Carlota Gurt - "Balas de paja"

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Novelista, cuentista y traductora barcelonesa.
El cuento pertenece al volumen "Biografía del fuego" de 2023.
La versión (el original está escrito en catalán) es la de la propia autora.






We are the hollow men
We are the stuffed men
Leaning together
Headpiece filled with straw.
Alas! Our dried voices, when
We whisper together
Are quiet and meaningless
As wind in dry grass
Or rats’ feet over broken glass
In our dry cellar.
T. S. Eliot, The Hollow Men

Todo viene de un camión cargado de balas de paja que remontaba la carretera. Era rojo; me gusta fijarme en los colores de las cosas y convertir la memoria en una galería de cuadros llenos de manchas. La vida, los recuerdos, la gran pinacoteca: clasicismo junto a arte degenerado. Pero el camión, decía.
Detrás iba un coche, el mío, con las ventanillas bajadas. Las briznas de paja revoloteaban y se me metían primero en el habitáculo, después en los ojos. Ojos llenos de paja. Pero cuando se nos mete una viga no la vemos. Y a mí la paja se me coló dentro de la cabeza. Por eso estamos aquí.
Sea como sea: el camión, el coche, las cosas que se te meten dentro, subir las ventanillas.
Mi madre, a la que ese día iba a visitar en mi coche por una carretera tortuosa persiguiendo un camión cargado de pacas, también se está volviendo de paja, pensé. Con las piernecitas que se le están quedando todo huesos, ligera y hueca por dentro. Como una cáscara. Reseca, muerta, inútil. Mamá.
Podría empezar diciendo: Paja.
Primero hay que plantar el cereal, el que sea, lo que nos importa no es el grano, aquí hemos venido a hablar de la paja. Y como en mi cabeza lo puedo ver todo —el ojo interior, lo llaman los alemanes—, contemplo las semillas germinar a miles en la tierra esponjada por el arado, todas apiñadas bajo ese campo de tierra marrón y rojiza, del color de las heces ensangrentadas. Dentro del útero terrestre, el ejército de siembra se desarrolla en la clandestinidad. En las tinieblas, la membrana se les rasga y por la rendija —la vida siempre sale de las rendijas— asoma un hilillo blanco, un gusano finísimo, que cada día se alarga un poco.
Así arranca la coreografía de una legión de semillas haciendo contorsiones y desgarrándose. Pequeñas criaturas mutantes. Parece una conspiración multitudinaria. O un espectáculo de Pina Bausch. Todas estirando sus bracitos de futura paja para alcanzar la luz, el sol, el oxígeno. ¿Acaso no es eso también lo que hacemos los humanos a todas horas: estirar los brazos hacia la luz y procurar no morir asfixiados? Personitas de paja, sin más voluntad que la de obedecer a la naturaleza que nos empuja. Alentar es nuestra fotosíntesis. O amar. De hecho, vienen a ser lo mismo.
Amar, digo, y pienso en mi madre, a la que ese día estaba yendo a ver, mi madre que se desbrizna. Yo también soy madre y algún día me desbriznaré.
En Italia una vez nos alojamos en una finca llamada Il Fienile del Colle, «el pajar de la colina». Yo entonces no sabía que escribiría un relato sobre la paja, esas cosas no se pueden saber. El nonno de la familia tiraba con arco apuntando a una diana sujeta en una bala de paja. Yo me sentaba en la hierba, bajo un castaño, y me embelesaba mirando cómo ese hombre de cuerpo enjuto y piel tostada tensaba el arco. Era bello. La flecha potencialmente mortal —yo no perdía a los niños de vista— se clavaba con un ruido seco y grave. Definitivo. No me dejó probar.
Los niños, la paja.
Otro verano fui a Francia con mis hijos, sola por primera vez; de día rondábamos por ahí y cada noche cumplíamos un ritual. Caminábamos cinco minutos. A medio camino nos cruzábamos con dos caballos que comían ya sabéis qué en un comedero, y los mirábamos fijamente, como esperando que nos revelaran algo. Qué ojazos tenían. Un trecho más allá, en una pequeña explanada, había una hilera de veinte o treinta balas de paja plastificadas en negro y verde descolorido, y mientras el sol se ponía, nos encaramábamos, saltábamos rápido de una a otra, a veces bailando desaforadamente, hasta que anochecía y volvíamos a casa corriendo, brincando, riendo, yo a veces llorando —de alivio, de tristeza, de felicidad: qué difícil distinguirlo—, con los miedos exorcizados, porque era esa la finalidad del ritual vespertino: ahuyentar las incertidumbres terroríficas que poblaban nuestra nueva vida y reivindicar que sabíamos reír y ser felices pese a las desgracias.
Cuando ahora evocamos ese viaje, lo único que recordamos son las balas de paja.
Pero os estaba hablando de los sembrados. Siempre son campos: ¿por qué? ¿Por qué nadie planta una semilla de cereal en una maceta y la cuida con la delicadeza con la que se cuida una orquídea? Ponerla en el centro de la mesa, sobre un tapete de ganchillo tricotado por la bisabuela y admirar la espiga solitaria cada mañana.
Yo a mamá tampoco la cuido como a una orquídea. La tengo encerrada en una residencia con otras personas de paja y ya solo espero que se muera.
Pero volvamos a la biografía del cereal. La paja embrionaria de repente ya tiene los brazos bastante largos, pronto serán verdes; el color extraterrestre, el color de la bilis, de la envidia y de los viejos repugnantes; sin embargo, a mí me encanta el verde. Una mañana, con el primer brote de sol, las hojas despuntan, y a los campos les crece vello, como si estuvieran mal afeitados. Después, ya no hay quien detenga la rebelión vegetal contra la gravedad, y se alzan, desafiándola. Por eso me gusta el verde: es el color de la insubordinación.
Hasta que un día la planta se espiga y se llena de flechas; de pequeños, cuando huíamos de la ciudad al mismo pueblo donde ahora tengo a mi madre encerrada, al mismo pueblo hacia donde ese día me dirigía en mi coche, tras el camión que tiene la culpa de todo esto, en ese tiempo, de pequeños, nos tirábamos las espigas y luego corríamos por ahí con ellas prendidas en los jerséis sin saberlo. Cuántas cosas llevamos prendidas sin saberlo.
A vista de pájaro, en días de viento los campos ondean como las crines de un caballo verde al galope, un caballo alienígena. Cuando llueve, las espigas resisten los embates y se vengan haciéndose más grandes y turgentes. Alimentarse de tormentas: ¿Cómo se lo puedo enseñar a mis hijos? ¿Cómo me lo transmitió mi madre?
Más paja personal: ya que estamos, quemémoslo todo.
Fue el camión con las pacas el que me fecundó las neuronas, pero hasta el otro día, cuando crucé el país en coche (siempre los coches: vivo en una road movie), no empecé a obsesionarme con la paja.
¿Por qué?
Porque pasé muy cerca de mi Chernóbil particular, ese lugar tan bien indicado, repetidamente señalizado, mortificantemente rotulado, en la autopista. Los demás solo leéis el nombre de una población cualquiera, para mí en cambio pone: Prohibido el paso, Peligro de muerte, Zona radiactiva. No creo que pueda pisar nunca más sus paisajes: las vastas extensiones de cultivo, los tractores por las carreteras sin arcén de rectas sin fin, el horizonte liso y lejano, el aire de desolación, de abandono, el río que de vez en cuando lo inunda todo, la niebla, la niebla, la niebla, los extremos: siempre demasiado frío o demasiado calor, los toldos naranjas de las terrazas, las casas a orillas del río, apoyadas unas en otras, dormidas, torcidas como dientes sin ortodoncia. Y como conducía con el cerebro preñado de paja e instigada por la visión de los campos rubios de mi Chernóbil, di el salto mortal a la idea de la paja radiactiva.
Cereales mutantes, harina que puede matarte, caballos muriendo de cáncer. El asesinato silencioso de los átomos de cesio. Cesio matrimonial. Demasiadas negligencias y el núcleo se fundió. Nadie tuvo la culpa. La culpa la tuvimos todos. Luego, años para curar las quemaduras.
Pero estábamos con los campos y las espigas. Unas semanas después, el verde muere tostado bajo la tiranía del sol y todo se tiñe de un amarillo adusto (dorado, lo llaman los optimistas y los románticos) que se agrieta con solo mirarlo.
Llega el campesino montado en una cosechadora monstruosa, una New Holland que parece un vehículo de Star Wars haciendo prospecciones del terreno con metralletas láser escondidas bajo la carrocería; si a una cosechadora le pones una música épica parece una máquina que haya venido a salvarnos la vida. Y comienza a afeitar el campo. En las entrañas del artefacto se separa el grano, y nuestra paja queda esparcida sobre la tierra, tirada de cualquier modo, sin sentido estético: a la manera propia de los cadáveres. Abandonada. Porque la paja es lo que no sirve para nada, los desperdicios, las sobras. Como este texto, que es todo paja y carece de sustancia. Como mi madre, que ya no va a ninguna parte ni sirve para nada.
¿Y cómo decir que no sirve para nada si con la paja podemos criar bestias de media tonelada, como los caballos? Carne nacida de los restos de una planta muerta. Paja hecha carne, hecha sangre. ¿Qué pesa más: una tonelada de carne o una tonelada de paja? Galope propulsado por heno. Una máquina de correr alimentada con desechos. La vida se ríe de nosotros en nuestras narices. Podría escribir un cuento sobre matar caballos.
¿De dónde salen los cuentos?, me preguntan a menudo. De una obsesión, de una grieta, de un camión que no pude adelantar porque había demasiadas curvas: para deshacerme de las briznas de paja podría haberme matado, y no valía la pena.
Al cabo de unos días, una empacadora profana el campo de batalla para recoger los despojos vegetales, ahora ya secos. A veces la observo desde mi casa. Oigo un motor, me asomo para ver qué pasa y me la encuentro allí, peinando el campo, esnifando los restos. De vez en cuando se detiene y el vientre gestante que lleva enganchado detrás se abre muy despacio y aparece una bala, que de lejos, envuelta en plástico blanco, dirías que es un huevo colosal, o un saco vitelino, hasta que un mecanismo en la parte superior corta el plástico como se corta un cordón umbilical, y la bala cae a plomo al suelo. La gallina mecánica continúa su labor hasta que toda la paja está confinada, controlada, asfixiada.
Me gustan más las balas sin plastificar, libres, las balas de paja que, como yo, van perdiendo briznas y dejan un rastro allí por donde pasan, un rastro que conlleva la propia extinción gradual.
Las balas de paja dormitarán días o semanas sobre el campo pelado. De vez en cuando, un coche se detendrá en el arcén y los pasajeros se harán ridículas fotos bucólicas, o se encaramarán a una bala con pose de conquistadores. No saben que dentro habitan arañas, pulgas, garrapatas. También se retratarán parejas de recién casados y después partirán hacia su nueva vida matrimonial con la cabeza llena de bichos y picaduras, y la comezón los martirizará esa primera noche mientras follen hasta que la muerte, o más probablemente un juez, los separe.
Y mi Chernóbil, que no calla. Un gorrión construye su nido con paja contaminada y cuando la vida eclosiona: cabezas sin pico, ojos ciegos, alas demasiado pequeñas para aprender jamás a volar.
Ya lo veis, vehículos y pájaros, pájaros y vehículos. Animales mecánicos y aviones orgánicos. Pero ¿adónde van? Volar… ya me dirás. Mi madre no puede ni andar.
La maquinaria agrícola regresa al cabo de unos meses para plantar futura paja, o colza, o girasoles que acabarán cabizbajos por el excesivo peso de las pipas o del tiempo vivido. Volverán los tractores, pues, y con ellos, los caminos destrozados por los neumáticos de metro y medio o más, tan altos como tú, roderas que crearán baches y socavones, surcos donde caerás una y otra vez. El surco donde ha caído mi madre es oscuro y profundo como una fosa abisal.
Camiones y tractores, coches y empacadoras. Y, como llegué a la ciudad donde ella me crio con la paja metida dentro, empecé a delirar en el metro, solo veía balas humanas abarrotando los vagones, exprimidas, sin grano, paja humana metida en camiones de metro para alimentar a las bestias del capitalismo, empresas que van al galope y relinchan con cada centavo. En Amazon, una bala cuadrada de paja vale dieciocho euros. Vaya estafa.
Regresé a casa, pensativa. Las calles estaban atestadas de gente. Me agobiaba ver tantos ojos que escondían a personas detrás, manos cargadas de gestos inacabados, todos esos pasos que no iban a ninguna parte. Una mujer de zafiro, tan azul que te entraban ganas de llorar. Muñecos de silicona y títeres de granito. Mientras un viento furioso desmenuzaba los hombres de paja y las mujeres de barro se resquebrajaban, los transeúntes miraban hacia otro lado. La intemperie nos destruye a todos.
Pero no te desvíes. ¿Adónde iba? A veces no recuerdo adónde voy.
Ah, sí, quería hablar de todo lo que me evoca la paja rubia, muerta, inflamable —podría estar hablando de Marilyn: rubia, muerta, inflamable—, porque este verano perseguí un camión cargado de balas y las briznas se metieron dentro del coche y de mí, y me pareció que también yo voy perdiendo briznas, que me han segado y me han arrancado el grano, y ahora ya solo me deslizo de acá para allá, fragmentos de mí volando, esperando que una bestia de media tonelada me coma o, al menos, ser alimento suficiente para mis hijos, que son de una nueva cosecha, todavía verde y exuberante. Ningún tractor les ha pasado por encima ni saben que todo empezó con una contorsión subterránea y un gusano que se estiraba hacia la luz.
Todo esto viene de ese camión cargado de balas que remontaba la carretera el día que yo iba a visitar a mi madre de paja. La encontré encogida. Sonrió sin motivo. Lloró sin motivo. Las palabras le salían muertas, sin grano, frases trituradas, las letras desordenadas formaban vocablos inexistentes. No se puede pretender hablar con una brizna de paja. Tiene el cerebro yermo: no se puede plantar nada en él. Es tierra baldía. Asiento. Le cojo la mano huesuda. La abrazo. Abrazo a una muerta que sonríe.
Mira la parte buena de las cosas.
Una paja es también una cánula para sorber hasta la última gota de jugo.
Una paja te vivifica el coño.
Paja.
Cuatro letras, tres fonemas, dos vocales y consonantes, una palabra. Paja. Una palabra capaz de matar, como cualquier otra. Balas de paja disparadas al corazón, y las briznas que se te quedan dentro como fragmentos de metralla.
Las palabras matan, deberían ponerlo en las fajas de los diccionarios, junto a la foto de un literato muerto, del detalle de un cerebro negruzco y podrido de palabras, de un suicida con la casa llena de libros. Sílabas con la punta envenenada. Si fuese tan fácil como decir algo para que se cumpliera: Mamá, muérete, por favor. Actos de habla performativos. Os declaro marido y mujer. Pero también: Ya no te quiero.
Paja. Paja. Paja. Una palabra. O un mundo. Mi mundo de paja. Madres, hijos, familias, futuros, orgasmos, muerte. Y a veces viene el lobo y ya puedes correr a buscar otro techo que te cobije; no sufras: siempre encontrarás algún cerdo que te quiera. Pero en mi caso el lobo fui yo.
Monigotes de paja, espantajos con ropa holgada que solo ahuyentan a los pájaros más ingenuos, el viento los va desbriznando, y si se les acerca una cerilla encendida… Pero las llamas, qué bonitas.
Todos llevamos un pirómano dentro.

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