Había quedado de encontrarme con mi amigo en el café Aux Deux Magots a las doce del día, pero la impaciencia por demás explicable hizo que procurara acercarme al lugar de cita con bastante antelación. Mi amigo llegaba de Venezuela y traía noticias frescas del país y de la familia y de los amigos de la cuerda. Tomé el metro en Ménilmontant hasta Berbés-Rochechuart e hice correspondencia con Porte d'Orleans. Me bajaría en Odeón o en Saint Germain de Prés. Mejor, en Odeón. Caminar unas cuadras no me vendría mal después de aquel desayuno opíparo. Un desayuno desnatural, diríase. Para entretenerme, me puse a ojear la versión francesa de Los pasos perdidos de Carpentier en edición de bolsillo. No pude concentrarme en la lectura. La inminencia del encuentro con mi amigo me perturbaba. Preferí, por tanto, fisgonear los rostros y ademanes del gentío que se apretujaba en el vagón.
Novelista, cuentista, dramaturgo y ensayista venezolano. La profesora Bettina Pacheco califica su obra como hermética y neobarroca. Su popularidad la alcanzó con sus novelas históricas.
Este cuento pertenece al volumen "Tardía declaración de amor a Seraphine Louis" de 1988.
Un muchacho negro, con traje estrafalario, entonaba el Running Bear que otrora hiciera famoso a Johnny Preston. Luego, comenzó a recoger dinero en una especie de tricornio de la guardia civil española, sin que la sonrisa profesional se borrara de sus labios apelmazados. Dos asientos más allá, una pareja turca discutía en un dialecto incomprensible. El hombre llevaba un fez. Y la mujer, la cara velada. Muy repentinamente, la mujer cambió de puesto. Un cartero sudoroso portaba al hombro un bolso repleto de mensajes. Sobre el uniforme, a todas luces grande, cargaba una reluciente condecoración de guerra. A mi lado, iba una señora mayor. Francesa, a no dudar, por la circunspección de su compostura y por el hieratismo de sus rasgos. Parecía una gallina en trance de empollamiento. Su sombrerito de fieltro marrón simulaba una cresta. Y su papada, rubicunda, un plumaje sacudido. Delante de mí, otra señora imperturbable leía Le Monde. El asiento a su lado permanecía vacío. Fue allí donde se sentó la muchacha que abordó en la estación siguiente.
Era la perfecta imagen de la femme-enfant. Siempre me sospeché que terminaría encontrándola. Aunque, a decir verdad, tuve que esperarla mucho tiempo. A través de algunas lecturas, con anterioridad, había logrado intuirla. Podía ser la Balkis tan cara a Gerard de Nerval y a Alfred Jarry. Podía ser la joven hechicera-mirada de landa de Michelet o el hada del grifo de Gustave Moreau. Podía ser la Elise destinataria de Arcane 17. O la niña que llega a ser mujer de René Crevel. Pero, el amor de esas heroínas del arte era un amor precario, puramente contemplativo. Ahora, ella se me presentaba en carne y hueso, respirante y corpórea, de improviso, vestida de negro. Toda vestida de negro. Su busto casi masculino difuminándose bajo la negra blusa de tablones. Blusa de uniforme de colegiala, con sobrecuello de piqué blanco, redondo, y un lacito de brocatel de seda, negro también, menudo y oscilante. Y la negra falda atachonada cubriendo unas caderas para la unión libre. Caderas de barquilla, caderas de araña y de colas de flecha, y de cañones de plumas de pavo real blanco, y de balanza insensible, hubiese dicho Bretón.
Y las medias de algodón, rigurosamente negras. Idénticas a las que mi madre llevó y lleva aún, después de la viudez. Medias para cubrir unas piernas de meteoro, como las de mi madre joven y como las de ella, para no ser vistas ni siquiera imaginadas por mortal alguno. Piernas, en fin, con ritmo de tambores primitivos e imantada precisión de aguja de marear y pantorrillas de légamo primigenio y pies de puntas de bizcocho y de números dígitos y de animalitos de plastilina, calzados por unos zapatos negros de patente, con la punta redonda y el tacón breve, brevísimos. Nadie hubiese dudado que también eran zapatos de colegiala. A partir de esas puntas romas, como naciendo al mundo, volví a subir la vista. Me detuve, gozoso, en la finura de sus jostras, en el lustre especular de sus empellas. Por momentos, viví la ilusión de que mis plantas cansadas disfrutaban su suave interioridad de babuchas. Recuerdo que, de niño, acostumbraba calzarme con las babuchas de mi madre. Y, adolescente, terminé enamorándome perdidamente de Mme. Bovary. Y, sobre todo, de sus minúsculos pies. En su nombre, padecía frecuentes poluciones nocturnas y siempre tenía que sortear la sorpresa escandalizada de ver mi descarga arreciándose sobre la punta de sus botines.
Pero ella, la mujer-niño, mi mujer muchacho del traje negro, estaba a mi frente, dulcísona y entera, expectante, como el husmo. Por ratos, presentí que me hacía ojitos. Era ella algo más que pies y algo más que brevísimos zapatos de colegiala. Debía gozármela toda. Quizás, habría de bajarse una o dos estaciones más allá. Quizás, no tuviera tiempo de detallarla completa. Por eso, mi vista prefirió seguir subiendo. Se detuvo, entonces, en su tobillos. Eran tobillos de montaña diminuta, con macizos de greda y cuchillas de amianto. Tobillos para ser lamidos hasta el desgaste, con lengua viperina, acaso trasnochada. Y otra vez, fueron sus pantorrillas de légamo. Y otra vez, sus piernas de meteoro. Hasta llegar a sus rodillas. ¿Cómo pasar por alto sus rodillas? Marmóreas. Imperatorias. Sin rasguños ni nódulos. Sin deformaciones ni maltratos.
Y por debajo de la negra falda atachonada, el liguero rosa que sostenía la media negra. Y por debajo de la media negra y el liguero, el muslo apesadumbrado, desconcertante, como un pez moribundo dejado por la ola a merced de la arena. Y, más arriba, la braguita, también negra, de primoroso encaje. Blondino y con pasamanerías. Entolado sobre un sexo del que veo emerger mi rostro con un remedo de sorpresa, lúdicro, jadeante, entrecortado.
Sexo suyo de ella, capitel de un templo antiguo que persistió los siglos, fragua de armas feroces, invencible ideal, mundo que vibra como dulcémele, con estremecimientos y besos infinitos. Sexo de flor de mayo. Sexo de brea y de cabra encelada. Sexo de detritus marino y conserva de coco recién hecha. Y su vientre de playón de río. Y su vientre de represa. Y su vientre de salto de acróbata y de grito de guerra y de bandera de paz desplegada de aquí para allá sobre el viento. Y sus nalgas de balón de fútbol. Y sus nalgas de mariposa al vuelo. Y su espalda de espejo que lleva el tiempo. Y su espalda de fluido eléctrico.
Y su espalda de laguna irisada por la luz cenital. Y sus senos pequeños, apenas insinuados, como rastro de celaje. Y sus senos de picha bolondrona. Y sus senos de nenúfares dormidos. Y sus senos de talco derramado.
Y su talle de compartimiento de estanco. Y su talle de disputa definitiva entre los amantes.
Y su cintura de alfanje. Y su endiablada cintura de bejuquillo de banco. Sin desdecir de sus hombros. ¡Ah, sus hombros!, hombros de agua lustral y de mastines rabiosos al asalto de la caza. Hombros que se revertían en axilas de algodones impregnados y barbas de maíz tierno, noche de espera en estación y fruto casi esférico de coca del Levante. Con brazos de ramas de alhucema y de mimosácea fecunda. Con brazos como alcándara de sastre de campillo. Con muñecas de júcaro. Con dedos de paje de jineta y lancilla de plata. Con dedos de humo y dedos de temblor. Sus manos…
También sus manos me recordaban las manos de mi madre. Dorso de pulpilla salada. Palma abierta en un sinfín de rayas. Pase magnético. Abecedario de la quiromancia. Puñada y sobajeo, sobajeo y transparencia. Las de mi madre, hechas para almibarar el cabello de ángel y desempolvar los libros y anaqueles de la biblioteca del abuelo. Para bordar campánulas matizadas en las sábanas y fundas de la novicias del pueblo y para armonizar ramilletes en los altares de santos. Manos para encender la vela de las ánimas, cada lunes, a una hora precisa. Las de ella, mi dama del metro, seguramente hechas para l’écriture automatique, con una caligrafía menuda a lo Dalí. Para engarzar metáforas y símiles increíbles de grutas encantadas y plazoletas cristalinas y aeronautas que hablan de la florescencia del aire en el invierno y puertas que se cierran con estrépito en lo alto de las colinas. Manos para recontar en una noche de estío la leyenda del hada Mélusine o el loco amor de Abelardo y Heloise. O, mejor quizás, para siluetear esqueletos femeniles a lo Leonor Fini, ornados con trajes de gasa, ralos e inconsútiles, y con alones sombreros de pluma. Manos de pintora, como las que un día concibió la Bona de Mandiargues, con pupilas enclavadas en las yemas de los dedos.
Es posible que se entiendan distintas: las manos de mi madre y las manos de mi dama. Para mí, son las mismas. Manos para la contemplación amorosa y la experiencia mística de la voluptuosidad.
A esas alturas, no sabía ya por dónde andaba. Odeón había quedado atrás. También, St. Germain de Prés. Y St. Sulpice. Y St. Placide. Y Montparnasse-Benvenüe. Mi amigo de Caracas ya no me preocupaba. Poco me importaba su cita. Los pasos perdidos de Carpentier era un menudillo de dobleces y de papeles deshechos. Mi dama, mi dama del metro, ma femme-enfant, seguía ahí, a mi frente. De sus manos de pintora, de sus manos ungidoras de cadáveres exquisitos, volví a sus axilas y a sus hombros. Vi su garganta de falda del Ávila. Su garganta de criatura de Dios, aún toda aire y toda ánimo. Su garganta de sierpe cleopatrina. Vi su cuello de medallón antiguo. Y su nuca de botella vacía y de silencio deleitoso y de perfume picante que se acaba de derramar en nuestras manos. Y vi su pelo. Su pelo, consumación de la androginia. Cortado a la garçon y terriblemente negro. Terriblemente fijo, como peinado en bronce. Igual al de mi madre en aquella postal de J. J. Caraballo & Cía, por los carnavales de 1930.
Pero no alcancé a ver su rostro…
No vi sus ojos. Ni sus cejas. Ni sus párpados. Ni su frente. Pude imaginar, sin embargo, su nariz. Era una nariz como la de mi madre: crátera llena de agua y vino para abrevar hasta la última gota. También pude imaginar sus labios. Labios de bresca y cornucopia desbordada. Labios de dona nupcial y de fúgida mañana que se vuelve mediodía a poco de haber amanecido. Pero, no pude precisar cómo era su mentón, ni su lengua ni sus dientes. La diplopia me llevaba a ver, con angustia, caras repetidas. Una sobre otra y sobre otra aún, mil caras sobrepuestas. Como en un cuadro de claves mánticas, líneas paralelas con puntos ilimitados. Líneas trazadas en el polvo. Líneas que podrían ser larga vida. Que podrían ser riqueza. Que podrían ser salud y familia numerosa. Niños. Niños jugadores de candelita o matarile, correteando por prados alegres. Niños cumpliendo sus tareas escolares en un gran mesón de roble. O no, quizás, un solo niño taciturno que contempla a lo largo de los siglos pasados y por venir la figura pendiente de un ahorcado. El ahorcado es mi padre. Sus pies bailotean sobre el espaldar de una silla caída. Sus manos permanecen extendidas como en actitud de súplica. La cara, acardenalada. Funérea, la lengua. Seca y rígida, la frente. Y el pelo pajizo, marrón o gris, en alboroto. Y los ojos, sus horribles ojos de marsupial, teñidos de rojo por la excitación, persiguiéndome, flotantes entre vaharadas de aire caliente, irrespirable.
Llena de turbación, mi madre me agarró por el brazo. Rígida, como petrificada, con el ánimo ensombrecido, me condujo casi a rastras por la galería, oscura y estrecha como la de una fortaleza, hasta alcanzar el último aposento. Quería mostrarme el cadáver aún colgante. En medio de su desespero, pensó quizás que de aquella visión perversa podía sacar yo, niño todavía desprovisto de virilidad, algún provecho. Más resistencia ante el tedio corrosivo de la vida. Más templanza. Más valentía, tal vez, para lidiar con la desdicha. Mudo, sobrecogido de espanto, permanecí cierto tiempo asido a la falda de mi madre. Ella, al cabo de unos minutos, prorrumpió en gritos desesperados. ¡Cobarde!, ¡cobarde!, ¿por qué?, ¿por qué lo has hecho? y maldiciendo, una y otra vez y otra vez aún, babeante, al borde del colapso, al borde de la náusea, lanzaba escupitajos contra el despojo pérfido.
Después llegó el tiempo de crecer y nunca pude borrar de mi mente el horror de aquella escena, a la par que, por las ventanas cerradas de la casa, cada noche, millaradas de pájaros nocturnos se obstinaban en pasar al interior. Tosudos, golpeábanse contra las balaustradas y los quicios. Y, acera abajo, por días y semanas, quedaban los cuerpos insepultos, con el hedor de las mortecinas injuriando los espacios.
En esas desventuras de la memoria andaba cuando el metro se detuvo en la estación de Alesia. Se bajó la muchacha y, fanatizado, autómata, la seguí por la villa. Con obsceno desparpajo, ella parecía ignorar mi persecución. Y en la rué de Plantes, entró a un viejo edificio marcado 39 bis. Cauteloso, también yo entré en él. Y continué persiguiéndola, escalera arriba, hasta una buhardilla situada en lo más alto de la cúpula. No sé si adrede o por casualidad, dejó entreabierta la puerta de la entrada. Podía tratarse de una invitación o, acaso, de una trampa. Vacilé, atento a la respuesta de cada una de mis terminaciones nerviosas. Por momentos, me sentí tentado a regresar sobre mis pasos. Pero, finalmente, opté por empujar la entreabertura, dispuesto a lo que fuese.
La buhardilla era estrecha y semicircular. El moblaje, pobre y muy usado. Una ventana abríase sobre los techos y chimeneas. A sus pies, una cama de jergón desvencijado, sucio y pajoso, mostraba su impudicia. Mil batallas de amor tarifado, seguramente, libráronse en su campo. Allí estaba sentada la muchacha, como esperando cualquier desenlace. Señor, no soy mujer liviana, me dijo. Apenas, sentí su voz como un susurro. Otra vez, vi su cuerpo de colegiala todo vestido de negro. Sus zapatos brevísimos. Sus pantorrillas de légamo primigenio. Y su lazo de brocatel de seda. Pero juro que no pude ver su rostro. De nuevo, sobreponíanse sobre él mil caras alucinantes. Sobre la primera, otra. Y otra. Y otra. Y sobre esa última, laberíntica, otra aún. Por pura intuición, acerté a sacar la cartera para ofrecerle un billete de quinientos francos nuevos. Todas las resistencias parecieron desvanecerse, entonces. Desnúdate, me dijo, y al unísono, se desnudó ella también. Sobre el piso de parquet empobrecido, cayó su blusa de tablones y su falda atachonada. Cayeron sus medias negras y el liguero rosa y su braguita de encaje entolada. Desnuda, tendióse sobre la cama.
Otra vez vi sus tobillos de montaña diminuta, sus piernas de meteoro, sus rodillas marmóreas. Vi sus pies de punta de bizcocho y su vientre de salto de acróbata y sus senos de picha bolondrona. Vi su cintura de bejuquillo de banco y su cuello y su nuca y sus espaldas. Pero no vi su rostro. Tampoco, a precisión, pude percibir su sexo. Ese sexo, capitel de templo antiguo y fragua de armas feroces, detritus marino y conserva recién hecha. Una miríada de pájaros nocturnos, bizarros, vivos y anhelantes, salieron volando desde él, por la ventana abierta, sobre los techos y las chimeneas. Sólo uno, el último de todos, se quedó moribundo, aleteando, allí, entre sus piernas. De nuevo, sobrevino el hedor a mortecinas, áspero y astringente. Supe, entonces, que ya jamás podría pertenece ríe. Convencido, busqué la salida. Posiblemente, en Aux Deux Magots todavía me esperaba mi amigo de Caracas. Con pasos trémulos, alcancé la estación del metro. En el vagón desocupado, apenas me acompaña, toda vestida de negro, la imagen de mi madre. Diríase que la sombra de un ahorcado nos persigue…
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on 30 enero 2025
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