30
junio

Wenceslao Fernández Flórez - "El ejemplo del difunto Pedroso"

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Siempre se ha señalado a Juan Rulfo, Uslar Pietri, y algún otro, como padres del realismo mágico, y a éste como un fenómeno puramente americano. Pero si nos atenemos a la definición básica de realismo mágico como la preocupación estilística y el interés de mostrar lo irreal o extraño como algo cotidiano y común, no es ser muy retorcida por pensar que el realismo mágico nace en Galicia a partir de la obra de autores como Cunqueiro o Fernández Flórez.
Me agradaría disponer del tiempo suficiente para escribir un tratado acerca de las revistas ilustradas. No creo que haya nadie que pueda expresar, a propósito de ellas, ideas más extraordinarias ni narrar anécdotas más interesantes. Desde luego, en América no encontraría competidor. Nunca he podido explicarme cómo pueden existir en América esas publicaciones. En los países donde no rijan monarquías debe de ser dificilísimo dar amenidad a un número. Aun los más inexpertos saben que la principal atracción de una revista consiste en adornarse con numerosas fotografías de los reyes. El público aprecia mucho la variedad que hay entre un grabado que representa al rey presidiendo una sesión de la Academia de Jurisprudencia y otro grabado que ofrezca la imagen del mismo rey asistiendo a una junta del Consejo de Estado.
Yo amo las revistas, principalmente por el dulce consuelo que ofrecen al mísero mortal sus planas de anuncios. La gente no parece haber detenido su atención en la fuente inagotable de optimismo que constituyen esas páginas. Leyéndolas el hombre se encuentra bruscamente trasladado a un paraíso, donde todo el mal tiene remedio y cualquier ansia realización. El semblante del lector se ilumina, vuelve a brillar en sus ojos la suave lucecita de la esperanza... La magia de aquella descuidada literatura se adueña de él y le hace creer que vive en una edad maravillosa en que la voluntad realiza, apenas formulado, el más difícil deseo. Las planas de anuncios de la revista van dogmatizando ante él.
—¿Te duele el pecho? Nada más que el que quiere fallece por padecer de las vías respiratorias. ¿Cuál es tu ideal? ¿Comprar muebles baratos? He aquí muebles baratos. Te desafío a que expreses un ruego que no pueda atender. Oye una gran noticia: ya no hay calvos. Puedo decirte que una señora ofrece comunicar gratuitamente a los que sufran neurastenia un remedio seguro. ¿Quieres crecer ocho centímetros? Es muy fácil... ¿Deseas colocarte rápidamente? Anúnciate en estas planas...
Y así, de una manera concisa y atropellada, las páginas de anuncios de las revistas nos sugieren la ilusión de un mundo feliz, en el que nadie es calvo, en el que no hay señoritas anémicas, en el que todos tienen dos metros de estatura, y muebles baratos, y un destino a medida de su voluntad.
Todo es plausible y merece, ciertamente, gratitud profunda. Tenemos que lamentarnos, no obstante, de que las revistas fomentan, más que ninguna otra cosa en el mundo, la vanidad de los hombres.
La hiperestesia de la vanidad presenta en el individuo dos manifestaciones inconfundibles: una aguda necesidad de que le publiquen el retrato, y la irreprimible tendencia a escribir versos.
Entre los seres de la especie humana existe la costumbre de no dejar pasar, sin comentario, la aparición de cada una de las estaciones del año. Por ejemplo, el 21 de marzo mucha gente suele decir: "Ya está aquí la primavera." Los más exaltados exclaman: "¡Gracias a Dios que llega la primavera!"
Pero la verdad es que no le dan más importancia.
Entre aquellos seres figuran, sin embargo, algunos que se apartan de esta conducta normal. Se encierran en su estudio, meditan, luchan con el lenguaje, le arrancan denodadamente cierto número de palabras que tienen terminaciones iguales o análogas, se imponen la tortura de que cada renglón que escriben no pase de determinada cantidad de sílabas y, a la postre, envían a la revista unos versos que en sustancia dicen:
—Ha llegado la primavera. La primavera es encantadora. Nacen las flores y parece que los pájaros están más alegres que en el invierno.
El más encarnizado cultivador de las revistas es el hombre que quiere que publiquen su fotografía. Desde el soborno hasta la simple recomendación, no vacila en apelar a todos los procedimientos.
Yo he sido testigo de una curiosa tenacidad. No tengo la pretensión de que el caso me haya ocurrido a mí solamente; es seguro que otros podrán contar sucedidos análogos; pero no es esta una razón para que contraríe mi deseo de divulgarlo. Recuerdo que era una noche de lluvia. Acababan de dar las doce, y yo tomaba un ponche en un café céntrico de Madrid. Confieso que el ruido de la lluvia me empereza, me abstrae. Nada hay que sugiera en mí tantas imágenes interiores. Fumo, pienso y me molesta que alguien intente romper mi ensueño. Si en estos instantes tiene uno un urgente quehacer abandonado, el placer reviste entonces caracteres de inefable.
Acababan de dar las doce cuando se abrió la puerta del café. Y entró Pedroso.
Pedroso había muerto hacía tres días. Nadie puede admirarse de que a mí me extrañase un poco verle entrar.
El hombre dio una rápida ojeada a las mesas y vino hacia mí. Me contrarió aquello, pero mientras se acercaba tuve tiempo a pensar:
—Este Pedroso va a fastidiarme de veras. No tengo humor ni para moverme de mi asiento, y si él se acerca no me queda más remedio que hacer lo que hace todo el mundo delante de un aparecido. Será necesario que dé un grito, que agite los brazos, que me desmaye... Desde luego, no podré seguir fumando ni podré terminar el ponche...
Tuve una idea magnífica.
—Fingiré no saber su defunción.
El espectro estaba ya ante mí. Adopté un gesto amigable.
—Buenas noches, querido Pedroso. ¿Cómo le va?
Me miró un poco desconcertado. Se advirtió que cedía a la costumbre al contestar:
—Bien; muchas gracias.
Agregó con voz cavernosa:
—Vengo en busca de usted.
—Siéntese —supliqué—. Tiene usted una voz demasiado ronca. Se ve que está acatarrado. Me permito recomendarle que tome un ponche, como yo.
Iba a llamar al mozo. Me contuvo.
—No tomo ponche.
—¿Acaso un grog?
—Tampoco.
—¿Ni un café?
Suspiró con melancolía:
—¡El café ha sido mi delirio! ¡Tomaba diariamente doce cafés! Lo echo muy de menos.
—Pues bien: un café...
—Es inútil...
—¡Eh! —grité al camarero—, traiga un café.
Pedroso me contempló otra vez sorprendido. Había abandonado ya el ronco tono en que se había creído el deber de hablarme. Inquirió:
—Pero... ¿usted no sabe...?
Me miró fijamente. Yo sonreía. Gimió, ocultando su rostro entre las manos.
—¡Señor, no está enterado! ¡He perdido el viaje! ¿Cómo contarle ahora...?
—Pedroso —le dije—, comprendo que viene usted de asistir a una representación de "El oscuro dominio" y que está todo lo trastornado que cabe suponer en un hombre que viene sin gabán en una noche como esta.
Pedroso se puso en pie. Me preguntó en voz baja:
—¿Gabán? ¿Está usted loco? ¿Ha visto usted algún difunto entrar en un café con el gabán puesto?
Le vi decidido a hacer la revelación. Resolví impedirlo.
—No, ciertamente. Ningún difunto se atrevería a entrar nunca en un café, fuese cual fuese su indumento.
Pareció afectarse mucho.
—¿Usted cree eso?
—Estoy seguro. He leído todos los cuentos de Hoffman y de Poe, y las narraciones de la señora H. P. Blavatski. Y en ninguna de esas páginas se menciona el caso de un espectro que concurra a un café.
Se arrugó la frente de Pedroso.
—¿Supone usted que eso sería de mal gusto?
—Tengo, por lo menos, la certeza de que la gente sensata lo juzgaría severamente.
El aparecido volvió a suspirar, meditó unos instantes y comenzó a andar hacia la puerta. Ya me creía libre; pero volvió con paso decidido.
—A pesar de todo —me dijo—, yo no quiero marcharme sin resolver la cuestión que aquí me trajo. Y para ello es preciso que le diga la verdad. No me juzgue usted mal; pero yo... estoy muerto.
No era posible prolongar la comedia.
—¡Querido Pedroso! —murmuré—. ¿Es cierto eso?
—Cierto es.
Busqué algunas frases adecuadas:
—¡Parece mentira! ¡Si hace una semana que le he visto sano y robusto!
—¡Así es la vida!
—Comprendo —me apresuré a añadir cortésmente— que tiene usted razones para estar indignado contra mí. ¡No haberme enterado! Pero le ofrezco a usted que mañana mismo haré una visita de pésame a su familia...
El rostro de Pedroso se serenó.
—Algo quejoso de usted estoy, en efecto; pero por causa bien distinta. Usted es director de una revista ilustrada. En esa revista hay una sección que se titula "Muertos ilustres", en la que publican los retratos de todas las personas notables que fallecen... ¿Cómo no se han acordado en la Redacción de mí? Cuando feneció Gutiérrez se publicó el retrato de Gutiérrez. Y ¿quién era Gutiérrez, válgame Dios? Un poetilla ripioso. ¿Podía compararse conmigo? Francamente... Yo he pensado muchas veces que cuando me muriese mi retrato aparecería en esa sección... Era una idea que me hacía simpatizar con la tumba... Y ahora...
—Querido Pedroso —intenté disculparme—, hay mucho original... Disponemos de muy poco espacio...
—El original, el espacio!... —protestó—. Cuando se trata de un verdadero amigo..., de un hombre de mérito... Prométame usted que aparecerá en el próximo número.
Al fin cedí. Pedroso me estrechó las manos:
—¡Gracias, gracias! Me vuelvo satisfecho al sepulcro. No he salido más que para hacerle este ruego. Ya ve usted... ¡El ideal de toda mi vida!...
Quiso pagar el ponche. Me anticipé. Guardó maquinalmente, siguiendo su vieja costumbre, los terrones de azúcar que había sobre la mesa, y se fue feliz por ser muerto y aparecer fotograbado.

29
junio

Ana María Matute - "Pecado de omisión"

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Ana María Matute es considerada por muchos como la gran novelista española de la posguerra. Aunque neorrealista, a veces tiene coqueteos con el modernismo y el surrealismo. Es miembro de la Real Academia Española.
A los trece años se le murió la madre, que era lo último que le quedaba. Al quedar huérfano ya hacía lo menos tres años que no acudía a la escuela, pues tenía que buscarse el jornal de un lado para otro. Su único pariente era un primo de su madre, llamado Emeterio Ruiz Heredia. Emeterio era el alcalde y tenía una casa de dos pisos asomada a la plaza del pueblo, redonda y rojiza bajo el sol de agosto. Emeterio tenía doscientas cabezas de ganado paciendo por las laderas de Sagrado, y una hija moza, bordeando los veinte, morena, robusta, riente y algo necia. Su mujer, flaca y dura como un chopo, no era de buena lengua y sabía mandar. Emeterio Ruiz no se llevaba bien con aquel primo lejano, y a su viuda, por cumplir, la ayudó buscándole jornales extraordinarios. Luego, al chico, aunque le recogió una vez huérfano, sin herencia ni oficio, no le miró a derechas, y como él los de su casa.
La primera noche que Lope durmió en casa de Emeterio, lo hizo debajo del granero. Se le dio cena y un vaso de vino. Al otro día, mientras Emeterio se metía la camisa dentro del pantalón, apenas apuntando el sol en el canto de los gallos, le llamó por el hueco de la escalera, espantando a las gallinas que dormían entre los huecos:
-¡Lope!
Lope bajó descalzo, con los ojos pegados de legañas. Estaba poco crecido para sus trece años y tenía la cabeza grande, rapada.
-Te vas de pastor a Sagrado.
Lope buscó las botas y se las calzó. En la cocina, Francisca, la hija, había calentado patatas con pimentón. Lope las engulló deprisa, con la cuchara de aluminio goteando a cada bocado.
-Tú ya conoces el oficio. Creo que anduviste una primavera por las lomas de Santa Áurea, con las cabras de Aurelio Bernal.
-Sí, señor.
-No irás solo. Por allí anda Roque el Mediano. Iréis juntos.
-Sí, señor.
Francisca le metió una hogaza en el zurrón, un cuartillo de aluminio, sebo de cabra y cecina.
-Andando -dijo Emeterio Ruiz Heredia.
Lope le miró. Lope tenía los ojos negros y redondos, brillantes.
-¿Qué miras? ¡Arreando!
Lope salió, zurrón al hombro. Antes, recogió el cayado, grueso y brillante por el uso, que guardaba, como un perro, apoyado en la pared.
Cuando iba ya trepando por la loma de Sagrado, lo vio don Lorenzo, el maestro. A la tarde, en la taberna, don Lorenzo fumó un cigarrillo junto a Emeterio, que fue a echarse una copa de anís.
-He visto a Lope -dijo-. Subía para Sagrado. Lástima de chico.
-Sí -dijo Emeterio, limpiándose los labios con el dorso de la mano-. Va de pastor. Ya sabe: hay que ganarse el currusco. La vida está mala. El «esgraciado» del Pericote no le dejó ni una tapia en que apoyarse y reventar.
-Lo malo -dijo don Lorenzo, rascándose la oreja con su uña larga y amarillenta- es que el chico vale. Si tuviera medios podría sacarse partido de él. Es listo. Muy listo. En la escuela...
Emeterio le cortó, con la mano frente a los ojos:
-¡Bueno, bueno! Yo no digo que no. Pero hay que ganarse el currusco. La vida está peor cada día que pasa.
Pidió otra de anís. El maestro dijo que sí, con la cabeza. Lope llegó a Sagrado, y voceando encontró a Roque el Mediano. Roque era algo retrasado y hacía unos quince años que pastoreaba para Emeterio. Tendría cerca de cincuenta años y no hablaba casi nunca. Durmieron en el mismo chozo de barro, bajo los robles, aprovechando el abrazo de las raíces. En el chozo sólo cabían echados y tenía que entrar a gatas, medio arrastrándose. Pero se estaba fresco en el verano y bastante abrigado en el invierno.
El verano pasó. Luego el otoño y el invierno. Los pastores no bajaban al pueblo, excepto el día de la fiesta. Cada quince días un zagal les subía la «collera»: pan, cecina, sebo, ajos. A veces, una bota de vino. Las cumbres de Sagrado eran hermosas, de un azul profundo, terrible, ciego. El sol, alto y redondo, como una pupila impertérrita, reinaba allí. En la neblina del amanecer, cuando aún no se oía el zumbar de las moscas ni crujido alguno, Lope solía despertar, con la techumbre de barro encima de los ojos. Se quedaba quieto un rato, sintiendo en el costado el cuerpo de Roque el Mediano, como un bulto alentante. Luego, arrastrándose, salía para el cerradero. En el cielo, cruzados, como estrellas fugitivas, los gritos se perdían, inútiles y grandes. Sabía Dios hacia qué parte caerían. Como las piedras. Como los años. Un año, dos, cinco.
Cinco años más tarde, una vez, Emeterio le mandó llamar, por el zagal. Hizo reconocer a Lope por el médico, y vio que estaba sano y fuerte, crecido como un árbol.
-¡Vaya roble! -dijo el médico, que era nuevo. Lope enrojeció y no supo qué contestar.
Francisca se había casado y tenía tres hijos pequeños, que jugaban en el portal de la plaza. Un perro se le acercó, con la lengua colgando. Tal vez le recordaba. Entonces vio a Manuel Enríquez, el compañero de la escuela que siempre le iba a la zaga. Manuel vestía un traje gris y llevaba corbata. Pasó a su lado y les saludó con la mano.
Francisca comentó:
-Buena carrera, ése. Su padre lo mandó estudiar y ya va para abogado.
Al llegar a la fuente volvió a encontrarlo. De pronto, quiso llamarle. Pero se le quedó el grito detenido, como una bola, en la garganta.
-¡Eh! -dijo solamente. O algo parecido.
Manuel se volvió a mirarle, y le conoció. Parecía mentira: le conoció. Sonreía.
-¡Lope! ¡Hombre, Lope...!
¿Quién podía entender lo que decía? ¡Qué acento tan extraño tienen los hombres, qué raras palabras salen por los oscuros agujeros de sus bocas! Una sangre espesa iba llenándole las venas, mientras oía a Manuel Enríquez.
Manuel abrió una cajita plana, de color de plata, con los cigarrillos más blancos, más perfectos que vio en su vida. Manuel se la tendió, sonriendo.
Lope avanzó su mano. Entonces se dio cuenta de que era áspera, gruesa. Como un trozo de cecina. Los dedos no tenían flexibilidad, no hacían el juego. Qué rara mano la de aquel otro: una mano fina, con dedos como gusanos grandes, ágiles, blancos, flexibles. Qué mano aquélla, de color de cera, con las uñas brillantes, pulidas. Qué mano extraña: ni las mujeres la tenían igual. La mano de Lope rebuscó, torpe. Al fin, cogió el cigarrillo, blanco y frágil, extraño, en sus dedos amazacotados: inútil, absurdo, en sus dedos. La sangre de Lope se le detuvo entre las cejas. Tenían una bola de sangre agolpada, quieta, fermentando entre las cejas. Aplastó el cigarrillo con los dedos y se dio media vuelta. No podía detenerse, ni ante la sorpresa de Manuelito, que seguía llamándole:
-¡Lope! ¡Lope!
Emeterio estaba sentado en el porche, en mangas de camisa, mirando a sus nietos. Sonreía viendo a su nieto mayor, y descansando de la labor, con la bota de vino al alcance de la mano. Lope fue directo a Emeterio y vio sus ojos interrogantes y grises.
-Anda, muchacho, vuelve a Sagrado, que ya es hora...
En la plaza había una piedra cuadrada, rojiza. Una de esas piedras grandes como melones que los muchachos transportan desde alguna pared derruida. Lentamente, Lope la cogió entre sus manos. Emeterio le miraba, reposado, con una leve curiosidad. Tenía la mano derecha metida entre la faja y el estómago. Ni siquiera le dio tiempo de sacarla: el golpe sordo, el salpicar de su propia sangre en el pecho, la muerte y la sorpresa, como dos hermanas, subieron hasta él así, sin más.
Cuando se lo llevaron esposado, Lope lloraba. Y cuando las mujeres, aullando como lobas, le querían pegar e iban tras él con los mantos alzados sobre las cabezas, en señal de indignación, «Dios mío, él, que le había recogido. Dios mío, él, que le hizo hombre. Dios mío, se habría muerto de hambre si él no lo recoge...», Lope sólo lloraba y decía:
-Sí, sí, sí...

28
junio

Herman Melville - "Moby Dick"

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No sé si calificar a esta novela como una de las más controvertidas. La crítica es prácticamente unánime en calificarla como obra maestra. Sin embargo también hay voces que disienten y la califican una de las más aburridas de la historia. "Moby-Dick" es profundamente simbolista. En ella se aborda desde la biología a la religión pasando por el idealismo, el pragmatismo, la venganza, el racismo,... Es un ejemplo bastante claro de lo que fue el "romanticismo oscuro", esa variante estadounidense del romanticismo, absolutamente pesimista, que cultivaron entre otros Poe o Hawthorne. La ambigüedad respecto a lo que Moby-Dick es y representa obliga al lector a interpretarla según su predisposición personal. No hay dos lecturas iguales.
Llamadme Ismael. Hace unos años -no importa cuánto hace exactamente-, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala. Con floreo filosófico, Catón se arroja sobre su espada; yo, calladamente, me meto en el barco. No hay nada sorprendente en esto. Aunque no lo sepan, casi todos los hombres, en una o en otra ocasión, abrigan sentimientos muy parecidos a los míos respecto al océano.

27
junio

Victoriano Crémer

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Hoy ha fallecido Victoriano Crémer (tenía 102 años). Novelista, ensayista, poeta, fue cofundador de la revista de poesía "Espadaña", revista que publicó la obra de los poetas opuestos al franquismo.

CANSANCIO
A tu embate me rindo. Ya no lucho
por conseguir tu beso. Estoy cansado,
y a través de la carne luminosa
he conseguido ver. Saber de ti.

Tú, tan remota, tan alejada siempre
del caudal de esta sangre, te has entrado
como un viento en las venas y tu furia
desordenó la gracia de mis trigos.

Me llegan las palabras, de ti misma,
y en ti, cuajada, queda la mirada.
Soy un ajeno mármol que rechaza
tus calientes caricias de pantera.

Perseguías girar en mis hogueras,
azotarte en mis llamas, reclinarte
sumisa entre mis cardos violentos,
mientras la sangre choca y se devela.

Pero ya no es posible. Estoy cansado;
seco como una estrella. Ya no lucho.
Sonrío, contemplando hombres de sueño,
buscándote en callejas temerarias.



MUCHACHA FEA ANTE EL ESPEJO
Tímidamente pregunto
por mi carne de nardo
a los hondos espejos de la noche,
en la soledad de las alcobas.

Como ríos inmóviles, naciendo de improviso,
la imagen desolada me devuelven,
en un oscuro grito sumergido:

(Mi quebrada cintura, el amplio abrazo,
que sostienen mis hombros;
mis duros besos, la mirada
de doliente tigresa
y este mi vientre estéril
que soporta su brío de mar encadenado.)

Los encajes marchitan sus frescas azucenas
entre olor de manzanas;
y los oscuros cuencos que contendrán mis senos
se esparcen como rosas quemadas en la espera.

¿Qué tonos violentos, qué descrinados potros
romperán con sus cascos mis helados cristales,
mi azorado silencio,
mi soledad, poblada de nieblas y rubores?

Me siento desvelada por manos de ceniza,
recorrida por tristes miradas compasivas,
evitada por sauces y ríos vigorosos
a quienes doy mi blanco desnudo palpitante.

Lejanas voces claman.
Cuerpos, como montañas, se golpean, se funden,
y su lava se vierte
sobre la vida ávida, fecundando sus brotes...

Rompen ríos de sangre sus oscuras cortezas,
y entre bosques, se buscan
y mezclan sus furiosos caudales enemigos
elevando a los cielos sus sangrientos despojos.

Y yo, sola, me busco
entre espejos siniestros;
sin encajes ni lágrimas, con mi triste desnudo
-¡Oh fealdad doliente!-,
saltándome a los labios
como un perro, en la triste soledad de mi alcoba...

Vladimir Nabokov - "La tormenta"

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En la esquina de una calle cualquiera de Berlín oeste, bajo el dosel de un tilo en plena floración, me vi envuelto en una ardiente fragancia. Masas de niebla ascendían en el cielo nocturno y, cuando el último hueco de estrellas fue absorbido en ellas, el viento, ese fantasma ciego, cubriéndose el rostro con las mangas, barrió la calle desierta. En la oscuridad mate, sobre los postigos de hierro de una barbería, su escudo colgante —una bacía de plata— empezó a oscilar como un péndulo.
Llegué a casa y me encontré con que el viento me estaba esperando en la habitación: golpeaba el marco de la ventana... pero en cuanto cerré la puerta tras de mí, escenificó un reflujo inmediato. Bajo mi ventana había un patio profundo donde, durante el día, las camisas, crucificadas en tendederos radiantes por el sol, brillaban a través de los macizos de lilas. De aquel patio surgían de vez en cuando voces de todo tipo: el ladrido melancólico de los traperos o de los que compraban botellas vacías; a veces, el lamento de un violín lisiado y, en una ocasión, una rubia obesa se colocó en el centro del patio y rompió a cantar una canción tan hermosa que las muchachas se asomaron a todas las ventanas, doblando sus cuellos desnudos. Luego, cuando hubo acabado, se produjo un momento de una quietud extraordinaria, sólo se oyó a mi patrona, una viuda desaliñada, que empezó a gemir y a sonarse la nariz en el pasillo.
Ahora, en aquel patio iba creciendo una penumbra sofocante; luego, el ciego viento, que se había deslizado impotente hasta la profundidad del patio, retomó sus fuerzas, comenzó a alzarse hacia las alturas y, repentinamente, ocupó todo el lugar, sin dejar de subir, en las aberturas ámbar de la pared negra de enfrente, empezaron a aparecer como flechas las siluetas de brazos y de cabezas despeinadas que trataban de alcanzar las ventanas abiertas que el viento disparaba, para cerrar ruidosamente sus postigos y sujetarlos firmemente. Las luces se apagaron. Justo después, la avalancha de un ruido sordo, el ruido del trueno distante, se puso en movimiento, e inició su marcha avasalladora a través del cielo de oscuro violeta. Y, de nuevo, todo se quedó parado y en silencio como se había quedado cuando la mujer acabó su canción, las manos apretadas contra sus amplios senos.
En este silencio me quedé dormido, exhausto por la felicidad de mi día, una felicidad que no puedo describir por escrito, y mi sueño estuvo lleno de ti.
Me desperté porque la noche había comenzado a romperse en pedazos. Un resplandor pálido y salvaje volaba por el cielo como un rápido reflejo de radios colosales. El cielo se rasgaba en un estrépito tras otro. La lluvia caía en un flujo espacioso y sonoro.
Yo estaba embriagado por aquellos temblores azulados, por el frío volátil y agudo. Me encaramé al alféizar mojado de la ventana y respiré el aire sobrenatural, que hizo vibrar mi corazón como un cristal.
Más cerca todavía, de forma más grandiosa aún, el carro del profeta rodaba con estrépito a través de las nubes. La luz de la locura, de las visiones penetrantes, iluminaba el mundo nocturno, las pendientes metálicas de los tejados, los volátiles macizos de lilas. El dios del trueno, un gigante de pelo blanco con una barba furiosa, al viento sobre su espalda, vestido con los pliegues flameantes de un ropaje deslumbrante, se erguía, sacando pecho en su carro de fuego, frenando con brazos tensos a sus enormes corceles, negros como la pez y con crines como un relámpago violeta. Habían conseguido escapar al control de su amo, dispersaban chispas de espuma crujiente, el carro estaba a punto de volcar, y el arrebolado profeta tiraba en vano de las riendas. Tenía el rostro descompuesto por el viento y por el esfuerzo; el remolino, haciendo volar los pliegues de su túnica, dejó al descubierto una poderosa rodilla; los corceles movían sus crines llameantes y galopaban más y más violentamente en un vertiginoso descenso por las nubes. Luego, con cascos de trueno, se lanzaron a través de un tejado brillante; el carro daba bandazos, Elias se tambaleó, y los corceles, enloquecidos al contacto con el metal mortal, volvieron a saltar hacia el cielo. El profeta salió despedido. Una rueda se soltó. Desde mi ventana vi cómo su enorme aro de fuego caía sobre un tejado, cómo vacilaba al borde del mismo hasta caer finalmente en la oscuridad, mientras que los corceles, tirando del carro volcado, ya alcanzaban al galope las nubes más altas; el retumbar cesó, y el resplandor tormentoso se desvaneció en abismos lívidos.
El dios del trueno, que había caído en un tejado, se levantó pesadamente. Se resbalaba con aquellas sandalias; rompió la ventana de un dormitorio con el pie, gruñó, y con un movimiento de su brazo se agarró a una chimenea para sostenerse. Lentamente giró su rostro enfurecido mientras sus ojos buscaban algo —probablemente la rueda que se había desprendido volando de su eje dorado. Luego miró hacia arriba, con los dedos enganchados en su rizada barba, movió la cabeza enfadado —ésta no era probablemente la primera vez que esto le sucedía— y, cojeando ligeramente, empezó a descender con cautela.
Todo excitado conseguí arrancarme de la ventana, corrí a ponerme la bata y bajé a toda prisa la empinada escalera hasta el patio. La tormenta había pasado pero todavía permanecía en el aire una ráfaga de lluvia. Hacia el este una palidez exquisita iba invadiendo el cielo.
El patio, que desde arriba parecía rebosar de densa oscuridad, no albergaba, en realidad, más que una delicada niebla que ya se estaba fundiendo. En el macizo de césped central, oscurecido por la humedad, había un anciano magro, encorvado, vestido con una bata empapada, que no hacía más que murmurar entre dientes y mirar en torno suyo. Al verme, cerró los ojos enfadado y me dijo: «¿Eres tú, Eliseo?».
Yo le saludé. El profeta chasqueó la lengua sin dejar de rascarse la calva.
—He perdido una rueda. Búscamela, ¿quieres?
La lluvia ya había cesado por completo. Unas nubes enormes del color de las llamas se habían agrupado encima de los tejados. Los macizos, la valla, la brillante caseta del perro, flotaban en el aire azulado y soñoliento que nos rodeaba. Buscamos durante mucho tiempo en distintos rincones. El anciano no dejaba de gruñir, subiéndose los faldones de su pesada túnica, salpicándose al pasar por los charcos con sus sandalias, y una gota brillante le colgaba de su gran nariz huesuda. Al hacer a un lado un pequeño macizo de lilas, vi, en un montón de basura, entre cristales rotos una rueda de perfil estrecho que debía haber pertenecido al coche de un niño pequeño. El anciano expresó un gran alivio tras de mí. Presuroso, casi bruscamente, me hizo a un lado y me arrebató el herrumbroso aro. Con un guiño alegre dijo: «Así es que rodó hasta aquí».
Y entonces se me quedó mirando, sus cejas blancas se unieron en un gesto de descontento, y como si se hubiera acordado de algo, dijo con voz impresionante: «Vuélvete de espaldas, Eliseo».
Obedecí, incluso cerré los ojos al hacerlo. Me quedé así durante unos minutos más o menos, pero luego ya no pude controlar mi curiosidad.
El patio estaba vacío, a excepción del viejo perro desgreñado con su hocico canoso que había sacado la cabeza de su caseta y miraba hacia arriba, como una persona, con ojos asustados. Yo también alcé la vista. Elias se había abierto camino hasta el tejado, con el aro de hierro brillando en su espalda. Sobre las chimeneas negras se perfilaba una nube de aurora como si fuera una montaña de tonos naranja, y más allá, una segunda y una tercera. El perro, acallado, y yo observamos juntos cómo el profeta que había alcanzado la cresta del tejado, se alzaba sin precipitación y con toda su calma a la nube y cómo continuaba subiendo pisando pesadamente por masas de suave fuego...
Los rayos de sol alcanzaron su rueda y se convirtió al momento en algo grande y dorado, y también Elias parecía ahora como si estuviera vestido de llamas, que se mezclaban con la nube del paraíso sobre la que seguía caminando siempre más arriba hasta desaparecer en la garganta gloriosa del cielo.
Y el perro decrépito esperó a ese preciso momento para romper su silencio con el ladrido ronco de la mañana. Pequeñas olas cruzaban la superficie brillante de uno de los charcos dejados por la lluvia. La ligera brisa agitaba los geranios de los balcones. Dos o tres ventanas se despertaron. Corrí sin quitarme mis zapatillas empapadas ni mi vieja bata hasta la calle para tomar el primer tranvía que pasara, y levantándome los faldones de la bata, sin parar de reírme de mí mismo mientras corría, me imaginé que, dentro de unos momentos, estaría en tu casa y te empezaría a contar el accidente aéreo de aquella noche y la historia del profeta enfadado que cayó en el patio de mi casa.

26
junio

Groucho Marx - "Groucho y yo"

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Este libro podría ser una especie de autobiografía, pero en realidad es una crónica, casi costumbrista (o sin casi), de la vida en los Estados Unidos en el primer tercio del siglo XX.
La molestia que supone escribir un libro sobre ti mis­mo es que no puedes andar haciéndote el estúpido. Si es­cribes sobre cualquier otra persona, puedes estirar la ver­dad desde aquí hasta Finlandia. Si escribes sobre ti mismo, la más pequeña desviación te hace advertir en seguida que puede haber honor entre los ladrones, pero que tú no eres más que un cochino mentiroso.
A pesar de que en general ya es cosa sabida, creo que más o menos es el momento de anunciar que nací en una edad muy temprana. Antes de que pudiera lamentarlo, ya tenía cuatro años y medio. Ahora que estamos tratando de la edad, dejémoslo a un lado. No tiene importancia saber cuántos años tengo. Lo que es importante, sin embargo, es saber si habrá suficientes personas que compren este libro para justificar el consumo de los remanentes de mi vitalidad, en rápido declive, que me ha costado escribirlo.
La edad no es un tema particularmente interesante. Cualquiera puede hacerse viejo. Todo lo que se requiere es vivir durante bastante tiempo. Siempre me divierto cuando los periódicos divulgan el retrato de un hombre que ha logrado vivir hasta los cien años. Por lo común se trata de un individuo un tanto escacharrado que invaria­blemente parece más cercano a los doscientos años que al siglo. No basta que el periódico divulgue una fotografía de esa destartalada cáscara vacía. El anciano oráculo tiene que proclamar entonces el secreto de su longevidad.
(...)

25
junio

Álvaro Cunqueiro - "Contra la lluvia"

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Este extracto pertenece al libro "Viajes imaginarios y reales" de Álvaro Cunqueiro. Dicho libro es en realidad una recopilación de artículos y extractos de otras obras del autor.
Lady Augusta Gregory se ha referido una vez a ciertas prácticas mágicas de los gaélicos antiguos contra la lluvia, algunas de las cuales exigen que, previamente, se identifique un culpable, que lo había, del temporal pluvioso. En tiempos de las persecuciones de los paganos contra los primeros cristianos, estos eran acusados de los chaparrones y las inundaciones. Se refiere a ello Tertuliano citando aquello de pluvia cadet, causa christiani sunt (llueve, la culpa es de los cristianos). Y en seguida venía la degollina. Esto de los mártires y la meteorología está sin estudiar. Yo tengo tomadas algunas notas.
Ahora recuerdo aquel Teótimo de Adana —la ciudad episcopal del famoso clérigo Teófilos, cuya historia cuenta, entre otros, Gonzalo de Berceo—, que fue acusado de haber puesto en el cielo, desde el alba a la anochecida, un espléndido arco iris el día en que fueron quemadas allí unas vírgenes. Salieron guardas contra Teótimo, lo hubieron, y en su zurrón encontraron el arco iris doblado. Teótimo hubiera podido atar con él a los persecutores, y quemarlos, que el arco iris tenía partes de ardiente y terrible fuego, pero era un alma compasiva. El arco iris se perdió en lo alto, donde parpadean las estrellas, y Teótimo se dejó cortar a trocitos en la plaza de Adana, junto a la fuente, que eran cuatro leones que echaban agua por la boca, como en la antigua de la Plaza Mayor de Lugo.
Volviendo a la magia gaélica, identificado el culpable de las grandes lluvias en la isla de San Patricio, se averiguaba por qué era pluvioso. Fagha Fiona, por ejemplo, producía nieblas y grandes lluvias cuando se ponía melancólico y añoraba los años pasados en Ceash como paje de la hermosa Guendola. Comenzaba la cenicienta neblina por envolverlo a él, espumilla de la memoria de los alegres días, y después envolvía su reino y finalmente toda la isla y el gran mar. Fagha pasa por ser el inventor, en Irlanda, de las tenacillas para rizar el pelo. El deán Swift se rió una vez de estas fábulas de las invenciones a las que los gaélicos fueron tan aficionados como los griegos del tiempo pasado. Por ejemplo, de Lenke O'Donnell, inventor del colador. Y volviendo a Fagha Fiona, hubo que convencerlo de que hiciese un viaje a Ceash, donde todavía vivía Guendola, sentada en la solana, enrollando hojas de menta seca y diciendo adiós con un pañuelo rojo a los viajeros. Guendola era ya una anciana, el pelo blanco, pero conservaba toda la dentadura y aún tenía los labios frescos y colorados. Fagha no se atrevió a acercarse a ella porque vestía un traje viejo y mendado, pero le habló desde detrás de la cerca que hacían al jardín de la dama los varales en los que se enredaba el lúpulo. Recordaron ambos veranos pasados y Guendola sonrió. Desde entonces Fagha dejó de ser pluvioso y cada vez que recordaba los días de Ceash recordaba la sonrisa de Guendola, y entonces, aunque fuese en el medio del cruel invierno, se abría sobre el mundo una hermosa hora de dulce sol.
Actualizando el pensamiento de aquellos magos célticos, siempre además poetas en voz alta y arpistas estrepitosos, se podría afirmar que una concentración en un punto determinado de media docena de tristes y angustiados puede producir un día de intensa lluvia. Probablemente, si encima son literatos, las lluvias serán más fuertes. Habría que buscarles a los tristes memorias alegres para que cesasen las lluvias.

24
junio

Isak Dinesen - "Cuento del joven marinero"

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Isak Dinesen es el pseudónimo con el que la danesa Karen Blixen firmó sus libros (también usó el de Pierre Andrézel). Se declaraba cuentista y reconocía su inspiración en su compatriota Andersen. El primer libro de cuentos, "Siete cuentos góticos", es una colección de textos sobre lo fantástico, románticos, refinados y exquisitos, pero escritos "a la antigua", lo que le valió muchas críticas en su tierra natal por su alejamiento de las corrientes de moda. El cuento de la entrada de hoy pertenece a "Cuentos de invierno" de 1942. Esta obra tuvo el mérito de transformarse en símbolo de la resistencia cultural contra la ocupación nazi de Dinamarca. Dicen que hay que ser viejo y haber sufrido bastante, o al menos algo, para apreciar en su integridad a la gran Karen Blixen. No creo que haya que llegar tan lejos para disfrutarla.

El bricbarca Charlotte había zarpado de Marsella y navegaba rumbo a Atenas, con tiempo gris y mar gruesa, después de tres días de fuerte temporal. Un pequeño marinero llamado Simón, en la cubierta mojada y balanceante, se sujetaba a un obenque y miraba hacia las nubes viajeras y la verga del mastelerillo del palo mayor.
Un ave, buscando refugio en el mástil, se había enredado las patas en una driza suelta de algún aparejo, y forcejeaba allá arriba tratando de liberarse. El chico de la cubierta podía verla aletear y agitar la cabeza de un lado a otro.
Por su propia experiencia en la vida, había llegado a la convicción de que en este mundo cada cual debía cuidar de sí mismo, y no esperar ayuda de los demás. Pero aquella lucha muda, mortal, le tenía fascinado desde hacía más de una hora. Se preguntaba qué clase de ave sería. En los últimos días habían venido a posarse numerosas aves en las jarcias del bricbarca: golondrinas, codornices y un par de halcones peregrinos; le parecía que esta vez se trataba de un halcón peregrino. Recordaba que hacía muchos años, en su país, cerca de la casa, vio una vez un halcón peregrino posado en una piedra, a poca distancia, y echar a volar. A lo mejor era la misma ave. Pensó: «Es como yo. Antes estaba allá y ahora está aquí».
Esto despertó en él un sentimiento de simpatía y de tragedia, siguió mirando al ave con el corazón en un puño. No estaba presente ninguno de los marineros para reírse de él, empezó a pensar cómo podía trepar por las jarcias para ayudar al halcón. Se echó el pelo hacia atrás, se subió las mangas, miró por toda la cubierta y empezó a trepar. Tuvo que detenerse un par de veces en el aparejo oscilante.
Al llegar a lo alto del mástil comprobó que era, efectivamente, un halcón peregrino. Cuando su cabeza llegó a la altura del ave, ésta dejó de debatirse, y le miró con ojos furiosos, desesperados, amarillos. Tuvo que sujetarla con una mano mientras sacaba el cuchillo y cortaba la driza. Se asustó al mirar hacia abajo; pero a la vez pensó que no se lo había ordenado nadie, que era su propia aventura, y esto le produjo una sensación orgullosa, tranquilizadora; como si el mar y el cielo, el barco, el ave y él mismo fueran todo uno. Justo cuando la hubo liberado, el ave le dio un picotazo en el pulgar, de manera que le hizo sangre, y estuvo a punto de soltarla. Se enfadó con ella y le dio un cachete; a continuación se la metió en el interior de la chaqueta y bajó.
Cuando llegó a la cubierta, se encontraban allí el piloto y el cocinero mirando; le preguntaron a voces a qué había subido al mástil. Él estaba tan cansado que tenía lágrimas en los ojos. Sacó el halcón y lo enseñó, mientras éste permanecía quieto en sus manos. El piloto y el cocinero se echaron a reír y se fueron. Simón dejó el ave en el suelo, retrocedió, y se quedó mirándola. Al cabo de un rato pensó que no sería capaz de levantarse de la resbaladiza cubierta, así que la cogió otra vez y fue a colocarla sobre un rollo de lona. Poco después empezó a ordenarse las plumas, dio dos o tres violentos aletazos y de repente echó a volar. El chico pudo seguir su vuelo por encima de los surcos de agua gris. Pensó: «Allá vuela mi halcón».
Cuando regresó el Charlotte, Simón se enroló en otro barco; y dos años más tarde era un avispado marinero de la goleta Hebe, fondeada en Bodo, en la costa norte de Noruega, donde había entrado a cargar arenque.
A los grandes mercados de arenque de Bodo acudían barcos de todos los rincones del mundo: había barcos suecos, finlandeses y rusos: un bosque de mástiles; y en la playa, un tumultuoso y heterogéneo despliegue de vida, donde se oían muchas lenguas y se suscitaban tremendas peleas. Se habían instalado puestos de venta en la playa, y los lapones, gente pequeña y amarilla, de movimientos sigilosos y ojos vigilantes, a la que Simón no había visto en la vida, bajaban a vender artículos de piel adornados de cuentas. En abril, el cielo y el mar eran tan claros que resultaba difícil mantener la vista frente a ellos -salados, infinitamente anchos y poblados de chillidos de ave-, como si alguien estuviese afilando incesantemente cuchillos invisibles en todas partes, arriba en el cielo.
Simón estaba asombrado de la claridad de estas noches de abril. No sabía geografía, y no lo atribuía a la latitud, sino que lo consideraba un signo de buena voluntad del Universo, un favor. Simón había sido toda su vida bajo de estatura para su edad, pero este último invierno había dado un estirón y se había hecho fuerte de miembros. Esta suerte, pensaba, debía de proceder de la misma fuente que la bondad del tiempo, de una nueva benevolencia del mundo. Había estado necesitado de este estímulo, dado que era tímido por naturaleza; ahora no pedía mas. El resto consideraba que era cosa suya. Se movía lentamente, orgullosamente.
Una tarde bajó a tierra con permiso, y se acercó al puesto de un pequeño comerciante ruso, un judío que vendía relojes de oro. Todos los marineros sabían que eran de falso metal y que no funcionaban, aunque los compraban y los exhibían con ostentación. Simón estuvo contemplando un buen rato estos relojes, pero no compró ninguno. El viejo judío exhibía diversas mercancías en su puesto; entre ellas, una caja de naranjas. Simón las había probado en sus viajes; compró una y se la llevó. Quería subir a una colina desde donde poder ver el mar, y comérsela allí.
Siguió andando; y al llegar a las afueras del pueblo vio a una niña con un vestido rojo, de pie al otro lado de una cerca, mirándole. Tendría trece o catorce años; estaba delgada como una anguila, pero tenía una cara redonda, alegre, pecosa y un par de trenzas largas. Se miraron mutuamente.
-¿A quién esperas? -preguntó Simón, por decir algo.
La cara de la niña esbozó una sonrisa extática, presuntuosa:
-Al hombre con quien me voy a casar, naturalmente -dijo.
Había algo en su semblante que hizo que el muchacho se sintiese confiado y feliz; le sonrió un poco.
-A lo mejor soy yo -dijo él.
-¡Ja, ja! -rió la niña-; es unos años mayor que tú, para que te enteres.
-¿Cómo es eso? -dijo Simón-; pues tú no eres tan mayor.
La niña negó con la cabeza solemnemente.
-No -dijo-; pero cuando lo sea, seré guapísima; y llevaré zapatos marrones con tacones y un sombrero.
-¿Quieres una naranja? -preguntó Simón, ya que no podía darle ninguna de las cosas que ella había mencionado. La niña miró la naranja y luego a él.
-Están muy buenas -dijo él.
-Entonces, ¿por qué no te la comes tú? -preguntó ella.
-Yo he comido muchas ya -dijo él-, cuando estaba en Atenas. Aquí, ésta me ha costado un marco.
-¿Cómo te llamas? -preguntó ella.
-Me llamo Simón -dijo él-. ¿Y tú?
-Yo, Nora -dijo ella-. ¿Qué quieres a cambio de tu naranja, Simón?
Cuando oyó su nombre en la boca de ella, Simón se volvió audaz.
-¿Quieres darme un beso, a cambio de la naranja? -preguntó.
Nora le miró seria un momento.
-Sí -dijo-; no me importa darte un beso.
Simón notó que le entraba un calor como si hubiese estado corriendo. Cuando la niña extendió la mano para que le diese la naranja, se la cogió. En ese instante la llamó alguien desde la casa.
-Es mi padre -dijo, y trató de devolverle la naranja; pero él no lo consintió-. Pues vuelve mañana -dijo ella-; entonces te daré el beso -y echó a correr. Él se quedó viéndola marcharse, y poco después regresó al barco.
Simón no tenía costumbre de hacer planes para el futuro, y no sabía si volvería para verla o no.
La tarde siguiente tenía que quedarse a bordo, ya que los demás marineros iban a bajar a tierra; pero no le importaba. Decidió sentarse en cubierta con Balthazar, el perro del barco, y practicar con una concertina que se había comprado hacía algún tiempo. El pálido atardecer le rodeaba por todas partes; el cielo tenía un matiz débilmente rosáceo, la mar estaba completamente llana, lechosa; sólo en la estela de los botes que iban a tierra se quebraba en franjas de intenso índigo. Y se sentó a tocar; al cabo de un rato, su propia música empezó a hablarle tan vehementemente que se detuvo, se levantó y miró hacia arriba. Entonces descubrió la luna llena en lo alto del cielo.
El cielo estaba tan claro que apenas hacía falta: era como si hubiese subido allí por propio capricho. Era redonda, grave, presuntuosa. Y entonces comprendió Simón que debía bajar a tierra, costara lo que costase. Pero no sabía cómo ir, ya que los demás se habían llevado la yola. Llevaba mucho rato de pie en la cubierta, pequeña figura solitaria de joven marinero en su barco, cuando vio que se acercaba la yola de un barco que estaba fondeado más afuera y llamó. Averiguó que eran marineros rusos de un barco llamado Anna que iban a tierra. Cuando consiguió hacerse entender, le llevaron con ellos; primero le pidieron dinero por el viaje; luego, riendo, se lo devolvieron. Simón pensó: «Éstos creen que voy al pueblo en busca de mujeres>>. Luego, con cierto orgullo, pensó que tenían razón; aunque al mismo tiempo estaban infinitamente equivocados, y no tenían idea de nada.
Una vez en tierra, le invitaron a beber con ellos, y Simón no quiso decirles que no porque le habían ayudado. Uno de los rusos era un gigantón, grande como un oso; le dijo a Simón que se llamaba Iván. Se emborrachó enseguida, y luego acometió al muchacho con afecto osuno, le manoseó, sonrió y se rió en su cara, le regaló una cadena de reloj de oro y lo besó en ambas mejillas. Simón pensó entonces que él también tenía que regalarle algo a Nora cuando la viese otra vez; y en cuanto pudo dejar a los rusos, se dirigió a un puesto que conocía y compró un pañuelito azul, del mismo color que los ojos de ella.
Era sábado por la tarde, y circulaba mucha gente entre las casas: iban en largas filas, algunos cantando, y todos deseosos de divertirse esa noche. Simón, en medio de esta vida rica y bulliciosa bajo la luna clara, sentía la cabeza alegre con su escapada del barco y la bebida fuerte. Se embutió el pañuelo en el bolsillo; era de seda, cosa que nunca había tocado anteriormente, un regalo para su amiga.
No recordaba el camino a casa de Nora, se perdió, y volvió adonde había empezado. Entonces le asaltó un miedo terrible de llegar demasiado tarde y echó a correr. En un paso estrecho entre dos casas de madera chocó con un hombre corpulento, y descubrió que era Iván otra vez. El ruso cerró los brazos en torno suyo y le sujetó.
-¡Bueno, bueno! -exclamó desbordante de alegría-; al fin te he encontrado, mi pequeño pollito. Te he buscado por todas partes; y el pobre Iván ha llorado porque había perdido a su amigo.
-Suélteme, Iván -exclamó Simón.
-Ah, ah -dijo Iván-; iré contigo y tendrás lo que quieras. Mi corazón y mi dinero son tuyos, todo tuyos; yo también he tenido diecisiete años, también he sido una pequeña ovejita de Dios, y quiero serlo otra vez esta noche.
-¡Suélteme -exclamó Simón-, que tengo prisa!
Iván le sujetaba de tal manera que le hacía daño, mientras le acariciaba con la otra mano.
-Lo siento, lo siento -decía-. Vamos, confía en mí, amiguito mío. Nada nos va a separar. Oigo llegar a los otros: vamos a pasar una noche juntos que la recordarás cuando seas abuelito.
De repente estrujó al muchacho contra sí, como el oso que lleva a un cordero. La odiosa sensación de calor masculino y el corpachón de un hombre pegado a él enloqueció al flaco muchacho. Pensó en Nora, esperándole, como una embarcación esbelta en el aire turbio, mientras él estaba aquí, sufriendo el abrazo caluroso de un animal peludo. Golpeó a Iván con todas sus fuerzas.
-Te mataré Iván -gritó-, si no me sueltas.
-¡Bah, después me lo agradecerás! -dijo Iván, y empezó a cantar.
Simón hurgó en su bolsillo buscando la navaja y consiguió abrirla. No podía levantar la mano, pero hundió la navaja furiosamente por debajo del brazo del gigantón.
Casi instantáneamente, sintió brotar la sangre y correrle por la manga hacia abajo. Iván dejó de cantar de repente, soltó al muchacho y profirió dos largos y profundos gruñidos. Un segundo después cayó de rodillas.
-Pobre Iván, pobre Iván -gimió.
Cayó de bruces. En ese momento Simón oyó a los otros marineros que se acercaban cantando por el callejón.
Se quedó inmóvil un momento, limpió la navaja y observó que la sangre derramada había formado un charco oscuro debajo del enorme corpachón. Luego echó a correr. Al detenerse un segundo para elegir una dirección, oyó gritar a los marineros sobre su compañero muerto. Y pensó: «Tengo que bajar a la mar y lavarme las manos.» Pero, al mismo tiempo, corría en dirección opuesta. Al cabo de un rato dio con el camino por el que había pasado el día anterior y le pareció familiar, como si lo hubiese recorrido centenares de veces en su vida.
Aflojó el paso para echar una mirada, y de pronto descubrió a Nora al otro lado de la cerca; estaba a muy poca distancia de él, cuando la vio a la luz de la luna. Tambaleante y sin aliento, cayó de rodillas. Durante un momento no pudo hablar.
-Buenas noches, Simón -dijo ella con su vocecita acariciadora-. Hace rato que te estoy esperando -y tras una pausa añadió-: Me he comido la naranja.
-¡Ah, Nora -exclamó el muchacho-. He matado a un hombre.
Nora se le quedó mirando, pero no se movió.
-¿Por qué has matado a un hombre? -preguntó al cabo de un rato.
-Para llegar aquí -dijo Simón-. Porque intentaba detenerme. Pero era mi amigo -lentamente, Simón se puso en pie-. ¡Me quería! -exclamó; y entonces estalló en lágrimas-. Sí -dijo despacio, pensativo-. Sí, porque tú estarías aquí puntualmente. ¿Puedes esconderme? -preguntó-. Porque me buscarán.
-No -dijo Nora-; no te puedo esconder. Porque mi padre es el párroco de aquí, de Bodo, y seguro que te entregaría, si se enterase de que has matado a un hombre.
-Entonces -dijo Simón-, dame algo para limpiarme las manos.
-¿Qué tienes en las manos? -preguntó ella, y dio un pasito adelante.
El extendió las manos.
-¿Es tuya esa sangre? -preguntó ella.
-No -dijo Simón-, es del hombre muerto.
Nora retrocedió un paso otra vez.
-¿Me odias ahora? -preguntó él.
-No, no te odio -dijo ella-. Pero ponte las manos en la espalda.
Al hacerlo, Nora se acercó mucho a él, en el otro lado de la cerca, y le echó los brazos alrededor del cuello. Apretó su cuerpo joven contra el de Simón y le besó tiernamente. Simón sintió la cara de ella, fría como la luz de la luna, sobre la suya; y cuando le dejó, le flotaba la cabeza, y no sabía si el beso había durado un segundo o una hora. Nora se enderezó con los ojos muy abiertos.
-Ahora -dijo lenta, orgullosamente- te prometo que jamás me casaré con nadie, en toda mi vida.
El muchacho seguía en el mismo sitio, con las manos en la espalda como si ella se las hubiese atado así.
-Y ahora corre -dijo ella-, porque se acercan.
Se miraron los dos al mismo tiempo.
-No lo olvides, Nora -dijo. Se volvió y echó a correr. Saltó una cerca, y cuando estuvo entre las casas siguió andando. No sabía adónde ir. Al llegar a un portal del que salía música y ruido de voces, lo traspuso lentamente. El recinto estaba lleno de gente: había baile. Una lámpara colgaba del techo, y brillaba sobre los que estaban bailando; el aire era espeso y marrón a causa del polvo que se elevaba del suelo. Había algunas mujeres, pero muchos de los hombres bailaban unos con otros; y pateaban el suelo serios o riendo. Al poco de entrar Simón, la multitud se retiró hacia la pared para dejar espacio a dos marineros que ejecutaban un baile de su propio país. Simón pensó: «No tardarán en pasar por aquí los hombres del bote, en busca del que ha matado a su compañero; y por mis manos sabrán que he sido yo.» Los cinco minutos que estuvo junto a la pared del local, en medio de los alegres y sudorosos bailarines, fueron de gran importancia para el muchacho. Él mismo se daba cuenta; como si madurase en ese tiempo, y se volviese como los demás. No suplicaba a su destino; ni se quejaba. Aquí estaba él: había matado a un hombre y había besado a una muchacha. No pedía nada más a la vida; ni la vida podía pedir nada más de él. Era Simón, un hombre como los que le rodeaban, e iba a morir, como van a morir todos los hombres.
Sólo tuvo conciencia de lo que pasaba fuera de él cuando vio que había entrado una mujer, y que estaba de pie en el centro de la sala despejada, mirando en torno suyo. Era una vieja ancha y baja de estatura, con ropas laponas, y miraba con dignidad y fiereza como si fuese la dueña de todo el pueblo. Era evidente que la mayoría de los presentes la conocían y que le temían un poco, aunque algunos se reían, el bullicio del baile se apagó al alzar ella la voz:
-¿Dónde está mi hijo? -preguntó con voz chillona, como la de un pajarraco.
Un instante después, sus ojos se clavaron en Simón; avanzó entre la multitud, que se abrió a su paso, alargó una mano huesuda, oscura, vieja y le cogió por el codo.
-Vente a casa conmigo -dijo-. No te hace falta bailar aquí esta noche. Si no, no tardarás en bailar más alto.
Simón retrocedió, porque creía que estaba borracha. Pero al mirarle ella directamente a la cara con sus ojos amarillos, le pareció que la había visto antes y que quizá convenía escucharla. La vieja tiró de él, cruzó la estancia, y Simón la siguió sin rechistar.
-No te ensañes demasiado con el chico, Sunniva -le gritó uno de los presentes-. No ha hecho nada malo; sólo quería ver bailar.
En el mismo instante en que salían por la puerta se produjo una alarma en la calle: una multitud bajaba corriendo; y uno de ellos, al dar la vuelta a la casa, chocó con Simón. Le miró, miró a la vieja y siguió corriendo.
Mientras iban los dos por la calle, la vieja se levantó la falda y le puso el borde en la mano al muchacho.
-Límpiate las manos en mi falda -dijo.
No habían andado mucho, cuando llegaron a una casa de madera y se detuvieron; la puerta era tan baja que tuvieron que inclinarse para pasar. Al entrar la mujer lapona delante, sin soltarle el brazo, el muchacho alzó los ojos un momento. La noche se había vuelto brumosa, había un amplio halo alrededor de la luna.
La vivienda de la vieja era estrecha y oscura, con un único ventanuco; en el suelo había un farol que alumbraba débilmente. Estaba toda llena de pieles de reno y de lobo, y de cuernos de reno, con los que los lapones suelen hacer botones tallados y mangos de cuchillo, y el aire aquí era rancio y sofocante. Tan pronto como estuvieron dentro, la mujer se volvió hacia Simón, le cogió por la cabeza, le hizo una raya en el pelo con sus dedos ganchudos y se lo peinó a la manera de los lapones. Le ajustó un gorro de tapón y retrocedió para mirarle.
-Ahora siéntate en mi taburete -dijo-. Pero primero saca la navaja.
Su voz y su gesto fueron tan autoritarios que el muchacho no tuvo más remedio que hacer lo que decía: se sentó en el taburete incapaz de apartar los ojos de su rostro, que era plano y marrón, y como cubierto de suciedad en su red de finas arrugas. Mientras estaba sentado oyó rumor de gente en el exterior, y detenerse delante de la casa; luego, alguien llamó a la puerta, aguardó un momento y volvió a llamar. La vieja, de pie, se quedó quieta como un ratón.
-No -dijo el muchacho, y se levantó-. Es inútil; es a mí a quien buscan. Será mejor para usted que me deje salir.
-Dame tu navaja -dijo ella. Se la dio, y ella se la pasó por el pulgar; le brotó sangre y dejó que goteara sobre su falda-. Bueno, entrad -gritó.
Se abrió la puerta, entraron dos de los marineros rusos, y se quedaron de pie en el vano; había más gente fuera.
-¿Ha venido aquí alguien? -preguntaron-. Vamos detrás del que ha matado a nuestro compañero, pero se nos ha escapado. ¿Has oído o visto pasar a alguien por aquí?
La vieja lapona se volvió hacia ellos, y sus ojos brillaron como el oro a la luz de la lámpara.
-¿Que si he oído o visto a alguien? -exclamó-. Os he oído a vosotros gritar asesino por todo el pueblo. Nos habéis asustado a mí y a mi pobre muchacho; hasta me he hecho sangre en el dedo cuando recortaba la alfombrilla de piel que estoy cosiendo. El muchacho está demasiado asustado para ayudarme, y se ha echado a perder la alfombrilla. Tendréis que pagármela. Si andáis buscando a un asesino, pasad y registrad mi casa, que ya os conoceré yo cuando volvamos a vernos.
Estaba tan furiosa que bailoteaba y sacudía la cabeza como un ave de presa furiosa.
Entró el ruso, miró por la habitación, la observó a ella, y reparó en su mano y su falda manchadas de sangre.
-No nos eches ninguna maldición, Sunniva -dijo tímidamente-. Sabemos que puedes hacer muchas cosas cuando quieres. Aquí tienes un marco por la sangre que has derramado.
Ella extendió la mano y él le puso una moneda en la palma. Sunniva la escupió.
-Ahora marchaos, y no habrá odio entre nosotros -dijo, y cerró la puerta tras ellos. Se llevó el pulgar a la boca y se lo chupó.
El muchacho se levantó del taburete; se detuvo delante de ella y se quedó mirándola a la cara. Se sentía como si se balancease muy alto, con escasa sujeción.
-¿Por qué me has ayudado? -le preguntó.
-¿No lo sabes? -contestó ella-. ¿Todavía no me has reconocido? Pero sí te acordarás del halcón peregrino atrapado en una driza de tu barco, el Charlotte, cuando navegaba por el Mediterráneo. Aquel día trepaste por las jarcias hasta el mastelerillo para ayudar a aquella ave, en medio de un fuerte ventarrón y con mar gruesa. Aquel halcón era yo. Las laponas volamos a veces así para ver mundo. La primera vez que te vi fue cuando iba camino de Africa, a ver a mi hermana menor y a sus hijos. Ella es halcón también, cuando quiere. En aquel entonces vivía en Takaunga, en una vieja torre en ruinas que allá llaman minarete.
Se vendó el pulgar con una tira de su falda y se lo mordió.
-Nosotras no olvidamos -dijo-. Te di un picotazo en el pulgar cuando me cogiste; es justo que me diese un corte en el pulgar por ti esta noche.
Se acercó a él, y le frotó suavemente sus dos dedos marrones, como garras, en la frente.
-Así que eres mi muchacho -dijo-, capaz de matar a un hombre antes que llegar tarde a una cita de amor, ¿no? Las hembras de esta tierra estamos muy unidas. Ahora te marcaré en la frente, para que las muchachas lo sepan cuando te miren; y les gustes por eso.
Jugó con el pelo del muchacho, y se lo enroscó en el dedo.
-Ahora escucha, pajarillo mío -dijo ella-. El cuñado de mi bisnieto se encuentra en su barca junto al embarcadero en este momento; va a llevar una remesa de pieles a un barco danés. Él te devolverá a tu barco a tiempo, antes de que llegue tu patrón. La Hebe saldrá mañana por la mañana, ¿no? Pero cuando llegues a bordo, dale mi gorro para que me lo devuelva -sacó la navaja del muchacho, la limpió en su falda y se la tendió-. Aquí tienes tu navaja -dijo-. No se la volverás a clavar a ningún otro hombre; no tendrás necesidad, pues de ahora en adelante navegarás por los mares como un auténtico marinero. Ya tenemos bastantes preocupaciones con nuestros hijos.
El perplejo muchacho empezó a tartamudear unas palabras de agradecimiento.
-Espera -dijo ella-; te haré una taza de café para que te reanime, mientras te lavo la chaqueta.
Puso una vieja olla de cobre en el hogar. Al cabo de un rato, le tendió una bebida caliente, fuerte, negra, en un tazón sin asa.
-Ahora has bebido con Sunniva -dijo-; has sorbido un poco de sabiduría, de manera que en el futuro tus pensamientos no caerán como gotas de agua en la mar salada.
Cuando hubo terminado y dejado la taza, Sunniva le acompañó hasta la puerta y se la abrió. El muchacho se sorprendió al ver que casi había amanecido. La casa estaba tan arriba que podía verse el mar desde allí. Le dio la mano a la vieja para despedirse.
Ella le miró fijamente a los ojos.
-Nosotras no olvidamos -dijo-. Tú me diste un golpe en la cabeza, allá, en lo alto del mástil; así que te lo devolveré -y a continuación le dio una bofetada con todas sus fuerzas, al punto de que la cabeza le daba vueltas-. Ahora estamos en paz -dijo; le dirigió una mirada centelleante, larga, maligna, le empujó suavemente para hacerle trasponer el umbral y le hizo un signo afirmativo con la cabeza.
Así, pues, el muchacho marinero regresó a su barco, que iba a zarpar a la mañana siguiente, y vivió para contarlo.

23
junio

Carmen de Burgos - "La mujer fría"

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Carmen de Burgos y Seguí, Colombine (también firmó como Raquel, Honorine y Marianela) (1867-1932) fue periodista, escritora, traductora y activista de los derechos de la mujer. Se la considera la primera periodista profesional.
(...)
Se había vuelto a acercar y estrechaba de nuevo su mano, decidido a ser superior a todas aquellas sensaciones de neurótico que estaba padeciendo. Acaso aquel olor que percibía no era más que el olor de su carne de mujer transcendiendo de los perfumes, en contraste con ellos. Tal vez un olor de raza.

Recordaba vagamente en aquel momento que los individuos de ciertos pueblos tienen un olor especial en su carne, en su piel, que los diferencia de los demás. Así los negros de las diferentes tribus se distinguían por el olor de sus cuerpos. Los gitanos tenían un fato especial; diferente de los indios, sus antecesores. Ese olor a carne humana, que se hace insoportable
en un local cerrado, que tiene algo del olor caliente de un gallinero, era común a todos. Se podían distinguir las personas, como las flores, por el olor especial a cada una-- El olor de Blanca no era fetidez de aliento, era un olor a descomposición, extraño, que lo mismo que su frialdad, recordaba al cadáver, pero en el fondo, tal vez no era más que un olor «de raza», acentuado, extraño, que se exageraba entre las esencias. Había que vencer esa fatalidad.

De nuevo unió los labios a sus labios cerrados, profundizó en ellos para besar los dientecillos blancos.

No sabía si es que ella no respiraba o si él contenía el aliento, pero dominaba la sensación, no notaba aquel olor.

Los brazos blancos se habían ceñido en torno de su cuello como un círculo de hielo, al que ya estaba acostumbrado y no le producía la sensación penosa de otras veces. Lo deslumbraban los ojos abiertos cerca de sus ojos, y se estremecía bajo los besos que los labios frescos y sin color le devolvían...

Quiso beber todo aquel amor, respirarlo, guardarlo dentro de su pecho... y aquel vaho contenido se escapó de nuevo, envolviéndole, ahogándole, produciéndole una angustia, un mareo insoportables. Quiso vencer la sensación. y no pudo. Hizo un esfuerzo para desasirse de Blanca, que lo sujetaba enlazado contra su corazón, y, hallando una resistencia inconsciente, obedeció al instinto, más fuerte que toda reflexión, y la empujó, rechazándola brutalmente, para verse libre de ella. La contempló un instante ovillada sobre el diván, gimiendo. No le dijo nada. ¿Para qué? Parecía que su amor se disipaba con aquel olor como con el amoníaco se disipa la embriaguez. Era imposible tratar de vencer aquella repugnancia física. En el amor era necesario el halago del olfato y del tacto, quizás como los auxiliares más poderosos.Se marchó sin decir nada, sin volver la cabeza y sin que ella pronunciase una sola palabra.

22
junio

Edwin A. Abbott - "Planilandia"

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Ésta es una aventura de matemáticas puras, una fantasía de espacios extraños poblados por figuras geométricas; figuras geométricas que piensan y hablan y tienen todas las emociones humanas. No es ningún relato intrascendente de ciencia-ficción. "Planilandia", publicada por primera vez en 1884, ha ocupado un lugar único en la literatura científica fantástica a lo largo de un siglo. Esta encantadora narración de un mundo bidimensional, obra de Edwin A. Abbott (1838-1926), eclesiástico inglés y estudioso de Shakespeare, cuya vocación eran las matemáticas, se ha hecho famosa como exposición sin igual de los conceptos geométricos y como una sátira mordaz del mundo jerárquico de la Inglaterra victoriana.
(...)
Han transcurrido siete años y aún sigo preso, y (exceptuando las esporádicas visitas a mi hermano) privado de toda compañía salvo la de mis carceleros. Mi hermano es uno de los mejores cuadrados, justo, sensible, alegres y no carente de afecto fraterno; pero confieso que mis entrevistas semanales, en un aspecto al menos, me causan el dolor más amargo. Él estuvo presente cuando se manifestó la esfera en la cámara del consejo; vio sus secciones cambiantes; oyó la explicación de los fenómenos que dieron luego los círculos. No ha pasado desde entonces una semana apenas, durante siete años completos, sin que oyese de mí una repetición del papel que desempeñé en esa manifestación, junto a amplias descripciones de todos los fenómenos de Espaciolandia, y los argumentos en favor de la existencia de cosas sólidas derivables por analogía. Pero (me avergüenza verme obligado a confesarlo) aún no ha captado la naturaleza de la tercera dimensión y proclama con toda franqueza su incredulidad por lo que se refiere a la existencia de una esfera.
Así que estoy absolutamente privado de conversos y, por lo que yo puedo ver, la revelación milenaria que se me hizo no ha servido de nada. Prometeo allá arriba en Espaciolandia acabó encadenado por entregar el fuego a los mortales. Yo (pobre Prometeo de Planilandia) yago aquí en prisión por no entregar nada a mis compatriotas. Pero vivo con la esperanza de que estas memorias puedan de alguna manera, no sé cómo, llegar hasta el pensamiento de los seres humanos de alguna dimensión y puedan impulsar la aparición de una raza de rebeldes que se nieguen a estar confinados en una dimensionalidad limitada.
Ésta es la esperanza de mis momentos más alegres. Desgraciadamente no siempre es así. Pesa sobre mí, agobiante a veces, la abrumadora reflexión de que no puedo decir honradamente que esté seguro de la forma exacta de aquel cubo que, como lamento a menudo, llegué a ver una vez; y en mis visiones nocturnas el misterioso precepto «hacia arriba, no hacia el norte», me acosa como una esfinge devoradora de almas. Es parte del martirio que soporto por la causa de la verdad el que haya períodos de debilidad mental, en que cubos y esferas se alejan hacia el telón de fondo de existencias escasamente posibles; en que el país de tres dimensiones parece casi tan visionario como el de una o ninguna; más aún, en que incluso esta dura pared que me separa de mi libertad, estos mismos cuadernos en que estoy escribiendo, y todas las realidades substanciales de la propia Planilandia, no parecen más que el producto de una imaginación enferma, o la trama sin base de un sueño.

21
junio

Xavier de Maistre - "Viaje alrededor de mi cuarto"

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Este relato es una crítica amable de la literatura dedicada a los viajes fantásticos que tanto abundaba en la época de Maistre (1763-1852). El libro, cuyo título explica perfectamente de qué trata, narra todo lo que se le viene a la cabeza (esto podría ser también un viaje fantástico) a su protagonista, obligado a estar cuarenta y dos días encerrado en su cuarto, en arresto domiciliario por duelista. Un pequeño clásico de la literatura francesa.
Para que pueda tomarse algún interés por el nuevo cuarto por el cual he llevado a cabo una expedición nocturna, tengo que enterar a los curiosos cómo fue que me tocara en suerte. Continuamente distraído en mis ocupaciones en la casa llena de ruido en que habitaba, me proponía hacía ya tiempo buscar por allí cerca un retiro más solitario, cuando un día, hojeando una noticia biográfica del señor de Buffon, leí que este hombre célebre había escogido en sus jardines un pabellón aislado que no contenía ningún otro mueble más que una butaca y la mesa de despacho, sobre la cual escribía, ni ninguna otra obra más que el manuscrito en el cual trabajaba.
Las fantasías en que me ocupo tienen tanta disparidad con los trabajos inmortales del señor de Buffon, que la idea de imitarle, siquiera fuera en ese punto, no se me habría jamás ocurrido sin un percance que me determinó a ello. Un criado, al sacudir el polvo de los muebles, creyó que estaba muy sucio un cuadro al pastel que acababa yo de terminar, y lo frotó tanto con un paño, que consiguió, en efecto, dejarle limpio de todo el polvo que yo me había tomado tanto cuidado en arreglar sobre él. Después de haberme furiosamente
encolerizado contra aquel hombre que estaba ausente, y no haberle dicho una sola palabra cuando volvió, según mi costumbre, me puse en seguida en busca de otra casa y volví a la mía con la llave de un cuarto pequeño que había alquilado en un quinto piso en la calle de la Providencia. Hice transportar allí el mismo día los materiales de mis ocupaciones preferidas, y allí pasé desde entonces la mayor parte del tiempo, al abrigo del trastorno doméstico y de los encargados de la limpieza de los cuadros. Las horas se deslizaban para mí como si fueran minutos en aquel retiro aislado, y más de una vez mis ensueños me han hecho olvidarme allí
de la hora de comer.
¡Oh, dulce soledad! He conocido las seducciones con que deleitas a tus amantes. Desgraciado del que no puede pasar solo un día de su vida sin sentir el tormento del fastidio, y prefiere, si es necesario, conversar con necios antes que consigo mismo.
Lo confesaré, no obstante: me gusta la soledad en las grandes ciudades; pero, a menos de verme obligado por una circunstancia grave cualquiera, como un viaje alrededor de mi cuarto, no quiero ser ermitaño más que por la mañana; por la tarde me gusta volver a ver caras humanas. Los inconvenientes de la vida social y los de la soledad se destruyen así mutuamente, y estos dos modos de existencia se embellecen el uno por el otro.
Sin embargo, la inconstancia y la fatalidad de las cosas de este mundo son tales, que la vivacidad misma de los placeres de que yo disfrutaba en mi nueva vivienda habría debido hacerme prever lo poco que durarían. La Revolución francesa, que desbordaba por todos los países, acababa de pasar por encima de los Alpes y se precipitaba sobre Italia. Fui arrastrado por la primera oleada hasta Bolonia; conservé mi ermita, a la cual hice transportar todos mis muebles en espera de tiempos más felices. Vivía desde hacía algunos años sin patria; un día supe que me había quedado sin empleo. Después de un año entero pasado en ver hombres y cosas por los cuales no sentía ningún afecto y en desear cosas y hombres que no veía más, volví a Turín. Era preciso tomar una resolución. Me marché de la posada de la Buena Mujer, adonde había ido a parar, con la intención de devolver mi cuarto al casero y deshacerme de mis muebles.
Al volver a entrar en mi ermita sentí sensaciones difíciles de describir: todo allí había conservado el orden, es decir, el desorden, en el cual lo había dejado; los muebles, amontonados contra las paredes, habían sido puestos al abrigo del polvo por la altura de la habitación; mis plumas estaban todavía en el tintero seco, y encontré sobre la mesa una carta comenzada.
-Todavía estoy en mi casa- me dije con verdadera satisfacción. Cada objeto me recordaba algún suceso de mi vida, y mi cuarto estaba alfombrado de recuerdos. En vez de volver a la posada tomé la resolución de pasar la noche en medio de mis propiedades; envié a buscar mi maleta, y al mismo tiempo formé el proyecto de partir al día siguiente, sin despedirme ni aconsejarme de nadie, entregándome sin reservas a la Providencia.
(...)

19
junio

Truman Capote - "La ganga"

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Hace unos días ponía un cuento de Capote, "Un visón propio", escrito en 1944. El cuento que hoy pongo, escrito en 1950, es en realidad la reescritura del anterior. Ceo que resulta interesante ver la evolución del autor.
Varias cosas de su marido irritaban a Mrs. Chase. Su voz, por ejemplo: era como si siempre estuviera pujando en una partida de póquer. Era exasperante escuchar la apatía con que arrastraba las palabras, sobre todo cuando hablaba con él por teléfono, como ahora, estentórea de emoción ella misma.
—Pues claro que ya tengo uno, ya lo sé. Pero no lo entiendes, querido..., es una ganga —dijo ella, recalcando la última palabra, y luego haciendo una pausa para que su magia obrase efecto. Por toda respuesta obtuvo silencio—. Oye, podrías decir algo. No, no estoy en una tienda, estoy en casa. Viene a comer Alice Severn. Es de su abrigo de lo que intento hablarte. Seguro que te acuerdas de Alice Severn.
Su memoria porosa era otro rasgo irritante, y aunque ella le recordó que en Greenwich habían visto muchas veces a Arthur y a Alice Severn y que, de hecho, les habían invitado a casa, él fingió que el nombre no le decía nada.
—Da igual —suspiró ella—. De todos modos, sólo voy a ver el abrigo. Que comas bien, querido.
Más tarde, cuando estaba enredando con las ondas exactas del pelo ya retocado, Mrs. Chase reconoció que en realidad no había ninguna razón para que su marido guardase un recuerdo perfectamente claro de los Severn. Lo comprendió cuando trató de evocar una imagen de Alice y sólo vio una borrosa. Ahora casi la tenía: una mujer sonrosada, larguirucha, que aún no había cumplido los treinta años y siempre iba en una ranchera, acompañada de un setter irlandés y de dos niños preciosos, pelirrojos tirando a rubios. Decían que su marido bebía; ¿o era ella la bebedora? También se les consideraba un riesgo a la hora de concederles un préstamo; al menos, Mrs. Chase recordaba que una vez había oído hablar de deudas increíbles, y alguien, ¿no fue ella misma?, había descrito a Alice Severn como un poco demasiado bohemia.
Antes de trasladarse al centro, los Chase tenían una casa en Greenwich, lo cual era una lata para ella, pues del barrio le disgustaba el atisbo de naturaleza y prefería el pasatiempo de los escaparates de Nueva York. En Greenwich, una y otra vez encontraban a los Severn en un cóctel, en la estación de tren, y ahí quedaba la cosa. Llegó a la conclusión, no sin sorpresa, de que ni siquiera eran amigos. Como ocurre tantas veces cuando oyes hablar de repente de una persona del pasado, y de alguien conocido en un contexto distinto, le había sobresaltado una sensación de intimidad. Al pensarlo mejor, sin embargo, parecía extraordinario que Alice Severn, a quien no había visto desde hacía más de un año, la llamase para ofrecerle un abrigo de visón.
Mrs. Chase pasó por la cocina para ordenar un almuerzo de sopa y ensalada: nunca se paraba a pensar que no todo el mundo estaba a dieta. Llenó de jerez una licorera y se la llevó al salón. Era una habitación de un vivo color verde cristal, algo parecido al de su gusto demasiado juvenil para la ropa. El viento azotaba las ventanas, porque el apartamento, en un piso muy alto, tenía una vista aérea del centro de Manhattan. Puso en el tocadiscos un disco de un método de idiomas y se sentó en una postura nada relajada a escuchar la voz forzada que pronunciaba cosas en francés. Los Chase proyectaban celebrar su vigésimo aniversario de casados con un viaje a París en abril; por eso ella había empezado las clases grabadas, y por eso también se había interesado por el abrigo de Alice: le parecía más práctico viajar con un visón de segunda mano; más adelante podría encargar que lo trasformasen en una estola.
Alice Severn llegó unos minutos más temprano, una casualidad, sin duda, porque no era una persona ansiosa, a juzgar, en todo caso, por su modo de andar despacioso y apocado. Calzaba unos zapatos cómodos y un traje de tweed que había conocido tiempos mejores, y llevaba una caja atada con una cuerda deshilachada.
—Me ha alegrado tanto tu llamada esta mañana... Cielo santo, hace siglos, pero claro, ya nunca vamos a Greenwich.
Aunque sonriente, su invitada guardó silencio y Mrs. Chase, que había adoptado un estilo efusivo, se quedó algo cortada. Cuando se sentaron, fijó la mirada en la mujer más joven y se le pasó por la cabeza que si se hubieran encontrado por azar quizás no la habría reconocido, no porque tuviese un aspecto muy distinto, sino porque cayó en la cuenta de que nunca había mirado a Alice de cerca, lo cual se le hacía raro, porque no era una mujer que pasara inadvertida. Si hubiera sido menos alargada, más compacta, se la podría pasar por alto, comentando quizás que era atractiva. Aun así, con su cabeza pelirroja, la sensación de lejanía en los ojos, su cara pecosa y otoñal y sus manos fuertes y descarnadas, emanaba una distinción que no dejaba indiferente.
—¿Un jerez?
Alice asintió y su cabeza, en precario equilibrio sobre su cuello delgado, era como un crisantemo demasiado pesado para su tallo.
—¿Una galleta? —le ofreció Mrs. Chase, observando que una persona tan flaca y estirada debía de comer como una lima. La cicatería de la sopa y ensalada le produjo un escrúpulo súbito, y dijo la siguiente mentira—: No sé qué estará preparando Martha para el almuerzo. Ya sabes lo difícil que es cuando no te avisan con tiempo. Pero dime, querida, ¿qué tal por Greenwich?
—¿Greenwich? —dijo Alice, parpadeando, como si una luz imprevista hubiera destellado en el cuarto—. Ni idea. Hace tiempo que no vivimos allí, unos seis meses o más.
—¿Ah? —dijo Mrs. Chase—. Ya ves lo atrasada que estoy. ¿Dónde vives entonces, querida?
Alice Severn levantó una de sus manos huesudas y patosas y la agitó en dirección a las ventanas.
—Por ahí —dijo, singularmente. Su voz era clara, pero tenía un deje exhausto, como si estuviese pescando un resfriado—. En el centro, me refiero. No nos gusta mucho, sobre todo a Fred.
Con una entonación muy suave, Mrs. Chase dijo: «¿Fred?», porque recordaba perfectamente que el marido de Alice se llamaba Arthur.
—Sí, Fred, mi perro, un setter irlandés, debes de haberlo visto. Está acostumbrado al espacio y el apartamento es muy pequeño, una sola habitación, en realidad.
Malos tiempos estaban viviendo los Severn si vivían todos en un cuarto. Curiosa como era, Mrs. Chase se contuvo y no hizo preguntas al respecto. Probó el jerez y dijo:
—Claro que me acuerdo de tu perro; y de los niños: de las tres cabezas pelirrojas asomando por la ranchera.
—Los niños no son pelirrojos. Son rubios, como Arthur.
Dictó esta corrección con tanta seriedad que Mrs. Chase se vio impelida a soltar un risita perpleja.
—Y Arthur, ¿cómo está? —dijo, aprestándose a ponerse de pie para el almuerzo. Pero la respuesta de Alice la obligó a sentarse de nuevo. La formuló sin alterar su expresión de plácida sencillez, y consistió solamente en: «Más gordo».
—Más gordo —repitió, al cabo de un momento—. La última vez que le vi, hará como una semana, cruzando una calle, andaba casi como un pato. Si me hubiera visto, seguro que me habría reído: siempre ha sido muy tiquismiquis con su facha.
Mrs. Chase se tocó las caderas.
—Tú y Arthur. ¿Separados? Es algo sorprendente.
—No nos hemos separado —Movió la mano en el aire como si estuviera rasgando una telaraña—. Le conozco desde que era una niña, desde que éramos niños: ¿tú crees —dijo en voz baja—que alguna vez podríamos separarnos, Mrs. Chase?
Que la llamase por su apellido pareció marcarle las distancias; por un instante se sintió acordonada, y cuando se dirigieron hacia el comedor imaginó que se infiltraba entre ellas cierta hostilidad. Posiblemente fue ver las manos torpes de Alice deshaciendo a tientas una servilleta lo que la convenció de que no existía tal cosa. Exceptuando las frases educadas, comieron en silencio y ella empezó a temer que no le contase la historia. Por fin:
—En realidad, nos divorciamos el pasado agosto —soltó Alice Severn.
Mrs. Chase aguardó; luego, entre el ascenso y descenso de su cuchara sopera, dijo:
—Qué horror. Por la bebida, supongo.
—Arthur no bebía —respondió Alice con una sonrisa agradable, aunque asombrada—. Es decir, bebíamos los dos. Por divertirnos, no por vicio. Era muy bonito en verano. Bajábamos al arroyo, recogíamos menta y hacíamos cócteles, cócteles enormes en fruteros. A veces, las noches de calor en que no podíamos dormir, llenábamos el termo de cerveza fría, despertábamos a los niños y nos íbamos en coche hasta la orilla: es estupendo beber cerveza, nadar y dormir en la arena. Eran tiempos deliciosos; recuerdo que una vez nos quedamos hasta el amanecer. No —dijo, y una idea seria le tensó la cara—, te diré. A Arthur le saco casi la cabeza, y creo que esto le fastidiaba. Cuando éramos niños él pensaba que crecería más que yo, pero no lo hizo. Detestaba bailar conmigo, y eso que le encanta bailar. Y le gustaba estar rodeado de un montón de gente, pequeñajos con voces agudas. Yo no soy así, yo prefería estar los dos solos. En estas cosas yo no le satisfacía. Pues bueno, ¿te acuerdas de Jeannie Bjorkman? Aquella de rizos y cara redonda, más o menos de tu altura.
—Creo que si —dijo Mrs. Chase—. Estaba en el comité de la Cruz Roja. Un espanto.
—No —dijo Alice, pensativa—. Jeannie no es un espanto. Éramos muy buenas amigas. Lo raro es que Arthur siempre decía que la detestaba, pero entonces yo intuí que siempre había estado loco por ella, desde luego ahora lo está, y también los críos. En cierto modo no quiero que ella les guste a los niños, aunque debería alegrarme de que sea así, puesto que tienen que vivir con ella.
—¡No me digas que tu marido se ha casado con esa chica espantosa!
—En agosto.
Mrs. Chase, tras hacer una pausa para proponer que tomaran el café en el salón, dijo:
—Es vergonzoso que vivas sola en Nueva York. Por lo menos deberías tener a los niños.
—Arthur quería quedárselos —dijo Alice, con sencillez—. Pero no estoy sola. Fred es uno de mis mejores amigos.
Mrs. Chase hizo un gesto de impaciencia: no le gustaban las fantasías.
—Un perro. Es un disparate. Sólo te puedo decir que eres una insensata: si un hombre intentara pisotearme, saldría con los pies despedazados. Supongo que ni siquiera habéis acordado que él debe —vaciló—... que él debería contribuir.
—No lo entiendes, Arthur no tiene dinero —dijo Alice, con la consternación de un niño que ha descubierto que los mayores, a fin de cuentas, no son muy lógicos—. Hasta ha tenido que vender el coche y va y vuelve de la estación andando. Pero verás, creo que es feliz.
—Lo que tú necesitas es un buen pellizco —dijo Mrs. Chase, como si se dispusiera a ponerlo en práctica.
—El que me preocupa es Fred. Está acostumbrado a tener espacio, y una sola persona deja pocos huesos. ¿Crees que cuando termine mi curso encontraré un trabajo en California? Estoy estudiando en una academia, pero no soy un relámpago, sobre todo en mecanografía, es como si mis dedos la odiaran. Supongo que es como tocar el piano, que hay que aprender de pequeño —Se miró inquisitivamente las manos, suspirando—. Tengo una clase a las tres; ¿te importa que te enseñe el abrigo?
Era de esperar que el aire festivo de unas cosas saliendo de una caja alegrase a Mrs. Chase, pero cuando vio la tapa retirada la invadió una desazón melancólica.
—Era de mi madre.
Que debió de usarlo sesenta años, pensó Mrs. Chase, mirándose al espejo. El abrigo le llegaba a los tobillos. Frotó con la mano su piel deslustrada, raída, y la notó mohosa, rancia, como si hubiese estado en un desván a la orilla del mar. Hacía frío dentro del abrigo, estaba tiritando, y al mismo tiempo un arrebol le calentó la cara, porque en aquel mismo momento advirtió que Alice estaba mirando por encima de su hombro y en su cara había una expectación demacrada, indecorosa, que no tenía antes. En materia de compasión, Mrs. Chase hacía economías: antes de darla tomaba la precaución de atarle una cuerda, por si acaso necesitaba recuperarla. Al mirar a Alice Severn, sin embargo, fue como si la hubieran cortado la cuerda, y por una vez se topó de lleno con las obligaciones de la compasión. Así y todo se resistió, en busca de una escapatoria, pero entonces sus ojos chocaron con los de la otra y vio que no había ninguna. Rememorar una palabra del curso de idiomas la ayudó a formular una determinada pregunta:
—Combien? —dijo.
—No vale nada, ¿verdad?
Había confusión en este interrogante, no franqueza.
—No, nada —dijo la otra en tono cansino, casi socarrón—. Pero puede que le encuentre alguna utilidad.
No volvió a preguntar; era obvio que parte de su obligación consistía en fijar el precio ella misma.
Todavía arrastrando el burdo abrigo, fue hasta un rincón del cuarto donde había un escritorio y, escribiendo a tirones rencorosos, rellenó un cheque contra su cuenta corriente: no tenía intención de que su marido se enterase. Lo que más despreciaba Mrs. Chase era el sentimiento de pérdida; una llave fuera de su sitio, una moneda cayendo al suelo aceleraban su conciencia del robo y de las estafas de la vida. Una sensación similar la embargó cuando entregó el cheque a Alice Severn, que lo dobló y lo guardó sin mirarlo en el bolsillo del traje. Era por un importe de cincuenta dólares.
—Querida —dijo Mrs. Chase, abatida por una falsa inquietud—, tienes que llamarme por teléfono para decirme cómo van las cosas. No debes sentirte sola.
Alice Severn no le dio las gracias y en la puerta no le dijo adiós. En cambio, cogió una mano de Mrs. Chase y le dio unas palmadas, como si estuviera premiando con suavidad a un animal, a un perro. Al cerrar la puerta, Mrs. Chase se miró la mano y se la acercó a los labios. El tacto de la otra mano perduraba en ella, y se quedó esperando a que se disipara: poco después, la mano se le volvió a enfriar.

18
junio

Pär Lagerkvist - "El enano"

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Como parece que estos días la literatura sueca está de moda, pues me apunto a la moda con uno de los cuatro pilares de las letras suecas. Los otros tres son el dramaturgo August Strindberg (para quienes crecimos con "Estudio 1" resultará muy conocido), Selma Lagerlöf (Premio Nobel de Literatura en 1909, su libro “El maravilloso viaje de Nils Holgersson" es casi una lectura obligada de la niñez) y Vihelm Moberg (aunque su obra "Los emigrantes" está considerada la obra maestra de la literatura sueca, la verdad es que si una va a una librería y pregunta por algún libro de este señor, lo normal es que salga como entró, da la sensación que nunca se editó en España, no lo sé). Como decía, Pär es la cuarta pata del banco. Fue premio Nobel en 1951 (así que de raro y desconocido nada). Su obra más famosa es "Barrabás" que fue adaptada al cine, con Anthony Quinn como Barrabás, y que cada semana santa la televisión sigue emitiendo, sí o sí, como en los mejores tiempos del nacionalcatolicismo. "El enano" es una novela corta escrita en primera persona como si de un diario se tratara. Su protagonista es la maldad.
¡Anda! He hablado de literatura sueca y no aparecen por ningún lado esos autores tan de moda.
Mi estatura es de sesenta y cinco centímetros.Estoy bien conformado, con las proporciones correspondientes, aunque tengo la cabeza un poco grande.Mi pelo no es negro como el de los demás, sino colorado y echado hacia atrás en las sienes y mi frente impresiona más por lo ancha que por lo alta. Soy lampiño, pero fuera de eso mi rostro es como el de cualquiera.Mis cejas son espesas. Mi fuerza física es considerable, especialmente si me enfurezco. Cuando se dispuso la lucha entre Josafat y yo, a los veinte minutos lo puse con la espalda contra el suelo y lo estrangulé. Desde entonces aquí no hay más enano que yo.
Casi todos los enanos son bufones. Tienen que decir chistes y hacer payasadas que hagan reír a sus amos y huéspedes. Yo no me he rebajado jamás hasta ese extremo.Tampoco me lo ha exigido nadie. Basta mi aspecto para impedir que se haga de mi semejante empleo. Mi cara no es de las que se prestan para divertir a nadie. Además, no me río nunca.
No soy un bufón. Soy un enano y nada más que un enano.Por otra parte, tengo una lengua mordaz que probablemente agrada a algunas personas que me rodean. Eso no es lo mismo que ser un bufón.
Ya he dicho que mi cara se parece a la de cualquier otro hombre.Esto no es absolutamente exacto porque mi cara está llena de arrugas.Para mí eso no es un defecto. A mí me han hecho así y no puedo evitar que a los demás no les suceda lo mismo. Me presento tal como soy, sin embellecerme ni afearme. Tal vez no sea lo común, pero estoy satisfecho de ser como soy.
Las arrugas hacen que parezca más viejo, y no lo soy. Pero he oído decir que nosotros, los enanos, descendemos de una raza mucho más antigua que la que ahora puebla la tierra y que, por consiguiente, somos viejos desde que nacemos. No sé si será verdad, más, si así fuera, seríamos los hombres primitivos. No tengo nada que decir contra el hecho de pertenecer a otra raza que la actual y que eso sea visible en mi persona. Encuentro que las caras de los demás son completamente inexpresivas.
Mis amos sienten por mí una gran simpatía, particularmente el príncipe, que es un poderoso y gran hombre. Un hombre con vastos planes y que sabe realizarlos. Es un hombre de acción y a la vez, un hombre muy culto, que sabe darse tiempo para todo lo posible, y a quien le place conversar sobre cuanto existe entre el cielo y la tierra, aunque oculta sus verdaderos propósitos hablando de otra cosa.
Puede parecer innecesario eso de interesarse por todo -si es que realmente es así- pero tal vez sea preciso, tal vez tenga que abarcarlo todo puesto que es príncipe. Da la impresión de comprenderlo y dominarlo todo, o por lo menos de aspirar a ello. Nadie puede negar que tiene una personalidad imponente. De todos los seres que he encontrado, es el único que no desprecio.
Pero es muy hipócrita.
Conozco bastante bien a mi señor, más no por eso diré que lo conozco a fondo. Tiene una de esas naturalezas nada fáciles de comprender. Sería un error decir que es escurridizo, no, pero en cierto sentido es inaccesible. Lo es para mi mismo y, a decir verdad, no sé por qué lo sigo con la fidelidad de un perro. Por otra parte, él tampoco me comprende.
A mi no me impresiona como a los demás, pero me agrada estar al servicio de un señor tan imponente. No he de negar que es un gran hombre. Aunque nadie es grande para un enano.
(...)

16
junio

Lectura de tabaquería

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Antes que nada tengo que agradecer a Ade la bibliografía aportada para que esta historia pudiera ser escrita. Si resulta aburrida, embarullada, incompleta o inconexa es sólo culpa mía.
Es bastante habitual la disculpa de “no tengo tiempo” para justificarse cuando se reconoce que no se es lector (con lo fácil que es decir “no me gusta”). En otras ocasiones, una deficiente formación escolar está en el origen de no ser lector. Sin embargo la historia nos enseña que ni la falta de tiempo ni la formación deficiente son disculpas válidas.
Desde el medievo hasta no hace tanto (en muchos sitios aún hoy), la inmensa mayoría de la población carecía de los rudimentos educativos necesarios, no les hacían falta para su hacer cotidiano y subsistir era prioritario. Pese a ello, estas carencias venían a compensarlas la lectura en voz alta, una modalidad normalmente colectiva, habitual en hogares, mesones, plazas, iglesias, conventos y monasterios, barcos, durante el descanso de los campesinos y en otras diversas situaciones. Tal vez hoy podríamos colocar a la radio como esa voz que nos cuenta.
Hay un sitio en el que la lectura en voz alta se conserva (conventos aparte, claro), empezó antes de la existencia de la radio y se ha mantenido después. Además, es una lectura que no sólo ha buscado el entretenimiento del oyente sino también su formación. Ese sitio es la tabaquería cubana.
Parece que, en Cuba, la idea de acompañar el trabajo con la lectura pertenece a un viajero español ajeno a la industria del tabaco, Jacinto de Salas y Quiroga. A principios del siglo XIX Quiroga llega a Cuba y meses después publica un libro donde relata sus impresiones del viaje. Refiriéndose a lo que observa allí dice:
“... en ese cafetal tuve ocasión, más que en ninguna otra parte de la isla , de lamentar el estado de completa ignorancia en que se tiene al esclavo. (…)…entonces se me ocurrió que nada más fácil habría que emplear aquellas horas en ventaja de la educación moral de aquellos infelices seres. El mismo que sin cesar los vigila podría leer en voz alta algún libro compuesto al efecto y al mismo tiempo que templase el fastidio de aquellos desgraciados, les instruiría de alguna cosa que aliviase su miseria (…)".
Por otro lado, el intelectual y político cubano Nicolás Azcárate se inspiró en las lecturas que se les realizaban a los presos en dos galeras del Arsenal de La Habana, donde un lector leía media hora, todas las tardes, algún libro cívico. La mayoría de los reclusos eran cigarreros que seguían en ese oficio y recibían a cambio una determinada suma de dinero. Parte de esae dinero era retenido por el jefe de departamento y era devuelto al preso cuando obtenía la libertad; les entregaba semanalmente el resto, y de éste se separaban algunas monedas para remunerar la labor del lector y adquirir las obras que habían de leerse. Nicolás Azcárate propuso insertar esta actividad en la producción tabaquera. La idea fue materializada por un joven asturiano, Saturnino Martínez, trabajador de la Fábrica "Partagás". Saturnino colaboró en la fundación de “La Aurora” una publicación semanal que alternaba temas literarios con otros en que se difundía la lucha a favor de la clase trabajadora.
A los fundadores de La Aurora se debe el mérito de la implantación de la lectura, estrenada en la tabaquería "El Fígaro", en La Habana, el 21 de diciembre de 1865. Para incorporar la lectura al proceso productivo convinieron en que un trabajador desempeñaría las funciones de lector. Cada operario contribuiría con su correspondiente cuota, con el fin de resarcir el jornal que el lector dejaba de recibir durante el tiempo que leía en voz alta.
En sus inicios, la lectura se realizaba por trabajadores que se turnaban cada cierto tiempo. Pero pronto la lectura por turnos se terminó y el cargo de lector pasó a ocuparlo una persona que debía de ganarse la plaza. Se hacía una votación puesto por puesto y se adjudicaba por mayoría. Generalmente era una persona instruida y educada y se le dispensaban grandes atenciones.
El lector debía poseer las aptitudes necesarias: tener voz clara y pronunciación correcta, ser lo suficientemente culto para poder interpretar cuando leía o, en muchas ocasiones, aclarar las dudas o servir de árbitro en discusiones sobre materias históricas, literarias y hasta científicas. Para probar sus aptitudes, el nuevo lector, por lo regular, antes de las votaciones, debía de pronunciar un discurso que ocupara la atención y la voluntad de los obreros.
Según las opiniones de varios autores, el torcedor de entonces era alguien que discutía de manera perpetua, tenía un amplio espectro de materias de las que deseaba saber y, según progresaba en su aprendizaje, se creía autorizado a disputar sobre todo; frecuentemente hacía uso de esto. Si el lector no podía enfrentarse dignamente con esa disposición y ese afán, estaba perdido. Si por el contrario probaba su capacidad y determinación, se ganaba el cariño y el respeto de todos.
Los jefes de taller observaron que, durante las lecturas, los jornaleros no abandonaban la tarea sino que se concentraban aún más mientras escuchaban. Así que, a pesar de la resistencia de algunos dueños, el ejemplo fue seguido por otras fábricas y al finalizar el mes de mayo de 1866 las principales tabaquerías de La Habana, y de los pueblos cercanos a la Capital, contaban con su correspondiente lector.
A los pocos meses de su entrada en las tabaquerías, la lectura, como medio poderoso de influencia, se convirtió en blanco de los ataques de la prensa conservadora.
Las alusiones que la prensa constantemente hacía a la lectura, tanto para elogiarla, como para censurarla, lograron atraer sobre ella la atención pública. Las tabaquerías donde había lectura eran visitadas por curiosos para admirar semejante novedad. No era raro ver en la parte exterior de las fábricas de tabacos, grupos de personas que junto a las ventanas escuchaban con atención la potente voz del lector en medio de la galera.
¿Qué tipo de lecturas se realizaban? Pues la verdad que resulta curioso. Autores que hoy son considerados por muchos (lectores de pijamas, códigos y demás) como aburridos o demasiado profundos, eran los requeridos por los torcedores, personas con escasa o nula formación cultural: Victor Hugo, Dumas, Chateaubriand, Lamartine, Shakespeare, Pérez Galdós, Cervantes, Newton, D’Annunzio, Kipling (y aquí), Pascal. Se dice que “Los miserables” y “El conde de Montecristo” fueron los mayores éxitos. El mismo Víctor Hugo, al enterarse que sus novelas eran solicitadas con avidez por los tabaqueros, escribió una carta a los obreros de Partagás agradeciéndoles el interés: ¡Qué gran honor le hacia el Olimpo de los novelistas! El escritor español Ramiro de Maeztu fue lector de tabaquería y escribió varias crónicas sobre ello. Escribía Maeztu que sus oyentes eran negros, mulatos, criollos o españoles; que no sabían ni leer siquiera, pero que le asombraron al pedir que les leyera obras del dramaturgo noruego Henrik Ibsen (lo que cambian los tiempos). También se incluían obras de autores cubanos como José María Heredia, José Jacinto Milanés, Gabriel de la Concepción Valdés “Plácido”, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Juan Clemente Zenea, Anselmo Suárez y Romero o Cirilo Villaverde.
Pero con la literatura científica y de entretenimiento también se incluía la literatura política: Kropotkin, Marx, Bakunin, Maquiavelo y otros filósofos políticos, principalmente de Francia o EE.UU., con especial predilección por los escritores anarquistas.
Aunque al principio sólo se leían obras de la índole mencionada, pronto se introdujo la costumbre de leer las noticias que aparecían en la prensa local, diaria o semanal. La lectura en los talleres comenzaba por las noticias internacionales, después las nacionales y a continuación los artículos de fondo o editoriales. Le seguían algunas secciones fijas y, por último, noticias del deporte. Después de quince minutos de descanso, el lector regresaba a la tribuna para el turno de novela.
En los cinco primeros meses del año 1866, la lectura llegó hasta los “chinchalitos”, nombre que desde fines del siglo XVIII se le dio a las pequeñas fábricas de tabacos, en la mayoría de la cuales se vendía al menudeo el producto que elaboraban, e incluso se llegó a intentar el establecimiento de sesiones públicas de lecturas nocturnas. La influencia de la lectura fue tan arrolladora que algunas de las marcas más famosas de Habanos cubanos creados a partir de esa época fueron nombradas según los títulos o personajes de la literatura que se leía en las fábricas (quién no conoce los famosísimos “Montecristo” o “Romeo y Julieta”).
A los empresarios empezó a no gustarles mucho que sus empleados comenzaran a tener conciencia de su situación, así que empezaron a prohibir la lectura “para no distraer a los operarios de las tabaquerías, talleres y establecimientos de todas clases con la lectura de libros y periódicos, ni con discusiones extrañas al trabajo que los mismos operarios desempeñan”. Para justificar semejante prohibición, se tomaron como excusa los altercados entre tabaqueros a la hora de seleccionar una obra, lo cual, a juicio de las autoridades, podría engendrar “odios y enemistades de graves consecuencias”.
Al prohibir la lectura, el Gobierno privaba a los tabaqueros de un poderoso y eficaz medio de cultura, pero al mismo tiempo dejaba entrever el miedo que le inspiraban la divulgación de las ideas independentistas que se podía hacer desde los “púlpitos”.
Los enemigos de la lectura lograron su propósito y en las galeras dejó de oírse la voz de los lectores. Pero no lograron acabar con el interés de la gente por aprender. En un periódico de la época se daba cuenta de que la Biblioteca Pública de la Sociedad Económica de Amigos del País se veía tan concurrida que hacían falta sillas para acomodar a los obreros que allí asistían a escuchar las lecturas públicas, prueba evidente de que la afición a leer había echado raíces entre los trabajadores.
Durante años hubo numerosos tira y afloja entre trabajadores, empresarios y gobernantes y la lectura en las tabaquerías desapareció y se reanudó en varias ocasiones. En el período de 1889 a 1895 se dedicó a la propaganda que, desde las tribunas de los talleres, realizaron los simpatizadores de la causa independentista. En los meses que precedieron al estallido de la guerra, la lectura sirvió para divulgar la labor de los clubes revolucionarios que conspiraban en el extranjero. En las galeras se oían artículos y folletos de tendencias separatistas en los que, según varios periódicos de la época, “se empleaba un lenguaje insultante contra la nación española”. La continuada repetición de estos hechos hizo que se extremara la vigilancia por parte de las autoridades y, aunque en las tabaquerías se había suprimido la lectura de publicaciones contrarias al régimen, en algunas fábricas, éstas se daban a conocer cuando los capataces y encargados no se hallaban presentes. Todo ello contribuyó a preparar el movimiento que se inició en 1895 y terminó con la consecución de la independencia de Cuba de la corona española.
Después de la guerra, solo en una fábrica de tabacos fue prohibida la lectura, por la crítica que en ciertos trabajos periodísticos se hacia de su propietario. Esa prohibición provocó un movimiento de huelga que pronto se solucionó a favor de los tabaqueros.
Al implantarse la República en 1902, no se consideraron los enormes aportes del tabaquero al movimiento de independencia. Subsistían aún los basamentos coloniales hispánicos discriminantes para el nativo en los sectores más retribuidos. Solo era accesible al cubano el aprendizaje del oficio de tabaquero y a la mujer el de despalilladora. Los demás departamentos se nutrían con españoles emigrados que enseñaban a rezagadores, escogedores, fileteadores, etc., y que después de algunos años llegaban a capataces y encargados. Nada había cambiado el nuevo régimen para los criollos operarios del tabaco. Bueno, sí, ahora los propietarios de las fábricas ya no eran españoles, eran multinacionales estadounidenses.
Hasta el decenio de los años 40 del siglo XX los lectores de tabaquería fueron fuertes pilares en las organizaciones, propagandas y acciones de los tabaqueros en contra de los gobiernos títeres de turno. Tuvieron que librar su propia lucha contra la radio, lucha que se inició cuando los primeros aparatos llegaron a La Habana (el primero de ellos fue instalado en la fábrica de Cabañas y Carvajal para trasmitir la Liga Nacional de Béisbol de 1923). Pero lector y radio lograron convivir, la lectura prosiguió con la novedad que, con el transcurrir de los años, se le adicionó el micrófono y el amplificador. Los tabaqueros escuchaban noticias y música que llegaban a ellos por la radio, pero cuando surgían acontecimientos de importancia y era imprescindible reclamar de ellos su calor y su esfuerzo, ocupaba la tribuna un trabajador.
Llegada la década de los años 50 los lectores mantenían su condición de trabajadores de los tabaqueros. Según el prestigio de la fábrica, representado por su marca, lo que a su vez incidía en los salarios de los trabajadores, estos donaban desde 5 hasta 25 centavos de su salario semanal para pagarle al lector. Para entonces se utilizaba el micrófono para ayudar al lector, aunque la lectura sólo llegaba a la galera y el despalillo y no incluía el resto de los departamentos que conforman una tabaquería.
La lectura era sugerida por los propios tabaqueros quienes, al entrar el lector para comenzar la lectura, ponían encima de la tribuna lo que deseaban que se leyera ese día. Siguiendo la tradición de sus inicios, el Presidente de Lectura hacía sonar una campanita llamando a la disciplina y el silencio. La actividad, con una duración de 180 minutos diarios, se dividía en cuatro turnos de 45 minutos cada uno, dos en la mañana y dos en la tarde. En los turnos matutinos se leía la prensa, revistas y los materiales de propaganda política. En los turnos vespertinos se leían novelas, clásicos de la literatura y, sobre todo, libros con fuerte contenido referente a las luchas sociales y los movimientos obreros.
El triunfo de la Revolución fue abrazado por los tabaqueros que salieron de sus fábricas a celebrar su conquista. Los lectores de tabaquería, como parte de la revolución que triunfó, pudieron extender su radio de acción a las escogidas y despalillos. Dejaron de ser pagados por los tabaqueros para cobrar como un operario más de la fábrica.
Un cambio significativo que se produjo fue la irrupción de la mujer como lectora. Tradicionalmente, la lectura en las tabaquerías fue una labor reservada a los hombres; en la historia, la presencia de la mujer se registraba en aislados casos. Pero con la creciente incorporación de ésta al trabajo y su integración a todas las tareas, se inició la lectura con voces femeninas, cambio que fue bien recibido por los tabaqueros. Por otro lado, el bajo salario inicial de la profesión hizo que los lectores ocuparan plazas de más remuneración; así se adentraron las mujeres en la lectura de las tabaquerías (lo de siempre, con revoluciones o sin ellas, la mujer entra ocupando los puestos peor remunerados) y hoy representan la mayoría en el oficio.
Si en períodos anteriores eran los propios tabaqueros los que elegían sus lecturas y a su lector, tras el triunfo de la Revolución, en cada tabaquería, despalillo o escogida existe o debe existir una comisión de lectura integrada por un presidente, un vicepresidente, un representante sindical, un administrativo, el lector y dos vocales. De acuerdo con su reglamento, esta estructura es la encargada de seleccionar y aprobar al lector del centro, facilitarle la documentación y valorar los géneros que se abordan en las lecturas. El objetivo principal de la lectura será “enseñar y cultivar intelectualmente a los trabajadores, dignificar su condición de clase obrera, continuar y fomentar los valores revolucionarios, motivar al trabajo y a las tareas de la Revolución”.
La lectura consiguió que los trabajadores pensaran por sí mismos y se convirtieran en revolucionarios. Pero a la Revolución (a las revoluciones en general) no le gusta que el individuo piense por sí mismo, el trabajador ya no sabe lo que quiere y necesita que una comisión valore lo que puede escuchar y lo que no. Una actividad que surgió con el fin de hacer llegar la cultura a quien no tenía acceso a ella y con ello desarrollar un pensamiento más libre, ha dado paso al adoctrinamiento.
Enorme poder el de la lectura.

Bibliografía
“La lectura en las tabaquerías en Cuba” , Rivera Z.; Roig Albet, Kim Men Fong Delgado.
“Lectores y lectoras de tabaquería, una tradición centenaria”, Sergio R. San Pedro.
“El bello Habano (Biografía íntima del tabaco)”, Reynaldo González.
“El lector de tabaquería: historia de una tradición cubana “, Araceli Tinajero.