Daniil Charms (o Kharms o Jarms) es uno de los autores con más entradas en este blog. Pese a ser muy conocido en los ambientes literarios de vanguardia rusos de principios del siglo XX sólo unos pocos textos suyos fueron publicados en revistas de la época. La mayoría de sus escritos estaban en cuadernos que pudieron ser salvados por su esposa y un amigo tras su detención por la policía política estalinista.
La versión de este cuento, escrito en agosto de 1936, es la de Fernando Otero Macías.
La caricatura es un autoretrato del propio autor.
En cierta ocasión un profesor se comió algo que no le cayó bien, y empezó a vomitar.
Se acercó su mujer y le dijo: «¿Qué te pasa?». Y el profesor: «No es nada». Y la mujer se marchó.
El profesor se echó en el sofá, estuvo un rato descansando y se fue al trabajo.
Pero una vez allí se encontró con una sorpresa, le habían recortado el sueldo: en vez de seiscientos cincuenta rublos solo le habían pagado quinientos.
El profesor removió cielo y tierra: no le valió de nada. Fue a ver al director, pero el director le echó con cajas destempladas. Fue a ver al administrador, y el administrador le dijo: «Diríjase al director». El profesor cogió un tren y se fue a Moscú.
En el trayecto, el profesor pilló la gripe. Al llegar a Moscú, era incapaz de descender al andén.
Pusieron al profesor en una camilla y se lo llevaron al hospital.
Estuvo ingresado cuatro días a lo sumo y falleció.
Incineraron sus restos en el crematorio, metieron las cenizas en un bote y se las enviaron a la mujer.
Ahí estaba la mujer del profesor, tomando un café. De pronto llamaron a la puerta. ¿Quién sería? «Aquí le traigo un paquete».
La mujer se puso muy contenta, sonrió de oreja a oreja, le largó un poltínnik de propina al cartero y se lanzó a abrir el paquete.
Vio que en el paquete venía el bote con las cenizas y una nota: «Esto es todo lo que ha quedado de su esposo».
La mujer no entendía nada, sacudió el bote, lo miró al trasluz, leyó y releyó seis veces la nota, finalmente cayó en la cuenta de lo que había ocurrido y sintió un gran pesar.
La mujer del profesor, muy apesadumbrada, estuvo como tres horas llorando, hasta que por fin decidió ir a enterrar el bote con las cenizas. Envolvió el bote en un periódico y se dirigió al parque del Primer Plan Quinquenal, el antiguo parque Tavrícheski.
Allí la mujer del profesor escogió una alameda algo retirada, y ya estaba a punto de ponerse a cavar cuando de pronto apareció un vigilante.
—¡Eh! —gritó el vigilante—. ¿Qué andas haciendo aquí?
La mujer del profesor se asustó y dijo:
—Nada, solo quería coger alguna rana y meterla en el bote.
—Bueno —replicó el vigilante—, no pasa nada, pero recuerda que está prohibido pisar la hierba.
Cuando se alejó el vigilante, la mujer del profesor cavó un hoyo, enterró el bote, alisó el terreno y se fue a pasear por el parque.
Estando en el parque, se le acerca un marinero. «¿Qué tal si nos vamos a dormir?», le dice. Y ella: «¿En pleno día? ¿En qué cabeza cabe?». Pero él sigue a lo suyo: a dormir, a dormir.
El caso es que a la mujer del profesor, efectivamente, le entran ganas de dormir.
Va recorriendo las calles y tiene ganas de dormir. A su alrededor corre la gente, algunos son azules, otros son verdes, pero ella tiene ganas de dormir.
Sigue caminando y se duerme. Y sueña que se le acerca Lev Tolstói con un orinal en la mano. Y ella le pregunta: «¿Eso qué es?». Y él le señala el orinal con el dedo y dice:
—Bueno, yo he hecho aquí dentro una cosa y ahora se la estoy enseñando al mundo entero. Que nadie se quede sin verla.
También la mujer del profesor le echa un vistazo y se da cuenta de que eso ya no es Tolstói, sino un cobertizo, con una gallina dentro.
La mujer del profesor procura coger la gallina, pero la gallina se cuela debajo de la cama y desde allí se asoma, convertida en conejo.
La mujer del profesor se mete debajo de la cama detrás del conejo, y se despierta.
Se despierta y mira: es verdad, está tumbada debajo de la cama.
Sale a rastras de ahí abajo y ve su propia habitación. Ahí está la mesa con el café a medio beber. Y encima de la mesa la nota: «Esto es todo lo que ha quedado de su esposo».
Derrama algunas lágrimas y se sienta de nuevo a terminarse el café frío.
De pronto suena el timbre. ¿Quién será ahora? Entran unos hombres y dicen: «Acompáñenos».
—¿Adonde? -pregunta la mujer del profesor.
—Al manicomio —le responden.
La mujer del profesor empieza a gritar y a resistirse, pero los hombres la agarran y se la llevan al manicomio.
Y ahí está la mujer del profesor, una mujer de lo más normal, sentada en su cama en el manicomio, sosteniendo una caña y pescando en el suelo unos pececillos invisibles.
Esta mujer no es sino un triste ejemplo de toda esa gente desdichada que no ocupa en la vida el puesto que merecería ocupar.
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on 13 octubre 2012
at 21:34
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