María Teresa León - "Luz para los duraznos y las muchachas"

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Cuentista, novelista, biógrafa, dramaturga, ensayista, traductora y guionista de cine y radio logroñesa. Una de las autoras más importantes de la Generación del 27 aunque durante mucho tiempo ensombrecida por la etiqueta de "la esposa de Rafael Alberti". Autora de marcado perfil feminista, en su obra, el exilio republicano es uno de los temas recurrentes. La denuncia social y reivindicación del papel de la mujer también fueron constantes en la temática de sus escritos.
Este cuento pertenece al volumen "Morirás lejos" publicado en Argentina en 1942.


¡Cuánto tiempo estuvo esperándole! Nacían y morían las mariposas, fabricaba la hormiga león su cono traicionero, se apresuraban los escarabajos en su tarea de rodar las bolas calientes. Todo era rítmico y seguro, igual que el cuaderno rayado de cuando era niña. Subía la tierra al cielo con la primavera en los surtidores de los árboles y, al llegar la otoñada, eran los cielos los que acostándose en sábanas crujientes se tendían a esperar el invierno. ¡Qué largo! Otra vez volaban días inaugurales: candeales los campos, mugidores los toros, encendidas las candelas en el corazón. Se tendía la memoria de la muchacha hacia otras bandadas de pájaros confundidas con el mismo trepar de la madreselva, pero el arroyo sacaba el pecho porque otros pies enjutos lo cruzasen. ¡Cuántas horas! Quisiera contarlas, anularlas, para dejarlas quietas con su ristra de cuidados iguales, pero no podía. Una mujer no sirve para matemática de penas. Tampoco se atrevía a reclamarle en alta voz por miedo a que la voz se aterrase al oírse y no volviese a su garganta. ¿Y dónde encontrar algo que no fuesen sus algos, cosas que no fuesen las suyas? Rodeada de él, metida en la isla que guardaba su mar de ausencia, ¿cómo conseguir sin naufragio que su pie se adelantase hacia ese punto justo y desconocido donde él se encuentra? ¡Se encuentra! ¿De verdad, se encuentra en alguna parte? Comienza la duda en la yema de sus dedos. Todo lo que toca vacila, se cae. Cosas con la inicial de su nombre: pañuelos, papeles, platos ¿Y si no fue más? ¿Y si sólo fue pañuelos, papeles, platos? Quisiera, querría irse con aquel humo tibio de la tarde. Denuncia en los tejadillos la sopa común. Partirán el pan redondo, caretón, bien trabado... Una rebanada por boca hambrienta y la paz. No. No hay paz. Ella sabe que eso era antes. Antes comenzaban así hasta los cuentos de los carboneros sahumados que entraban en la cocina a rozarse con la carne de enebro de las mozas. ¡En otro tiempo! Un tiempo que ya no se dividía en minutos ni días sino en memorias. Bajo el tejadillo de cada casa se guarda el sitio de los ausentes. ¡Dios, Dios! Cuando sale el sol dejan los despiertos que descansan de sentir crujir pasos, llegadas y mensajes... ¡Arre, pastora! Y se van al campo muías, bueyes, caballos, ovejas, cabras. Las manos más tiernas los azuzan hacia los horizontes. Ellos están contentos con su sol, su hierba, su agua movediza. Baten las mujeres sus manos sobre la caja del corazón, y salen llevando el acíbar del mal dormir, rameándoles la córnea amarillenta. Casi nada dicen, porque se escuchan en el laberinto del pecho un eco que no quieren perder. Prefieren no aspirar ni el aire manso, para que no se altere el olor viril. Guardan su hombre íntegro, a trocitos: aquí se les quedó una mano del día que afiló la guadaña; allá el hermoso pecho velludo; la cascara maciza, trabajadora, de los pies... Sólo cuando las mujeres son viejas, la imagen se les vuelve chica, perdido el modelado para la metamorfosis de otro amor. Entonces, el hombre vive en los regazos llenos de memoria, con la gorrita azul, las manos apretadas de hebras, los ojos en el primer estrabismo luminoso. ¡Dios, Dios! En todas las casas, igual, bajo todos los techos, aquí y aquí y aquí. Miles y miles y miles. Millones de arterias, que se aferran por la noche a las sábanas, mientras los ausentes se arrastran, se arrodillan, rompiendo los muros del aire...
Lo más a que la muchacha se atreve es a ir saludándolas: «¡Adiós, María! ¡Salud, Micalela! ¿Noticias de Servando?» Y Todas contestan con los mismos labios vacíos, sin desarrugar el talle. En la doblez de la cintura parece que se estanca la mala suerte. Mujer curvada en forma de cayado de pastor, es la que ya no aguarda. A veces, un rescoldo pequeñito hace que la incredulidad las devore. Esperan que no fue así como cuentan, ni de aquel modo súbito que se convirtió en surtidor de sangre. Pero todas las mujeres son las mismas. A todas les bate el alma, con la misma congoja, esperando.
Llegaban cartas. ¡Mientras lleguen cartas! Me las trae la mujer del cartero, que también se fue. ¿Cómo esperará las cartas la mujer del cartero? Y cuando se decía la muchacha «como yo», le parecía que traicionaba a aquel ser extraordinario que se hizo su novio porque se atrevió a apoyar la palma abierta de la mano contra su mejilla. A veces, le escuece la mejilla. ¡Iban tan alegres a lo largo del rio! Él hacía su educación sistemática. «No me gusta que me digas sí. —Bueno; diré no. —Son absurdos los monólogos de dos personas. Me crispan. —No te entiendo. Te va a ser difícil educarme. —Pues para que no se te olvide.» Entonces, bajo el sol recortado por las hojas de un olmo, la mano episcopal plantó su señalamiento. Ella, echada de bruces sobre el pretil del puente, se puso a mirar al río brusco y compacto. No sintió que le subiera agua a los ojos. Cuando giró su cabeza para mirar al confirmador autoritario, éste, que acababa de encender un cigarrillo, pudo verse entero sobre el fondo blanco de una fachada.
Al subir la escalera de su cuarto, la muchacha se echó a reír. ¡Adiós todas las palabras, consejos y amonestaciones de las mayores de su curso! ¡Cuánto se reirían de ella! La leona se había dejado pegar. Un terrible sabor a mujer le asomaba en los labios. «Y me puede matar», se repetía, primitivamente gozosa. Después, bruscamente, se levantó la blusa, buscándose el sitio del corazón.
Llegaban cartas. Cartas escritas junto al bote de carne de mono, con mala luz y alguna inquietud. No solían hablarla del estruendo épico que rasga los tímpanos. Ésas son cosas para la paz. Las cartas de guerra no cuentan la historia de la guerra, sino la de una cuchara perdida o el anecdotario de un gato que en la mayor crueldad de los hombres sigue sujeto a la tela metálica que camufla una batería. Y siempre, paladeando su dulce miel, los recuerdos. Crecerá la muchacha. Sí, estaba seguro de poder redondear su juventud con aquel fuerte aliento masculino que le otorgaron al nacer.
La muchacha vivía un clima manso, extraño, que atemperaba los fuegos de guerra. Se marchaba a esconder entre los pliegos de las cartas, y al salir de nuevo al camino volvía a ver a las mujeres, andando, dobladas, persiguiendo sombras. «Iguales que yo.» Y se iba hacia su casa. «¡Adiós, María! ¡Salud Micalela! ¿Noticias de Servando?»
De cuando en cuando, volvían los hombres. ¡Dios, Dios! ¿Para qué? Al marcharse de nuevo, dejaban un hoyo como el embudo de una granada. Cuando aparecía el hombre, la mujer que amasaba la harina no lo reconocía como el suyo. Pestañeaba unos instantes. El paño seco, igualitario, del soldado, repelía el reconocimiento. Pero la mujer del sastre se desmayó, y la del albéitar sufrió un ataque tan fuerte, que tuvo al cura junto a su lecho, cuando debió tener a su amante.
La muchacha sentía miedo de verlo llegar. Comenzaba a gustarle esa costumbre de la lejanía. ¡Estaban tan juntos! Ella lo llevaba pegado a su cuerpo y lo hacía andar del río al molino, del molino al puente, del puente a la acequia. ¿Qué podría decirle si viniese, contrario a lo que diariamente hablaban? «Pon tu pie sobre aquel tronco; es el más seguro. Díme: ¿hace sol, aun cuando disparen todos tus cañones?» Porque si él no hablaba, ella sentía necesidad de hablar de la guerra. ¡Un valiente! ¿Sería un valiente? «¡Qué más da!» Pero las venillas interiores le llevaban al corazón la respuesta: «Sí, me da, me da.» Entonces, sin saber que las mujeres de las tribus primitivas tenían prohibido el descuido y la holganza por temor a que el hombre sufriese el reflejo en el lejano campo donde la muerte espía, ella se increpaba con dureza, sometiéndose a vigilias, a trabajos, para mantenerse despierta, preparada.
¡Preparada! Todas vivían con los lechos frescos. En el sitio donde sobraba la mitad, colocaban ramitas de olivo, retamas, cantuesos, romeros santos... Ella sabía que los colchones estaban bien mullidos y las almohadas vareadas tarde a tarde. Lo que ninguna pensó, lo que a ninguna se le pudo ocurrir fue que sobre aquella luz de primavera, matando los huertos floridos, haciendo estallar las represas de las aguas labriegas, llegasen las explosiones a buscarlas a sus hornos de pan, a sus cocinas débiles, a sus surcos exactos... Las frentes de las casas se encontraban chocando, aterradoras, en medio de las calles. Mugió la vaca herida y los caballos se perdieron en el horizonte. Cuando la paz serenó los aires, nadie conservaba su mirada anterior. Las manos, sin memoria, se extendían revolviendo cascotes; temblaban los niños abrazados a los perros o a la madre. Se sorprendían los dedos agarrotados, apretando un palo, una piedra, un tronco. Les había sido preciso, para saberse vivos, apuñar la tierra para no volarse en aquel estruendo que escupían las nubes. Los que tal no pudieron hacer, se quedaron sin voluntad, barcas libres con la cabeza abierta, vueltas las pupilas a su interior, para no ver la infamia, sujeto el pie por el inexorable destino de un muro. ¡Dios, Dios!
Aquel día llegó él.
Tuvo el soldado que sostenerla. Como a la mujer del sastre, a la muchacha se le marcharon los sentidos. Llegaba idéntico a los otros, con su traje sañudo, mal encarado, tosco y del peor porte. Cuando revivió, se sintió iluminada de placer al ser igual que las demás mujeres. Sólo así se recibe dignamente a un soldado. No recordarán nunca quién fue el primero que apretó los labios sobre los labios y, menos, quién arrastró hacia las márgenes frescas del río al otro. Necesitaban soledad. La piel hablaba con su dictado urgente. Débil, desfallecido, olvidado de sí, apenas si encontraba algunas sílabas. No importaba nada. Cerrados los ojos, fruncidos por el sol, ella había perdido todo contacto con su voluntad, temblándole en la frontera de las pestañas los duraznos del árbol que les daba cobijo. ¡Cuánto sol! ¡Qué sol a voleo sobre la piel de la muchacha! Se hacían silbos los insectos con las briznas de las hierbas. Rodaban los escarabajos sus bolas calientes. La hormiga león se había olvidado de fabricar su trampa traicionera...
Les llegó la voz que no esperaban del fondo de la acequia, en ese punto en que los huertos se tragan el agua en arroyitos.
La Virgen lava pañales
y los tiende en el romero...
Luego, sonó una nota alegre y pasos descalzos, hundiéndose en los bordes, que siempre llevan berros y yerbabuena. ¡Qué buen augurio! El soldado ayudó a la muchacha dándole la mano, apoyado su pie grande en el femenil y pequeño. Se adelantaron al encuentro de la voz, tropezándose en las ramas de los frutales. Hacia ellos caminaba una mujer, voceando. Al encontrarla frente a frente, se quedaron inmóviles. Sí, era una mujer. Una mujer cubierta de estiércol de caballo, pajas quebradas entre el pelo ceniciento, rasgaduras en la carne y las sayas sin color. Amenazándoles con un atadito de ropas, se acercó al soldado:
—¿Para qué has vuelto? El niño ya no está.
Se rió, jubilosa, al darle tan buena nueva. Desató el atadillo. Saltaron pañales, jubones, mantillas...
—Primero los lavo;
luego, los tiendo
de una mata de olivo
a un limonero.
Los restregó un poquito con un puñadín de hierba y, después, marcada de angustia, los fue dejando ir, uno a uno, balanceados en la corriente, lavándolos y cantándolos, como si el agua los pudiese llevar en busca del hijo que las bombas dejaron con el vientre abierto en cruz, como un gato...
Otra voz, desde el puente, gritó:
—¡Eh! ¡Tú! ¡Beatriz! ¡A comer!
Se levantó para sonreírle.
—Te espero cuando se quite el sol.
Con la mano colocada formando visera sobre sus pobres ojos maternales, obedeció, echándose a hombros su atadillo de ropa y su penar, alejándose chapoteando entre berros, lágrimas y fango.
La muchacha, endurecidos los ojos, se quedó en frente de combate, rozando su pecho contra el uniforme tristón e inexpresivo. Él no supo darla razones de hombre sobre los porqués de la destrucción, la muerte y la guerra. Se miraban, enemigos y mudos, cuando al levantar la mano diestra, millones de seres a los que no se les consulta volvieron de piedra los dedos de la dulce novia. Sobre la mejilla del hombre, en forma de confirmación y de ira, cayó el torrente de la impotente masa mujeril, enloquecida y triste.
—Eso es. Nos hacéis hijos, para luego matarlos.
Una bandada de tordos se abrió en abanico, formando una escuadrilla de leves plumas contra la luz.

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