Roddy Doyle - "El chiste"

Posted by La mujer Quijote in ,

Novelista, cuentista, dramaturgo, ensayista, guionista y autor de literatura infantil irlandés. La escritura de Doyle está marcada por un uso intensivo del diálogo entre personajes con poca descripción o exposición. Además, sus obras suelen desarrollarse en Irlanda centradas en las vidas de los dublineses de clase trabajadora.
Imprescindible su "Paddy Clarke, Ha Ha Ha" ganador del Booker Prize de 1993.
Este cuento (The joke) fue publicado por primera vez en el número del 21 de noviembre de 2004 de la revista The New Yorker y se encuentra recogido en español en la antología "Cuentos irlandeses contemporáneos" de 2023 coordinada por Sinéad Mac Aodha y Jorge Fondebrider.
La versión es la de Matías Battistón.


Ai él se fuera ahora, no volvería nunca. Se iría y ella no se enteraría, ni le importaría tampoco. Él volvería y sería lo mismo: a ella no le importaría. Entonces, ¿para qué? No se iba a ir a ningún lado.
Y eso empeoraba las cosas. Y lo ponía mucho más molesto. Y enojado. Y tonto.
Esto de ahora. No era nada. En sí.
—No, no. Él pasa a buscarte.
Eso era. Palabra por palabra. Eso lo tenía mitad de pie, mitad sentado, con su culo gordo sobrevolando el sillón.
No tenía el culo gordo. Pero era un culo más considerable que antes. Aunque no mucho más.
En fin.
Ésas eran las palabras.
—No, no. Él pasa a buscarte.
Las palabras en sí eran inofensivas. Ella ni siquiera le estaba hablando a él.
Pero ése, justamente, era el tema. Ella ni siquiera le estaba hablando a él. Le estaba hablando a alguien más. Y le seguía hablando. Por teléfono. No sabía a quién. La hermana, la mamá, la suegra. Todas opciones igual de probables. Pero podría haber sido cualquier otra persona. Su amiga, la adúltera, era una sospechosa más. Si fuera una apuesta, la amiga pagaría tres a uno.
Pero él no era de apostar. Ni lo había sido nunca.
Estaba metida en la cocina: él no sabía a quién le estaba hablando. Pero sí sabía que acababa de ofrecerlo como chofer para quienquiera que fuera.
—No, no. Él pasa a buscarte.
Y esa era la cuestión. Y lo había sido durante mucho tiempo. Y ya estaba harto.
¿Pero harto de qué?
No estaba seguro. De toda la cuestión. De todo. Estaba harto, y punto.
El puto hombre invisible.
—No, no. Él pasa a buscarte.
Ése era. Eso era. El hombre invisible. El cero a la izquierda. Como si estuviera siempre ahí, esperando. Sin nada mejor que hacer.
Es cierto, no estaba haciendo nada. Pero ése no es el tema. Ni por casualidad. Estaba ahí sentado, sin hacer nada en particular, con la tele apagada. Pero no importaba. Si hubiera estado escalando el Everest o en el piso de arriba, en la cama, no habría importado tampoco. No importaba un carajo qué estuviera haciendo o no.
Era el hecho, la cuestión. No sabía cómo…
El mero hecho de oír eso. Estaba harto. Y no podía decir nada. Porque era algo tan intrascendente. Nunca hubiera podido explicarlo sin pasar por mezquino o egoísta o tantas otras cosas que en realidad no era.
La amiga, por ejemplo. La adúltera. Eran amigas desde hacía años. Linda mujer. No aparentaba la edad que tenía ni de lejos. Y lo del adulterio era injusto. Él no la juzgaba. Ni lo había hecho nunca.
En fin. Él estuvo ahí cuando ella dejó al marido. La ayudó a cargar el coche, el coche de él, con sus bolsos y sus dos hijos y todas sus cosas. Mientras el marido estaba en el trabajo, o donde fuera… en el pub, no tenía idea. Y se alegraba de haberlo hecho. Era lo que había que hacer. Nunca lo puso en duda. Ni una sola vez. Ni le dio rencor ni nada. El marido era un idiota, un animal. Ella hizo bien en irse. Y a él no le hubiera importado si el marido venía a buscarlo. La mujer, sentada a su lado, tenía la mandíbula rota y vendada. Los chicos en el asiento de atrás estaban pálidos. Había sido una buena acción, ésa. Se había sentido un poco como un héroe. La mujer lo abrazó, lo besó, le dio las gracias una y otra vez.
Ése era el ejemplo más claro. El más dramático.
No estaba yendo al grano. Se estaba yendo por las ramas.
Otro ejemplo mejor. Su suegra. No era tan mala. Inofensiva, realmente, una vez que uno la conocía. En fin, él había salido cuando diluviaba para llevarla del bingo a casa. Más de una vez, y no había problema. Lo había hecho con gusto, y lo volvería a hacer. Con la cuñada, lo mismo. Le llevó veinte atados de cigarrillos cuando ella no podía salir por haberse quebrado la pierna. Y un helado bañado en chocolate.
Favores piadosos. Los venía haciendo desde hacía años. Y ése (por fin) era el tema. Nadie nunca, ni una sola vez, se los pidió a él.
Ella seguía en el teléfono.
—Sí, ya sé, sí. Dios.
Ni una sola vez. Es verdad, siempre le daban las gracias.
Qué amable.
Qué tesoro.
No sé qué haría si no estuvieras.
Y eso estaba muy bien. Y lo apreciaba. Pero nunca habían llamado y pedido hablar con él. Ni una sola vez. Nunca.
Y eso no era todo.
Era…
Era todo, carajo. Estaba harto.
Pero se volvió a sentar. Ya le estaban empezando a doler los brazos, sosteniéndose así por encima del sillón. Pero eso no tenía ninguna importancia. No había cambiado de opinión, no se había decidido. Podía volver a levantarse, y es lo que iba a hacer. Ella seguía en el teléfono. No era urgente, sea lo que fuera. Tenía que concentrarse. Tenía que ser claro. Iba a decirle que no cuando ella viniera a buscarlo. Él tenía que saber por qué.
Venía de antes. Mucho, mucho, mucho antes. Ah, Dios… de hace años. Culpa de él. Lo aceptaba. Sí. Culpa suya. En fin.
Pero no eran los favores piadosos. Ella los llamó así. No era eso sólo. Tenía que ser claro.
Le había gustado, según recordaba. Cuando los llamó así, favores piadosos. Ella se estaba secando el pelo con una toalla. Se sentó en su regazo. Con las piernas abiertas, a ambos lados de las suyas, bien contra él.
Él todavía conservaba el pelo. La mayor parte.
Regazo era una palabra tonta.
La amaba. Eso es lo importante.
A ver.
Toma y daca. Alguna vez fue así. Colaboración. Así lo hubiera llamado él, aunque tampoco le gustaba esa palabra. Colaboración. Toma y daca. Él llevaba a su suegra a la casa después del bingo; ella se sentaba en su regazo. Pero no, dicho así queda vulgar. La cuestión no era el sexo. Pero…
Eso también. Sí, definitivamente.
¿Pero cómo…? ¿Cómo iba a hacerse entender sin que pareciera que era todo cuestión de sexo cuando no era así aunque, en cierto modo, sí lo era?
Se las arreglaría.
En fin.
Colaboración. Era la base de todo. La relación… otra palabra de mierda. Habían hecho cosas juntos. Hasta cuando no estaban juntos. Él conducía o hacía las compras, limpiaba las ventanas, lo que fuera. Pero los dos se involucraban. Lo hacían juntos. Así se sentía. Así era.
Algo pasó.
No pasó nada. Pasó y listo. Así son las cosas ahora.
Ella seguía ahí, en el teléfono. Podía sentirla hablando, que sí y que no, con quien fuera. Escuchando, asintiendo con la cabeza. Acomodándose el pelo detrás de la oreja.
Todavía la amaba.
Y la colaboración se había cortado. En algún momento. Nunca había podido precisar cuándo, no tenía idea. No fue nada que hubieran dicho. Nada que hubieran hecho. Hasta donde sabía él. Pero ¿quién sabe?
Todo era un desastre. Él, también. Un desastre. Su enojo. Sus cambios de humor.
Quería estirarse y tocarla. En la cama. Y no podía. No había manera, no podía hacerlo. No podía levantar la mano y moverla, treinta centímetros, cincuenta, o menos. No podía. ¿Qué había pasado? ¿Qué había pasado?
No sabía. Francamente, no. No sabía.
Era una buena tele, grande, una de esas de pantalla panorámica. Pensó que podrían mirarla juntos. Eso, por lo menos. Cuando la compró.
Estaba más viejo. Qué carajo importaba, ella también. Eso no era. No creía.
Nunca habían hablado del tema.
¿De qué?
No sabía. El cambio. El corte. No sabía. La colaboración. El matrimonio, mejor decirlo de una puta vez. Y no era cierto lo del sexo tampoco, exactamente. Seguían teniéndolo, haciéndolo. De vez en cuando. Cada tanto. Las manos se encontraban. Aquel calorcito.
¿Qué le iba a decir? ¿Cuándo ella viniera?
Seguía ahí metida, en la cocina. Todavía charlando.
Pero él tenía razón. Básicamente, tenía razón. Algo se había arruinado. Algo pequeño. Algo que él ni siquiera había notado. Había cambiado. Ella no podía negarlo.
¿Y lo haría? Negarlo. Él no tenía idea.
Antes hubiera sabido. Solía adivinar, en general. Lo que diría ella. Cómo reaccionaría. Cruzaban sonrisas, porque los dos sabían qué estaba tramando el otro. Ella le daba una palmada en el culo cuando él pasaba. Él le tocaba el pelo. Las palabras no importaban, ella sabía lo que él quería decir. Te amo. Te aprecio. Estoy contento.
Te amo. Te aprecio. Estoy contento.
Eso era todo.
Antes… podía adivinar si ella estaba por decir algo. Antes de que lo hiciera. Había algo en el aire, en la atmósfera. No tenía que estar mirándola. Lo sabía. Y ella también. Y a él le gustaba que ella adivinara.
No sabía cuándo se había terminado aquello. Adivinar. No sabía. Quizá todavía pudieran leerse las mentes, pero no lo hacían. No sabía; le parecía que no. No la conocía. La conocía, pero no la conocía. Había sido algo muy paulatino. Muy gradual. No se había dado cuenta.
Eso no era cierto. Sí. Se había dado cuenta.
Pero no había hecho nada.
¿Qué?
Dios, era terrible. Una tontería.
Estaba enojado. Siempre estaba enojado.
Siempre estaba enojado.
Se quedaba despierto en la cama, se despertaba temprano. No se lo sacaba nunca de la cabeza. No sabía por qué. No había pasado nada. Nada grave. La culpa era de él. Debería haberlo sabido. Había empezado mucho tiempo atrás, la diferencia. El silencio. Lo supo en el momento.
Nunca habían tenido ninguna pelea. Eso era cierto, más o menos. Nunca hubo nada serio. Tonterías. Llaves que se pierden, su suegra en Navidad. Nada grave. Fundamental. Ninguno de los dos se había ido nunca dando un portazo ni había roto nada. No había pasado nada por el estilo. No había pasado nada.
Quizá fueran los chicos.
Estaba culpando a los chicos.
No, no los culpaba. Sólo que, bueno, quizá tuvieran que ver con lo que había pasado. Nunca tenían tiempo, estaban demasiado ocupados. Siempre llevándolos de un lado al otro, fútbol y danza y grupos de exploradores y discotecas. Y después llevando y trayendo a su suegra también. Y a su cuñada, y a su propia madre. Y a la amiga de ella. La mujer a la que él había ayudado a dejar a su marido.
Había sentido algo por ella. Lo había admitido. Nunca pasó a mayores. Pero lo había sentido. Una mujer que se acostaba con alguien que no era el esposo. A él le parecía excitante. Es cierto. En aquel momento. Incluso con los chicos de ella en el asiento trasero del coche. Adulterio. Otra palabra que no lo convencía.
¿Los chicos? No tenía sentido. Por ellos estaban ocupados, corriendo de aquí para allá, una locura. Pero eran algo que tenían en común. Hasta cuando estaban arriba, en la cama.
¿Ese sonido será uno de ellos que se está despertando?
No te detengas, no te detengas.
¿Dónde está su inhalador?
¡No te detengas!
Les había gustado. Les había encantado. En el momento. Y duró mucho. Veintiséis años. ¿Qué pasó?
No tenía la más puta idea.
¿Y ella?
No sabía si ella sabría.
Probablemente.
Él no.
Él no sabía nada.
La tele no había funcionado. No mucho que digamos. Una tontería, repito. La idea de que un televisor podría acercarlos. Por más caro que fuera. Ni siquiera miraban tanta tele. Nunca lo hicieron. A él le gustaba el fútbol, de vez en cuando, pero tampoco se desvivía por eso. A ella le gustaba la política. El programa de debates, Questions and Answers. El de actualidad, Prime Time. Había otra tele, arriba, en el dormitorio. No hace falta una pantalla gigante para ver políticos. La idea había sido una tontería desde el principio.
Aunque el fútbol sí era mejor en una pantalla gigante.
Sintió que estaba empezando a sonreír. Como si luchara contra su propia cara. Aflojó. Sonrió.
Ella todavía estaba hablando por teléfono. Se reía.
Como en los viejos tiempos. Él sonreía, ella se reía. Se conocían tan bien en aquel entonces.
Una tontería.
Estaba siendo un tonto. No era como en los viejos tiempos, no era para nada como en los viejos tiempos, fueran lo que fueran los viejos tiempos. Él estaba solo. Ella estaba en otro lugar. No había unión. Ninguna.
Aunque era linda. Su risa. Siempre le había gustado.
Antes la hacía reír.
Dios.
¿Era capaz todavía? ¿De hacerla reír? Lo dudaba. ¿Le hubiera gustado a ella? No sabía.
Pero lo había hecho antes. Le hacía cosquillas, de vez en cuando. Ahora no podría. Acercándose a ella sigilosamente por la espalda en el baño. Nunca estaban en el baño juntos. Volvió a sonreír. Qué idea. Acercársele por la espalda. Se pondría a gritar. Y esa no era la única manera en que la hacía reír. Antes con palabras era suficiente. Chistes. Payasadas, hacerse el tonto. Le gustaba. Le encantaba. Ella se le acercaba cuando se reía.
Podría intentarlo. Ahora. Un chiste. Un inglés y un irlandés entran a un bar… No, era una tontería. Estaba ese otro sobre el tipo sin agujero en el culo. No. Aquel sobre el irlandés en un concierto de Tina Turner. Sonrió. Muy largo, y a ella no le gustó cuando se lo contó por primera vez. Se acordaba.
¿Qué estaba haciendo?
No estaba seguro.
¿Cuál es la diferencia entre un buen paseo y una buena cagada? Ese era gracioso. Cortito y gracioso. Pero hacía tanto desde la última vez que le había contado un chiste… Era una estupidez.
No se hablaban desde esta mañana.
Está lloviendo ahora.
Sí.
Está lloviendo ahora. Él.
Sí. Ella.
Y eso había sido —miró su reloj— hacía ocho horas. Y ahora le quería contar un chiste. Era una locura. ¿Cuál es la diferencia entre un buen paseo y echarse una buena cagada?
Una locura.
Una estupidez. Una tontería.
Aunque ya no estaba enojado. No sabía muy bien por qué lo había estado.
Eso no era cierto. Lo sabía. Pero ya no estaba enojado. Le iba a contar el chiste. Se había puesto nervioso. Aunque era bueno. Cortito, sin ninguna historia. Iba a ver cómo le caía mientras se lo contaba.
¿Qué iba a ver? No sabía. Qué quería ver, ese era el asunto. La cara de ella. Quería verla escuchando, nada más. Verle la cara, verla escuchando. Verla adivinar lo que él tramaba. Con eso sería suficiente.
Se puso a escuchar. Estaba ahí metida, en la cocina. Podía sentir sus zapatos. Sabía, de algún modo, sin saber cómo, que estaba terminando la llamada. Por cómo se movía, como si se estuviera yendo. Estaba por cortar.
¿Cuál es la diferencia entre un buen paseo y una buena cagada? No podía hacerlo. Era demasiado loco, demasiado desesperado. Se iba a dar cuenta de lo que realmente era: una súplica. Un puto pedido de auxilio.
Aunque eso también era una tontería. No era un pedido de nada. Qué súplica ni qué ocho cuartos. Era un chiste, nada más. Listo, había colgado el teléfono. Seguía en la cocina. Era más que un chiste. Eso él lo sabía.
¿Ella se daría cuenta?
Ya oía sus pasos.
Ella se acercó a la puerta. Se detuvo.
Él la miró.

This entry was posted on 20 julio 2024 at 21:34 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

0 comentarios

Publicar un comentario