Sait Faik Abasiyanik - "El hombre que había olvidado la ciudad"

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Novelista, poeta y cuentista turco. Se le considera uno de los pioneros de la nueva narrativa turca. Algunas de sus innovaciones están en el uso del lenguaje e influidas por las vanguardias de principios del siglo XX y por autores franceses como Gide o Genet. Sus temas también resultaron novedosos centrándose en los problemas del individuo dentro de la sociedad más que en los problemas sociales en sí. Describió principalmente la vida de la clase baja urbana y personajes como pescadores, desempleados o comerciantes.
Este cuento pertenece al volumen "Samovar" de 1936. También se encuentra recogido en la antología "Un hombre inútil" de 2023.
La versión es la de Mario Grande.


Hacía mucho que no bajaba a la ciudad. Aquel día, al abrir la puerta del hotel dispuesto a amar a la humanidad, la primera persona que apareció fue el hijo de un panadero. Le miré las mejillas sucias y pálidas y los pies descalzos, no compasivamente sino con amor. De todos modos, ¿no había salido a la puerta del hotel con esa disposición? Me quedé con ganas de abrazarlo y comprarle un par de zapatos de goma en la tienda de la esquina y un pantalón blanco donde el judío de un poco más allá.
—¿Qué miras, señor —dijo—, necesitas un porteador?
—No, mi niño —dije.
Estuve a punto de decirle: «Ven que te compre un pantalón y unos zapatos». Pero al ver su mirada deseché la idea. Era entre doliente y maliciosa, tan escrutadora como si quisiera detectar alguna enfermedad extraña en la mía, llena de amor. Saqué veinticinco kuruş, se los di y eché a andar. Salió corriendo detrás de mí. No le miré a la cara, pero sus manos lo decían todo:
—No te creas tan generoso, ¿vale?
Tomé los veinticinco kuruş. Quise seguir mi camino sin responderle. De pronto se disipó toda mi alegría, hecha añicos con el estrépito de un vaso al romperse.
Recogí con la mirada la alegría caída y hecha añicos a mis pies. Di media vuelta a casa y me metí en mi cuarto.
Cuatro paredes, una ventana, unos cuantos libros en una maleta y una cama de hierro… Sin pensar en ni siquiera leer nada me puse a dar vueltas por el cuarto que era igual que una celda. Cuando me puse a pensar, se fue recomponiendo lo que se había roto dentro de mí, igual que en algunas películas se ensamblan y se recomponen en el acto las piezas rotas de los automóviles. Recobré la alegría. Salí a la calle dispuesto a amar a la humanidad.
Caía la tarde. Me detuve en el estanco de la esquina. El sol daba en las revistas literarias sin vender. Estuve considerando si podía haber algún nexo, alguna relación entre las revistas literarias y la luz del atardecer que daba en el estanco al mismo tiempo.
Di una lira al estanquero. Me pareció que tardaba mucho tiempo en darme el cambio y el paquete de tabaco. Me vi forzado a mirar al estanquero. Estaba meneando la lira delante de mis narices.
—Está cortada de derecha a izquierda, señor mío, no es válida. Si estuviera cortada de arriba abajo podría valer, pero así no.
—¿Cómo que no es válida? Claro que lo es, si no ¿cómo la tengo yo?
—Es la ley, señor.
La ley de protección del dinero. Ya sé que la ignorancia de la ley no excusa de su cumplimiento. No podía quebrantar la ley. Busqué los veinticinco kuruş de antes, no pude dar con ellos y seguí mi camino.
No me convenía sacar otra lira del bolsillo para comprar cigarrillos. Burlar la ley soltando billetes no es solo cosa de abogados, es un derecho de todo ciudadano. Por eso me pareció un gesto inteligente ir con la misma lira a otro estanquero. Después de coger la lira me dio el paquete y, según iba a darme las vueltas, debió de sospechar de mis prisas porque volvió a mirar detenidamente el billete.
—¿Podría darme otra lira, por favor? —dijo con una sonrisa.
—¿Por qué?
—Esta no es válida…
Recuperé la lira sin pedir explicaciones. Recorrí irritado estancos uno tras otro, sin mirar a la cara de los estanqueros con ojos entre estúpidos e intrigados que traslucían todo pensamiento e imaginación. Llegué al convencimiento de que no iba a poder colar el billete. Tenía otra lira nuevecita y sin arrugas en la cartera. Le di vueltas a mi lira verde y muaré, demasiado verde para cambiarla por once céntimos y medio de cigarrillos, pero al final se apoderó de mí el deseo irresistible de fumar. No puedo recordar cómo cambié el dinero y abrí el paquete, cómo me llevé el cigarrillo a los labios y lo encendí, con una avidez semejante a la que sentí la primera vez que me acerqué a una mujer.
El humo azul salía de mis labios como una vena cálida y abultada de la muñeca. Chupando el cigarrillo con el ánimo confuso, como cuando lamo el dedo de mi amado, me sentía de vuelta a mis dieciocho años. El último fragmento de mi alegría hecha añicos volvía a encajar en su sitio impulsado por la propia vida. Estaba contento. De amar a la humanidad, de cazar pájaros amarillos y dorados mezclados en las farolas que iluminan la ciudad, de saludar a uno, de dar una colleja a otro, de tomar entre las manos los finos dedos de otro que va un poco más adelante... Se ríen de mí.
—Ese tipo está loco ¿o qué?
Eran unas chicas alegres. Olían a suburbio por los cuatro costados. El habla y el acento eran correctos. Dos amigas. Tostadas por el sol, chorreaban de sudor, amor y sol dentro de sus vulgares vestidos de verano de mangas cortas. Será que sin darme cuenta yo había sonreído amorosamente a la que primero había dicho «Ese tipo está loco ¿o qué?», y ella no pudo evitarlo. Me dirigió una mirada muy dulce. Me armé de valor y fui tras ellas. Llevaban buen paso. Tuve que apretar para darles alcance. Se volvían a mirarme de vez en cuando y se reían. Yo me sentía lleno de versos de Servet-i-Fünun, capaz de hazañas caballerescas.
¿Qué podría decir? Varias veces me acerqué decidido a las chicas con una frase preparada. Al final la frase no me salía y no decía nada. Entonces me quedaba un poco más atrás maldiciendo mi falta de ingenio. Pero esta vez fueron ellas quienes se detuvieron. Yo iba hecho un puro nervio. Cuando llegara a su altura les diría algo bonito verdaderamente inspirado. ¿Acaso no era yo poeta? Ciertamente, la inspiración vendría en mi ayuda en este momento de angustia. Ya estaba prácticamente a su altura. La inspiración batió las alas. Mi frase estaba en gestación. Era como si mis dientes molieran y prepararan las palabras. De pronto, esta vez la amiga que no había dicho nada me soltó:
—Señor, si sigue viniendo detrás de nosotras tendremos que denunciarle a la policía.
Al momento me rodearon unos niños griegos desnudos, europeos de agua dulce de habla francesa intentaban explicarse unos a otros mi situación y las hermosas señoritas remilgadas me miraban de arriba abajo con ojos como platos.
Di media vuelta, dispuesto a huir.
—Espere, señor. ¿No le da vergüenza importunar a las señoras? Aunque a primera vista parece un caballero, es usted un tipo maleducado —dijo un hombre rico, gordo, trajeado, bien afeitado y encorbatado, un diputado o empresario.
—Oh, déjelo, caballero —dijo una de la chicas—. No hay nada que hacer con hombres así.
Mi alegría llegó al máximo. Como si todos los tornillos estuvieran apretados y las juntas engrasadas.
Me fui imitando el traqueteo de una máquina.
—Tranquilo, muchacho. ¿Qué pasa? —dijo un conductor que pasó a mi lado.
—Estoy muy tranquilo. ¿Qué pasa? Pues que andan diciendo a mis espaldas que estoy borracho.
Claro que estaba borracho. El tiempo, las farolas, la ciudad me emborrachaban. La gente me atraía con la fuerza de un imán. Habría querido abrazar al mundo y a la ciudad sin hipocresía.

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