El árbol creció muy bien este año. Hace veinticinco años que lo plantamos. Ese día enterramos una botella de whisky en la tierra dura de febrero. Yo todavía era chico; mi madre me había prohibido llevarme tierra removida a la boca o metérmela en el bolsillo del pantalón. Yo igual lo hacía porque total nadie notaba que faltaba tierra. Con la tierra armé una maceta en mi cuarto, pero las plantas no crecieron. Sin embargo, el árbol crecía muy bien en el patio. Creció más rápido de lo previsto, ya en el verano mi padre pudo cosechar. Mi madre cosechaba poco, no cosechaba nunca. Durante mucho tiempo no fui lo suficientemente alto como para llegarles a las ramas. Hoy sí llego, pero soy tímido. A mi padre le parece una ridiculez que sea tímido. Soy tímido con mi padre y con el árbol. Y con el pasto seco de alrededor. Nunca jugaba en ese sector cuando era chico. Ahí abajo no hay reposeras, no es un árbol que dé sombra.
Cuentista alemana. También escribe libros para niños.
Este cuento pertenece al volumen "El árbol de botellas de whisky y otros cuentos" de 2009.
La versión es la de Carolina Previderé.
Con los años el árbol creció un montón, ni el verano ni el invierno se lo impedían. Fueron contados los meses en los que el árbol no creció, pero sí hubo temporadas en las que no me dejaban regarlo. Mi madre en la cocina me decía que no lo regara. «Hijo, no riegues el árbol», decía mi madre. Y yo regaba el árbol. «No lo riegues», decía mi madre, lo decía dos o tres veces por día, cada día, a cada hora, mientras lavaba vasos y platos mirando hacia el patio por la ventana de la cocina. Llevaba puesto su batón lila y mi padre, sentado abajo del árbol, se lo criticaba. «¡Odio ese batón lila!», me gritaba mi padre a través del patio, «¡odio tu batón lila!», le gritaba desde el patio a la cocina. Y yo regaba el árbol, lo regaba dos o tres veces por día, cada día, a cada hora. Con la regadera verde, con la roja, con las dos regaderas que llenaba en el tanque de agua de lluvia; lo regaba y lo meaba, porque supuestamente le hacía bien, eso decían; tomaba en la cocina toda el agua que podía y después iba corriendo al patio y meaba el árbol. Transporté al patio la tierra que tenía en mi cuarto, donde no habían crecido las plantas, y la esparcí toda por el pasto reseco de alrededor, la alisé bien prolijo para que el pasto y el árbol crecieran mejor. El pasto no crecía, pero el árbol sí.
Y nunca jugué en el pasto seco debajo del árbol, siempre al costado, atrás de la casa cerca del tanque de agua de lluvia. Pero una vez, sin querer, se me fue la pelota abajo del árbol. Justo en ese momento mi madre nos llamó a comer. La pelota azul quedó quieta ahí abajo. En la cocina me comí rápido un pan con salame y volví al patio. Mientras nosotros comíamos, el árbol se había tragado la pelota, la había digerido y luego escupido en triangulitos sobre el pasto seco. Mi madre no me regaló otra pelota porque yo regaba y meaba el árbol. Mi padre no me regaló otra pelota porque se pasaba el día sentado abajo del árbol y me observaba cuando lo regaba. Yo no jugué más con la pelota azul.
Hubo largos veranos en los que no me dejaban regar el árbol y yo igual lo regaba, y hubo largos inviernos en los que el agua se congelaba sobre el pasto ralo de alrededor; y yo iba corriendo a la escuela con la mochila en la espalda y me patinaba en la vereda helada y en la escuela pensaba en que el árbol tenía que crecer, y en clase de dibujo me perdía la lección de teoría del color culpa del árbol y del pasto todo escarchado, pero también me la perdía porque regar me agotaba. El árbol tenía que crecer. Y crecía bien.
También hubo épocas en las que sí tenía que regar el árbol. «Hijo, regá el árbol», decía mi madre, y yo regaba el árbol. «Más regalo», decía mi madre, y yo lo regaba más. Con el batón rosa puesto, mi madre me hacía ir, regadera tras regadera, desde el tanque de agua de lluvia hasta el árbol y de nuevo al tanque; yo acarreaba el agua en la regadera verde, en la roja, en ambas regaderas a la vez remolcaba el agua; «regá el árbol», me gritaba mi madre y me apuraba golpeando con los nudillos la ventana de la cocina; y mi padre, sentado abajo del árbol, me tiraba con los plastiquitos azules. Le gustaba el batón de mi madre. «Me gusta tu batón», exclamaba mi padre, y mi madre lo saludaba con la mano desde la ventana de la cocina, y se reían los dos al mismo tiempo cuando un plastiquito azul me daba en la cabeza mientras estaba regando y por el sobresalto me chorreaba sin querer los pantalones o los zapatos. A la noche me ponía a juntar los plastiquitos que habían quedado por fuera del pasto reseco, los guardaba bien en una caja de cartón en mi cuarto y, con los años, fui armando una nueva pelota. Hasta el día de hoy, no alcanzan como para una pelota entera, apenas llegan a formar una semiesfera agujereada.
En las épocas en las que sí tenía que regar el árbol, mi madre llevaba sorbetes y corchos en los bolsillos del batón; en esas épocas mi madre tallaba de noche en la cocina y durante el día tenía los bolsillos del batón llenos. Tallaba para mi padre corchos con motivos de plumas de pájaro y plumitas de ganso, y decoraba los sorbetes con diminutos ornamentos. Y mi padre se sentaba debajo del árbol y chupaba de las pajitas haciendo ruido; y mi madre me gritaba desde la cocina que regara el árbol y se aplicaba apósitos en los cortecitos que se había hecho tallando durante la noche; y yo regaba el árbol, y podaba sus brotes y le recortaba la copa dándole una forma más linda que la que tenía y que a mi madre le gustaba más. Y el árbol crecía muy bien.
Ese año el árbol creció como nunca. Hace rato ya que está grande, pero igual lo sigo regando. Es verano y mi madre dice que no riegue el árbol. «Hijo, no riegues el árbol», dice mi madre, y yo riego. Riego porque mi padre se sienta abajo del árbol y suplica. Mi padre suplica y al mismo tiempo cree que soy ridículo porque soy tímido. «Hijo, no seas tímido, o acaso no sos un hombre», dice mi padre. Yo riego el árbol con la regadera verde, con la roja, lo riego con las dos regaderas, y las dos ya están agujereadas. Corro por el patio, corro desde el tanque de agua de lluvia hasta el árbol. Tengo músculos fuertes, pero cuando las regaderas están agujereadas, no hay músculo que valga; pierdo por el camino la mitad del agua que cargo, pero igual riego. Mi madre está en la cocina y lleva puesto el batón beige y lava vasos y tazas y enjuaga sorbetes. El moho de los sorbetes no sale, no vienen cepillos tan chiquitos. Mi madre lava y lava y no le importa, no mira el agua del fregadero, sino que me observa a mí mientras riego, y a la noche muerde su pan con salame sin poner la mesa. «¡Odio su batón!», le grito yo a mi padre a través del patio. Mi padre chupa con ruido de las pajitas con moho y larga una risita. «¡Odio tus batones, mamá!», vocifero yo desde el patio a la cocina. No seas tímido, dice mi padre risueño mientras yo grito. Yo sé que el árbol no se va a secar si no lo riego. Lo único que sigue seco con el paso de los años es el pasto de alrededor. Está seco por culpa de los plastiquitos azules, y ahí sí no hay músculo ni riego que valga.
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on 30 noviembre 2024
at 20:56
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