Novelista, cuentista y autora de literatura infantil chilena. Aunque enmarcada en muchas ocasiones en el "criollismo", para algunos críticos su obra va mucho mas allá de ese movimiento (dice Natalia Cisterna: “Es una literatura cada vez más compleja, pero se la seguía tildando de criollista, neocriollista, porque para el campo cultural definir la literatura de una mujer como transformadora, vanguardista, era muy incómodo”). En su obra también se aborda la situación de la mujer de la ápoca, sus vicisitudes y maltratos que son denunciados sin ambages, lo que ha permitido que su escritura sea estudiada ahora desde el ámbito feminista.
Este cuento forma parte del volumen "Raíz del sueño" de 1946.
Aquello comenzó un día de impensada primavera, cuando la abundante señora exclamó entre grititos:
—¡Mira qué belleza! ¡Tesoro! Parece un ángel de estampa…
Que era un ángel, la niña lo sabía, pero no estampa. Guardó la palabra en el recuerdo y se quedó inmóvil cautelando puertas para que no se le escapara. La abuela miraba su obra de arte, que ya empezaban todos a reconocer, y dijo, llamándose a modestia:
—Ángel de estampa no… Es tan solo una niñita buena.
—¡Y qué traje! ¿Es de Maribé?
La abuela contestó, casi a punto de perder la compostura:
—Hecho por estas manos. En nuestra casa es tradición que las mujeres borden.
—Se diría trabajo de hadas. ¡Qué delicadeza!
Parecía una estampa, pero no representando un ángel, sino una niña del pasado siglo que mostrara un ajustado corpiño, una ancha falda hasta media pierna, una aglobada manga, todo en un color de rosa desvanecido y levemente violáceo, lleno de encajes y de bordados. Pero el encanto no estaba en la vestimenta, ni siquiera en la evocación, sino en la niña misma, espigada, sin ninguna de esas rollizas características que definen la infancia, toda ella hecha en un material moreno, vivo y mate, pétalo tierno de magnolia. El cabello partido en crenchas caía en bucles por la espalda. Y en la cara de seria y firme expresión, los ojos castaños punteados de oro eran inmensamente pueriles.
Días después la niña preguntó a la abuela:
—¿Qué es una estampa?
—Estampa… —dijo la abuela, cansada, como estaba de la indagación constante—, estampa es… una estampa inglesa.
—¿Y qué es una estampa inglesa?
—¡Ay! ¡Qué niña! Las que están en el escritorio del abuelo.
—¿Cuáles?
—¡Ay! ¡Qué mosca! Esas que representan a dos caballeros, de levita roja, fumando largas pipas al lado de la chimenea. Y la otra, en que varios caballeros están bebiendo cerveza en una taberna. Y las otras dos, en que otros caballeros, también con levitas rojas, van de caza con unos perros.
La niña pensó un rato y luego la sobresaltó con otra pregunta:
—Abuela: ¿para estar en una estampa se necesita ser caballero y llevar levita roja?
—¡Ayayay!… Hijita, ¿quieres irte a jugar al jardín?
Pero no se dejó imponer. Y preguntó tozudamente en su idea:
—¿Los ángeles pueden estar en las estampas?
—Claro —asintió la abuela, sorprendida del descubrimiento—. En las estampas sagradas, las que tienes en tu libro de oraciones. Estampa es —terminó contenta de dar fin a la explicación— un cartón o un papel, grande o chico, que representa algo muy bonito.
La miró la niña, sostenidamente, buscando que aquello fuera la verdad total, y al fin, alzándose con despacioso ritmo, besó la mejilla de fino papel sedoso, arrugado de años, y dijo:
—Gracias, abuela.
Y se fue al escritorio a mirar las estampas, que no le gustaron, con aquellos caballeros rubicundos, ahogados por la risa y los altos cuellos, como tampoco le gustaron los otros, jinetes en corceles galopantes y con los perros a la siga. No. Pero sí le gustaron, miradas ahora con reflexiva atención, las figuras de lo que ella, hasta entonces, había llamado «santitos» y que en el libro de tapas de nácar que fuera de su madre, marcaban las diferentes oraciones y eran recuerdo de la primera comunión de sus primos y de sus amigos.
Una estampa era algo muy bonito. Y ella parecía una estampa… Lo había dicho aquella gorda señora, no solo dirigiéndose a ella y a la abuela, sino que lo repetía a todo el enorme grupo familiar y de relaciones sociales que las rodeaban siempre. Porque la abuela era una «dama patricia». Pero ella, María Casilda, era una estampa. Y desde entonces se esmeró en parecerse a las figuras que le servían de modelo. Por temperamento sus actitudes eran plásticas, poseía el sentido de la armonía y del color. No tuvo más trabajo que vigilarse y, sobre todo, vigilar la impresión que producía. Ese era su triunfo al principio. Sentir cómo todos iban callando, convergiendo las miradas en ella, para que alguien, con un renovado fervor, dijera la frase que era ya habitual:
—¡Parece una estampa!
Pero se cansaron de repetirla y un día cualquiera la olvidaron. Lo que no hizo mella en la niña, que ahora creaba la estampa para su propio goce.
Todo ese proceso fue tan imperceptible que se hubieran necesitado ojos muy sagaces para sorprenderlo. Imperceptible, porque siempre fue María Casilda una de esas criaturas tranquilas y silentes, acostada en la cuna, en su sillita más tarde, con un juguete en la mano, distraída y siempre los ojos solicitados por mínimos acontecimientos que la abstraían y regocijaban en lo recóndito.
Los otros niños querían sumarla a sus algaradas. Los mayores la incitaban al juego. Pero ella, siempre y dulcemente, decía: «Gracias», y se quedaba quietita, mirando un vilano revolar por el patio hasta prenderse en la mano dura de una palmera o contemplando la comba del agua del surtidor y su instantáneo iris, o hacía y deshacía gigantes, camellos, el pájaro que canta y el agua que llora, la princesa, el gato con botas y la Calchona, rompecabezas de nubes, mucho más apasionante que los fríos cubos que gustaban a los demás niños.
En sus breves espaciadas visitas, entre avión y avión que lo traía de la Patagonia de las pingües aventuras ovinas, el padre decía súbitamente inquieto:
—Hallo a la niña muy delgada, mamá. Y siempre silenciosa y sin moverse. ¿No estará enferma?
—No. ¡Qué va a estar enferma! Ni un resfrío ha tenido en el último invierno. Es así y nada más.
—¿No sería bueno hacerla examinar por el médico?
—Si tú lo deseas…, se hará tu voluntad…
—No, no, mamá, no es eso… En fin: decida usted, que nadie lo hará mejor… — y se quedaba pensando, enternecido y risueño, que en ese medio de viejas mujeres, en el marco de la casa colonial, no era posible que María Casilda fuera sino «como una niña grande». Y también súbitamente se tranquilizaba, abstraído después en sus quehaceres.
¿Cómo, entonces, percibir los matices del cambio?
Hubiera sido necesario estarla mirando siempre. Sorprender la forma en que acomodaba la falda en torno al asiento, en una banqueta frente a la abuela entregada a prolijas obras de aguja, con el costurero de caoba entre ellas, y al fondo la cómoda ventruda y taraceada, sobre la que un Niño Jesús extendía los bracitos amorosamente bajo un fanal, entre candelabros de centelleantes cristales,
y en el muro un retrato de la abuela jovencita, en un marco en que caracoles y conchuelas fijaban su impenitente nostalgia del mar.
Descubrir cómo en la mesa, almorzando con los mayores cuando la abuela reunía a la familia, su manito izquierda quedaba como abandonada junto al plato y la derecha creaba la más graciosa curva, acercándose a un vaso, y ella, erguida y neta, empalidecía más aún destacada en el alto respaldo del sillón en que se abrían y entrelazaban las guirnaldas de terciopelo sobre la trama de fuerte seda contrastante.
Tía Teresa la miraba atónita, con vago azoro.
Alguna vez dijo:
—Está muy delgada María Casilda.
—No —dijo a su turno la abuela— está como siempre.
—Está más delgada —insistió tía Teresa—. Sería bueno darle un tónico.
—¿Por qué no la hace ver por el médico, mamita? —propuso tío Pedro Andrés.
—Pero si la niña está completamente sana…
—Yo la haría ver lo mismo…
Y la abuela terminó secamente:
—Se tendrá en cuenta tu insinuación. —Y vuelta a otro hijo—: ¿Qué hay de ese asado en el campo que nos ofreciste?
Observarla de pie, junto al escritorio del abuelo, con grandes libros abiertos frente a ella, atenta a cada página, según decía la abuela «mirando monos», libros de viajes, álbumes de museos, vidas de santos, extraño interés para sus nueve años. Reconcentrada en la observación y a veces levantando los párpados para mirar un instante la puerta abierta al patio, en que los canarios lanzaban la serpentina rubia de sus trinos, mientras detrás de ella se rompían en mil colores las figuras rituales de una vidriera.
O verla al piano, en el gran salón en que opacos lagos de espejos enfrentaban su inútil vacío, toda de blanco y graciosa en el taburete, con un lazo lila grande como un polisón en la cintura, con un jazmín sobre cada sien, tocando una sonatina de Diabelli balbuciente como boca de niño, y removiendo el corazón de cristal de los caireles y haciendo que las cornucopias de viejo oro quisieran echar a sus pies su carga persistente de flores y frutos, haciendo que las rosas atentas en el vaso azul sigilosamente dejaran caer un pétalo sobre la ciudad china del mantón de Manila, haciendo que la abuela, en el corredor, sentada en el sofá de vaqueta y musitando las avemarías «del rosario por el eterno descanso del alma del abuelo», olvidara el rezo y súbitamente se sorprendiera en el recuerdo acariciando con dulce mano una frente cansada y bien amada.
O prestarle atención el día en que la ciudad vibraba al recuerdo del hecho histórico y en la tribuna oficial, al aire las banderas y los himnos, junto al gobernador, porque la abuela nunca separaba a la niña de su cautela, estaban ambas. Enjuta la viejecita, vestida a la manera de su juventud, con un guardapelo de prolijo oro entre los encajes de la chorrera y las manos asomadas entre otros encajes dejando ver el doble anillo de viuda, el anillo blasonado de los Toledo y aquellos otros dos anillos de piedras esplendentes, de tan grande y pura luz, que lejanos diamantistas sabían de su existencia. Frágil la niña, vestida también a la moda de otros tiempos, con una redecilla de perlas encasquetada a la cabeza y los bucles por la espalda. Ambas ceremoniosas y afables ante el entusiasmo popular.
Al correr del tiempo descubrió un juego que la acercó a los primos. Menos uno, se subían todos a los bancos del jardín y el que estaba abajo iba dándoles la mano para invitarlos a dejarse caer al enarenado y allí tomar formas de estatua. Pero juego sin interés para los niños, con imaginaciones que trotaban por otros senderos. Cortésmente, tan solo cuando estaban de visita en casa de la abuela, aceptaban por una vez aquello que tildaban de «pavo». Tenía entonces la niña tal sonrisa, tal adorable encanto, que un día uno de los primos, el más como trompo girando sobre su atolondrada vitalidad, le propuso balbuciente, en un rincón en que se espesaban las sombras de los naranjos y los trinos de los pájaros:
—¿Quieres ser mi novia?
Ella contestó al punto:
—Sí.
El muchachito la miró desconcertado ante esa inmediata aquiescencia.
Ella preguntó:
—¿Y bien?
—¿Qué? —preguntó a su vez, frunciendo el ceño, como cuando se le enredaba el hilo del barrilete en la cañuela.
—Bésame —e intentó echarle los brazos al cuello y formar la estampa.
Pero el muchachito la separó bruscamente, temeroso de las voces que se oían cerca. Y se la quedó mirando, cada vez más desconcertado, fuerza preparada para un largo asedio y que de súbito se halla inútil. ¡Y qué «adelantada» la niña para sus diez años! ¡Había que fiarse en estas «moscas muertas»!… Bueno… Para matarse de risa y para contárselo a la patota. Se puso rojo, como si lo hubieran sorprendido en la peor acción, y se odió, por haber siquiera pensado en exponer a la niña a la burla de los demás. Y como si fuera un hombre, como él creía que debía ser un hombre, se prometió guardar el secreto y ser siempre para ella el novio… No, no, no… El novio, no. Pero sí un amigo, y podían jurar esa amistad escribiendo sus nombres con su propia sangre en el mismo papel, como hacían los caballeros de fortuna… La miró de soslayo. La niña seguía de pie, destacada sobre el muro revestido de hiedra, y en la mano tenía una hojita en la que enterraba los dientes.
Se arrepintió también de este último propósito y dijo muy deprisa:
—Lo he pensado mejor. Eres muy niña y todavía no debes tener novio. Te devuelvo tu palabra.
—Sí —contestó ella, sin dejar de mordisquear la hojita.
«¡Tonta!», pensó el muchacho, y escapó corriendo, olvidado de la escena apenas dio el primer puntapié a la pelota.
Ella había tenido un novio y lo había perdido. Tenía que estar triste, suspirar, poner una mano en el corazón, contemplar la tarde desteñida de tonos, quedarse pálida y enflaquecer, tomar vinagre y desear morirse, porque la vida para ella no tenía ningún objeto. Así eran las heroínas de las novelas color de rosa que la abuela, a su insistencia por leer algo que no fueran cuentos infantiles, había terminado por entregarle.
Se ingeniaba para sacar a hurtadillas vinagre del repostero y beberlo sin un gesto, con una entereza de mártir. Quería morir, ella, la novia desdeñada. De noche abría la ventana y se obligaba a resistir el frío, el viento que había afilado sus cuchillas en las aristas de la cordillera. Apenas si probaba alimentos. Adelgazaba y bajo la piel de color de cera, la arquitectura de los huesos se acusaba lamentable.
Hubo en casa de tía Teresa un consejo de familia. Se impuso a la abuela que llevara a María Casilda al médico. Fue el día en que nació el pánico. Once años, la pubertad en cierne y la niña sin defensa alguna, comida por la anemia. Se hablaba de reposo, sobrealimentación, inyecciones, medicinas.
Tuvo primorosas camisas de noche, rosas, celestes, blancas: tuvo batas de rasos pálidos, sembradas de ramitos y entrecruzadas de pespuntes, que hacían juego con los edredones. Las sábanas eran una red de bordados en los embozos. Descansó largamente, comió sumisa, tomó los remedios, se dejó pinchar por las agujas que la empavorecían y dilataban sus pupilas.
Pero en cuanto se quedaba sola, iba sigilosamente al repostero y bebía repetidos sorbos de vinagre, con los pies desnudos sobre las losetas. Volvía descompuesta y tiritando a la cama. Esperaba el manso sueño de la abuela —que la hacía ahora dormir junto a ella, en su propio dormitorio—, para irse hasta el patio y quedarse largas horas entre dos arcos, sintiendo el corazón tumultuoso de la noche, el caer del agua en la fuente, el vuelo fantasmal de los murciélagos, los grillos tenaces y la lenta aprobación de las palmeras.
Terminaron estas escapatorias cuando la volvieron a su dormitorio, con una enfermera que no la abandonaba a hora alguna. Se creyó entonces en una reacción. Pero se equivocaban.
Llamaron al padre.
Soñó su última estampa. Iba por un camino de menudos caracoles que decían el mensaje de lejanas olas. Enormes flores color de cielo bordeaban el camino, azulinas sin nostalgia de los trigales, nomeolvides guardando una diminuta pepita de oro, hortensias suntuosas como halda de infantina. No tocaban sus pies los caracoles, se deslizaba por sobre ellos, dulcemente, resbalando por el tobogán de la brisa. El camino terminó de pronto bajo un arco y allí se quedó ella, inmóvil.
Se miró los pies, que ahora sentía sobre el suelo. Y al mirarse los pies se vio el traje, como nunca se lo había hecho la abuela, tules flotantes de un claro verde, con estrellas que refulgían entre sus pliegues sujetos por una estrecha cinta de oro. Y en una mano tenía un lirio carmesí de largo tallo y la otra mano en el aire se alzaba en un vago gesto de adiós.
Fue entonces cuando aparecieron dos ángeles con dos grandes tijeras, recortaron de la vida la estampa de María Casilda y se la llevaron para fijarla en las galerías celestiales por toda la eternidad.