Carmen de Burgos y Seguí, Colombine (también firmó como Raquel, Honorine y Marianela) (1867-1932) fue periodista, escritora, traductora y activista de los derechos de la mujer. Se la considera la primera periodista profesional.
(...)
Se había vuelto a acercar y estrechaba de nuevo su mano, decidido a ser superior a todas aquellas sensaciones de neurótico que estaba padeciendo. Acaso aquel olor que percibía no era más que el olor de su carne de mujer transcendiendo de los perfumes, en contraste con ellos. Tal vez un olor de raza.
Recordaba vagamente en aquel momento que los individuos de ciertos pueblos tienen un olor especial en su carne, en su piel, que los diferencia de los demás. Así los negros de las diferentes tribus se distinguían por el olor de sus cuerpos. Los gitanos tenían un fato especial; diferente de los indios, sus antecesores. Ese olor a carne humana, que se hace insoportable
en un local cerrado, que tiene algo del olor caliente de un gallinero, era común a todos. Se podían distinguir las personas, como las flores, por el olor especial a cada una-- El olor de Blanca no era fetidez de aliento, era un olor a descomposición, extraño, que lo mismo que su frialdad, recordaba al cadáver, pero en el fondo, tal vez no era más que un olor «de raza», acentuado, extraño, que se exageraba entre las esencias. Había que vencer esa fatalidad.
De nuevo unió los labios a sus labios cerrados, profundizó en ellos para besar los dientecillos blancos.
No sabía si es que ella no respiraba o si él contenía el aliento, pero dominaba la sensación, no notaba aquel olor.
Los brazos blancos se habían ceñido en torno de su cuello como un círculo de hielo, al que ya estaba acostumbrado y no le producía la sensación penosa de otras veces. Lo deslumbraban los ojos abiertos cerca de sus ojos, y se estremecía bajo los besos que los labios frescos y sin color le devolvían...
Quiso beber todo aquel amor, respirarlo, guardarlo dentro de su pecho... y aquel vaho contenido se escapó de nuevo, envolviéndole, ahogándole, produciéndole una angustia, un mareo insoportables. Quiso vencer la sensación. y no pudo. Hizo un esfuerzo para desasirse de Blanca, que lo sujetaba enlazado contra su corazón, y, hallando una resistencia inconsciente, obedeció al instinto, más fuerte que toda reflexión, y la empujó, rechazándola brutalmente, para verse libre de ella. La contempló un instante ovillada sobre el diván, gimiendo. No le dijo nada. ¿Para qué? Parecía que su amor se disipaba con aquel olor como con el amoníaco se disipa la embriaguez. Era imposible tratar de vencer aquella repugnancia física. En el amor era necesario el halago del olfato y del tacto, quizás como los auxiliares más poderosos.Se marchó sin decir nada, sin volver la cabeza y sin que ella pronunciase una sola palabra.
Se había vuelto a acercar y estrechaba de nuevo su mano, decidido a ser superior a todas aquellas sensaciones de neurótico que estaba padeciendo. Acaso aquel olor que percibía no era más que el olor de su carne de mujer transcendiendo de los perfumes, en contraste con ellos. Tal vez un olor de raza.
Recordaba vagamente en aquel momento que los individuos de ciertos pueblos tienen un olor especial en su carne, en su piel, que los diferencia de los demás. Así los negros de las diferentes tribus se distinguían por el olor de sus cuerpos. Los gitanos tenían un fato especial; diferente de los indios, sus antecesores. Ese olor a carne humana, que se hace insoportable
en un local cerrado, que tiene algo del olor caliente de un gallinero, era común a todos. Se podían distinguir las personas, como las flores, por el olor especial a cada una-- El olor de Blanca no era fetidez de aliento, era un olor a descomposición, extraño, que lo mismo que su frialdad, recordaba al cadáver, pero en el fondo, tal vez no era más que un olor «de raza», acentuado, extraño, que se exageraba entre las esencias. Había que vencer esa fatalidad.
De nuevo unió los labios a sus labios cerrados, profundizó en ellos para besar los dientecillos blancos.
No sabía si es que ella no respiraba o si él contenía el aliento, pero dominaba la sensación, no notaba aquel olor.
Los brazos blancos se habían ceñido en torno de su cuello como un círculo de hielo, al que ya estaba acostumbrado y no le producía la sensación penosa de otras veces. Lo deslumbraban los ojos abiertos cerca de sus ojos, y se estremecía bajo los besos que los labios frescos y sin color le devolvían...
Quiso beber todo aquel amor, respirarlo, guardarlo dentro de su pecho... y aquel vaho contenido se escapó de nuevo, envolviéndole, ahogándole, produciéndole una angustia, un mareo insoportables. Quiso vencer la sensación. y no pudo. Hizo un esfuerzo para desasirse de Blanca, que lo sujetaba enlazado contra su corazón, y, hallando una resistencia inconsciente, obedeció al instinto, más fuerte que toda reflexión, y la empujó, rechazándola brutalmente, para verse libre de ella. La contempló un instante ovillada sobre el diván, gimiendo. No le dijo nada. ¿Para qué? Parecía que su amor se disipaba con aquel olor como con el amoníaco se disipa la embriaguez. Era imposible tratar de vencer aquella repugnancia física. En el amor era necesario el halago del olfato y del tacto, quizás como los auxiliares más poderosos.Se marchó sin decir nada, sin volver la cabeza y sin que ella pronunciase una sola palabra.
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on 23 junio 2009
at 20:54
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