Nora de la Cruz - "A la orilla de la carretera"

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Cuentista, novelista y editora mexicana. También es profesora de literatura y posee un canal en youtube dedicado a la crítica literaria (Interior403).
El cuento pertenece al volumen "Orillas " de 2018.


No es miedo a la oscuridad, es que no veo bien de noche. Conozco el camino, pero casi no hay alumbrado, y sin luz se les pierden las orillas a las cosas. Todo es pura silueta y arriba nada más cielo.
Siempre dicen en mi casa que no me regrese caminando, pero qué me ha de pasar. La combi que sube de la carretera a la loma ya cuesta casi diez pesos. A pie no me hago ni veinte minutos, por eso le digo a mi mamá que la tomé, para ir ahorrando. Así me compré el celular. No es de los caros, pero tiene cámara. Le caben hasta mil canciones. Le dura la pila un buen.
Eso sí, hay que ir atento, a las vivas. No por nada, pero es noche y está oscuro. Salgo a las siete del bacho y me quedo un rato a cotorrear. Camino al Periférico para tomar el camión. Cuando llego a Los Olivos ya casi van a dar las nueve, la hora de la novela. Los jueves mi mamá plancha y no puede salir al frío. Ese día me encarga el pan.
Y casi no hay nadie en la calle. Muchos del bacho toman este micro, pero casi todos se bajan antes que yo, en Alamedas, o en las Bodegas de Atizapán. Solo una vez vi a una chava que iba más lejos; por seguirle la plática me fui hasta Los Manantiales. Estaba bonita y me había caído bien, pero cuando pasamos por Los Olivos preguntó: ¿Te imaginas vivir ahí, en el cerro, a la orilla de la carretera? Le dije: Sí, verdad, así como pregunta. La acompañé a su casa y me regresé en otro micro. En la escuela no la volví a saludar. Yo siempre había vivido ahí, pues qué tenía de raro o qué. Eso le tenía que haber contestado, pero no se me ocurrió en ese momento.
Está oscuro y solo, pero son veinte minutos. No pasan coches. Nada más la combi que sube la loma, pero sale cada media hora. Fuera de eso nada. Ningún negocio. Algunas casas. Árboles. Perros flacos. Ratas entre el matorral. Luego tramos de polvareda o de lodazal si es el tiempo de las aguas. Mi casa no está tan arriba: das vuelta pasando la virgencita y donde termina el baldío luego luego se ve.
En ese terreno era donde se armaba la cascarita. Las porterías se marcaban con ladrillos y el dueño del balón era siempre el juntador. Equipos de cinco, los más altos o gorditos eran siempre los porteros. Ninguno de esos niños fue mi compañero de escuela y rara vez nos saludamos cuando nos encontramos en otro lugar. Pocas veces estuve en el equipo goleador. Casi siempre estaba en el que ganaba si había madrazos.
Cuidadito que te vea otra vez jugando con los marihuanos, decía mi mamá. Ideas suyas. Aquí ni marihuanos había. Acaso una bolita que se cooperaba para echarse una caguama banquetera cuando terminaba el partido. Eran los más grandes. Yo tenía 11 o 12 años. Qué me iba a arrimar a pedirles de su chela. No porque me diera miedo. No se me antojaba y ya. Parecían orines. Apréndase a limpiar el culo primero, chamaco pendejo, le dijeron a un compa que una vez les pidió.
Justo ahí, donde empieza el baldío, me sale un güey al paso. Desde que lo vi acercarse me pareció raro: no hace frío, pero trae una sudadera roja con capucha que le cubre la mitad de la cara. Cuando me doy cuenta ya lo tengo enfrente. Es de aquí del barrio y seguido lo topo, pero nunca a estas horas. Me va a atracar. Todavía ni me decía nada cuando yo ya estaba quieto. No es que le saque al parche, pero hay que ponerse listo. Primero ver qué. Total, qué ha de pasar, si no estoy manco. Ni está tan trabado el güey. Estamos igual de flacos.</ br> Dame lo que traigas, dice.
Pues si ni traigo nada, cabrón, no ves que vengo caminando, ni para la combi traigo.
No dice nada, pero no se quita del paso.
No traigo nada, de veras.
No se mueve. Tampoco responde.
Ahí muere, carnalito, ahí muere.
Sabe que no le miento, pero esto no es lo que él esperaba. Lo imaginó mucho más simple: decir la frase, tomar el dinero, pelarse. Es bueno para trepar y se sabe bien la loma: siempre que se nos volaban los balones lo mandábamos a bajarlos de los árboles o de las azoteas.
Abre la mochila, cabrón, me dice, y le contesto que ni madres. Ni madres, carnal, le digo, y en buen puedo déjame ir. Mi celular es casi nuevo, ni madres que se lo iba a dar. Siento que me jala el hombro y le suelto el moquetazo. Entonces se deja venir. Se me clava en las costillas y nos trabamos un rato. Nos tiramos pocos golpes, todos al estómago y a la cara. Nos rompemos la boca, nos sale sangre de la nariz, pero pronto nos trabamos de nuevo. Resoplamos por el esfuerzo de empujarnos mutuamente. No se escucha nada más.
Al otro lado del baldío se abre una portezuela. De un auto viejo y largo surge una silueta oscura. Pienso en pedir ayuda pero no sé con qué palabras. ¿Auxilio, como en las películas? Solo se me ocurre gritar. Del auto surge otra silueta.
Ya quítale la mochila, pero apúrate, cabrón, grita la sombra. Parece que le estás pidiendo permiso, agrega el otro, desde el asiento del conductor. Ambos ríen. Siento cómo el vientre flaco del chavo de la capucha se tensa como un tambor. Lo empujo con las dos manos por reflejo. El güey se cae. Intento echar a correr, pero me alcanza a jalar de la mochila. Se mete la mano en el bolsillo de atrás del pantalón. Ya valió madre, me dice, no hagas pendejadas. Levanta la mano derecha y el filo que aprieta en ella aparece blanquísimo ante mis ojos. No veo bien de noche, pero eso lo distingo muy claro. El motor del auto se enciende.
Si lo vas a picar, pícalo, pinche idiota, pero como vas, grita una sombra de nuevo, y la otra suelta la carcajada. Los ojos del asaltante se fijan en los míos, nuestras miradas se recargan una contra la otra, igual que nuestros hombros hace un rato. No sabe qué hacer y me mira como si yo pudiera decirle.
A mis espaldas surgen luz de faros y sonido de neumáticos. Ya viene la combi. El chavo avienta el filo sobre la tierra y huye hacia el auto viejo. Da grandes zancadas. Siempre fue bueno para correr, por eso era el que goleaba. Alcanza la manija de la portezuela, pero antes de que pueda abrirla el auto arranca. El cuerpo flaco rueda por el suelo mientras las sombras se alejan entre polvareda y carcajadas. Corro hacia él. Lo arrastraron un buen tramo y la ropa se le desgarró de un lado. La piel también.
La combi pasa junto a la virgencita, va a dar la vuelta. La alcanzo, le hago la parada y se detiene. Toco la ventanilla del copiloto y el pasajero que va en ese lugar la baja. Danos chance, nos acaban de asaltar, digo. El chofer me mira. Tengo sangre en la boca y el cabello revuelto. No dice nada, pero acepta con un movimiento de cabeza. Volteo hacia el baldío para llamar al herido, y entonces recuerdo que no sé su nombre. Él ya no está, de todas maneras. Pude haberlo buscado, pero estaba oscuro. No es que me diera miedo. No veo bien de noche.

Abraham Valdelomar - "El alfarero"

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Novelista, cuentista, poeta, dramaturgo y ensayista peruano. Como cuentista publicó en revistas y periódicos de la época y, posteriormente, los organizó en dos volúmenes: “El caballero Carmelo” de 1918 y “Los hijos del Sol” de 1921. En ellos se encuentran los primeros testimonios del cuento neocriollo peruano, de rasgos posmodernistas, y que marcaron el punto de partida de la narrativa moderna peruana.
Este cuento pertenece al volumen “Los hijos del sol” publicado póstumamente en 1921 e inspirado en el pasado histórico incaico del Perú.


Su frente ancha, su cabellera crecida, sus ojos hondos, su mirada dulce. Una vincha de plata ataba sobre las sienes la rebelde cabellera. Sencillo era su traje y apenas en la blanca umpi de lana un dibujo sencillo, orlaba los contornos. Nadie había oído de sus labios una frase. Sólo hablaba a los desdichados para regalarles su bolsa de cancha y sus hojas de coca. Vivía fuera de la ciudad en una cabaña. Los Camayoc habían acordado no ocuparse de él y dejarle hacer su voluntad inofensiva para el orden del imperio. De vez en cuando encargábanle un trabajo o él mismo lo ofrecía de grado para el Inca o para el servicio del Sol. Las gentes del pueblo lo tenían por loco, su familia no le veía y él huía de todo trato. Trabajaba febrilmente. Veíasele a veces largas horas contemplando el cielo. Muchos de los pobladores encontrabánle solo, en la selva, cogiendo arcilla de colores u hojas para preparar su pintura, o cargando grandes masas de tierra para su labor. Pero nadie veía sus trabajos.
Nadie jamás había entrado a su cabaña. Una vez un Curaca le mandó a su hijo para que aprendiera a su lado el noble y difícil arte de la alfarería. El muchacho era despierto y alegre. Tenía afán creciente por aprender, y labró su primera obra. Pero cuando más contento estaba el Curaca, recibió un día a su hijo despavorido. Temblaba el niño, todo lleno de barro, y sólo musitaba temeroso y con los ojos desmesurados.
– ¡Supay! ¡Supay! ¡Supay!
Y no quiso volver más a la casa del artista. Porque un día mientras él labraba afuera, mandó al muchacho a sacar un jarrón fresco. El niño, solícito, acudió y en la oscura habitación buscó el objeto a tientas. Pero he aquí que cuando menos pensó, encontróse con una enorme sombra y quiso salir precipitadamente; sintió sus manos detenidas por un monstruo enorme que luchaba con él. Era una estatua de Supay, que secaba en la habitación. Y el niño, al querer huir, había metido en la fresca arcilla sus manos y a medida que quería desprenderse, más se aprisionaba en el barro y gritaba despavorido y el Supay se derribó y cayó sobre él y llegó el artista y lo liberó.
Desde entonces cortó toda relación con los del pueblo. El mismo se procuraba su alimento. El iba en pos de las frutas del valle, canjeaba a los viajeros huacos por coca, y así vivía, libre como un pajarillo. Un día le envió al Inca una serpiente de barro que silbaba al recibir el agua, y causó tal espanto que el Inca hubo de mandarla al Templo del Sol.
Otro día hizo una danza de la muerte. Cada vez que trabajaba, decían oír gritos de dolor en la covacha, y llegaron a no pasar cerca de sus linderos los traficantes.
Una tarde en que Apumarcu había ido al río en pos de agua para deshacer el barro, sintió tocar una antara en la fronda. Y él nunca había oído dulces canciones. Y poco a poco se fue acercando y vio a un hombre que sobre una roca, solitario, a la orilla del río, tocaba. Y le habló.
–¿Y quién eres tú que así vienes a estos lugares donde sólo hay un recuerdo que es mío?...
– Yo soy Apumarcu el alfarero.
– Ah hermano, yo soy Yactan Nanay, el que toca el antara...
– ¿Y de qué ayllu eres tú, Yactan Nanay?...
– Yo no tengo Ayllu........Y tu Ayllu ¿cuál es?...
– Mi barro.
Y desde entonces fueron como grandes hermanos. No se separaban nunca. Juntos iban en pos de la fruta escondida entre el follaje rumoroso. Juntos pasaban largas horas y conversaban largamente. Apumarcu le hablaba de las cosas que él nunca había escuchado a nadie. Y Yactan le decía cómo una tarde su amada habríase perdido...
Y le relataba algunos viajes hechos por países desconocidos y le hablaba de sus dudas respecto a la divinidad .Una vez hizo Apumarcu una cabeza del amigo. El la llevaba consigo porque no era más grande que un puño. Y tanto hablábale de su amada y de tal manera le describía su cara que un día Apumarcu le hizo una cabeza de ella. Y él le explicaba, y el otro realizaba. Y cuando estuvo concluida, Yactan Nanay le dijo:
– Yo no tocaré sino para ti, hermano, porque tú la has comprendido y me la has devuelto. Creo que el barro en que ella está aquí en tu obra vivirá eternamente. Eres más grande que el Sol porque él la hizo y la llevó, mientras que tú las hecho en dura arcilla y no morirá nunca. Pero yo he perdido a mi amada y ya no puedo ser alegre. Tú que no las has perdido, que no la tienes ¿Por qué eres tan triste?… Tú podías hacer que el Inca te diera por esposa a la más bella dama de la corte… ¿Por qué vives solitario hermano?...
– Yo siento que algo me falta... Yo siento una ansia inexplicable en mi alma... Yo siento que hay algo que yo podría hacer y sé que podría ser feliz... Tengo un incendio en el alma, veo una serie de cosas pero no puedo expresarlas. Tú sufres y cantas en la antara tú dolor y haces llorar a los que te escuchan, pero yo siento, veo, imagino grandes cosas y soy incapaz de realizarlas. ¿Sabes? Yo quisiera pintar la vida tal como la vida es. Yo quisiera representar en un pequeño trozo lo que ven mis ojos. Aprisionar la naturaleza. Hacer lo que hace el río con los árboles y con el cielo. Reproducirlos. Pero yo no puedo; me faltan colores, los colores no me dan la idea de lo que yo tengo en el alma. He ensayado con todos los jugos de las hojas a reproducir un pedazo de la naturaleza, pero me sale muerto. No puedo hacer la alegría del bosque, ni la azul belleza del cielo, ni puedo hacer una sonrisa, sino en el tosco barro. ¿Tú no crees que se puede hacer otra naturaleza como la que se ve?... Los hombres del Imperio no comprenden esto. El barro es tosco; yo puedo hacer todo con el barro, pero ¿cómo haría yo a un hombre que pensara, cómo pondría en su cara la palidez del insomnio?... ¡Ah, cuán desgraciado y pequeño soy hermano...!
Y lo llevó hasta su covacha y le mostró un muro en el cual veía, vago y lleno de durezas a trozos, un pedazo de campo. Pero allí faltaba un color... El color de un crepúsculo. El rojo era demasiado rojo. El quería un color como el sol cuando ya se ha ocultado, algo como los pétalos de las florecillas rosadas.
– Esto no es, no es, hermano... Esto no es como el crepúsculo...
– El crepúsculo sólo lo puede hacer el Sol, hermanito ¿Por qué te empeñas en igualarlo?...
– Yo quiero hacer lo que hace el Sol, lo que hace el día, lo que hace la naturaleza.
Un día Yactan se había alejado en busca de una semilla, que es rosada, para ofrecérsela a Apumarcu. Y cuando volvió por la tarde encontró solo el lugar donde solía estar el artista. Entro hasta su cuarto y no lo encontró.
Un día Apumarcu se empeño en hacer sobre el muro los colores de una tarde, de aquella tarde en la cual había visto a Yactan Nanay. Cogió hojas y empezó a restregarlas contra los muros y con unas flores iba dando las notas de color.
– Tráeme hojas y florecillas de molle, le dijo.
A poco volvió.
– Esto no es, no es, hermano... Pero puede ser...
Entonces, como poseído de una fuerza extraña, empezó a restregar febrilmente contra el muro los diversos colores, y en su rostro iba creciendo una extraña fiebre, y trabajaba cálidamente y seguía copiando la luz y el paisaje que por la ventana veía. De pronto se detuvo. Faltaba algo, un algo sólo, un tono, un color que él no tenía; ¿cómo hallarlo? Sacó un cuchillo de chilliza y apasionadamente se cortó el puño y surgió la sangre con el agua de un vaso y vio el color que le faltaba y siguió poniendo las notas hasta que cayó exámine sobre su lecho.
Cuando Yactan Nanay volvió, encontró a Apumarcu tendido sobre el lecho, la sangre coagulada y morada había hecho un pequeño lago en la tierra, y en el muro vio el paisaje de la última tarde.
Besó su frente y llorando, tocó a sus pies la canción del crepúsculo. El oro del Sol caía por la ventana estrecha y se desleía en la ropa del artista, en cuyo rostro anguloso había un tono verde y en cuyos ojos señoreaba esa humedad trágica de los ojos que ya no tienen vida. A sus pies encontró Yactan Nanay una cabecita de barro con la imagen del amigo muerto. Y siguió tocando, tocando, hasta que la noche cayó, como una sola sombra inerte sobre el mundo silencioso.

William H. Gass - "El orden de los insectos"

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Novelista, cuentista y ensayista estadounidense. Aunque encuadrado siempre en el grupo de "posmodernos revolucionarios" al que pertenecen autores como William Gaddis, Thomas Pynchon o John Barth, él, con sorna, se calificaba más como "moderno tardío" o "moderno decadente". Su obra de ficción es muchas veces oscura donde se aprecia su formación como filósofo.
Etiquetas aparte, es considerado uno de ls grandes autores estadounidenses de la segunda mitad del s. XX.
Este cuento pertenece al volumen "En el corazón del corazón del país" de 1968.
La versión es la de Rebeca García Nieto.


Lo cierto es que no podíamos quejarnos de la casa después de todo lo que habíamos pasado en la anterior, pero no llevábamos mucho tiempo allí, cuando empecé a advertir los cadáveres de unos grandes insectos negros que moteaban la alfombra del piso de abajo cada mañana; dispuestos de manera anárquica, como deben de morir las lombrices en la calle después de la lluvia. La primera vez que los vi parecían hebras de lana oscura o pegotes de barro que habían traído los niños en sus zapatos, o, a veces, si las cortinas estaban echadas, manchas de tinta o quemaduras que me aterrorizaban, pues esa alfombra gruesa me había intimidado desde el principio y ya desde la primera semana deseé que mis pies desnudos se tragaran mis zapatos. Los caparazones solían estar rotos. Las patas y otras partes que entonces no podía identificar estaban desperdigadas alrededor, como restos de óxido. En ocasiones los encontraba boca arriba, mostrando su acolchado tórax de color naranja, junto a varias manchas de polvo marrón oscuro que tenían que aspirarse con cuidado. Creíamos que nuestra gata los había matado. En esa época solía ponerse mala por la noche –cosa rara en ella– y no se nos ocurrió otra razón. Así, patas arriba, muertos, daban lástima.
No podía imaginar de dónde habían salido esos bichos. Yo misma soy extremadamente meticulosa. La casa estaba limpia, los armarios de la cocina, bien cerrados y ordenados, y nunca habíamos visto ninguno vivo. La otra casa estaba infestada de esas cucarachas marrones y peludas, pura energía y velocidad, y las habíamos visto con claridad, asustadas por la luz de la cocina, intentado escaparse por los rodapiés y las grietas del suelo; y en la despensa, una vez estuve a punto de atrapar una con los dedos antes de que huyera, dejando su sombra en la harina como un reflejo del temor de mi mano.
Muertos, boca arriba, con sus tres pares de patas recogidos con delicadeza y plegados pudorosamente sobre su vientre. Supongo que al andar extendían sus patas delanteras y luego las doblaban para poder cargar con el cuerpo. Todavía me pregunto si podían saltar. En más de una ocasión he visto a nuestra gata meter las garras bajo un caparazón y levantarlo en el aire, acechando mientras el insecto caía en un simulacro de salto, pero era a plena luz del día; el bicho estaba muerto; a ella se le pasaba rápido el interés; y se alejaba de inmediato. Esa es la imagen del salto que tengo en la cabeza. Incluso aunque en realidad las viera flexionar esos dos pares de patas traseras, como tendrían que hacer para poder dar un salto, creo que me resultaría irreal y mecánico, un pobre intento comparado con ese vuelo alto, repentino, patas arriba, producido por las garras de la gata. Podría informarme, supongo, pero no es campo de estudio para una mujer… bichos.
Al principio reaccionaba como se me suponía, me agachaba sobre ellas, exclamaba qué diablos; pero incluso antes de reconocerlos, retiraba mi mano, estremecida. Feroces, desagradables, blindados: se servían de sus sombras para aparentar ser más grandes. La aspiradora se los tragaba mientras yo miraba para otro lado. Recuerdo el estremecimiento repentino de horror al oír el ruido que hacía uno de ellos al intentar subir por el tubo. Me alivió que estuvieran muertos, claro, porque nunca habría sido capaz de matar ninguno, y si hubieran aparecido vivos en la bolsa de la aspiradora, creo que habría vuelto a tener pesadillas, como aquella vez en que mi marido luchó contra las hormigas rojas de la cocina. Me pasé la noche en vela pensando en las hormigas vivas en la tripa del aparato, y cuando casi al alba conseguí por fin conciliar el sueño, me encontré dentro del temible tubo elástico, desde donde las podía oír delante de mí: cientos de cuerpos susurrando en la suciedad.
Nunca pienso en estas especies como algo vivo, sino como formadas enteramente por los cadáveres que yacen sobre nuestra alfombra, como si todos esos muertos producidos en masa por la acción de alguna fuerza misteriosa –quizá por el mismo polvo sobre el que a veces yacen– que se encuentra en el aire, solidificados por la noche y moldeados, cuerpo a cuerpo, de modo espontáneo, como lo fueron las larvas antes de la era de la ciencia. Tengo un solo libro sobre insectos, un pequeño manual anticuado en francés que un buen amigo me regaló como una broma –por mi jardín, la rareza de las láminas, lo gracioso de leer sobre gusanos en una lengua tan elegante– y ahí tenemos el dibujo de mi insecto, que trepa por el tallo de una orquídea. Bajo el dibujo está su nombre: Periplaneta orientalis L. Ces répugnants insectes ne sont que trop communs dans les cuisines des vieilles habitations des villes, dans les magasins, entrepôts, boulangeries, brasseries, restaurants, dans la cale des navires, etc., comienza el texto. No obstante, son una experiencia nueva para mí y creo que ahora me siento agradecida por ello.
No hacía falta que el dibujo me enseñase que había dos, adulta y ninfa, porque para entonces ya había visto los cuerpos de ambos tipos. Ninfa. Dios mío, qué nombres usamos. Uno era oscuro, achaparrado, feo, taimado. El otro, más esbelto, tenía unas alas duras, similares a una vaina, recogidas sobre el lomo como otro caparazón, y una red de delicadas líneas lo cruzaban como si fueran gasas fosilizadas. La ninfa era de un intenso color dorado que, en sus intersticios, se agudizaba hasta convertirse en caoba. Ambos tenían patas que, bajo la lupa, se asemejaban al tallo de una rosa, y con buena luz, las de la ninfa eran lo bastante transparentes como para que te pareciera ver cómo confluían sus terminaciones nerviosas y se prolongaban, como una grieta dentada, hasta el extremo de cada pata.
Al darles la vuelta se les cierran las patas, y cuanto más los miro, menos creo lo que veo. La descomposición, en estos bichos, es espléndida. Ahora tengo una colección que guardo en cajas de cintas de máquina de escribir, y aunque, con el tiempo, se les secan los cuerpos y la carne de dentro se descompone, sus rasgos conservan, supongo que como hacían en vida, una determinación egipcia, porque sus corazas protectoras son fuertes y la muerte tendría que quebrantar huesos para entrar en ellas. Ahora que su pesada alma se ha ido, su carcasa es ligera.
Sospecho que si estuviéramos tan familiarizados con nuestros huesos como lo estamos con nuestra piel, nunca enterraríamos a los muertos, sino que veneraríamos los restos en sus habitaciones, dispuestos como nos gustaría encontrárnoslos si fuéramos de visita; y los cuerpos de nuestros enemigos, si pudiéramos robarlos de los campos de batalla, los expondríamos en un museo tal y como murieron, con el acero aún elocuente en sus costados, los yelmos torcidos, el escarpe sin usar, y así los amigos y los enemigos serían tan extraordinariamente históricos que, pasados cien años, encontraríamos sus mandíbulas aún preparadas para pronunciar el mismo discurso y todos sus miembros, con los que compartimos nuestra vida, inclinados, como siempre habían estado –la caja torácica, el cuello, el cráneo–, todavía repetitivos, todavía desafiantes, leves como los ángeles, todavía merecedores de recuerdo y afecto. Después de todo, ¿qué significa decir que se les va la vida cuando nuestra gata ha atravesado a mordiscos el caparazón y sembrado la confusión en la carne? Ay, en cuanto a nosotros, quiero gritar, nuestros huesos se mantienen en secreto, hasta el final, por eso debemos amar lo que perece: los músculos y los fluidos y las grasas.
Desde la parte trasera, dos apéndices se extienden como dagas. Supongo que nunca sabré cuál es su función. Esa clase de conocimiento no me interesa. Al principio tenía que forzarme a mirar, así que, tal y como lo veo ahora, todo el cambio, la reciente alteración de mi vida, fue la consecuencia de haberme acercado, por fin, a algo. Fue un acto de autoflagelación, recuerdo, un castigo que me impuse por las palabras cargadas de rabia que les grité a mis hijos en mitad de la noche. Sentí al instante que los insectos eran infecciosos, la enfermedad andante, así que cuando me arrodillé con un pañuelo que cubría la mitad inferior de mi cara… solo vi horror... tuve que girar la cara por las náuseas y taparme los ojos… pero la rabia más infame me ayudaba a sobrevivir al día: confusa, inquisitiva, culpable, y avergonzada.
Después de aquello empecé a acercarme a ellos con frecuencia; reparé, por primera vez, en la diferencia de la dorada ninfa; metí entre su mandíbula una uña pintada que me había dejado crecer; observé el movimiento de sus mandíbulas, los flagelos de las antenas, el cráneo en forma de calavera, las franjas que cruzan su abdomen, y encontré una intensidad en la posición del caparazón, incluso boca arriba, similar a la de la mirada de las nativas de Gauguin. Las láminas oscuras resplandecen. Están recreadas a la perfección; incluso el fondo de sus ojos muestra tal precisión geométrica que atenúa mi horror anterior. No es posible sentir asco ante semejante orden. De todas formas, me recuerdo a mí misma, es una cucaracha… y tú, una mujer.
Ya no soy dueña de mi imaginación. Supongo que subieron por las tuberías o salieron de los registros. Puede que fuese la alfombra lo que buscasen. También los grillos, tengo entendido, se alimentan de lana. Yo solía echarme al lado de mi marido… muy rígida… y esperaba a que el silencio se apoderase de la casa, que lo venciera el sueño, entonces el drama de la muerte se apoderaba de mí, me poseía de manera tan intensa que, cuando al fin conseguía dormir, pasaba de un sueño a otro sin la más ligera sensación de pérdida de realidad o continuidad. Nunca vivas, aparecían con perforaciones; sus cuerpos se formaban a partir de pequeñas espirales de polvo cobrizo que no podía haber distinguido en la oscuridad del piso de abajo; y al materializarse, ya estaban muertas, boca arriba, porque era en ese momento cuando nuestra gata, también invisible de tan oscura, se abalanzaba con sus garras sobre la verdadera alma de la cucaracha; un alma tan estática e intensa, tan inmortalmente dispuesta, que yo me sentía, mientras estaba tumbada, como encerrada en un caparazón sobre nuestra cama, vuelta del revés, y dejando volar mi mente, que era igual al alma oscura del propio mundo, y este sentimiento, bello y aterrador, que al fin me poseía, y hacía que me tensara como un palo junto a mi marido, se apoderó de mis sueños.
El tiempo las hizo salir, creo… la humedad de las tuberías de la casa. La primera que salió parecía haber sido ensamblada en Japón; rota, con una pata doblada bajo una cincha de metal; desmembrada. Sonó dentro del tubo hueco como si fuera de metal; con intensidad, como un puñado de alfileres. El ruido me hacía estremecer. Bueno, siempre acabo viendo lo que más temo. Sea lo que sea que llegue a mis ojos es de manera automática transformado en un objeto amenazante: el barro, las manchas o las quemaduras, o si no, los trozos de metal de algunos juguetes irreparables. No son miedos de los que aterrorizarse. Son miedos de andar por casa. Miedos saludables. Los propios de toda mujer, esposa, madre: que los niños señalen con el dedo a ese pobre hombre de la joroba y hablen de él tan alto que pueda oírlos; que la gata vuelva a tener pulgas y estas lleguen al sofá; que uno tenga la cara sofocada, será debido al calor; ¿estará encendido el fuego para calentar las alubias?; que esa extraña enfermedad de la lavadora pueda reaparecer, retumba mientras enjuaga y traquetea durante el aclarado; Dios mío, que son ya las once; ¿quién de vosotros ha perdido una bota de agua? En medio de las preocupaciones del día a día me arrodillaba, inocente e inapropiadamente equipada, sobre el bicho desmembrado. Permítanme recordar la conmoción… Mi mano se habría apartado con la misma velocidad de una quemadura; la muerte o la herida de cualquier persona me habría afectado también; y me habría quedado helada por múltiples razones, porque sentía agitarse en mí un impulso homicida, por ejemplo; pero nada podría haber causado en mí la repulsión de ese sombrío reconocimiento, una reacción de mi entera naturaleza que iba más allá de todo entendimiento y que hizo que me replegase como una araña.
Dije que era inocente. Pues bien, no lo era. Inocente. Dios mío, ¡qué nombres usamos! ¿Con qué ser vivo que no hayan domado conviven las personas como yo?, incluso las plantas de nuestras casas respiran con nuestro permiso. Siempre tuve miedo de lo que era –algo feo y venenoso, mortal y terrible– ese simple insecto, peor y más voraz que el fuego, yo, que prefería meter una mano en el corazón de una llama que en la oscuridad de un agujero húmedo y lleno de telarañas. Pero el ojo nunca deja de cambiar. Cuando ahora examino mi colección, ya no son solo cucarachas lo que veo, sino un orden elegante, la totalidad, la divinidad… Mi pañuelo, aquella vez, no me sirvió de mucho… Ay, marido mío, son una enfermedad terrible.
El alma oscura del mundo… una frase de la que me debería reír. El caparazón de la cucaracha me asqueaba. Y me quedo con la boca abierta. Permanezco quieta, a la escucha, aunque no hay nada que oír. Nuestra gata está en silencio. Ellas pasan de la vida a la inmortalidad entre sus garras.
¿Doy ahora gracias por que mi terror tenga otro objeto? De vez en cuando eso creo, pero me siento como si me hubieran legado una especie de misterio oriental, sagrado para un dios terrible, y soy por completo consciente de mi indignidad y de la fragilidad de mi cuerpo. Tan extraño. Es la máquina de coser la que tiene garras aterradoras. Vivo en medio de bloques de construcción de juguete y voces infantiles. Mis labores son mi único reloj, y el tiempo es interrumpido con frecuencia. Siempre había pensado que el amor no sabía nada de orden y que la propia vida era confusión y caos. ¡Saltemos!, ¡gritemos! He saltado, y para mi vergüenza, he luchado. Pero este insecto que tengo en la mano, y que me consta que está muerto, es bello, y hay un júbilo violento en su composición que ensombrece todo lo demás, porque su júbilo es el júbilo de la lápida y habita en su tumba como un león.
No sé qué es más sorprendente: encontrar ese orden en una cucaracha, o estas ideas en una mujer.
No podía hacer cambiar mi punto de vista, infectado como estaba, así que retomé su estudio con una pasión más masculina. Busqué arañas y les di un santuario; acogí gusanos de todo tipo; fui generosa con las cigarras y crisopas, pulgones, hormigas y diversas larvas; mimé a varias clases de escarabajos; cuidé de los grillos; cobijé avispas; mantuve los insecticidas de mi marido lejos de los saltamontes, mosquitos, polillas y moscas. He dedicado horas a ver cómo se alimentan las orugas. Puedes ver cómo las hojas que engullen pasan a través de sus cuerpos; observar cómo estos se estrechan e hinchan hasta que su pulpa inútil es expulsada en círculos perfectos por el recto; porque las orugas son una simple sección de intestino, un tallo decorado de anhelante músculo, y todo su ser se afana en el esfuerzo de la digestión. Le tube digestif des Insectes est situé dans le grand axe de la cavité générale du corps… de la bouche vers l´anus… Le pharynx… L´œsophage… Le jabot… Le ventricule chylifique… Le rectum et l´iléon… Sin embargo, al arrastrarse se someten a elegantes leyes.
Mis niños deberían estar tan contentos conmigo como lo está mi marido, soy, en apariencia, muy servicial con ellos, pero se han asustado y no les interesa ni husmear ni coleccionar. Mi pasatiempo ha dejado mis ojos malheridos, y a veces, imagino que estos emergen de mi cabeza; sin embargo, quizá, no vea de forma tan distinta a Galileo cuando halló el firme propósito del péndulo. No obstante, mi cuerpo se resiste a tal información. Se agota ante su perspicacia. Y no puedo olvidar, incluso mientras observo la floración de nuestras damas de noche, el principio simple del insecto. Aunque, después de todo, se trata de una cucaracha negra y achaparrada, un bicho que asusta a las amas de casa, que solo ha venido para morder la lana alquilada y encontrar una muerte absurda entre los incisivos de la gata de la inquilina.
Extraño. Absurdo. Soy la señora de la casa. Este punto de vista que me da escalofríos es el punto de vista de un dios, y de algún modo, estoy segura de que podría entregarme completamente a él; si no fuera porque sigo siendo una mujer, podría desarmar mi vida, encontrar paz y orden por todas partes; y me acuesto junto a mi marido y le toco el brazo y considero la tentación. Pero soy una mujer. Y no soy digna de ello. Y quiero gritar oh, marido, marido, estoy enferma, porque he visto lo que he visto. Qué podría hacer él ante eso, pobre hombre, al despertarse en mitad del sueño para oír ese sinsentido, solo podría consolarme a ciegas y murmurar sueños, cielo, solo sueños, pesadillas, como les digo yo a los niños. Podría huir como la sabia cigarra que abandona su caparazón para hacer travesuras. Podría marcharme y dejar que mis huesos jugasen a las cartas y diesen azotes a los niños… Paz. Cómo puedo pensar en cosas tan ridículas –la belleza, la paz, el alma oscura del mundo– si soy la señora de la casa, preocupada por la alfombra, ordenada y puntual, rodeada de bloques de construcción de juguete.

Katharina Bendixen - "El árbol de botellas de whisky"

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Cuentista alemana. También escribe libros para niños.
Este cuento pertenece al volumen "El árbol de botellas de whisky y otros cuentos" de 2009.
La versión es la de Carolina Previderé.


El árbol creció muy bien este año. Hace veinticinco años que lo plantamos. Ese día enterramos una botella de whisky en la tierra dura de febrero. Yo todavía era chico; mi madre me había prohibido llevarme tierra removida a la boca o metérmela en el bolsillo del pantalón. Yo igual lo hacía porque total nadie notaba que faltaba tierra. Con la tierra armé una maceta en mi cuarto, pero las plantas no crecieron. Sin embargo, el árbol crecía muy bien en el patio. Creció más rápido de lo previsto, ya en el verano mi padre pudo cosechar. Mi madre cosechaba poco, no cosechaba nunca. Durante mucho tiempo no fui lo suficientemente alto como para llegarles a las ramas. Hoy sí llego, pero soy tímido. A mi padre le parece una ridiculez que sea tímido. Soy tímido con mi padre y con el árbol. Y con el pasto seco de alrededor. Nunca jugaba en ese sector cuando era chico. Ahí abajo no hay reposeras, no es un árbol que dé sombra.
Con los años el árbol creció un montón, ni el verano ni el invierno se lo impedían. Fueron contados los meses en los que el árbol no creció, pero sí hubo temporadas en las que no me dejaban regarlo. Mi madre en la cocina me decía que no lo regara. «Hijo, no riegues el árbol», decía mi madre. Y yo regaba el árbol. «No lo riegues», decía mi madre, lo decía dos o tres veces por día, cada día, a cada hora, mientras lavaba vasos y platos mirando hacia el patio por la ventana de la cocina. Llevaba puesto su batón lila y mi padre, sentado abajo del árbol, se lo criticaba. «¡Odio ese batón lila!», me gritaba mi padre a través del patio, «¡odio tu batón lila!», le gritaba desde el patio a la cocina. Y yo regaba el árbol, lo regaba dos o tres veces por día, cada día, a cada hora. Con la regadera verde, con la roja, con las dos regaderas que llenaba en el tanque de agua de lluvia; lo regaba y lo meaba, porque supuestamente le hacía bien, eso decían; tomaba en la cocina toda el agua que podía y después iba corriendo al patio y meaba el árbol. Transporté al patio la tierra que tenía en mi cuarto, donde no habían crecido las plantas, y la esparcí toda por el pasto reseco de alrededor, la alisé bien prolijo para que el pasto y el árbol crecieran mejor. El pasto no crecía, pero el árbol sí.
Y nunca jugué en el pasto seco debajo del árbol, siempre al costado, atrás de la casa cerca del tanque de agua de lluvia. Pero una vez, sin querer, se me fue la pelota abajo del árbol. Justo en ese momento mi madre nos llamó a comer. La pelota azul quedó quieta ahí abajo. En la cocina me comí rápido un pan con salame y volví al patio. Mientras nosotros comíamos, el árbol se había tragado la pelota, la había digerido y luego escupido en triangulitos sobre el pasto seco. Mi madre no me regaló otra pelota porque yo regaba y meaba el árbol. Mi padre no me regaló otra pelota porque se pasaba el día sentado abajo del árbol y me observaba cuando lo regaba. Yo no jugué más con la pelota azul.
Hubo largos veranos en los que no me dejaban regar el árbol y yo igual lo regaba, y hubo largos inviernos en los que el agua se congelaba sobre el pasto ralo de alrededor; y yo iba corriendo a la escuela con la mochila en la espalda y me patinaba en la vereda helada y en la escuela pensaba en que el árbol tenía que crecer, y en clase de dibujo me perdía la lección de teoría del color culpa del árbol y del pasto todo escarchado, pero también me la perdía porque regar me agotaba. El árbol tenía que crecer. Y crecía bien.
También hubo épocas en las que sí tenía que regar el árbol. «Hijo, regá el árbol», decía mi madre, y yo regaba el árbol. «Más regalo», decía mi madre, y yo lo regaba más. Con el batón rosa puesto, mi madre me hacía ir, regadera tras regadera, desde el tanque de agua de lluvia hasta el árbol y de nuevo al tanque; yo acarreaba el agua en la regadera verde, en la roja, en ambas regaderas a la vez remolcaba el agua; «regá el árbol», me gritaba mi madre y me apuraba golpeando con los nudillos la ventana de la cocina; y mi padre, sentado abajo del árbol, me tiraba con los plastiquitos azules. Le gustaba el batón de mi madre. «Me gusta tu batón», exclamaba mi padre, y mi madre lo saludaba con la mano desde la ventana de la cocina, y se reían los dos al mismo tiempo cuando un plastiquito azul me daba en la cabeza mientras estaba regando y por el sobresalto me chorreaba sin querer los pantalones o los zapatos. A la noche me ponía a juntar los plastiquitos que habían quedado por fuera del pasto reseco, los guardaba bien en una caja de cartón en mi cuarto y, con los años, fui armando una nueva pelota. Hasta el día de hoy, no alcanzan como para una pelota entera, apenas llegan a formar una semiesfera agujereada.
En las épocas en las que sí tenía que regar el árbol, mi madre llevaba sorbetes y corchos en los bolsillos del batón; en esas épocas mi madre tallaba de noche en la cocina y durante el día tenía los bolsillos del batón llenos. Tallaba para mi padre corchos con motivos de plumas de pájaro y plumitas de ganso, y decoraba los sorbetes con diminutos ornamentos. Y mi padre se sentaba debajo del árbol y chupaba de las pajitas haciendo ruido; y mi madre me gritaba desde la cocina que regara el árbol y se aplicaba apósitos en los cortecitos que se había hecho tallando durante la noche; y yo regaba el árbol, y podaba sus brotes y le recortaba la copa dándole una forma más linda que la que tenía y que a mi madre le gustaba más. Y el árbol crecía muy bien.
Ese año el árbol creció como nunca. Hace rato ya que está grande, pero igual lo sigo regando. Es verano y mi madre dice que no riegue el árbol. «Hijo, no riegues el árbol», dice mi madre, y yo riego. Riego porque mi padre se sienta abajo del árbol y suplica. Mi padre suplica y al mismo tiempo cree que soy ridículo porque soy tímido. «Hijo, no seas tímido, o acaso no sos un hombre», dice mi padre. Yo riego el árbol con la regadera verde, con la roja, lo riego con las dos regaderas, y las dos ya están agujereadas. Corro por el patio, corro desde el tanque de agua de lluvia hasta el árbol. Tengo músculos fuertes, pero cuando las regaderas están agujereadas, no hay músculo que valga; pierdo por el camino la mitad del agua que cargo, pero igual riego. Mi madre está en la cocina y lleva puesto el batón beige y lava vasos y tazas y enjuaga sorbetes. El moho de los sorbetes no sale, no vienen cepillos tan chiquitos. Mi madre lava y lava y no le importa, no mira el agua del fregadero, sino que me observa a mí mientras riego, y a la noche muerde su pan con salame sin poner la mesa. «¡Odio su batón!», le grito yo a mi padre a través del patio. Mi padre chupa con ruido de las pajitas con moho y larga una risita. «¡Odio tus batones, mamá!», vocifero yo desde el patio a la cocina. No seas tímido, dice mi padre risueño mientras yo grito. Yo sé que el árbol no se va a secar si no lo riego. Lo único que sigue seco con el paso de los años es el pasto de alrededor. Está seco por culpa de los plastiquitos azules, y ahí sí no hay músculo ni riego que valga.

Zeuxis Vargas Álvarez - "Las siete vidas de Beto"

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Poeta, cuentista, dramaturgo y ensayista colombiano.

El cuento pertenece al volumen "La Cordillera" de 2021.



Lo embutieron como pudieron en el piso trasero del carro. Todavía estaba consciente, pero la sangre se le salía como si su mismo cuerpo fuera el nacimiento de un río. Alguien empujó a una mujer, las niñas gritaban atrapadas en los arrugados brazos de la anciana. En el borde de la carretera el barranco repetía, en el aire, el escándalo profuso de esa burbuja, hasta dejarla caer, perdida, por el liso pedrusco que daba de nariz contra el lecho del río donde unos negros, a palazo limpio, buscaban llenar con arena una volqueta.
A unos doscientos metros de lado y lado de la gritería, la naturaleza seguía ignorante y clavada al día como si nada.
Las manchas de sangre estaban siendo borradas por el polvodel camino; mientras cerraban el portón del campero, se pudoque el chisme iba a agrandarse, más allá de la curva dondela escuelita. De seguro los siete parroquianos que se habían estacado al acontecimiento extenderían la noticia por las fincas y las casas vecinas.
—Estarás bien mijo… —sollozaba, entre las manos untadas de tierra, la mujer que no hacía sino apretarle el cinturón que le habían amarrado a la pierna al hombre para que la sangre dejara de salir, como de una manguera alocada.
Estarás bien… decía… pero sus ojos en pánico revelaban la angustia de quien sabe que lo más probable es que la otra persona deje de respirar aire y poner los pies sobre la cordillera.
El hombre volvía en sí como un borracho que adormilado cree decir frases lúcidas, hablaba con la baba echa espuma entre su boca y la palidez de su rostro comenzaba un juego cruel con el amoratamiento de los labios y la orejas.
—Hierba mala nunca muere doña Etelvina; don Beto es un hombre duro. ¡Un roble!
—¡Por un maldito roble es que está así! —le gritó desesperada la mujer, al tiempo que le ponía unas gotas de agua y le limpiaba con un trapo la cara a esa masa ensangrentada que apenas si lograba gemir.
Tranquila, le seguía diciendo el chofer que volteaba cada rato hacia la parte trasera del carro para cerciorase de que el hombre no hubiera muerto. Bajar por esa carretera destapada, a medio recebar, a la velocidad y con la pericia con la que lo hacía Peligro, era un riesgo que había que correr; o se alcanzaba a llegar con el herido al puesto de salud o se mandaban los cuatro por el desfiladero… Mañana el resguardo estaría rezando y tomando tinto ante un montón de ataúdes.
Beto abrió los ojos y pegó la mirada contra el techo; su mente atravesó la cubierta del campero y la luz entre los árboles comenzó a filtrarse como menudas agujas de resplandeciente sol invisible. Está atardeciendo —se dijo— y limpiándose el sudor del cuello con el mismo cuello de la camisa, comenzó a recoger la herramienta. Recostados contra el pedazo de tronco del árbol que había acabado de tumbar, estaban los cuerpos, agujereados por perdigones, de siete armadillos adultos; estaban amarrados, parecían descansar, echados así, de pronto, como si se hubieran reunido a tomar café o a mirar la noche llegar.
Maldita muela. Estaba perdiéndolas todas, la caries era ya una mancha pegada a cada pedazo de diente que le quedaba; tres estaban huecas y comenzaban a doler.
El grito sorprendió a la mujer y al conductor, el hombre levantó su cuerpo como si acabara de sufrir un ataque de epilepsia y de entre la boca mordida, las palabras que alcanzaron a comprender por entre el rugido fueron: ¡Maldita muela!
—Está delirando, eso es bueno, mientras no se duerma estamos a tiempo.
—Y te alcanzaron a salvar paito —jaló la niña con las manitos menudas.
Todos se echaron a reír. Aquella inocencia con la que la curiosidad de la nieta había intentado azuzar el relato, no hacía más que romper las leyes de la naturaleza y despertar, en todos los corazones ardientes por conocer el desenlace de la historia, aquella dimensión de la fantasía donde el narrador, se convertía de un santiamén en una especie de espectro fabulador que les refería los pormenores de su propia muerte.
El hombre se destornilló de la risa junto a las mujeres y alzando a la niña la zangoloteó por los aires como si se tratara de una piñata.
—Calla, Camila y deja que siga contando o no podrás saber si se salvó de la cortada de la sierra.
—Para mí la mejor historia es cuando casi se mata y casi nos mata a todas con la escopeta —dijo Amparo, que demostraba con la sonrisa en sus dientes, la sincera malicia de su mirada alimentando el fuego de la cocina.
—¿Cómo así?, también se disparó.
—Mi pá se ha salvado de muchas, no sé ni cómo es que sigue vivo —le dijo la mujer al joven que acababa de preguntar, mientras le acariciaba la cabeza dándola por el pelaje de un animal domesticado.
Se podría hasta escribir un cuento, un cuento que llevara por título Las siete vidas de Beto, como si fueran las siete vidas de un gato pensó y volvió, al instante, a entregarse al roce delicado de las caricias de su mujer.
Beto se levantó en el recuerdo, y movido por las palabras que lo creaban, cojeó hasta la llamarada que comenzaba a amainarse por los silbatos escurridizos del viento que se filtraban por el techo pajizo. Revolvió la ceniza, acomodó algunos troncos y con la paciencia de un indio acostumbrado a los rigores de la pobreza, comenzó a revivir la fogata. Las mazorcas, de dientes violetas y amarillentos casi pálidos, colgaban de un alambre a poca distancia del techo que parecía, por las sombras, querer venirse abajo sepultándolos a todos. Por entre los orificios de la pared de bahareque la luz nocturna se filtraba creando un claroscuro enrojecido como si en aquella choza estuviera acunándose el centro de un volcán, la lava misma arremolinada como un gato en unos brazos.
En cuanto llegaron al puesto de salud, algunos hombres que se habían adelantado en una moto, ayudaron a sacarlo del carro. La enfermera y el médico tenían lista la camilla. ——Póngalo con cuidado, denme espacio, agárrenlo bien —decía a diestra y siniestra el joven médico que intentaba cortar los harapos de camisa quemada y pegada al pecho del hombre electrocutado.
Ya van tres con esta y nada. Sabía que estaba rezado. Un bebedizo; el primer incidente y el primer atentado que había sufrido en la vida, lo había llevado donde los médicos tradicionales, quienes le habían sentenciado que moriría de viejo o hasta que gastara todas sus vidas terrenales. Todas sus vidas terrenales.
Se había quedado cinco días seguidos masticando aquellas palabras, atontado, mirando desde El voladero de la cordillera algún indicio que le trajera el viento o el abismo; pero nada, sólo parecía lograr imitar la silueta de su padre mascando coca.
El corrientazo había sido tan duro que la mitad del cuerpo le había quedado hecho sombra, para siempre. En lugar de intimidarlo e inhibirlo, Beto solía quitarse la camisa, estuviera construyendo una casa, alambrando, tumbado árboles o jugando futbol en el caserío. Le encantaba que lo mirasen. Mostrando su cuerpo mitad ceniza y mitad chamuscado por el sol, el indio escupía y sonreía mientras se limpiaba los goterones de sudor que le resbalan de la cabeza trasquilada e hirsuta.
Aquella noche mientras contaba cómo se había salvado de la motosierra y había quedado cojo para siempre, Beto recordó a los taitas, y mirando la fogata comenzó a contar, en silencio, cada uno de aquellos momentos donde se le había escapado a la muerte y la había dejado atontada, mirando lelo con los brazos abiertos, en mitad de la fuga.
—La segunda podría ser aquella vez que escapó de ser fusilado por la guerrilla.
—Pero ¿cómo se salvó de la primera? —preguntó el joven a su pareja mientras ella, en la cocina, terminaba de preparar el almuerzo.
—Los bebedizos se neutralizan haciendo una cruz en la tierra y escupiendo al sereno mientras se ponen unas tijeras abiertas en la puerta de la casa. Mi pá sabe todo ese tipo de cosas, mis tíos son curanderos y el abuelo sabe mucho de hierbas y bebedizos.
Algo lo devolvió al interior del carro. Esta era la sexta vez que escaparía de la muerte —estaba seguro de ello—. Cuando se había mutilado la pierna con la sierra, supo que estaba rezado y que lo que le habían dicho los taitas era verdad. La hoja de la sierra le había cortado limpiamente la pierna y cuando él había intentado caminar, el colgajo de carne y huesos le confirmó que se había jodido para siempre; cayó de inmediato, pero supo que viviría. Por razones que un cuento no puede explicar, el resto de la pierna siguió adherida al cuerpo por la arteria aorta que milagrosamente no había sido cortada.
Ahora regresaba al dolor insoportable, la motosierra le había atravesado desde la pelvis hasta donde el fémur se une con la rótula y había hecho camino por entre la carne como si hubiera decidido inventarse un sendero. Menos mal que había empacado la motosierra pequeña; la grande lo hubiera partido a la mitad.
—¡Etelvina!, ¡¡Etelvina!! —sabía que su mujer iba en el carro, sabía que no lo abandonaba—. ¿Cuántas van? Dime, ¡Cuántas!
—Regresó, lo ve doña Etelvina.
—Seis mijo, van seis —soltó en llanto mientras le extendía las manos y le acariciaba los antebrazos al hombre que acostado en la parte trasera y medio desmayado buscaba los brazos de la mujer.
La mano derecha, atravesada de cicatrices: heridas de navajazos, vidrios y machetes, apretaba con fuerza, como si fuera la mano de otro fulano; la jigra, enredada a la muñeca, empezaba a atenazarle las venas brotadas como varices de comején. La tenía llena de amuletos rancios, vísceras de animales disecados al sol como cueros de vacas que expedían un olor a feto podrido. Con los años estas reliquias habían logrado concentrar el fétido tufillo del alcohol reconocido por todos; la mochila rebozaba en Chancuco y mambe y su mano apretaba aquella bolsa de loco, como si apretara las llaves de la habitación de un dios impuesto a su gana de salvarse.
—No te me vas a morir hoy mi viejo, hoy no…
Lo cierto era que sí se estaba muriendo, se estaba desangrando. Pero el hombre con sus achinados ojos, conjuró una fuerza que le trepó por el metal frío del piso del campero y le fue marcando, todos los músculos, hasta concentrar su mirada en un punto parecido al coraje.
—Hoy no me muero.
Eso fue lo que dijo mientras observaba las nubes allá arriba pasar por entre ese azul liso e infinito que lo abarcaba todo. Tenía el cuerpo repleto de espinas de Cactus, cada espina era como de 10 centímetros y se le habían clavado bien dentro de la carne, el ramalazo de corriente parecía una raíz creciendo por la parte derecha de su pecho. Apenas abrió los ojos, las nubes se espantaron y echaron a llover, eso fue lo que lo tiznó. Beto aguantó aquel día los goterones como pudo, y entre más lo golpeaban, más humo y chispas salían de su piel como si la electricidad de los cables que había amarrado al cactus seco y gigante, para ponerle luz a la choza, se hubiera quedado a vivir allí entre el cuero y las costillas.
—Podrías escribir el séptimo incidente, ¿qué te parece? —le susurró al oído mientras ponía sus senos cerquita de su boca; se sonrió repitiendo que a ella le gustaría tener ese cuento sobre su papá.
A él no le gustó mucho aquella idea. Qué tal que su cuento se convirtiera en augurio del siguiente accidente. Y ¿si moría? No. No podía permitirse escribir ese cuento. La agarró por la cintura, le metió las manos suavemente y con los dedos húmedos comenzó a acariciarla hasta que no aguantó más y terminó con ella gimiendo y respirando acelerado, sintiendo placer y cierta gana de no querer que aquello tuviera fin.
La amaba con ese amor secreto con el que se aman las cosas que jamás podrás olvidar, que al verlas producen la extraña sensación de tener algo prohibido. Toda su piel ahí desnuda siempre para él, era uno de los placeres más generosos que el universo le había otorgado justo en ese momento histórico en el que podía ser dueño de lo que sentía, de escribir con la mente poblada por palabras capaces de ver el alma de las cosas. Y allí estaba, amándola mientras lo golpeaba la idea obsesiva de escribir un cuento con tan fabulosas e increíbles historias, que habían sido la vida de un hombre.
El indio, con los pies descalzos, mirando la lluvia caer como un baldado de agua sobre un jardín diminuto, dejando perder la línea de sus ojos, como oliendo algo en el frío, en la sensación húmeda de la selva y sus alimañas, escupió asqueado de tanta vida ajetreada y menesterosa.
Podía ser una culebra o quizás ya hubiese sido y las chicas no lo recordaban. Un pleito por faldas en alguna época turbulenta donde se carga una navaja en el bolsillo y las manos saben manejar el filo como si se tratara de unos chacos. También el mero atragantamiento que había podido sucederle un día cualquiera en el fondo de la selva, estaban en su pasado viviendo para siempre.
Nada más desventurado y fácil que reclamar a la nada un accidente. Beto, entonces, pasaba a convertirse en un tira y afloje de asuntos de muerte o decires finales, tales como: La sacó barata, sigue tentando a la muerte y otras cosas, pero no por ello tan ciertas como sus cicatrices que sí tenían historia.
Había envejecido y tenía seis hijas y un varón que lo trataba como don porque se había juntado a una mujer y ésta le había dado un hijo más avispado, siendo el orgullo de las tías, porque sabían que sus hijos también pertenecían a esa estirpe de avispaditos que les encantaba escuchar palabras fantásticas al pie de una tenue luz, en las tinieblas.
Todo para él iba creciendo, el cuento se le inflaba en la forma de respirar como si de eso dependiera su aliento o su mascada.
—Qué sea el destino, la casualidad y no mis impulsos, no mi puño o mi sangre odiando algo —solía decirle, a los amigos y pasaba siete días borracho sin saber por dónde, sin saber con quién.
Así se le conocía antes y después de que sus músculos le brillaran al medio día volteando cemento o tirando pita sobre una pared para dejarla acabada. Eran los períodos del tambaleante Beto. La soledad de padre lo había consumido en silencio y ya ni el respetuoso silencio de su amada mujer podía sacarlo de esa ausencia. Ahora él era el huérfano y parecía como si la vida no quisiera que se le acabara la vida.
Así que abrió los ojos mientras el médico le inyectaba una dosis de analgésico en la herida que al fin podía oler y reconocer. Desde niño sabía de la piel reventada o rajada escupiendo sangre; una herida no era diferente de otra; si habías visto hueso, nervio, tendón, venas, pequeñas fibras azuladas, grasa, piel amoratada, entonces no te hacía falta nada. Esa era una verdad incuestionable como el círculo verde esmeralda alrededor de los cadáveres que él ayudaba a meter en las cajas que armaba para los dolientes.
Todo lo había vivido y sólo una cosa, ahora, lo tenía prendido a la vida como un borracho.
—Yo te voy a contar dos historias que le ocurrieron y que mis hermanas no saben —tenía razón, era la mayor y había tenido a Beto para ella sola durante seis inolvidables años de la infancia.
Pero las historias que le había contado lo revivían igual que un fantasma; si alguien escuchara esos relatos seguramente lo confundirían con algún otro indio de la cordillera que había corrido con igual suerte. Un pantano, una caucho, una gallera, una volcada por la carretera, una puñalada; eran accidentes tan iguales y ordinarios que al contarlos se hacían eternos, como símbolos pendejos del coraje de la tradición misma o como anécdotas de historia de familia.
Beto no quería un acontecimiento así, porque entonces, su nombre, no tendría valor, no sonaría en las conversaciones como un abracadabra ni haría santiguarse a las muchachas nerviosas. Él quería ser recordado, pero no como un espectro de esos que la gente dice: aquí fue donde colgó los guayos don cosito…
No, él no quería ser la señal de un lugar de muerto. Él quería ser memorable, el patriarca de un recuerdo.
—Sabes, yo creo que lo mejor que puedo hacer amor, es escribir una historia donde narre siete o más vidas, pero dando la impresión de que ya pasaron o de que fueron, siempre el resultado de un delirio; así me eximo de la responsabilidad de que el cuento sea un gesto vaticinador. ¿Me comprendes?
—Claro amor, así mi padre, será el único hacedor de su destino. Ya quiero leerlo —le dijo mientras lo miraba como ninguna otra criatura lo hubiera visto en esta vida o en cualquier otra.

Gueorgui Gospodínov - "Acerca del robo de historias"

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Novelista, cuentista, poeta y dramaturgo búlgaro. Fue ganador del Premio Booker Internacional en 2023.
Este cuento pertenece al volumen "Acerca del robo de historias y otros relatos" de 2001).
La versión es la de María Vútova.


En el tren Sofía-Burgás, justo antes de Chirpán, se oyó un violín.
(Parada imprevista: en este mismo lugar, en el tren, «justo antes de Chirpán» y hace diez años, conocí a Meto, de las Tropas de Obras Públicas,9 y me regaló el siguiente monólogo. O quizá no me lo regaló, quizá se lo robé. Ahí va: … y el sargento dijo: «Vosotros sois la grava de la tierra. Y si se acaba la grava, ¿por dónde va a pasar el exprés Sofía-Burgás?». Eso dijo el sargento. Luego repartió un par de palmadas en las nucas, y otra vez: «No os preocupéis, la grava nunca se va a acabar…». Y es verdad, no se acababa. Así concluía el monólogo de Meto, con el mismo asombro que ahora veremos en los rostros de los pasajeros. Fin de la parada.)
Todos los pasajeros del vagón miraron sobresaltados el hilo musical, que nunca se había utilizado. La melodía no procedía de allí. Al rato, al violín se le unió un acordeón y desde el fondo del pasillo aparecieron sonriendo dos gitanos, uno de ellos (el violinista) con bombín. Con «Los años pasan», «Flor de las nieves solitaria» y «Los blancos monasterios» consiguieron cubrir el fondo del bombín con céntimos y dos billetes de una leva. Entonces el tipo del violín decidió cambiar de tema, le hizo una señal al acordeonista para que guardara silencio y, en un arrebato de gratitud hacia los pasajeros, se arrancó con un inesperado solo. Increíble, aquel Nigel Kennedy moreno tocaba el «Invierno» de Vivaldi y lo hacía de maravilla. Desde luego, sería mucho pedir que todos los pasajeros del tren a Burgás en Navidad pudieran reconocer a Vivaldi. Tal vez Nigel Kennedy tenía más posibilidades de que lo reconocieran, ya que justo en esas fechas se encontraba en Bulgaria. Alguien del primer compartimento gritó que estaba dispuesto a retirarle la propina a aquel tipo como no se dejara de chorradas. Al parecer, Nigel no lo oyó, pero su compañero del acordeón reaccionó al vuelo, le dio un codazo y los dos transformaron sobre la marcha a Vivaldi en «Ojos negros». Una transición extraordinaria, sin duda ensayada en otras circunstancias similares. Con este giro los dos se ganaron otros tres billetes de una leva, se inclinaron con teatralidad, alguien aplaudió y, cuando todo quedó en silencio, el gitano del violín dijo:
—¿Por casualidad alguien va a Karnobat?
Contestó una mujer de nuestro compartimento, él entró, se disculpó y dijo que su madre vivía por allí, en el barrio al final del pueblo, la primera casa de la calle asfaltada, la azul, con una acacia en el jardín, Trufka era su nombre. Que si pasaba por allí le dijese: tu hijo está bien, toca muy bien el violín, gana dinero y es respetado. En ese momento el tren se detuvo bruscamente en Chirpán y el hombre se precipitó hacia la salida.
Ya por Stara Zagora la mujer se dio cuenta de que no había preguntado por el nombre del gitano. Meto, le dije, su nombre es Meto. Ella me lanzó una mirada sorprendida, luego decidió que estaría de broma y comentó que, al parecer, todos los gitanos se llaman igual.
Esta es la historia de Meto, que entre «Los blancos monasterios» y «Ojos negros» podía colarte sin que te dieras cuenta algo de Vivaldi, aún a riesgo de llevarse una bofetada o, al menos, de quedarse sin monedas tras pasar la gorra.
Con la gorra había dado su concierto Nigel Kennedy, según informaron los periódicos a la mañana siguiente: había deleitado con Las cuatro estaciones a los entendidos que acudieron la noche anterior al Palacio Nacional de Cultura.
Gaustín estaba sentado en un banco del parque leyendo el periódico. Se le acercó una gitana.
—Te veo, enterito te veo —dijo rápidamente la gitana—, déjame la mano para darte la buenaventura.
—No, gracias —contestó Gaustín con calma, sin levantar la vista del periódico.
—Te han echado un mal de ojo, hombre, no quiero tu dinero, te doy una miajica de romero para que se te quite.
—Oh, venga ya —dijo Gaustín, más severo, y abrió la siguiente página.
—Dime al menos qué pone sobre el tiempo —dijo ella, resignada.
Gaustín buscó con la mirada el espacio abajo a la derecha donde siempre estaba la previsión del tiempo, pero esta vez no venía nada. Recordó que el día anterior la primera página informaba de que alguien había robado la previsión meteorológica.
—El tiempo no está. Lo han robado… —contestó Gaustín, sombrío; estaba a punto de añadir «los gitanos», pero se contuvo.
—Venga, hombre, dime al menos qué hora es —suplicó la gitana—. El marido bebe, los niños van descalzos…
—¡Las 14:32!
Bueno, al menos he podido sacarle algo al rata ese, pensó la gitana, y eso que lo obtenido era un pobre consuelo.
Siempre consiguen sacarte algo, se les pega a las manos, ahora hasta el tiempo, pensó Gaustín, que sacó de su cartera un pequeño cuaderno y anotó algo en él.
Entra la gitana en la policlínica, se va directa a Admisión y dice:
—¿Y adonde anda el doctor de los gitanitos?
—Espere, espere, si tiene un niño enfermo, debe traerlo.
—No tengo enfermo. Quiero que el doctor me mire para los gitanitos.
—¿Quiere una revisión?
—Eso quiero. Mi hombre fue y me robó la sangre y en su lugar me puso los gitanitos. Dos meses no tengo la sangre, y cuando no tengo la sangre tengo gitanitos. El mío es que tiene la mano muy larga. A otras gitanas también les ha robado la sangre. Manos largas, muy largas. Una vez le mangó a su hermano dos bidones. Adonde está el doctor para que me diga cómo recupero la sangre…
(La última historia me la regaló mi amiga Albena. Ella misma se la había robado unos quince años atrás a una compañera de clase. Pero la historia no le pertenecía a su compañera, sino a su hermana mayor. Esta hermana mayor era la enfermera de Admisión en aquella policlínica.)

Medardo Fraile - "La cajera"

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Autor madrileño. Aunque sus primeros pasos en la literatura los dio en el teatro experimental del grupo "Arte Nuevo" junto a Alfonso Sastre y Alfonso paso entre otros, el grueso de su obra está compuesta por cuentos (también una novela) y ensayo. Es un autor enmarcado en la última gran generación literaria española del siglo XX, la "Generación de los 50". En palabras de Ángel Zapata, «lo que el lector va a encontrar en sus textos [...] (lejos [...] de aquel "realismo social" hegemónico en la generación del medio siglo) es una estratégica, intensísima y pionera deconstrucción del relato tradicional: la irrupción, realmente, de la posición subjetiva y el estilo de conciencia asociados a la posmodernidad, dentro del cuento español contemporáneo»
Este cuento pertenece al volumen "A la luz cambian las cosas" publicado en 1959.


Cuando entró a trabajar en el bar, era moza talluda. Había correteado por su barrio, que era Legazpi, hasta ponérsele las ancas solteronas y agrias, quiero decir dormideras, y algo fondonas. Tuvo su novio allí, en el barrio, y también en el barrio sus lágrimas y su pintura corrida. Y cuando acabó todo, y eso de «mira chica: vamos a dejarlo» se oyó por última vez, ella, para hacer más llevadero el tiempo y olvidar, se colocó en Argüelles, en un bar, y esto la obligaba a un largo desplazamiento diario en tranvía o metro, es decir: que se dio a los viajes.
Don Arcadio, dueño del café El Buen Suceso, dio instrucciones a la nueva cajera: el uniforme negro, todos los días, con el cuello blanco bien limpio. Ir a cambiar mil pesetas por la mañana, pronto, al Banco de la esquina. Cuentas claras y poca conversación. Y si faltase dinero en la caja, se le descontaría del sueldo a final de mes. Rosita Pascual le contestaba: Sí, señor. Y después fue a sentarse frente a la caja, en un pequeño hueco en la pared del mostrador, de cara a los clientes.
Los primeros días, los ojos de Rosita, grandes, oscuros desorbitados, giraban y se movían por encima de la caja, con la pretensión de resultar alegres y atractivos. Y cuando Manolín, el cafetero, decía, por ejemplo: «Cuatro al duro» Rosita, devolviendo una peseta, replicaba: «Ahí tiene». y luego: «¡Adiós, señor! ¡Buenos dias!» o «¡Adiós, señor! ¡Buenas tardes!».
Todos, Manolín, Fabián el encargado, Pepe y Antonio, Isabel y Ketty, iban llegando una y otra vez durante su trabajo hasta aquel huequecillo de la pared para dejar el dinero de los clientes sobre el pedestal de mármol que sostenía la caja, o sobre la cerúlea y endurecida mano de Rosita Pascual. Y Rosita, que para ciertas cosas era un lince, comenzó a considerarse el ombligo del bar, y tomó posiciones. Una mañana le había dicho al cafetero: «Manolín, hijo, ¿quieres ir al Banco con esto para que te lo cambien?». Y el cafetero fue. Y con el tiempo, la frase aquella fue cambiando hasta llegar a ser: «Hoy no ha ido Manolín al Banco. Manolín es un pelma». Un día no se puso el uniforme negro, y cuando don Arcadio le preguntó, ella dijo: «Lo están lavando, don Arcadio, pero creo que este vestido oscuro es discreto y mono». Y el vestido oscuro fue sustituyendo imperceptiblamente al uniforme negro de cuello blanco hasta que al dueño del bar le pareció bien. En una ocasión, por último, llegó a la mesa de su jefe y le dijo: «Mire, don Arcadio, francamente: usted no está contento con la que me releva, con Julita, y me parece lógico. Yo tampoco estoy tranquila con ella, suma mal y todo lo trastorna. Si quiere usted, puedo hacer los dos turnos. A fin de cuentas, hay momentos tranquilos en que muy bien se puede echar un rato de descanso». Y así llegó a ser Rosita Pascual la única cajera del café El Buen Suceso, bodas y bautizos, café y licores. Cajera y casi reina, puesto que coronaban, sobre una breve repisa, su cabeza, dos botellas de anís, de anís «Morterito» y de anís «Rodrigo Vázquez», toreros de marca estampados en las enfrentadas etiquetas que se miraban el uno al otro con rivalidad de ruedo ibérico.
La caja tenía de bueno la soberanía callada que se ejercía desde ella. Allí no sólo llegaba todo el dinero que se manejaba en el local, sino que también se acercaban, en las horas de calma, las historias de los empleados, sus apuros económicos, contados a veces con cierto regustillo a consulta. La caja era, además, un puesto espléndido de observación: se veían desde ella el amor del viejo y la niña; el otro amor, archimaduro, pasado y aburridizo que se resuelve en las oposiciones prolijas y tardías, la idea y el mundo que persigue desde su mesa el escritor pobre, las miradas y gestos de la mujer sola y las del hombre solo. Se oían desde ella las grotescas y desbocadas voces de las tertulias menopáusicas, las frases encendidas y frescas de los estudiantes.
El bar, para Rosita, del que ella lo esperaba todo, era una caja de música no exenta de sorpresas, con la ventaja de estar ella dentro de la gran caja musical y así poder cambiar matices en la melodía mediante una sutil acción con ojos o palabras. Por las mañanas, los clientes, inundados de luz, le parecían a Rosita del oro de las peluconas, charlaban fuerte y había en el aire del bar el aroma de ese habano color otoño, que hace pensar en hombres fuertes, morenos, con dinero y «chrysler». Por las tardes, en las horas largas hasta la luz eléctrica, cambiaba el aspecto de los clientes, que se dejaban invadir hasta el fondo de sus bolsillos por una luz levemente verdosa con claros relámpagos, una luz de acuarium, como una salsa que suavizase la digestión y diluyese amablemente las ideas. Luego, la hora vulgar, estática y mareante de las parejas. Y por la noche, la luz amarilla chillona, como el amarillo de los funerales, del paloluz y de los platillos de orquesta, se clavaba en la carne de los hombres noctámbulos o de las parejas equívocas, que llegaban del túnel de la noche elásticas y nuevas, transidas de maligno espíritu, confiadas y sueltas.
La caja registraba el importe de las ventas y luego, a su hora, lo sumaba automáticamente, y Rosita registraba insaciable el fondo y maneras de los asiduos del bar, rebañando a miradas sus almas y sacando consecuencias y resultados su veracidad ponía a prueba con el catalizador de una frase o de una conversación. Un día, don José, odontólogo, miró a Rosita. Era la mirada que ella esperaba siempre, y Rosita comenzó a mirar a don José. Él llevaba una alianza, pero esto a Rosita le producía una inquietud muy relativa. Quizá por ello, para que no hubiera dudas, el odontólogo se presentó una tarde en El Buen Suceso con su señora y tres vástagos, más uno de pecho en su cochecito. Los niños adoraban a su papá. La señora tomó chocolate, tarta, leche y todo cuanto quiso. Don José no estaba solo. Aquella vez había mirado seguramente a Rosita por si le veía los dientes. Don José, por Rosita, podía mirar donde quisiera. Aunque los hombres casados, verdaderamente, no deberían tener derecho a mirar a ningún sitio.
En estas cábalas suspiraba, cuando advirtió en un extremo de la barra al novio de Isabel, que era cafetero en El Guayacán, y que, igual que siempre, la esperaba en silencio tomándose un café cerca de la puerta. Isabel tenía suerte. Isabel salió, habló con su novio en la barra, dijo adiós a Rosita y a los compañeros y se marchó con él del brazo. Parece también que el señor Quintana, otro cliente, miraba a la cajera del bar. Ella sólo le miraba los días impares para encelarle, pero en estos días le asediaba, unas veces impetuosa y clara, otras insinuante y suave. El señor Quintana, perdón, era oficial de Juzgado y cuando notaba que le miraba Rosita, pensaba en la moral, pero llegó una vez tan lejos la tentación, que, mentalmente, echó las cuentas del dinero que podría lograr, a mucho tirar, al mes. El señor Quintana era cavilador, andaba con pies de plomo y no quiso privarse del café, de su puro los jueves y domingos, ni retrasar las obras del hotelito que le estaban haciendo en Pozuelo. El señor Quintana, además, tenía en su casa a alguien: tenía a su mujer.
Rosita no era como Isabel, no tenía suerte. Tampoco era como Ketty, a la que de noche buscaba don Ángel al fijo de la una. Don Ángel, que no era su novio, porque los novios no tienen don. A Rosita, cuando el bar se cerraba, la esperaban las sombras de los árboles en las noches de luna, el último tranvía, el peatón borracho y las miradas del vigilante nocturno. Hasta que un día, el imán de la caja registradora atrajo los ojos de don Andrés Llorente, rentista y caballero, tosedor y jaque, mayor de edad, demasiado tal vez.
Era don Andrés un buen cliente de El Buen Suceso. Discutía sobre leyes, porque había estudiado para abogado, pero discutía también de Medicina, porque tenía un sobrino médico eminente, y de Arquitectura, Política y Negocios, por igual parentesco. Sus frases eran tan varoniles, que le hinchaban las venas. Era un señor. Visitaba el bar a la hora del aperitivo y por la tarde, a las ocho, esperaba en un rincón del café a una chiquilla modesta con la que hablaba bajito, abriendo y cerrando los ojos mucho, con amplios ademanes. La jovencita, a veces, se reía como en el circo. Y otras veces se le oía decir, chillona y callejera:
-Andrés, ¡qué cosas tienes!
Una tarde, la joven no llegó a la cita.
-Oye, Manolín, ¿no has visto por aquí a mi sobrina? -preguntó don Andrés.
Y entonces Rosita se aprovechó y le dijo:
-Pero, ¿es familia suya? ¿La que viene con usted?
Gravemente, don Andrés, cuidando sus gestos y concentrando su voz, contó, presumiendo, esa desgracia frecuente, pero de altas esferas, que es un divorcio. Un hermano suyo había derrochado una fortuna, se había casado mal y los hijos, los pobres, pagaban ahora los males. Esa muchacha que se reunía en el café con él era hija de su hermano, la mayor, y él le daba dinero de vez en cuando y estaba tratando de colocarla, ¡qué culpa tienen los angelitos!, decía don Andrés con mucha razón, extrañamente asomado a la cordura.
-¡La de cosas que pasan en esta vida! -suspiraba Rosita-. ¡Y menos mal que le tienen a usted, que es bueno y les remedia en algo!
-Pues, ¿qué pensabas entonces? A mí me gustan las mujeres hechas, como usted. Que al acercarse se les oiga el mar, como a las caracolas.
Don Andrés, entre tos y tos, tenía labia y utilizaba el sombrero en su conversación con sosiego y garbo. A Rosita -que no sabía si era soltero o no- le pareció un hombre poetizado por la soltería capaz de obedecer como un colegial, capaz de dejarse curar como una larva los últimos catarros. Poco a poco la sobrina -la supuesta sobrina, decía Rosita-, fue distanciando sus citas en el local hasta que no volvió más, y las últimas veces, discutía con don Andrés y le faltaba al respeto en el rincón. Entre el señor y la cajera, día por día, menudeaban las frases y las confidencias, y no era extraño ver cómo Rosita abandonaba la caja y llegaba hasta la barra, como se llega a la reja, para pelar la pava o las almendras con don Andrés. El no tenía prisa en cometer pecado; ya su cuerpo tenía poco que ver con sus palabras y permanecía un poco aparte esperando su turno, alegando siempre achaques y pretextos. Llevaban ya muchas jornadas enzarzados en esas dolientes y delicadas historias de familia, que tornasolan de desdicha y hermosean la mirada y la piel. Rosita no era feliz. A don Andrés, con lo que él había sido, le faltaban ahora los más caros afectos. Los desagradecidos, -decía- llenan el mundo.
-Parece mentira, don Andrés, ¡que a usted le hagan, eso!
Y él, por delicadeza, ahorraba palabras para no verter más ponzoña en el alma, que imaginaba cándida, de Rosita.
-¡Si yo te contara ... ! ¡Tú ibas a saber entonces la vida de un hombre!
Y quedaron en que ella reduciría su trabajo a un solo turno para poder verse en otro sitio a horas honestas, porque merecía la pena en esta vida poder hablar así, como hablaban ellos.
Quedaron en eso y fue entonces cuando los periódicos cacarearon en letras grandes la llegada de una arria, cada ola de frío acompañada de fuertes vientos. Y la ola de frío llegó espeluznando a la geografía, poniendo los pelos de punta a la piel de toro, llevándose para siempre a don Andrés, esa correcta cáscara llena de ilusioncillas, impuras y tremebundos recuerdos. Fue casi de repente, como si la muerte hubiera tomado en serio sus lamentaciones, sin darse cuenta de que eran sólo la medida del cariño que le pedía a Rosita. Y don Andrés se fue. Como se fueron cuatro vacas en Lugo, una vieja en Avila, un camión de harina en Soria, un guarda de noche en La Felguera, un niño en Peñarroya y otro en Sama de Langreo.
Rosita, viuda de un proyecto, sublimó la historia y llenó el recuerdo de aquella amistad con llantos suaves y repentinos, con melancolías y respetos. Siguió en el bar, todas las horas del día. De noche, cuando cerraban, cuando las figuras de «Morterito» y «Rodrigo Vázquez» se sacaban la lengua solas en el café, a Rosita no la esperaban únicamente las sombras de los árboles en las noches de luna, sino también otra sombra amiga menos perceptible, un olor a tabaco y café, con fulgor de solitario y pasitos de señor: la de don Andrés Llorente, amor malogrado, tronjado asa por donde Rosita Pascual deseó colar un día, hasta que Dios quisiera, su tranquilísimo, gordito y anodino brazo.

Marta Brunet - "La niña que quiso ser estampa"

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Novelista, cuentista y autora de literatura infantil chilena. Aunque enmarcada en muchas ocasiones en el "criollismo", para algunos críticos su obra va mucho mas allá de ese movimiento (dice Natalia Cisterna: “Es una literatura cada vez más compleja, pero se la seguía tildando de criollista, neocriollista, porque para el campo cultural definir la literatura de una mujer como transformadora, vanguardista, era muy incómodo”). En su obra también se aborda la situación de la mujer de la ápoca, sus vicisitudes y maltratos que son denunciados sin ambages, lo que ha permitido que su escritura sea estudiada ahora desde el ámbito feminista.
Este cuento forma parte del volumen "Raíz del sueño" de 1946.



Aquello comenzó un día de impensada primavera, cuando la abundante señora exclamó entre grititos:
—¡Mira qué belleza! ¡Tesoro! Parece un ángel de estampa…
Que era un ángel, la niña lo sabía, pero no estampa. Guardó la palabra en el recuerdo y se quedó inmóvil cautelando puertas para que no se le escapara. La abuela miraba su obra de arte, que ya empezaban todos a reconocer, y dijo, llamándose a modestia:
—Ángel de estampa no… Es tan solo una niñita buena.
—¡Y qué traje! ¿Es de Maribé?
La abuela contestó, casi a punto de perder la compostura:
—Hecho por estas manos. En nuestra casa es tradición que las mujeres borden.
—Se diría trabajo de hadas. ¡Qué delicadeza!
Parecía una estampa, pero no representando un ángel, sino una niña del pasado siglo que mostrara un ajustado corpiño, una ancha falda hasta media pierna, una aglobada manga, todo en un color de rosa desvanecido y levemente violáceo, lleno de encajes y de bordados. Pero el encanto no estaba en la vestimenta, ni siquiera en la evocación, sino en la niña misma, espigada, sin ninguna de esas rollizas características que definen la infancia, toda ella hecha en un material moreno, vivo y mate, pétalo tierno de magnolia. El cabello partido en crenchas caía en bucles por la espalda. Y en la cara de seria y firme expresión, los ojos castaños punteados de oro eran inmensamente pueriles.
Días después la niña preguntó a la abuela:
—¿Qué es una estampa?
—Estampa… —dijo la abuela, cansada, como estaba de la indagación constante—, estampa es… una estampa inglesa.
—¿Y qué es una estampa inglesa?
—¡Ay! ¡Qué niña! Las que están en el escritorio del abuelo.
—¿Cuáles?
—¡Ay! ¡Qué mosca! Esas que representan a dos caballeros, de levita roja, fumando largas pipas al lado de la chimenea. Y la otra, en que varios caballeros están bebiendo cerveza en una taberna. Y las otras dos, en que otros caballeros, también con levitas rojas, van de caza con unos perros.
La niña pensó un rato y luego la sobresaltó con otra pregunta:
—Abuela: ¿para estar en una estampa se necesita ser caballero y llevar levita roja?
—¡Ayayay!… Hijita, ¿quieres irte a jugar al jardín?
Pero no se dejó imponer. Y preguntó tozudamente en su idea:
—¿Los ángeles pueden estar en las estampas?
—Claro —asintió la abuela, sorprendida del descubrimiento—. En las estampas sagradas, las que tienes en tu libro de oraciones. Estampa es —terminó contenta de dar fin a la explicación— un cartón o un papel, grande o chico, que representa algo muy bonito.
La miró la niña, sostenidamente, buscando que aquello fuera la verdad total, y al fin, alzándose con despacioso ritmo, besó la mejilla de fino papel sedoso, arrugado de años, y dijo:
—Gracias, abuela.
Y se fue al escritorio a mirar las estampas, que no le gustaron, con aquellos caballeros rubicundos, ahogados por la risa y los altos cuellos, como tampoco le gustaron los otros, jinetes en corceles galopantes y con los perros a la siga. No. Pero sí le gustaron, miradas ahora con reflexiva atención, las figuras de lo que ella, hasta entonces, había llamado «santitos» y que en el libro de tapas de nácar que fuera de su madre, marcaban las diferentes oraciones y eran recuerdo de la primera comunión de sus primos y de sus amigos.
Una estampa era algo muy bonito. Y ella parecía una estampa… Lo había dicho aquella gorda señora, no solo dirigiéndose a ella y a la abuela, sino que lo repetía a todo el enorme grupo familiar y de relaciones sociales que las rodeaban siempre. Porque la abuela era una «dama patricia». Pero ella, María Casilda, era una estampa. Y desde entonces se esmeró en parecerse a las figuras que le servían de modelo. Por temperamento sus actitudes eran plásticas, poseía el sentido de la armonía y del color. No tuvo más trabajo que vigilarse y, sobre todo, vigilar la impresión que producía. Ese era su triunfo al principio. Sentir cómo todos iban callando, convergiendo las miradas en ella, para que alguien, con un renovado fervor, dijera la frase que era ya habitual:
—¡Parece una estampa!
Pero se cansaron de repetirla y un día cualquiera la olvidaron. Lo que no hizo mella en la niña, que ahora creaba la estampa para su propio goce.
Todo ese proceso fue tan imperceptible que se hubieran necesitado ojos muy sagaces para sorprenderlo. Imperceptible, porque siempre fue María Casilda una de esas criaturas tranquilas y silentes, acostada en la cuna, en su sillita más tarde, con un juguete en la mano, distraída y siempre los ojos solicitados por mínimos acontecimientos que la abstraían y regocijaban en lo recóndito.
Los otros niños querían sumarla a sus algaradas. Los mayores la incitaban al juego. Pero ella, siempre y dulcemente, decía: «Gracias», y se quedaba quietita, mirando un vilano revolar por el patio hasta prenderse en la mano dura de una palmera o contemplando la comba del agua del surtidor y su instantáneo iris, o hacía y deshacía gigantes, camellos, el pájaro que canta y el agua que llora, la princesa, el gato con botas y la Calchona, rompecabezas de nubes, mucho más apasionante que los fríos cubos que gustaban a los demás niños.
En sus breves espaciadas visitas, entre avión y avión que lo traía de la Patagonia de las pingües aventuras ovinas, el padre decía súbitamente inquieto:
—Hallo a la niña muy delgada, mamá. Y siempre silenciosa y sin moverse. ¿No estará enferma?
—No. ¡Qué va a estar enferma! Ni un resfrío ha tenido en el último invierno. Es así y nada más.
—¿No sería bueno hacerla examinar por el médico?
—Si tú lo deseas…, se hará tu voluntad…
—No, no, mamá, no es eso… En fin: decida usted, que nadie lo hará mejor… — y se quedaba pensando, enternecido y risueño, que en ese medio de viejas mujeres, en el marco de la casa colonial, no era posible que María Casilda fuera sino «como una niña grande». Y también súbitamente se tranquilizaba, abstraído después en sus quehaceres.
¿Cómo, entonces, percibir los matices del cambio?
Hubiera sido necesario estarla mirando siempre. Sorprender la forma en que acomodaba la falda en torno al asiento, en una banqueta frente a la abuela entregada a prolijas obras de aguja, con el costurero de caoba entre ellas, y al fondo la cómoda ventruda y taraceada, sobre la que un Niño Jesús extendía los bracitos amorosamente bajo un fanal, entre candelabros de centelleantes cristales, y en el muro un retrato de la abuela jovencita, en un marco en que caracoles y conchuelas fijaban su impenitente nostalgia del mar.
Descubrir cómo en la mesa, almorzando con los mayores cuando la abuela reunía a la familia, su manito izquierda quedaba como abandonada junto al plato y la derecha creaba la más graciosa curva, acercándose a un vaso, y ella, erguida y neta, empalidecía más aún destacada en el alto respaldo del sillón en que se abrían y entrelazaban las guirnaldas de terciopelo sobre la trama de fuerte seda contrastante.
Tía Teresa la miraba atónita, con vago azoro.
Alguna vez dijo:
—Está muy delgada María Casilda.
—No —dijo a su turno la abuela— está como siempre.
—Está más delgada —insistió tía Teresa—. Sería bueno darle un tónico.
—¿Por qué no la hace ver por el médico, mamita? —propuso tío Pedro Andrés.
—Pero si la niña está completamente sana…
—Yo la haría ver lo mismo…
Y la abuela terminó secamente:
—Se tendrá en cuenta tu insinuación. —Y vuelta a otro hijo—: ¿Qué hay de ese asado en el campo que nos ofreciste?
Observarla de pie, junto al escritorio del abuelo, con grandes libros abiertos frente a ella, atenta a cada página, según decía la abuela «mirando monos», libros de viajes, álbumes de museos, vidas de santos, extraño interés para sus nueve años. Reconcentrada en la observación y a veces levantando los párpados para mirar un instante la puerta abierta al patio, en que los canarios lanzaban la serpentina rubia de sus trinos, mientras detrás de ella se rompían en mil colores las figuras rituales de una vidriera.
O verla al piano, en el gran salón en que opacos lagos de espejos enfrentaban su inútil vacío, toda de blanco y graciosa en el taburete, con un lazo lila grande como un polisón en la cintura, con un jazmín sobre cada sien, tocando una sonatina de Diabelli balbuciente como boca de niño, y removiendo el corazón de cristal de los caireles y haciendo que las cornucopias de viejo oro quisieran echar a sus pies su carga persistente de flores y frutos, haciendo que las rosas atentas en el vaso azul sigilosamente dejaran caer un pétalo sobre la ciudad china del mantón de Manila, haciendo que la abuela, en el corredor, sentada en el sofá de vaqueta y musitando las avemarías «del rosario por el eterno descanso del alma del abuelo», olvidara el rezo y súbitamente se sorprendiera en el recuerdo acariciando con dulce mano una frente cansada y bien amada.
O prestarle atención el día en que la ciudad vibraba al recuerdo del hecho histórico y en la tribuna oficial, al aire las banderas y los himnos, junto al gobernador, porque la abuela nunca separaba a la niña de su cautela, estaban ambas. Enjuta la viejecita, vestida a la manera de su juventud, con un guardapelo de prolijo oro entre los encajes de la chorrera y las manos asomadas entre otros encajes dejando ver el doble anillo de viuda, el anillo blasonado de los Toledo y aquellos otros dos anillos de piedras esplendentes, de tan grande y pura luz, que lejanos diamantistas sabían de su existencia. Frágil la niña, vestida también a la moda de otros tiempos, con una redecilla de perlas encasquetada a la cabeza y los bucles por la espalda. Ambas ceremoniosas y afables ante el entusiasmo popular.
Al correr del tiempo descubrió un juego que la acercó a los primos. Menos uno, se subían todos a los bancos del jardín y el que estaba abajo iba dándoles la mano para invitarlos a dejarse caer al enarenado y allí tomar formas de estatua. Pero juego sin interés para los niños, con imaginaciones que trotaban por otros senderos. Cortésmente, tan solo cuando estaban de visita en casa de la abuela, aceptaban por una vez aquello que tildaban de «pavo». Tenía entonces la niña tal sonrisa, tal adorable encanto, que un día uno de los primos, el más como trompo girando sobre su atolondrada vitalidad, le propuso balbuciente, en un rincón en que se espesaban las sombras de los naranjos y los trinos de los pájaros:
—¿Quieres ser mi novia?
Ella contestó al punto:
—Sí.
El muchachito la miró desconcertado ante esa inmediata aquiescencia.
Ella preguntó:
—¿Y bien?
—¿Qué? —preguntó a su vez, frunciendo el ceño, como cuando se le enredaba el hilo del barrilete en la cañuela.
—Bésame —e intentó echarle los brazos al cuello y formar la estampa.
Pero el muchachito la separó bruscamente, temeroso de las voces que se oían cerca. Y se la quedó mirando, cada vez más desconcertado, fuerza preparada para un largo asedio y que de súbito se halla inútil. ¡Y qué «adelantada» la niña para sus diez años! ¡Había que fiarse en estas «moscas muertas»!… Bueno… Para matarse de risa y para contárselo a la patota. Se puso rojo, como si lo hubieran sorprendido en la peor acción, y se odió, por haber siquiera pensado en exponer a la niña a la burla de los demás. Y como si fuera un hombre, como él creía que debía ser un hombre, se prometió guardar el secreto y ser siempre para ella el novio… No, no, no… El novio, no. Pero sí un amigo, y podían jurar esa amistad escribiendo sus nombres con su propia sangre en el mismo papel, como hacían los caballeros de fortuna… La miró de soslayo. La niña seguía de pie, destacada sobre el muro revestido de hiedra, y en la mano tenía una hojita en la que enterraba los dientes.
Se arrepintió también de este último propósito y dijo muy deprisa:
—Lo he pensado mejor. Eres muy niña y todavía no debes tener novio. Te devuelvo tu palabra.
—Sí —contestó ella, sin dejar de mordisquear la hojita.
«¡Tonta!», pensó el muchacho, y escapó corriendo, olvidado de la escena apenas dio el primer puntapié a la pelota.
Ella había tenido un novio y lo había perdido. Tenía que estar triste, suspirar, poner una mano en el corazón, contemplar la tarde desteñida de tonos, quedarse pálida y enflaquecer, tomar vinagre y desear morirse, porque la vida para ella no tenía ningún objeto. Así eran las heroínas de las novelas color de rosa que la abuela, a su insistencia por leer algo que no fueran cuentos infantiles, había terminado por entregarle.
Se ingeniaba para sacar a hurtadillas vinagre del repostero y beberlo sin un gesto, con una entereza de mártir. Quería morir, ella, la novia desdeñada. De noche abría la ventana y se obligaba a resistir el frío, el viento que había afilado sus cuchillas en las aristas de la cordillera. Apenas si probaba alimentos. Adelgazaba y bajo la piel de color de cera, la arquitectura de los huesos se acusaba lamentable.
Hubo en casa de tía Teresa un consejo de familia. Se impuso a la abuela que llevara a María Casilda al médico. Fue el día en que nació el pánico. Once años, la pubertad en cierne y la niña sin defensa alguna, comida por la anemia. Se hablaba de reposo, sobrealimentación, inyecciones, medicinas.
Tuvo primorosas camisas de noche, rosas, celestes, blancas: tuvo batas de rasos pálidos, sembradas de ramitos y entrecruzadas de pespuntes, que hacían juego con los edredones. Las sábanas eran una red de bordados en los embozos. Descansó largamente, comió sumisa, tomó los remedios, se dejó pinchar por las agujas que la empavorecían y dilataban sus pupilas.
Pero en cuanto se quedaba sola, iba sigilosamente al repostero y bebía repetidos sorbos de vinagre, con los pies desnudos sobre las losetas. Volvía descompuesta y tiritando a la cama. Esperaba el manso sueño de la abuela —que la hacía ahora dormir junto a ella, en su propio dormitorio—, para irse hasta el patio y quedarse largas horas entre dos arcos, sintiendo el corazón tumultuoso de la noche, el caer del agua en la fuente, el vuelo fantasmal de los murciélagos, los grillos tenaces y la lenta aprobación de las palmeras.
Terminaron estas escapatorias cuando la volvieron a su dormitorio, con una enfermera que no la abandonaba a hora alguna. Se creyó entonces en una reacción. Pero se equivocaban.
Llamaron al padre.
Soñó su última estampa. Iba por un camino de menudos caracoles que decían el mensaje de lejanas olas. Enormes flores color de cielo bordeaban el camino, azulinas sin nostalgia de los trigales, nomeolvides guardando una diminuta pepita de oro, hortensias suntuosas como halda de infantina. No tocaban sus pies los caracoles, se deslizaba por sobre ellos, dulcemente, resbalando por el tobogán de la brisa. El camino terminó de pronto bajo un arco y allí se quedó ella, inmóvil.
Se miró los pies, que ahora sentía sobre el suelo. Y al mirarse los pies se vio el traje, como nunca se lo había hecho la abuela, tules flotantes de un claro verde, con estrellas que refulgían entre sus pliegues sujetos por una estrecha cinta de oro. Y en una mano tenía un lirio carmesí de largo tallo y la otra mano en el aire se alzaba en un vago gesto de adiós.
Fue entonces cuando aparecieron dos ángeles con dos grandes tijeras, recortaron de la vida la estampa de María Casilda y se la llevaron para fijarla en las galerías celestiales por toda la eternidad.