Este relato es una crítica amable de la literatura dedicada a los viajes fantásticos que tanto abundaba en la época de Maistre (1763-1852). El libro, cuyo título explica perfectamente de qué trata, narra todo lo que se le viene a la cabeza (esto podría ser también un viaje fantástico) a su protagonista, obligado a estar cuarenta y dos días encerrado en su cuarto, en arresto domiciliario por duelista. Un pequeño clásico de la literatura francesa.Para que pueda tomarse algún interés por el nuevo cuarto por el cual he llevado a cabo una expedición nocturna, tengo que enterar a los curiosos cómo fue que me tocara en suerte. Continuamente distraído en mis ocupaciones en la casa llena de ruido en que habitaba, me proponía hacía ya tiempo buscar por allí cerca un retiro más solitario, cuando un día, hojeando una noticia biográfica del señor de Buffon, leí que este hombre célebre había escogido en sus jardines un pabellón aislado que no contenía ningún otro mueble más que una butaca y la mesa de despacho, sobre la cual escribía, ni ninguna otra obra más que el manuscrito en el cual trabajaba.
Las fantasías en que me ocupo tienen tanta disparidad con los trabajos inmortales del señor de Buffon, que la idea de imitarle, siquiera fuera en ese punto, no se me habría jamás ocurrido sin un percance que me determinó a ello. Un criado, al sacudir el polvo de los muebles, creyó que estaba muy sucio un cuadro al pastel que acababa yo de terminar, y lo frotó tanto con un paño, que consiguió, en efecto, dejarle limpio de todo el polvo que yo me había tomado tanto cuidado en arreglar sobre él. Después de haberme furiosamente
encolerizado contra aquel hombre que estaba ausente, y no haberle dicho una sola palabra cuando volvió, según mi costumbre, me puse en seguida en busca de otra casa y volví a la mía con la llave de un cuarto pequeño que había alquilado en un quinto piso en la calle de la Providencia. Hice transportar allí el mismo día los materiales de mis ocupaciones preferidas, y allí pasé desde entonces la mayor parte del tiempo, al abrigo del trastorno doméstico y de los encargados de la limpieza de los cuadros. Las horas se deslizaban para mí como si fueran minutos en aquel retiro aislado, y más de una vez mis ensueños me han hecho olvidarme allí
de la hora de comer.
¡Oh, dulce soledad! He conocido las seducciones con que deleitas a tus amantes. Desgraciado del que no puede pasar solo un día de su vida sin sentir el tormento del fastidio, y prefiere, si es necesario, conversar con necios antes que consigo mismo.
Lo confesaré, no obstante: me gusta la soledad en las grandes ciudades; pero, a menos de verme obligado por una circunstancia grave cualquiera, como un viaje alrededor de mi cuarto, no quiero ser ermitaño más que por la mañana; por la tarde me gusta volver a ver caras humanas. Los inconvenientes de la vida social y los de la soledad se destruyen así mutuamente, y estos dos modos de existencia se embellecen el uno por el otro.
Sin embargo, la inconstancia y la fatalidad de las cosas de este mundo son tales, que la vivacidad misma de los placeres de que yo disfrutaba en mi nueva vivienda habría debido hacerme prever lo poco que durarían. La Revolución francesa, que desbordaba por todos los países, acababa de pasar por encima de los Alpes y se precipitaba sobre Italia. Fui arrastrado por la primera oleada hasta Bolonia; conservé mi ermita, a la cual hice transportar todos mis muebles en espera de tiempos más felices. Vivía desde hacía algunos años sin patria; un día supe que me había quedado sin empleo. Después de un año entero pasado en ver hombres y cosas por los cuales no sentía ningún afecto y en desear cosas y hombres que no veía más, volví a Turín. Era preciso tomar una resolución. Me marché de la posada de la Buena Mujer, adonde había ido a parar, con la intención de devolver mi cuarto al casero y deshacerme de mis muebles.
Al volver a entrar en mi ermita sentí sensaciones difíciles de describir: todo allí había conservado el orden, es decir, el desorden, en el cual lo había dejado; los muebles, amontonados contra las paredes, habían sido puestos al abrigo del polvo por la altura de la habitación; mis plumas estaban todavía en el tintero seco, y encontré sobre la mesa una carta comenzada.
-Todavía estoy en mi casa- me dije con verdadera satisfacción. Cada objeto me recordaba algún suceso de mi vida, y mi cuarto estaba alfombrado de recuerdos. En vez de volver a la posada tomé la resolución de pasar la noche en medio de mis propiedades; envié a buscar mi maleta, y al mismo tiempo formé el proyecto de partir al día siguiente, sin despedirme ni aconsejarme de nadie, entregándome sin reservas a la Providencia.
(...)
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on 21 junio 2009
at 19:03
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de maistre,
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