voz.
—El énfasis de esa última frase se lo he puesto yo, pero las palabras son del secretario Freisler y ciertamente creo que es mi deber advertirles del riesgo de malinterpretarlas. Todos sabemos, por supuesto, que el secretario quiso decir exactamente lo opuesto de lo que dijo. Pero el idioma alemán no es precisamente sencillo y no todo hombre íntegro posee la habilidad necesaria para dominarlo.
El profesor Habermann se rio como un chiquillo y varios estudiantes soltaron una sonora carcajada. Sin embargo, el joven de la primera fila frunció el ceño con gesto exasperado y sacudió la cabeza sin ser plenamente consciente de que lo hacía. «¡Tenga cuidado! —⁠pensó entonces⁠—. ¡Por el amor de Dios, no se pase! ¡Ahí ha ido un poco demasiado lejos!».
Pero Habermann parecía tener la conciencia muy tranquila. Dejó el panfleto, se sacó del bolsillo un periódico doblado y lo abrió.
—Sí —repitió—, la lengua alemana no es precisamente sencilla y muchos de nuestros estudiantes de derecho parecen haberle declarado la guerra abiertamente. La junta jurídica estatal ha estado siguiendo esa guerra con creciente preocupación y todos haríamos bien en dedicarle algo más de atención. El director de la junta jurídica, el doctor Palandt, realiza la siguiente crónica desde el campo de batalla: «No es infrecuente que la parte crucial de muchas de las tesis presentadas por los estudiantes esté expresada de forma tan ininteligible que ni siquiera un estudio atento logre desentrañar ningún significado plausible. Es bastante evidente que la principal dificultad de los candidatos estriba en producir un documento redactado de forma sencilla y legible. El hecho que utilicen verbos como “afirmar”, “establecer”, “citar”, “objetar”, etc., sin ninguna distinción entre sus significados no dice demasiado en favor de la inteligencia de los estudiantes de derecho; eso es lo mínimo que deberían haber aprendido en los últimos tres años. En la mayoría de los casos, los estudiantes no saben cómo utilizar las pruebas presentadas por sus propios testigos y son manifiestamente incapaces de explicar y justificar una decisión legal. Esa inoperancia a la hora de demostrar o echar por tierra un argumento es sencillamente incomprensible».
Habermann, que había dedicado considerable energía y sentimiento en aquella cita, dejó caer el periódico.
—¡Cuánta verdad! —exclamó—. ¡Cuánta precisión! Sin embargo, también aquí me gustaría adelantarme a un posible malentendido.
Colocó las manos sobre el escritorio, se inclinó hacia delante y escudriñó seriamente el rostro del joven estudiante de la primera fila.
—Es bastante fácil imaginar a un estudiante capaz de distinguir entre los verbos «afirmar», «establecer», «citar» y «objetar» y que, no obstante, sea sencillamente incapaz de establecer la validez de algunas decisiones con las que se ve confrontado. En otras palabras, debemos liberarnos de los conceptos viejos y caducos sobre qué constituye la «validez de una decisión». Caballeros, ha llegado la hora de regresar a la tesis con la que comenzamos esta lección: «La justicia es aquello que sirve a nuestros propósitos».
Si algo no se podía decir de la lección del profesor Habermann, es que le faltara variedad y colorido. Ciertamente, un oyente superficial habría podido acusar al docto profesor de saltar de un tema a otro sin ton ni son, pero de repente había sabido devolver la lección a la tesis inicial. Tal vez ese método y esa mentalidad tan peculiares, esa diversidad y discontinuidad tan suyas explicaran su indiferencia hacia la «carrera» antes de la llegada de Hitler al poder. Y ahora que se le abría una carrera, no parecía estar demasiado interesado en seguirla. Antes o después su comportamiento llegaría a oídos de las autoridades y, entonces, ni su carácter cien por cien germánico ni su popularidad entre los estudiantes lo salvaría de caer en el abismo al borde del cual seguía jugando a aquel peligroso juego.
La segunda hora de la lección comenzó y Habermann sacó a colación el tema de la delincuencia juvenil. Hablaba despacio pero de forma imponente. Parecía estar disfrutando de lo que decía.
—Deben tener todos muy presente que el desempleo sostenido que sufrió el país durante los espantosos años de la decadencia alemana y la consiguiente desmoralización de la juventud tenía que traducirse necesariamente en un incremento de la delincuencia juvenil. Nosotros, estudiosos del código jurídico, siempre hemos considerado un hecho incuestionable que solo una pequeña minoría de delincuentes, que es aún menor entre los delincuentes juveniles, se inician en la carrera criminal en respuesta a un impulso criminal. En realidad, y como ustedes ya saben, por lo común lo que hace al ladrón es la oportunidad y también la desesperación. Pero, por encima de todo, es el mal ejemplo lo que espolea la delincuencia. Por todo ello, no es de extrañar que durante la extinta república se produjera un importante incremento de la delincuencia juvenil. Sin embargo, y por desgracia, observamos que en la Alemania nacionalsocialista se da un fenómeno extraño y sumamente inquietante. Caballeros, la delincuencia juvenil no solo no ha disminuido, sino que durante los últimos años ha experimentado un aumento de proporciones amenazantes. He aquí una serie de datos comparativos:
CRÍMENES DE CARÁCTER GENERAL
Berlín………… 1934: 948 casos 1936: 1485 casos
Hamburgo…… 1934: 566 casos 1936: 979 casos
Colonia………. 1934: 328 casos 1936: 549 casos
CRÍMENES DE NATURALEZA SEXUAL
Berlín………… 1934: 22 casos 1936: 72 casos
Hamburgo…… 1934: 26 casos 1936: 107 casos
Mannheim…… 1934: 10 casos 1936: 48 casos
CRÍMENES CON VIOLENCIA FÍSICA
Berlín………… 1934: 30 casos 1936: 75 casos
Hamburgo…… 1934: 21 casos 1936: 47 casos
Breslau………. 1934: 1 caso 1936: 47 casos
»Ya lo ven, caballeros: durante los últimos años, el número de condenas a delincuentes juveniles se ha doblado prácticamente en las grandes ciudades. Sin embargo, resulta especialmente preocupante que la medida de los crímenes con violencia física, los crímenes sexuales y los casos de agresión y lesiones se haya triplicado. De pasada, caballeros, habrán observado que en la ciudad de Breslau los casos se han multiplicado ¡por cuarenta y siete! En relación con este tema tan sumamente interesante, les recomiendo la lectura de un artículo aparecido en Jung Deutschland donde encontrarán las cifras que he citado y que, de hecho, han aparecido en numerosas publicaciones legales. Este artículo en particular, sin embargo, apunta que “el desempleo ha dejado de ser en Alemania un factor significativo en la desmoralización de la población joven”.
El profesor Habermann, con el rostro contraído en una mueca de mongol, formuló una serie de preguntas retóricas a la clase:
—¿No habríamos dicho todos que el nuevo orden de nuestra vida nacional, la nueva inspiración moral que emana del Führer, sus altos ideales y los medios admirables y rigurosamente alemanes que invoca para lograrlos se habrían traducido en una limpieza del país? Pues la realidad es que, miremos donde miremos, vemos inmundicia, putrefacción y una recaída tan desvergonzada en la criminalidad como ni siquiera la Alemania de la decadencia habría tolerado. ¿Qué explicación podemos ofrecer, caballeros, para este fenómeno de degradación, este cáncer en el cuerpo del pueblo alemán?
El profesor hizo una pausa. El estudiante de la primera fila esperaba que el docente, con su increíble audacia, respondería a aquella pregunta retórica con las frases estereotipadas de la propaganda nazi: «¡La influencia extranjera!», o «¡La vergüenza del Pacto de Versalles!», respuestas que provocarían, desde luego, un irresistible efecto paródico. El joven notó un cosquilleo en la piel. «Va a producirse un escándalo —⁠pensó⁠—. De una forma u otra, esto terminará en escándalo. O bien alguien denunciará al ingenioso Habermann o se montará tal revuelo en la clase, tal arranque de aplausos con los pies, que mandarán al decano; y entonces nos interrogarán y tendremos que contar la verdad. Dios mío, ¿qué sucederá entonces?».
Habermann, con los ojos entrecerrados y fijos en el alumno, permaneció callado. Se hizo un silencio mortal en el aula. Tensos, expectantes, los estudiantes esperaban oír a su profesor estallar en una denuncia apasionada y furiosa del régimen y sus guardianes. En aquellos segundos que duraron una eternidad, cada uno de ellos tomó una decisión. ¿Qué voy a hacer?, se preguntaron todos. Y casi todos pensaron: sería un alivio. Todos sabemos lo que puede decir, lo que debería decir, pero sería un verdadero alivio oírlo de sus labios y que sus palabras resonaran en este auditorio de nuestra vieja universidad, una reivindicación de nuestra dignidad, comprometida por tantas mentiras serviles.
Pero la tensión se desvaneció con un portazo seco y sonoro. Dos jóvenes con uniforme de las tropas de asalto entraron en el aula.
—¡Heil Hitler! —exclamaron, y la clase se puso en pie de mala gana para saludarles. Terminada la ceremonia, los soldados se acercaron a Habermann, que estaba de pie junto a su escritorio.
El profesor escondió la cabeza entre los hombros. Parecía un toro ante una bandera roja. ¿Qué había pasado? ¿Lo habían oído desde detrás de la puerta los guardianes del orden nacionalsocialista? ¿Acaso uno de los estudiantes se había escabullido fuera de la clase y lo había denunciado? En ese caso, ¡que se fuera preparando! Los demás estudiantes le iban a dar una lección que no olvidaría jamás. Uno de los soldados subió a la tarima y se colocó frente a la clase, dándole la espalda a Habermann y ocultándolo. El estudiante de la primera fila se había puesto de pie, su atractivo y enojado semblante miraba de perfil hacia la clase, y observaba de reojo, amenazante, al soldado, que carraspeó y comenzó a hablar.
—Camaradas y amigos —dijo el soldado⁠—, en esta hora decisiva para el destino de nuestra patria…
«¿Cómo? —pensó el estudiante—. ¿Otra hora decisiva para el destino? ¿Vamos a dejar atrás esa hora algún día? ¿Qué quieren ahora los nazis?».
—… en esta hora decisiva me dirijo a vosotros, camaradas del partido, y también a vosotros, quienes servís al Führer sin pertenecer aún al partido…
En ese momento, el estudiante de la primera fila volvió a sentarse ruidosamente. El soldado continuó:
—… me dirijo a vosotros —dijo, subiendo el tono de voz⁠— como representante y administrador local del ministerio de Alimentación del Reich, y como tal…
El estudiante de la primera fila comenzó a aplaudir; no aplaudió una sola vez, sino que prorrumpió en un aplauso constante, insistente, feroz e inusual para un estudiante, ya que era costumbre entre ellos aplaudir con las manos.
El soldado se detuvo, sobresaltado, y prosiguió con su discurso, tratando de sobreponerse al aplauso.
—Caballeros —chilló—, el deber de cosechar nos llama…
Pero el resto de la clase se fue uniendo al aplauso y ya eran la mitad de alumnos quienes aclamaban al soldado. También el profesor Habermann, que estaba detrás del soldado y al ser de menor estatura, quedaba casi oculto a ojos de la clase, aplaudía como un loco; levantó las manos y se puso a aplaudir por encima de la cabeza. De hecho, era una especie de director que dirigía a la clase en aquel concierto extraordinario. El estruendo de los aplausos fue aumentando de intensidad y ya no había ni un solo estudiante que no se hubiera unido al clamor. Sus caras (y eso era lo más sorprendente) reflejaban una seriedad mortal; para ser más exactos, se trataba de una expresión de desafío furioso y obstinado. Costara lo que costase, estaban decididos a no dejar que aquel intruso uniformado, aquel oficial del ministerio de Alimentación del Reich, les soltara su discurso. ¡No! No iba a hablar ni aunque a la mañana siguiente mandaran a la clase entera a un campo de concentración.
El soldado, indefenso ante aquel acto espontáneo de resistencia organizada, exclamó a voz en grito: —¡Caballeros, os agradezco esa expresión de apoyo y sé que, durante los próximos meses de vacaciones, ninguno de vosotros dejará de presentarse voluntario al servicio de cosecha!
Pero sus palabras no lograron traspasar aquel muro de aplausos que se elevaba frente a él; la voz del mensajero.
—¡Prusia Oriental! —se desgañitó, como si se tratara de palabras mágicas con las que esperaba disipar el tumulto⁠—. ¡Van a mandaros a la Prusia Oriental, camaradas del partido, en esta hora decisiva para el destino de nuestra patria…!
Estaba rojo como una langosta y las venas hinchadas de la frente amenazaban con estallar. El profesor Habermann, que aún aplaudía con las manos por encima de la cabeza, comenzó a bajar el ritmo de los aplausos y la clase lo siguió. Finalmente, a espaldas del soldado, el profesor director dio la señal para que cesaran los aplausos. Aquel silencio repentino cogió por sorpresa al soldado que, a voz en grito, ya no sabía ni qué decía:
—Nuestra íntima y orgánica relación con el espíritu agrícola de Alemania…
Su voz llenó el auditorio como el aullido de una presa. Se detuvo abruptamente y miró a su alrededor como un hombre que hubiera perdido el sentido. Habermann sacó la cabeza por detrás del uniforme marrón, su rostro estaba contraído en una expresión taimada. Sus ojos pardos sonreían.
El soldado se quedó callado. Le había llegado el turno al estudiante de la primera fila, que se puso en pie y con una inclinación muy digna y casi elegante, dirigida en parte al soldado, en parte al resto de la clase, subió a la tarima.
—En nombre del estudiantado deseo agradecer al representante del ministerio de Alimentación del Reich sus iluminadoras observaciones. En realidad, el representante del ministerio de Alimentación del Reich no necesita de mis palabras: podrá juzgar por nuestros aplausos nuestro pleno apoyo a su persona y a la del Führer. Si, como resultado de nuestra irreprimible expresión de entusiasmo —⁠la clase se rio⁠— se nos han escapado algunas observaciones decisivas, el ministerio de Alimentación del Reich puede estar convencido que somos ciegos, sordos y mudos en nuestra devoción a sus órdenes y que ni siquiera nos detenemos a preguntar qué se espera de nosotros en esta hora decisiva para nuestro destino, en aquella o en la de más allá.
Hizo otra reverencia y regresó a su asiento. El soldado de las tropas de asalto, absolutamente incapaz de captar el fondo de aquel ingenioso e irónico discurso, levantó el brazo.
—¡Heil Hitler! —exclamó.
—¡Heil Hitler! —repitió su compañero en la que fue su única contribución al incidente.
La clase no respondió. El profesor Habermann acompañó a los dos uniformados hasta la puerta y los despidió con una gentil reverencia. Entonces regresó y, como si no hubiera pasado nada, subió a la tarima y prosiguió con la lección.
—Estábamos diciendo —señaló al tiempo que estudiaba la clase con su mirada fría; notó cómo la recorría un estremecimiento apenas perceptible⁠—, estábamos discutiendo, si lo recuerdo bien, las dificultades que pueden plantearle a nuestro nuevo Estado autoritario los actos de sabotaje llevados a cabo no por parte de individuos, sino de grupos organizados.
Una vez más, se hizo un silencio mortal en la clase. El joven de la primera fila miraba fijamente el rostro del profesor, en sus ojos pardos se advertía el brillo fruto de la admiración y el amor. Pero también sus compañeros, los jóvenes sentados a su lado y tras él, en las gradas del anfiteatro, escuchaban con una devoción casi religiosa. Todos ellos sabían perfectamente que su profesor no había «recordado bien»; de hecho, estaba «recordando mal». El tema que habían estado discutiendo anteriormente no tenía nada que ver con los actos organizados de sabotaje. Pero acababan de ser testigos, testigos y participantes en uno de esos actos y había algo magnífico en el hecho de que aquel hombre, que había sido su líder silencioso, tuviera ahora la osadía de definirlo y llamarlo por su nombre, de describirlo en el sobrio lenguaje del auditorio.
—Nosotros, estudiosos de la ley criminal del tercer Reich —⁠dijo Habermann⁠—, no conocemos nada tan peligroso para el Estado como la resistencia pasiva de las masas, o incluso la resistencia pasiva de determinados grupos reducidos.
Hizo una pausa, consultó el reloj e hizo sus últimos comentarios en un tono de voz de lo más despreocupado.
—De acuerdo con las instrucciones, me gustaría pedirles a los caballeros que tengan intención de presentarse voluntarios para el servicio de cosecha en la Prusia Oriental que se levanten.
No hubo ni un sonido, ni un movimiento entre el auditorio. El joven de la primera fila, presa de un pánico repentino, miró a su alrededor, pero nadie se movió.
El profesor Habermann, después de recrearse dos o tres segundos en aquel silencio, hizo un breve gesto.
—Les doy las gracias, caballeros —⁠dijo, y en aquella frase convencional resonó, sin lugar a dudas, el volumen inconmensurable de su orgullo, su triunfo y su gratitud. No se oyó nada aparte del somnoliento ruido de la fuente del patio mientras el profesor, con porte erguido, sumamente tenso, abandonaba la clase.