Hilary Mantel - "Vacaciones de invierno"

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Novelista, cuentista y ensayista inglesa. Aunque es conocida como la reina o la dama de la novela histórica, su obra es mucho más que eso.
Entre otros mucho, fue una vez "semifinalista" (longlist) y dos veces ganadora del premio Booker (tal vez el premio literario más confiable, nada que ver con los premios patrios).
El cuento pertenece al volumen "El asesinato de Margaret Thatcher" de 2014.
La versión es la de José Manuel Álvarez Flórez.

CCuando llegaron a su destino no podían reconocer su nombre. El taxista acuchillaba el aire con el cartel mientras ellos miraban como bobos a uno y otro lado de la fila, hasta que Phil señaló y dijo: «Aquel es el nuestro». Habían crecido pequeños picos sobre las «tes» de su apellido, y el punto de la «i» se había desplazado como una isla. Ella se frotó la mejilla, entumecida por la corriente del conducto de ventilación que había sobre su asiento; el resto de ella se sentía exhausto y valeroso, y mientras Phil corría hacia el hombre haciéndole señas, ella se retiró de la parte de abajo de la espalda la tela de la camiseta y se arrastró tras él. Nos vestimos para el tiempo que queremos, como para presionarle, aunque hayamos visto la previsión meteorológica.
El taxista posó una peluda mano propietaria en el carrito del equipaje. Era un hombre achaparrado de bigote reglamentario, y vestía una cazadora de sarga con cremallera por debajo de la cual asomaba un forro de cuadros escoceses; como si dijese «olvidad vuestras ilusiones de sol». El avión había llegado con retraso y ya había oscurecido. El taxista le abrió la puerta a ella y amontonó las maletas en la parte de atrás de la ranchera.
—Trayecto largo. —Fue todo lo que dijo.
—Sí, pero de prepago —añadió Phil.
El taxista se acomodó en su asiento con un crujir de cuero. Cerró de un portazo que hizo temblar todo el vehículo. Los cabezales de delante habían sido retirados, así que cuando se volvió para dar marcha atrás lanzó un brazo sobre el respaldo de los asientos delanteros y miró por encima de ella sin verla, a un par de centímetros de su cara, mientras ella le examinaba los pelos de la nariz al resplandor mareante de las luces del aparcamiento.
—Siéntate bien, cariño —le dijo Phil—. Ponte el cinturón. Allá vamos.
Qué adecuado habría sido él para la paternidad. Sana, sana, culito de rana. Vamos, no llores que no es nada.
Pero Phil pensaba de otro modo. Desde el principio. Él prefería poder hacer unas pequeñas vacaciones de invierno durante el año escolar, cuando los precios de los hoteles eran más bajos. Hacía años que le pasaba los periódicos, doblados por los artículos que explicaban que los niños costaban un millón de libras hasta que cumplían los dieciocho años.
—Cuando lo ves explicado de ese modo —dijo— resulta aterrador. La gente cree que se las arreglará con ropa usada. Medias raciones. La cosa no funciona así.
—Pero nuestro hijo no caería en la drogadicción —dijo ella—. No a esa escala. No sería lo suficientemente listo para Eton. Podría bajar por la carretera hasta Hillside Comp. Aunque he oído que allí tienen piojos.
—Y tú no querrías tener que tratar con eso, ¿verdad? —dijo él: un hombre que juega su as.
Avanzaban muy despacio por la ciudad, las aceras estaban atestadas, centelleaban los letreros de los bares baratos y Phil dijo, como ella sabía que haría:
—Creo que tomamos la decisión correcta.
Tenían por delante un viaje de una hora, y aceleraron a través de las desparramadas afueras; la carretera empezaba a subir. Ella se retrepó en el asiento cuando estuvo segura de que el taxista no quería conversación. Había dos tipos de taxista: los charlatanes que tenían una sobrina en Dagenham, que necesitaban hablar todo el camino hasta la lejana costa y el parque nacional; y los que necesitaban cada gruñido que les arrancaban, que no te dirían dónde vivía su sobrina aunque los sometiesen a tortura. Ella hizo uno o dos comentarios de turista: ¿qué tiempo había hecho? «Lloviendo. Ahora yo fumo», dijo el hombre. Se introdujo un cigarrillo en la boca directamente de la cajetilla, maniobrando luego con el mechero y retirando por un momento las manos del volante. Conducía muy rápido, tratando cada curva de la carretera como una ofensa personal, bufando ante cualquier obstáculo. Ella sabía que a Phil se le estaban acumulando los comentarios detrás de los dientes: «Eso no le irá nada bien a la caja de cambios, ¿verdad?». Al principio se cruzaron con ellos unos cuantos coches que se arrastraban hacia las luces de la ciudad. Luego disminuyó el tráfico y desapareció del todo. Al estrecharse la carretera dejaron atrás negras y silenciosas colinas. Phil empezó a hablarle de la flora y la fauna del monte bajo.
Ella tuvo que imaginar la fragancia de hierbas aplastadas bajo los pies. Las ventanillas del coche estaban cerradas frente a la noche quieta y fría, y apartó la cabeza deliberadamente de su marido y empañó el cristal con el aliento. La fauna la componían principalmente cabras. Bajaban por las laderas, con las piedras cayendo en torrente tras ellas, y saltaban delante del coche, con las crías pisándoles los talones. Eran moteadas y multicolores, veloces y despreocupadas. A veces brillaba furtivo un ojo a la luz de un faro. Dio tirón al cinturón de seguridad, que le estaba serrando el cuello. Cerró los ojos.
Phil había sido un incordio en Heathrow, en la cola del control de seguridad. Cuando el joven que los precedía se inclinó para desatarse laboriosamente los cordones de las botas de excursión, Phil dijo en voz alta:
—Sabe de sobra que tiene que quitarse el calzado. Pero no podía ponerse zapatillas como los demás.
—Phil —susurró ella—. Es porque pesan mucho. Quiere llevar las botas puestas para que no cuenten como equipaje.
—Yo lo llamo egoísmo. Aquí está la cola paralizada. Él sabe lo que va a pasar.
El excursionista los miró con el rabillo del ojo.
—Lo siento, amigo.
—Un día te van a dar un puñetazo —dijo ella.
—Puede que sí, puede que no —dio Phil, canturreando como un chiquillo en un juego de patio de recreo.
Una vez, cuando llevaban ya uno o dos años casados, él le había confesado que la presencia de niños pequeños le resultaba insoportable: el alboroto, los ruidos discordantes, los juguetes de plástico esparcidos, las exigencias mudas de que les dieses algo, que arreglases algo, aunque no supieras qué era.
—Todo lo contrario —dijo ella—. Señalan. Gritan: «Zumo».
Él cabeceó con tristeza.
—Una vida entera de eso —dijo— te afectaría. Porque te parecería toda una vida.
De todos modos, se estaba convirtiendo ya en algo teórico. Ella había llegado a esa etapa de su vida fértil en que las cuerdas genéticas se anudaban y los cromosomas giraban zumbando y se reenlazaban entre ellos.
—Trisomías —decía él—. Síndromes. Deficiencias metabólicas. Yo no te haría pasar por eso.
Suspiró. Se frotó los brazos desnudos. Phil se inclinó hacia delante. Carraspeó, habló con el conductor.
—Mi mujer tiene frío.
—Que se ponga la chaqueta —dijo el conductor. Se encajó otro cigarrillo en la boca. La carretera ascendía ahora en una serie de curvas cerradas, y en cada una de ellas daba un volantazo, lanzando la parte de atrás del coche hacia la cuneta.
—¿Cuánto falta? —preguntó ella—. Más o menos…
—Media hora.
«Si hubiese podido terminar la frase escupiendo lo habría hecho», pensó ella.
—Aún a tiempo para cenar —dijo Phil en tono alentador. Le frotó los brazos, como para animarla. Ella se rio temblorosa.
—No, que me cuelgan las carnes —dijo.
—Tonterías. No te cuelgan.
Había una media luna nebulosa, una larga acumulación de tierra caída a su derecha, una erizada línea de árboles encima, y cuando él le cogió el codo, acariciándolo, hubo una vez más un derrape y un deslizamiento delante de ellos, una lluvia de piedras traqueteando inconsecuente hacia la carretera.
—Sólo me llevará dos minutos deshacer las maletas —estaba diciendo Phil en aquel momento, explicándole su sistema para viajar ligero de equipaje. Pero el chófer gruñó, dio un volantazo, clavó los frenos y paró el coche con una sacudida. Ella salió disparada hacia delante, hundiendo la muñeca en el asiento delantero. El cinturón de seguridad la devolvió atrás. Habían notado un impacto pero no habían visto nada. El chófer abrió su puerta y salió a la noche.
—Un cabritillo —susurró Phil.
¿Atropellado? El chófer sacaba algo a rastras de entre las ruedas delanteras. Estaba doblado y veían su trasero elevarse en el aire, con el volante de cuadros escoceses en la cintura. Ellos estaban muy quietos dentro del coche, como para no atraer la atención hacia el incidente. No se miraron, pero observaron cómo se incorporaba el chófer, se frotaba la parte baja de la espalda, luego rodeaba el coche y alzaba la puerta trasera, sacando algo oscuro: un envoltorio, una lona. El fresco de la noche les golpeó entre los omoplatos y se encogieron un poco uno contra otro. Phil le cogió la mano; ella la soltó de un tirón; no malhumorada, sino porque sintió que necesitaba concentrarse. La silueta del conductor apareció ante ellos, iluminado por los faros. Volvió la cabeza y miró a un lado y al otro de la carretera vacía. Tenía algo en la mano, una piedra. Se agachó. Zud, zud, zud. Ella se puso tensa. Quiso gritar. Zud, zud, zud. El hombre se incorporó. Llevaba un bulto en brazos. «La comida de mañana —pensó ella—. Cocida con cebolla y salsa de tomate». No sabía por qué le había venido a la cabeza la palabra «cocida». Recordaba un cartel abajo en la ciudad: Autoescuela Sófocles. «No llames feliz a ningún hombre…» El conductor depositó el bulto en la parte de atrás del coche, junto a su equipaje. Cerró de golpe la puerta trasera.
«Reciclando», pensó ella. Phil, si hablase, diría: «Muy loable». Pero parecía haber decidido no hacerlo. Comprendía que ninguno de los dos mencionara aquel horrible inicio de sus breves vacaciones de invierno. Se acunó la muñeca. Suavemente, suavemente. Un movimiento de angustia. Un lavado. Un masaje para eliminar el pequeño dolor. «Continuaré oyéndolo —pensó— al menos durante el resto de esta semana: zud, zud, zud. Tal vez podría hacer un chiste de esto: cómo nos quedamos inmóviles; cómo lo dejamos seguir con aquello, qué otra cosa podíamos hacer…, no hay veterinarios patrullando por las montañas de noche». Algo se elevó en su garganta, que quiso articular; le cosquilleó el cielo de la boca y cayó de nuevo.
—Bienvenidos al Royal Athena Sun —dijo el portero.
Se derramaba luz de un interior de mármol, y cerca había unas frías columnas rotas iluminadas, con una luz que pasaba del azul al verde y vuelta atrás. Ese debía de ser el «aspecto arqueológico» prometido, pensó ella. En otra ocasión habría sonreído ante la exuberante vulgaridad. Pero el aire frío y húmedo, el incidente…, salió del coche y se irguió, sin sonreír, con la mano apoyada en el techo del taxi. El chófer pasó a su lado sin decir palabra. Abrió la puerta trasera. Pero estaba tras él el portero, que acechaba solícito. Extendió las manos para sacar las maletas. El chófer se movió rápido, bloqueándolo, y para su propio asombro ella se lanzó hacia delante:
—¡No!
Lo mismo hizo Phil:
—¡No! Es que son sólo dos maletas.
Como para demostrar la ligereza de la carga, cogió una de las maletas y le dio un alegre giro.
—Yo creo que hay que… —dijo. Pero eludió el resto de la frase: «viajar ligero de equipaje». En cambio, añadió—:… no llevar muchas cosas.
—Está bien, señor.
El portero se encogió de hombros y retrocedió. Ella lo reconstruyó mentalmente, como si se lo contase a un amigo, mucho después: «Te das cuenta, estábamos siendo cómplices. Pero el taxista no hizo nada malo, por supuesto. Sólo algo eficiente».
Y su amigo imaginario estaba de acuerdo: «Aun así, instintivamente sentías que había algo que ocultar».
—Estoy listo para echar un trago —dijo Phil.
Estaba anhelando la escena al otro lado del vidrio cilindrado; sours de brandy, cubitos de hielo tintineantes en forma de peces, tacones altos repiqueteando en baldosas de terracota, volutas ornamentales de hierro forjado, ropa de cama de hotel, blanda almohada. No llames feliz a ningún hombre hasta que haya descendido en paz a la tumba. O al menos hasta su amplia suite con baño y salón y sofá; y pueda borrar hoy y despertar con hambre mañana. El taxista se inclinó hacia el interior del coche para sacar la segunda maleta. Al hacerlo, echó a un lado la lona, y lo que ella vislumbró (y al mismo tiempo se negó a ver) no fue una pezuña hendida, sino la mano sucia de un niño humano.

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