William H. Gass - "El orden de los insectos"

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Novelista, cuentista y ensayista estadounidense. Aunque encuadrado siempre en el grupo de "posmodernos revolucionarios" al que pertenecen autores como William Gaddis, Thomas Pynchon o John Barth, él, con sorna, se calificaba más como "moderno tardío" o "moderno decadente". Su obra de ficción es muchas veces oscura donde se aprecia su formación como filósofo.
Etiquetas aparte, es considerado uno de ls grandes autores estadounidenses de la segunda mitad del s. XX.
Este cuento pertenece al volumen "En el corazón del corazón del país" de 1968.
La versión es la de Rebeca García Nieto.


Lo cierto es que no podíamos quejarnos de la casa después de todo lo que habíamos pasado en la anterior, pero no llevábamos mucho tiempo allí, cuando empecé a advertir los cadáveres de unos grandes insectos negros que moteaban la alfombra del piso de abajo cada mañana; dispuestos de manera anárquica, como deben de morir las lombrices en la calle después de la lluvia. La primera vez que los vi parecían hebras de lana oscura o pegotes de barro que habían traído los niños en sus zapatos, o, a veces, si las cortinas estaban echadas, manchas de tinta o quemaduras que me aterrorizaban, pues esa alfombra gruesa me había intimidado desde el principio y ya desde la primera semana deseé que mis pies desnudos se tragaran mis zapatos. Los caparazones solían estar rotos. Las patas y otras partes que entonces no podía identificar estaban desperdigadas alrededor, como restos de óxido. En ocasiones los encontraba boca arriba, mostrando su acolchado tórax de color naranja, junto a varias manchas de polvo marrón oscuro que tenían que aspirarse con cuidado. Creíamos que nuestra gata los había matado. En esa época solía ponerse mala por la noche –cosa rara en ella– y no se nos ocurrió otra razón. Así, patas arriba, muertos, daban lástima.
No podía imaginar de dónde habían salido esos bichos. Yo misma soy extremadamente meticulosa. La casa estaba limpia, los armarios de la cocina, bien cerrados y ordenados, y nunca habíamos visto ninguno vivo. La otra casa estaba infestada de esas cucarachas marrones y peludas, pura energía y velocidad, y las habíamos visto con claridad, asustadas por la luz de la cocina, intentado escaparse por los rodapiés y las grietas del suelo; y en la despensa, una vez estuve a punto de atrapar una con los dedos antes de que huyera, dejando su sombra en la harina como un reflejo del temor de mi mano.
Muertos, boca arriba, con sus tres pares de patas recogidos con delicadeza y plegados pudorosamente sobre su vientre. Supongo que al andar extendían sus patas delanteras y luego las doblaban para poder cargar con el cuerpo. Todavía me pregunto si podían saltar. En más de una ocasión he visto a nuestra gata meter las garras bajo un caparazón y levantarlo en el aire, acechando mientras el insecto caía en un simulacro de salto, pero era a plena luz del día; el bicho estaba muerto; a ella se le pasaba rápido el interés; y se alejaba de inmediato. Esa es la imagen del salto que tengo en la cabeza. Incluso aunque en realidad las viera flexionar esos dos pares de patas traseras, como tendrían que hacer para poder dar un salto, creo que me resultaría irreal y mecánico, un pobre intento comparado con ese vuelo alto, repentino, patas arriba, producido por las garras de la gata. Podría informarme, supongo, pero no es campo de estudio para una mujer… bichos.
Al principio reaccionaba como se me suponía, me agachaba sobre ellas, exclamaba qué diablos; pero incluso antes de reconocerlos, retiraba mi mano, estremecida. Feroces, desagradables, blindados: se servían de sus sombras para aparentar ser más grandes. La aspiradora se los tragaba mientras yo miraba para otro lado. Recuerdo el estremecimiento repentino de horror al oír el ruido que hacía uno de ellos al intentar subir por el tubo. Me alivió que estuvieran muertos, claro, porque nunca habría sido capaz de matar ninguno, y si hubieran aparecido vivos en la bolsa de la aspiradora, creo que habría vuelto a tener pesadillas, como aquella vez en que mi marido luchó contra las hormigas rojas de la cocina. Me pasé la noche en vela pensando en las hormigas vivas en la tripa del aparato, y cuando casi al alba conseguí por fin conciliar el sueño, me encontré dentro del temible tubo elástico, desde donde las podía oír delante de mí: cientos de cuerpos susurrando en la suciedad.
Nunca pienso en estas especies como algo vivo, sino como formadas enteramente por los cadáveres que yacen sobre nuestra alfombra, como si todos esos muertos producidos en masa por la acción de alguna fuerza misteriosa –quizá por el mismo polvo sobre el que a veces yacen– que se encuentra en el aire, solidificados por la noche y moldeados, cuerpo a cuerpo, de modo espontáneo, como lo fueron las larvas antes de la era de la ciencia. Tengo un solo libro sobre insectos, un pequeño manual anticuado en francés que un buen amigo me regaló como una broma –por mi jardín, la rareza de las láminas, lo gracioso de leer sobre gusanos en una lengua tan elegante– y ahí tenemos el dibujo de mi insecto, que trepa por el tallo de una orquídea. Bajo el dibujo está su nombre: Periplaneta orientalis L. Ces répugnants insectes ne sont que trop communs dans les cuisines des vieilles habitations des villes, dans les magasins, entrepôts, boulangeries, brasseries, restaurants, dans la cale des navires, etc., comienza el texto. No obstante, son una experiencia nueva para mí y creo que ahora me siento agradecida por ello.
No hacía falta que el dibujo me enseñase que había dos, adulta y ninfa, porque para entonces ya había visto los cuerpos de ambos tipos. Ninfa. Dios mío, qué nombres usamos. Uno era oscuro, achaparrado, feo, taimado. El otro, más esbelto, tenía unas alas duras, similares a una vaina, recogidas sobre el lomo como otro caparazón, y una red de delicadas líneas lo cruzaban como si fueran gasas fosilizadas. La ninfa era de un intenso color dorado que, en sus intersticios, se agudizaba hasta convertirse en caoba. Ambos tenían patas que, bajo la lupa, se asemejaban al tallo de una rosa, y con buena luz, las de la ninfa eran lo bastante transparentes como para que te pareciera ver cómo confluían sus terminaciones nerviosas y se prolongaban, como una grieta dentada, hasta el extremo de cada pata.
Al darles la vuelta se les cierran las patas, y cuanto más los miro, menos creo lo que veo. La descomposición, en estos bichos, es espléndida. Ahora tengo una colección que guardo en cajas de cintas de máquina de escribir, y aunque, con el tiempo, se les secan los cuerpos y la carne de dentro se descompone, sus rasgos conservan, supongo que como hacían en vida, una determinación egipcia, porque sus corazas protectoras son fuertes y la muerte tendría que quebrantar huesos para entrar en ellas. Ahora que su pesada alma se ha ido, su carcasa es ligera.
Sospecho que si estuviéramos tan familiarizados con nuestros huesos como lo estamos con nuestra piel, nunca enterraríamos a los muertos, sino que veneraríamos los restos en sus habitaciones, dispuestos como nos gustaría encontrárnoslos si fuéramos de visita; y los cuerpos de nuestros enemigos, si pudiéramos robarlos de los campos de batalla, los expondríamos en un museo tal y como murieron, con el acero aún elocuente en sus costados, los yelmos torcidos, el escarpe sin usar, y así los amigos y los enemigos serían tan extraordinariamente históricos que, pasados cien años, encontraríamos sus mandíbulas aún preparadas para pronunciar el mismo discurso y todos sus miembros, con los que compartimos nuestra vida, inclinados, como siempre habían estado –la caja torácica, el cuello, el cráneo–, todavía repetitivos, todavía desafiantes, leves como los ángeles, todavía merecedores de recuerdo y afecto. Después de todo, ¿qué significa decir que se les va la vida cuando nuestra gata ha atravesado a mordiscos el caparazón y sembrado la confusión en la carne? Ay, en cuanto a nosotros, quiero gritar, nuestros huesos se mantienen en secreto, hasta el final, por eso debemos amar lo que perece: los músculos y los fluidos y las grasas.
Desde la parte trasera, dos apéndices se extienden como dagas. Supongo que nunca sabré cuál es su función. Esa clase de conocimiento no me interesa. Al principio tenía que forzarme a mirar, así que, tal y como lo veo ahora, todo el cambio, la reciente alteración de mi vida, fue la consecuencia de haberme acercado, por fin, a algo. Fue un acto de autoflagelación, recuerdo, un castigo que me impuse por las palabras cargadas de rabia que les grité a mis hijos en mitad de la noche. Sentí al instante que los insectos eran infecciosos, la enfermedad andante, así que cuando me arrodillé con un pañuelo que cubría la mitad inferior de mi cara… solo vi horror... tuve que girar la cara por las náuseas y taparme los ojos… pero la rabia más infame me ayudaba a sobrevivir al día: confusa, inquisitiva, culpable, y avergonzada.
Después de aquello empecé a acercarme a ellos con frecuencia; reparé, por primera vez, en la diferencia de la dorada ninfa; metí entre su mandíbula una uña pintada que me había dejado crecer; observé el movimiento de sus mandíbulas, los flagelos de las antenas, el cráneo en forma de calavera, las franjas que cruzan su abdomen, y encontré una intensidad en la posición del caparazón, incluso boca arriba, similar a la de la mirada de las nativas de Gauguin. Las láminas oscuras resplandecen. Están recreadas a la perfección; incluso el fondo de sus ojos muestra tal precisión geométrica que atenúa mi horror anterior. No es posible sentir asco ante semejante orden. De todas formas, me recuerdo a mí misma, es una cucaracha… y tú, una mujer.
Ya no soy dueña de mi imaginación. Supongo que subieron por las tuberías o salieron de los registros. Puede que fuese la alfombra lo que buscasen. También los grillos, tengo entendido, se alimentan de lana. Yo solía echarme al lado de mi marido… muy rígida… y esperaba a que el silencio se apoderase de la casa, que lo venciera el sueño, entonces el drama de la muerte se apoderaba de mí, me poseía de manera tan intensa que, cuando al fin conseguía dormir, pasaba de un sueño a otro sin la más ligera sensación de pérdida de realidad o continuidad. Nunca vivas, aparecían con perforaciones; sus cuerpos se formaban a partir de pequeñas espirales de polvo cobrizo que no podía haber distinguido en la oscuridad del piso de abajo; y al materializarse, ya estaban muertas, boca arriba, porque era en ese momento cuando nuestra gata, también invisible de tan oscura, se abalanzaba con sus garras sobre la verdadera alma de la cucaracha; un alma tan estática e intensa, tan inmortalmente dispuesta, que yo me sentía, mientras estaba tumbada, como encerrada en un caparazón sobre nuestra cama, vuelta del revés, y dejando volar mi mente, que era igual al alma oscura del propio mundo, y este sentimiento, bello y aterrador, que al fin me poseía, y hacía que me tensara como un palo junto a mi marido, se apoderó de mis sueños.
El tiempo las hizo salir, creo… la humedad de las tuberías de la casa. La primera que salió parecía haber sido ensamblada en Japón; rota, con una pata doblada bajo una cincha de metal; desmembrada. Sonó dentro del tubo hueco como si fuera de metal; con intensidad, como un puñado de alfileres. El ruido me hacía estremecer. Bueno, siempre acabo viendo lo que más temo. Sea lo que sea que llegue a mis ojos es de manera automática transformado en un objeto amenazante: el barro, las manchas o las quemaduras, o si no, los trozos de metal de algunos juguetes irreparables. No son miedos de los que aterrorizarse. Son miedos de andar por casa. Miedos saludables. Los propios de toda mujer, esposa, madre: que los niños señalen con el dedo a ese pobre hombre de la joroba y hablen de él tan alto que pueda oírlos; que la gata vuelva a tener pulgas y estas lleguen al sofá; que uno tenga la cara sofocada, será debido al calor; ¿estará encendido el fuego para calentar las alubias?; que esa extraña enfermedad de la lavadora pueda reaparecer, retumba mientras enjuaga y traquetea durante el aclarado; Dios mío, que son ya las once; ¿quién de vosotros ha perdido una bota de agua? En medio de las preocupaciones del día a día me arrodillaba, inocente e inapropiadamente equipada, sobre el bicho desmembrado. Permítanme recordar la conmoción… Mi mano se habría apartado con la misma velocidad de una quemadura; la muerte o la herida de cualquier persona me habría afectado también; y me habría quedado helada por múltiples razones, porque sentía agitarse en mí un impulso homicida, por ejemplo; pero nada podría haber causado en mí la repulsión de ese sombrío reconocimiento, una reacción de mi entera naturaleza que iba más allá de todo entendimiento y que hizo que me replegase como una araña.
Dije que era inocente. Pues bien, no lo era. Inocente. Dios mío, ¡qué nombres usamos! ¿Con qué ser vivo que no hayan domado conviven las personas como yo?, incluso las plantas de nuestras casas respiran con nuestro permiso. Siempre tuve miedo de lo que era –algo feo y venenoso, mortal y terrible– ese simple insecto, peor y más voraz que el fuego, yo, que prefería meter una mano en el corazón de una llama que en la oscuridad de un agujero húmedo y lleno de telarañas. Pero el ojo nunca deja de cambiar. Cuando ahora examino mi colección, ya no son solo cucarachas lo que veo, sino un orden elegante, la totalidad, la divinidad… Mi pañuelo, aquella vez, no me sirvió de mucho… Ay, marido mío, son una enfermedad terrible.
El alma oscura del mundo… una frase de la que me debería reír. El caparazón de la cucaracha me asqueaba. Y me quedo con la boca abierta. Permanezco quieta, a la escucha, aunque no hay nada que oír. Nuestra gata está en silencio. Ellas pasan de la vida a la inmortalidad entre sus garras.
¿Doy ahora gracias por que mi terror tenga otro objeto? De vez en cuando eso creo, pero me siento como si me hubieran legado una especie de misterio oriental, sagrado para un dios terrible, y soy por completo consciente de mi indignidad y de la fragilidad de mi cuerpo. Tan extraño. Es la máquina de coser la que tiene garras aterradoras. Vivo en medio de bloques de construcción de juguete y voces infantiles. Mis labores son mi único reloj, y el tiempo es interrumpido con frecuencia. Siempre había pensado que el amor no sabía nada de orden y que la propia vida era confusión y caos. ¡Saltemos!, ¡gritemos! He saltado, y para mi vergüenza, he luchado. Pero este insecto que tengo en la mano, y que me consta que está muerto, es bello, y hay un júbilo violento en su composición que ensombrece todo lo demás, porque su júbilo es el júbilo de la lápida y habita en su tumba como un león.
No sé qué es más sorprendente: encontrar ese orden en una cucaracha, o estas ideas en una mujer.
No podía hacer cambiar mi punto de vista, infectado como estaba, así que retomé su estudio con una pasión más masculina. Busqué arañas y les di un santuario; acogí gusanos de todo tipo; fui generosa con las cigarras y crisopas, pulgones, hormigas y diversas larvas; mimé a varias clases de escarabajos; cuidé de los grillos; cobijé avispas; mantuve los insecticidas de mi marido lejos de los saltamontes, mosquitos, polillas y moscas. He dedicado horas a ver cómo se alimentan las orugas. Puedes ver cómo las hojas que engullen pasan a través de sus cuerpos; observar cómo estos se estrechan e hinchan hasta que su pulpa inútil es expulsada en círculos perfectos por el recto; porque las orugas son una simple sección de intestino, un tallo decorado de anhelante músculo, y todo su ser se afana en el esfuerzo de la digestión. Le tube digestif des Insectes est situé dans le grand axe de la cavité générale du corps… de la bouche vers l´anus… Le pharynx… L´œsophage… Le jabot… Le ventricule chylifique… Le rectum et l´iléon… Sin embargo, al arrastrarse se someten a elegantes leyes.
Mis niños deberían estar tan contentos conmigo como lo está mi marido, soy, en apariencia, muy servicial con ellos, pero se han asustado y no les interesa ni husmear ni coleccionar. Mi pasatiempo ha dejado mis ojos malheridos, y a veces, imagino que estos emergen de mi cabeza; sin embargo, quizá, no vea de forma tan distinta a Galileo cuando halló el firme propósito del péndulo. No obstante, mi cuerpo se resiste a tal información. Se agota ante su perspicacia. Y no puedo olvidar, incluso mientras observo la floración de nuestras damas de noche, el principio simple del insecto. Aunque, después de todo, se trata de una cucaracha negra y achaparrada, un bicho que asusta a las amas de casa, que solo ha venido para morder la lana alquilada y encontrar una muerte absurda entre los incisivos de la gata de la inquilina.
Extraño. Absurdo. Soy la señora de la casa. Este punto de vista que me da escalofríos es el punto de vista de un dios, y de algún modo, estoy segura de que podría entregarme completamente a él; si no fuera porque sigo siendo una mujer, podría desarmar mi vida, encontrar paz y orden por todas partes; y me acuesto junto a mi marido y le toco el brazo y considero la tentación. Pero soy una mujer. Y no soy digna de ello. Y quiero gritar oh, marido, marido, estoy enferma, porque he visto lo que he visto. Qué podría hacer él ante eso, pobre hombre, al despertarse en mitad del sueño para oír ese sinsentido, solo podría consolarme a ciegas y murmurar sueños, cielo, solo sueños, pesadillas, como les digo yo a los niños. Podría huir como la sabia cigarra que abandona su caparazón para hacer travesuras. Podría marcharme y dejar que mis huesos jugasen a las cartas y diesen azotes a los niños… Paz. Cómo puedo pensar en cosas tan ridículas –la belleza, la paz, el alma oscura del mundo– si soy la señora de la casa, preocupada por la alfombra, ordenada y puntual, rodeada de bloques de construcción de juguete.

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