Como ya comenté en alguna ocasión, sus cuentos son mucho más herméticos y simbolistas que sus novelas, pero las relaciones madre-hija y la relación de éstas con la sociedad postcolonial (caribeña anglófona) es un tema recurrente tanto en las novelas como en los cuentos como éste.Los críos están leyendo un libro escrito con palabras y frases sencillas.
El cuento, publicado inicialmente en The New Yorker en enero de 1979, está recogido en el volumen "En el fondo del río" de 1983.
La versión es la de Alejandro Pérez Viza.
«Érase una vez un pequeño deshollinador que se llamaba Tom. Pasaba la mitad del tiempo llorando, y la otra mitad riendo. Vosotros quizás hubierais tenido vértigo al mirar hacia abajo: pero Tom no. Vosotros, seguro, os hubierais helado de frío, allí sentados una noche de septiembre, sin el menor atisbo de ropa que os cubriera la espalda mojada; pero Tom era un niño acuático, y por lo tanto no tenía más frío del que hubiera tenido un pez».
Los niños ya han aprendido a escribir sus nombres con una bonita caligrafía. Ya han aprendido cuántos cuartos de penique son un penique, cuántos peniques son un chelín, cuántos chelines son una libra, cuántos días tiene abril, cuántas stone entran en una tonelada. Ahora canturrean y retozan por ahí, rasgándose las faldas con movimientos rápidos y bruscos. ¿De verdad debe llorar Dulcie porque trece de sus compañeros de juegos se hayan sentado sobre ella? Vamos, Dulcie, vamos. Yo misma he tenido que soportar que me besaran muchos chicos groseros con sus labios pequeños y húmedos cuando iban camino de su clase de gimnasia. Yo misma me he tirado a chicas bajo la casa de mi madre. Pero yo nado en un rayo de luz, miro hacia abajo, y me veo a mí misma con total claridad, por los cuatro costados, desde todos los ángulos. Puede que esté a punto de hacer un gran descubrimiento, y puede que después de mi gran descubrimiento me envíen a casa encadenada. Además, quizá mi vida sea tan previsible como la de un insecto y yo esté todavía en la fase de crisálida. ¿Cuán abajo puedo hundirme entonces? Aquella mujer de allí, la del culo tan voluminoso, es importante para mí. Por ella ahorré mis seis peniques en lugar de gastarlos en dulces. ¿Será esto un amor como no hay otro? ¿Y cuánto dolor le habré causado a ella? Y, ¿me ama ella? Me doy cuenta de que mis necesidades son enormes. Pero ahí están de nuevo los niños (yo soy uno de ellos), chillando, no sabría decir si de dolor o de deleite. Los niños, que son preciosos en grupos de tres, y que anoche mismo rogaban a sus madres que les cantaran en voz baja, están hoy vapuleándose unos a otros. Al final del día, los niños tienen los cuellos irritados, el pelo revuelto, suciedad bajo las uñas, los zapatos rozados, las ropas desgarradas. ¿Y por qué? Antes que nada tienen que ser niños.
Yo creceré para convertirme en una mujer alta, agraciada y escultural, e impondré mi voluntad a un gran número de personas, y también provocaré, sólo por divertirme, un gran dolor. Ahora bien. Intentaré ver con claridad. Intentaré hacer distinciones. Intentaré discernir las sutiles gradaciones de color en la ropa de calidad, en la longitud de la uñas, en los modales. Aquella mujer de allí. ¿Es cruel? ¿Me ama? Y si no es así, ¿puedo hacerle cambiar de opinión? Todavía no soy alta, bella, agraciada y capaz de imponer mi voluntad. Ahora nado en un rayo de luz y me veo con total claridad. La escuela es amarilla y está rodeada de grandes árboles de hojas verdes. Dentro están nuestros pupitres y una mujer con gafas que toca el piano. ¿Hay alguna chica capaz de cantar Gaily ther troubadour plucked his guitar de forma tan cautivadora como para que valga la pena convertirla en mi mejor amiga? Y ahí está la misma chica, mugrienta y esplendorosa, colocando trampas para pájaros parleros. ¿Será ella una de mis tentaciones? Ah, éste tiene que ser un amor como ninguno. ¿Pero cómo pueden ser las extremidades que odian los mismos miembros a los que aman? ¿Cómo pueden ser los mismos miembros que me ofuscan hasta la ceguera los que me hagan ver? Estoy indefensa y soy pequeña. Tendré que intentar ver con claridad. Intentaré separar y dividir las cosas como si fueran sumas, como si fueran mercaderías en las estanterías de una tienda. ¿Ésta es mi madre? ¿Está aquí para violentarme? ¿Qué diré de ella a sus espaldas, cuando no esté, mucho después de que ya se haya ido? En su sonrisa se expresa toda su bondad. ¿Recordaré siempre eso? ¿Es que soy horrible? Y en ese caso, ¿seré siempre así? No alcanzar mis objetivos me irrita hasta tal punto que tengo que apretar los puños. Mi atractivo es limitado, y todavía no he aprendido a sonreír. He cogido muchas flores y las he hecho trizas deliberadamente, pétalo a pétalo. Soy tan desdichada, mi rostro es tan anodino, y aun así soy capaz de sobreponerme, levantarme y andar, y mentir enfrentándome a terribles castigos. Me doy cuenta del extraordinario peligro en que me encuentro... una indefensa y miserable niña. Aquí tengo una lista de lo que debo hacer. ¿Está mi vida destinada a
convertirme en una aprendiz de costurera, a seguir un espinoso camino que hay que seguir meticulosamente o abandonar? Dentro, rodeando a la mujer con gafas que toca el piano, los niños cantan armoniosamente una canción. Las voces de los niños: rosas, azules, amarillas, violetas, todas suspendidas en el aire. Todo es suave, todo acogedor, todo es reconfortante. Y, sin embargo, yo, a mi edad, he sufrido ya tanto. Mis lágrimas, mayúsculas, han inundado mis mejillas en ondulados torrentes... mis lágrimas, mayúsculas, y mis manos demasiado pequeñas para contenerlas. Mis lágrimas han sido el resultado de mis desilusiones. Mis desilusiones siguen en pie y siguen creciendo, cada vez más elevadas. Para mí nunca se olvidarán. Ahí están. Permitid que les clave una etiqueta. Permitid que las tenga registradas, como a animales recién domesticados. Permitid que mime a mis desilusiones, que las abrace, que las oculte junto al pecho, porque son muy importantes para mí.
Pero una vez más nado en un rayo de luz, boca abajo, y me veo a mí misma con toda claridad, por los cuatro costados, desde todos los ángulos. Ahí estoy, a punto de hacer un gran descubrimiento, y es posible que, como una antigua parte de la historia, mi presencia dé cabida a algunas teorías. ¿Pero quién las dará a conocer? Mi cuerpo ha estado acumulando agua durante días, pero aun así no voy a llorar. ¿Qué es eso para mí? Todavía no soy una mujer con una terrible carga no deseada. Todavía no soy un perro con un dueño cruel e incapaz de darle cariño. Todavía no soy un árbol creciendo en una tierra árida y acre. Todavía no soy la oscuridad de una mazmorra.
¿Dónde? ¿Qué? ¿Por qué? ¿Cómo, entonces? ¡Ah, eso!
Soy miserable y carezco de alas.
*****
-No te comas los hilos de los plátanos... se te enredarán en el corazón y te matarán.
-Oh. ¿De verdad?
-No.
-¿Es una de esas cosas que se les dicen a los niños?
-No, pero es divertido. Tendrías que verte intentando quitar todos los hilos de los plátanos con tus uñas de mono. ¿Asustada?
-Asustada. Muy asustada.
*****
Hoy, guardando una distancia prudencial, he seguido a la mujer que amo mientras paseaba sobre una alfombra de nenúfares. Mientras paseaba, ha comido algunas bayas negruzcas, negros frutos de los nenúfares. Ha estado mucho tiempo paseando, mientras nombraba lo que debían de ser cosas maravillosas para ella. Entonces, en medio del estanque, se ha detenido, porque un hombre se había plantado de repente frente a ella. Vi que él llevaba ropa hecha de cortezas de árboles y palos en las orejas. Le dijo algo a ella que no pude entender, pero se lo dijo tan enérgicamente que de su boca salieron despedidas gotas de agua negra. La mujer que amo se llevó las manos a los oídos, para protegerse de lo que él le decía. Entonces él hinchó las mejillas y empezó a soplar con tal fuerza que, bajo el brillante sol, parecía a punto de estallar, y la mujer que amo se cubrió los ojos con las manos para protegerse de su visión. Luego, en lugar de sacar su sable de entre los pliegues de su vasta y hermosa falda y partir en dos al hombre por la cintura, se limitó a sonreír -una sonrisa roja, muy roja- y él se desplomó como una mosca, muerto.
*****
El mar, la reluciente y rosácea arena, los bañistas con sus sombreros, dos personas paseando cogidas del brazo, charlando con los rostros muy juntos, gotas de agua salpicándoles hasta la nariz, la espuma del mar en sus tobillos, en las exuberantes pantorrillas, el azul, el verde, el negro, tan insondable, tan plano, una gran y veloz corriente submarina, refulgente, las blancas y pequeñas olas, una tempestad tan intensa que la sal se te mete en los ojos, el mar revuelto furiosamente, zarandeándolo todo como una botella con sedimentos, una embarcación con dos personas que tiran por la borda un fardo marrón, el misterio, los afilados dientes de aquella anguila moteada de amarillo, el ondulante culebreo, los tersos contornos, bocas abiertas, bandadas de grandes y ensordecedores pájaros, grandes familias de gentes vociferantes, enjambres de moscas que te acribillan con sus punzantes aguijones, el mar, persiguiéndome cuando corro a casa, pisándome los talones, hasta la misma puerta, el mar, la mujer.
-¿Te he asustado? Una vez más, ¿te has asustado de mí?
-Me has asustado. Me has dado mucho miedo.
-Oh, tendrías que verte la cara. Me gustaría que pudieras verte la cara. Qué risa me das.
*****
¿Y cuáles son mis miedos? ¡Qué vacas tan grandes! Cuando las veo venir, ¿debería correr y esconderme boca abajo en la cuneta? ¿Son realmente vacas? ¿Puedo estar en un campo de hierba alta y no ver nada en kilómetros y kilómetros a la redonda? Por otro lado, el cielo, inmenso y azul como siempre, tiene sus límites. Esta tarde el viento suena con tanto fragor como en un huracán. No hay suficiente luz. Se oye un ruido... no sabría decir de dónde procede. Una gran caja lleva estampado el sello «Manejar con Cuidado». He estado en un edificio blanco con sinuosos pasillos. He pasado junto a una persona muerta. Allí está la mujer que amo, que es mucho más corpulenta que yo.
*****
Aquel mosquito... ahora una mancha en la pared. Aquel lagarto, corriendo arriba y abajo, arriba y abajo... ahora tan quieto. Aquella hormiga, abotargada y lenta, cargada de huevos en sus mandíbulas... ahora tan quieta. Aquel pájaro verde y azul, con la cabeza erguida, cantando... ahora tan quieto. Aquel cangrejo de tierra, moviéndose lenta, suavemente, incluso con delicadeza, de lado... pero ahora tan quieto. Aquel grillo, posado sobre un brote de un árbol, tan feo, tan repugnante, que me ha hecho sentir tan afligida... ahora tan quieto. Aquella mangosta, ora dormida en su madriguera, ora robando las gallinas dormidas, moviéndose con rapidez, sus ojos como dos puntos de luz... ahora tan quieta. Aquella mosca, pasando tan alegremente de pasta de té en pasta de té... ahora tan quieta. Aquella mariposa, volando satisfecha de una bella planta a otra igualmente hermosa bajo el primer sol de la mañana... ahora tan quieta. Aquel renacuajo, nadando placenteramente en aguas poco profundas... ahora tan quieto.
Debo proyectar una sombra y permanecer imperceptible.
Mis manos, marrones por este lado, rosadas por este otro, ora indiscriminadamente peligrosas, ora erráticas y pródigas, ora crueles e insensibles, ora implacables y despiadadas, pero ahora inocentemente dormidas en un vestido de mangas trenzadas, ahora sosteniendo un cucurucho de helado, ahora tendidas con anhelo, ahora unidas durante la oración, ahora sintiendo seguridad y alivio, ahora suplicando por mis deseos, ahora gratas y agradables, y ahora, incluso ahora, tan quietas en la cama, en el sueño.
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on 24 octubre 2012
at 20:57
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