30
septiembre

Katya Adaui - "El color del hielo"

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Novelista, cuentista y guinista peruana. Ella se reconoce muy influenciada por autoras como Natalia Ginzburg, Vivian Gornick, Anne Carson, Jamaica Kincaid o la poesía de Cesare Pavese.
Este cuento pertenece al volumen “Aquí hay iceberds” de 2017.




León dijo: Nos vamos a Ticlio.
Dije: Nunca nos hemos ido tan lejos. Y me arrepentí enseguida. No sería otra vez el cobarde del grupo. Si alguien desea conocer la nieve, viaja a Ticlio, es lo más cerca que estamos de Suecia, decía mi padre.
En diez minutos los espero aquí. Traigan lo que quieran.
Juane regresó puntual, como yo. Sostenía una cosa negra entre las manos, ¿algo muerto? La exhibió. Es de fogueo, dijo.
Parecía un juguete, con las piezas mal encajadas, de plástico chino. Lo único decente era la empuñadura.
Dije: Es una porquería.
Juane: Más respeto porque mi tía me apuntó con esta vaina cuando tenía diez. Sonreía mientras me apuntaba. Me temblaba todo, no saben. Íbamos en su auto, la cerraban, les apuntaba a los choferes: Ahora sí te jodiste, ahora sí te mueres, basura. Después se reía, en este país así funcionan las cosas, sobrino.
León: Y tenía razón tu tía. Yo traje las cervezas de mi viejo. Hay que reponerlas, la última vez casi...
Yo: A ver, Juane, dámela.
Me senté atrás, con la pistola y las cervezas. Siempre he sabido cuál es mi lugar. Soy quien observa todo desde el asiento de atrás.
Le robamos el auto al padre de León. El padre viaja en micro a provincias los fines de semana. ¿Qué negocios hará? Todos ponemos dinero para la gasolina —lo robo de un frasco de jabones. Huele a limpio el dinero de mi madre—. La carretera. Lo único cambiante es la frecuencia de personas pretendiendo atravesarla sin puentes. A toda hora los conductores deben mantener encendidos los faros delanteros. Nosotros amamos y odiamos la carretera. Crecimos aprendiendo de ella. La vemos al despertar asomándose entre las cortinas, sin paisaje. La vemos al regresar a nuestras casas, con su horizonte de largas puestas de sol. O interrumpida a cualquier hora por la neblina.
Fuimos a distintos colegios. Nos habíamos conocido un febrero durante las vacaciones. León cumpliría nueve y su familia le organizó una parrillada en el nuevo barrio. Nuestros padres se palmean las espaldas, se hacen pequeños favores. Nos tienen los domingos. Los sábados son nuestros, como antes las tardes en casa de León, después de almorzar. Jugábamos fulbito con piedras y los arcos eran nuestros cuadernos cada vez más desplumados. ¡Goool! Perder la pelota, una desgracia. Por eso nuestra actitud hacia las piedras. Podíamos reemplazarlas por otras más espectaculares. Pérdidas indoloras. Y si el agua estaba involucrada, la calle era el carnaval. Dales a los niños un poco de agua y se inventarán un océano. Nuestro juego favorito, “matagente”. Reventábamos las pelotas contra las espaldas de las feas; nosotros éramos también bastante feos, feos en desarrollo, con granos a punto de reventar y todo eso. Dijimos una norma en voz alta: Solo puedes mirar a tu chica.
Hasta ahora la hemos respetado.
Yo hacía el tacle más alto. Un tacle preciso supera al que escupe o al que orina más lejos, es la regla. León y Juane todavía me convencen: Oye, está muy blanca esa pared.
Mis suelas estampan grafitis disparejos, hasta que alguien no lo soporta más y les pinta varias capas encima. Una vez me descubrieron. Fue espantoso. Me regaron con manguera. Necio por la humillación, seguí pateando la pared de la casa como si esa familia fuera el enemigo. Era una época en que llorábamos poco y sentíamos mucho. Aventurarnos, volver, nuestra dinámica. ¿Cómo haríamos para vivir en otra parte?, acostumbrados como estábamos a las repeticiones. Es malo acostumbrarse. No importa qué edad tengas, el aburrimiento te dopa.
La exigencia de hacer algo para ser alguien. Estamos hartos de los gritos. No hay silencio. Hartos de dispararles a los mismos tipos en la computadora, hartos de las ráfagas infinitas, de quedarnos sin vidas ni municiones, del todos contra todos. A veces leer me tranquiliza. Pero siempre un libro se termina.
Digo:
¿Y si hacemos como tu tía, Juane? Si un carro nos cierra, le apuntamos.
León:
Le decimos: Cierra el hocico, carajo, pero nos falta música para eso. ¿Saben? A mi viejo le da igual que la radio no funcione, ¿cómo puede vivir sin música? Dice que le bastan las voces en su cabeza. ¡Loco!
Juane golpeteó el tablero malogrado: Y el indicador de kilómetros es otro loco, qué suerte.
León jamás nos permitirá manejar el auto de su padre. Sabe lo que hace. Somos distraídos. Aquí vienen los altares de camino, distanciados entre sí, multiplicados. Señalo uno, sin decir nada. Es León quien dice: Ese es enooorme, parece una casa. ¿Y los puentes? Se los pedían a cada alcalde y ahora que los tienen, nada.
¿Morir como un perro? ¡Imbéciles!
La voz de Juane. Los altares de camino me intrigan, son una ciudad a escala que une a los muertos con los vivos. Tomé las latas de cerveza, fui abriéndolas. ¿Quieres? Toma. Observé la pistola descansando a mi lado. De chico habría matado por este juguete. Las cervezas en la carretera me anestesian congelándome, como el aire que parece zumbar solitario en el asiento de atrás. Agarré la pistola y apunté a un poste, pum, de la boca para afuera, a otro poste, pum, parecían hombres derrotados, pum, a muchos postes más. Los autos, los micros, las motos, los triciclos, respetaban las distancias con obstinación. Era exasperante. Necesitábamos algo extraordinario: el despiste de un container, un desfile de ovejas, una caja resbalándose desde una tolva, granizo. Como si recién ante la interrupción de la cartografía alguno de nosotros dijera: Acabo de sentir que el viaje ha comenzado.
Juane dijo que nos habíamos olvidado de llevar algo para comer. Cierto, mi estómago gruñía. León manejaba con una sola mano. La carretera, sin semáforos, dispuesta como un premio: las zonas residenciales y comerciales se espaciarían cada vez más. Vía libre —en verano estaríamos horas sin poder movernos—. Arriba, como circuitos de humo, densas nubes. Un día que es de noche, pensé. Irregulares techos sostenían toros de fuegos artificiales. Si estallan por error vuelan eufóricos, rebotan en los techos, apuntan con sus cuernos, con todo su cuerpo vigoroso, esqueleto y masa, hasta embestir con la cabeza puntiaguda y humeante. Los muros de la carretera, un principio y un final, con pintas de candidatos a alcaldes. Muchos apellidos no me sonaban familiares; sus promesas, sí. Otros muros tenían amenazantes citas bíblicas, firmadas con versículos. En algún lugar, entre la carretera y un puente, un descubrimiento animó mi ruta. Solo yo observé la frase en la pared: Los únicos privilegiados son los niños.

Incluso giré la cabeza siguiéndola. La infancia. Mi madre decía: Superar la infancia es sobrevivir al peor de los tsunamis. Yo no la entendía. ¿Qué le habría pasado? Si rompía un vaso, lanzaba los vidrios al tacho sin envolverlos. Mamá, el basurero se cortará las manos. El riesgo es parte de su trabajo, respondía. Su cuadro favorito: “Destrucción de Pompeya”. La copia sigue en la sala de casa. Por el reflejo de la luz en el agua, las horas quietas del mar, yo lo creía un reino perdido, la Atlántida o algo así. Vi la destrucción cuando supe el título. Mi madre es la última taquígrafa de su trabajo, es secretaria de gerencia en un banco. En su agenda, los nombres, las direcciones, los pendientes y —qué sé yo— son signos que nadie más comprende. Los secretos nos hacen interesantes. Yo robé una foto de una exposición. La imagen de una mujer leyendo. Colgaba de un clavo, parecía tan fácil. Caminé hacia la entrada, los policías miraban videos sin audio en la computadora. Me alejé como un ladrón profesional, llevándola en la mano. La foto me acompaña todavía, una vez le conté a una chica del robo de la foto y me besó.
Juane me pidió otra cerveza. Le abrí una lata. León dijo:
¿Escucharon que es el invierno más frío en treinta años?, y nosotros yéndonos a Ticlio.
Dije que muchos se atrincheraban con este frío, qué aburrido todo, mejor invernar.
León: Cómo exageran, el problema es el cielo gris, este cielo de tormenta sin tormenta.
Yo: El otro día leí que los países más felices del mundo son los que tienen la más alta tasa de suicidios.
Juane siguió sorbiendo de su lata: No tiene sentido.
Dije: Pero no hay relación entre una ciudad donde siempre llueve y el suicidio.
¿Quién querría matarse si es feliz?, dijo Juane. La cerveza, ahora mismo, es lo único que me hace feliz. Reímos. Comenzó a eructar: A, B, C, D, E, F, G, H. Lo seguimos. Ya nos cuesta completar el abecedario. Cuando debes esforzarte, algo se ha perdido o no.
Pasamos por debajo de otro puente.
¿Alguien se habrá lanzado desde acá?, dijo León.
No lo creo, León filosofando, dije.
Ábreme otra cerveza y no jodas.
De un tacle te la abro, vas a ver.
Muy vivo te crees, ¿no? Los ojos de León sonreían en el espejo retrovisor. Su voz continuó arrogante: Todo el día leyendo, ¿para qué?
Para saber que en Tokio hay salas de aburrimiento.
Juane dijo: El aburrimiento es igual en cualquier parte. Si pudiera viajar confirmaría que todo el planeta duerme en camas. Mira, aunque la cama sea hielo forrado con piel de foca, es una cama. ¿Cómo se viralizaron las camas antes de Internet?, siempre me lo pregunto.
Juane, se nota que estás aburrido, viajando justamente migraban las ideas, le dije. Por el bien de las focas, cállate.
Y en ese momento pasamos junto a un mercado.
León disminuyó la velocidad. Lechugas, tomates, zanahorias, choclos, coles, equilibrados en altos montículos sobre amplias mesas. Varios sacos permanecían en el piso —no era necesario abrirlos—, el mercado estaba muerto. Gallinas corrían locas, libres, ninguna hacia la carretera. Nadie les había enseñado a evitarla. Su curiosidad se conformaba con picotear el mismo suelo raso.
A ver, la pistola, pidió León.
León apuntaba con la izquierda. Siguió manejando con la derecha, manteniéndonos en el carril.
¿Crees que esa vieja está contenta? Los ojos de León me hablaban por el espejo retrovisor. Juane miró a León. Un silencio.
¿Cuál?
La frutera. Esa, pues, la carepasa.
Yo qué sé, no la conozco.
Ni hablar es feliz, mírala bien. Si no quiere estar aquí que no esté.
El cuerpo de León se pegó al asiento. Un pitido inclemente. Su brazo se recuperaba. Mis labios se movían sin articular. Como si hubiera olvidado el lenguaje y sus efectos. León me clavó los ojos. En el espejo estábamos juntos.
Quise gritar: ¡Frena, hijo de puta, me bajo! Solo que este zumbido y el temblor. Si hubiera podido abrir la puerta y saltar.
No sé tú, pero yo estoy aburrido. Aburrido de todo.
Y yo, dijo Juane. Estoy cansado de estar cansado.
Yo también, dije, pero ¿matar? ¿Qué mierda es esto?
No exageres.
Pero León.
Las voces de mis amigos me parecían de fantasmas.
¿Te quieres bajar acá?, dímelo en serio. ¿Eso es lo que quieres? Te lo digo, salta si quieres, yo no voy a frenar. Ni por ti. Ni por nadie.
El carro apestaba a pólvora. El olor de los cohetes en Navidad. Toda la cuadra, una nube livianamente tóxica sobre árboles, veredas, muros, casas. Te pueden destrozar los dedos, perseguir hasta la puerta, convertir tu pantalón en una mecha vertical; era divertido el riesgo.
Ni borrachos harían eso, dije. ¿Quiénes son ustedes? Quiero a mis amigos de vuelta.
No, para nada estamos borrachos. Ese es el punto.
León le dio la pistola a Juane. Juane volteó a verme, en sus ojos brillaba una resolución sin sentido.
¿Qué?, quise gritarle.
La devolvió donde había estado, a mi lado. La observé apenas dos segundos. León, ambas manos al frente, timón y carretera. Una mano de Juane colgaba, jugaba con el aire, el viento la empujaba hacia atrás. Hacia mí. Ligera, incapaz de sostener. ¿Cuándo había nacido esta complicidad? En el mar, en el hueco de una vara de fierro, en una red olvidada, los peces construyen, tienen una casa en cada proa hundida. Nuestra amistad había sobrevivido a cualquier espacio. Mis amigos son un pedazo de hielo flotando en aguas oscuras. Yo no lo vi venir.
Avanzamos paralelos a enormes pancartas, prometían sol todo el año. Precedían a restaurantes clausurados en invierno, a estrechas casas (un solo bloque de cemento sucio, paredes de tierra y cal). Pensé en la mujer, si vivía era un misterio. León sabía que la pistola era un arma.
Todos lo sabían menos yo.
Y si yo no disparé, ¿por qué la culpa? Esto es lo irreparable, me dije, y nace en un lugar muy remoto. Pensé y pensé. ¿Qué podía ocurrirme? ¿Qué se me escapaba? Dije por fin: Y si nos detiene la policía, ¿qué diremos? ¿De quién es la pistola?
Para empezar, aquí no hay patrulleros, ¿o tú los ves? Nadie nos sigue. No pasa nada.
Bajamos del auto.
En vez de nieve, hielo.
Dejen las lunas abiertas, que no se empañen.
¿Y las llaves?
Déjalas ahí. No pasa nada.
Habíamos esperado años por este letrero. Y lo teníamos enfrente.
Era obsoleto. En China otro cruce ferroviario había superado a Ticlio en altura y callé un “ya lo sabía”.
Todo este hielo. De niño había apoyado la lengua en la base del freezer y se me había quedado pegada. Mi madre me jaló la cabeza hacia atrás. Tuve dolor de lengua, un dolor raro, supongo que muy pocos lo han sentido alguna vez.
Algo de blanco sí centelleaba en los picos. Inalcanzable. El escandaloso azul de un cielo explosionando en la montaña. Tiritábamos. Soplamos dentro de nuestras manos, —lo supe— calentarlas así era ya un gesto en tránsito, lo único que compartíamos. Agradecí que ni Juan Enrique ni León hablaran. Los turistas en su fila de ciempiés. ¿La tomas de nuevo?, salen tus dedos en la foto.
El letrero seguía mintiendo y le creían, las palabras se sostenían de palabras.
¿Qué quieres?, me dije. Ellos nunca me harían esta pregunta — continuaban soplando en sus manos de viejos entumecidos—, ni mis padres. Ni nadie.
Sentí el impulso de volver al auto y tomar la pistola. Dispararle al hielo, una bala por cada uno de nosotros. Quebrarlo, patearlo. Zapatos como las cuchillas de los patinadores. Ver las piernas caer al agua helada, ver pasar pantalones sin cuerpos. Quienes caen a un agujero en el hielo intentan salir por un lugar distinto al del accidente. Es un error. El hielo más fuerte es el que soportó todo el peso antes de romperse. Ni siquiera coincidíamos en cómo nos habíamos conocido. En una parrillada, sí. La hora, los detalles, el clima, el diálogo, ¿cuáles? Nos habíamos peleado por esto alguna vez. Puede ser también que yo no olvidase nunca.
Ellos tampoco se quedarían intactos.
Bajé la luna. Calenté el motor. Corrieron hacía mí.
Me miraron.
Dejé de verlos.
Estiré las piernas sin esfuerzo. Me imaginé llegando por primera vez a la selva. El sol rompiendo las nubes y las nubes como brazos de niños alcanzándose en ronda. La vegetación. ¿Dónde estoy ahora?, y los extraños respondiendo cualquier cosa con tal de responder.

16
septiembre

Elena Soriano - "La abuela loca"

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Novelista, cuentista y ensayista madrileña. Se la incluye en la Generación del 50 con autoras como Carmen Martín Gaite y Ana María Matute. Fue una autora vetada y censurada por la dictadura franquista (no se le permiió terminar sus estudios universitarios por "roja" y la primera novela -"La playa de los locos" de 1955- de la trilogía Mujer y hombre fue prohibida y no se reeditó hasta 1985. Dirigió y publicó la revista cultural "El urogallo", en la que colaboraron autores de la talla de Pablo Neruda, Blas de Otero, Salvador Espriu, Jorge Guillén, José Ángel Valente, Francisco Ayala, Marguerite Duras, Emil Cioran o Ernesto Sabato, también con constantes problemas con la censura de la dictadura. En 1972, Carlos Saura dirigió la película "Ana y los lobos" en la que gran parte del guion es un plagio de su novela "Caza menor" de 1951, pero, aunque la Sociedad de Autores le dio la razón, no ocurrió nada. Es una de esas autoras que, pese a su importancia, han quedado ocultas al público y a los manuales de literatura.
Este cuento, de 1953, pertenece al volumen "La vida pequeña. Cuentos de antes y de ahora" publicado en 1989 y que recoge varios de sus cuentos escritos desde 1949 hasta 1989.


La abuela está loca. Todos la miran con lástima y con burla cuando se pone a recorrer la casa de arriba abajo, escudriñando los rincones como si buscara algo perdido, quedándose largas horas sentada en los sitios oscuros, gesticulando sin cesar con su arrugado rostro renegrido, murmurando, con su boca desdentada, palabras que nadie logra entender.
La abuela está loca. La nuera se lo dice a voces, perdida la paciencia, cuando al menor descuido, la vieja echa ceniza en el puchero, o tira una silla al pozo, o se pone a perseguir a las gallinas con un palo hasta desgraciar alguna.
La abuela está loca. Los chicos se lo repiten a coro, entre carcajadas, cuando, después de cantar y de jugar al corro con ellos, se harta de pronto y se pone a darles pescozones y patadas, repudiándolos.
— ¡Malditos, malditos!
La abuela está loca. Todo el pueblo lo sabe. Y como no se la puede dejar sola y los niños son todavía pequeños, cuando el hijo y la nuera tienen que irse a las faenas del campo, los dejan a todos en la calle, a la misma puerta de la casa, encomendados a las vecinas. Pero las vecinas, atareadas con sus quehaceres y sus chismorreos, no pueden ocuparse de ellos mucho tiempo. Y para descargarse, dicen a los niños:
—Tened cuidado de la abuela.
Y a ella, para que no se amohíne, también le dicen:
—Tenga mucho cuidado con los niños, ¿eh?
La abuela dice que sí, y se sienta, muy conforme, en un posón de esparto, con unas tijerillas y un montón de trapos en el regazo. Y se pone a recortarlos con mucha aplicación, torciendo un poco la sumida boca cuando tiene que hacer fuerza con la tijera sobre alguna tela dura. Sin alzar la cabeza ni un momento, mascullando a ratos su palabrería confusa, corta y recorta sus retales en trocitos pequeños, cada vez más pequeños, hasta reunir en el halda un montón de confeti multicolor, que contempla y palpa con embeleso. Absorta en su faena, se olvida por completo de los niños.
Los niños se entregan libremente a hacer diabluras: trepan por las rejas de los vecinos, desgarrándose los pantalones; atrapan lagartijas y les cortan el rabo para verlo saltar solo; se pelean rabiosamente; se revuelcan en el charco que hay junto al abrevadero; se arrojan botes llenos de tierra, afirmando que son bombas; se cuelgan en la trasera de los carros que pasan con mies... Hasta que, cansados de sí mismos, se acuerdan de la abuela: corren hacia ella en tropel y, sin darle tiempo a resguardarlo, le arrebatan su tesoro y lo tiran a puñados hacia lo alto, sobre ella misma, salpicando de colorines su canosa cabeza y su vieja toquilla verdinegra. Entonces, la abuela chilla furiosa, como una rata en el cepo:
— ¡Malditos, malditos! ¡Iros de aquí, malditos...!
Los niños no hacen caso y la empujan a un lado y otro, como a un tentempié, y luego tiran de ella entre todos y la levantan del serijo y, colgándose de sus brazos y su falda, la hacen girar en molinete —las canillas, flacas y desnudas, asomándole tristemente, atadas por las cintas de las alpargatas negras— hasta que, mareada, se deja caer en el suelo, como un rebujo flácido y oscuro, del que salen carcajadas y sollozos indistintos.
— ¡Abuela loca, abuela loca! —gritan los niños, crueles y cariñosos, echándose de bruces sobre ella, sin dejar de reír...
¡Tararí, tararí...! Plan, rataplán, plan... Chum, tatachum, chum... ¡Tarariiii...!
— ¡Los títeres, los títeres!
Los niños abandonan su presa en el acto y echan a correr calle abajo. Y las vecinas salen de sus casas, precipitadamente, con los ojos brillantes, despejados del opaco tedio pueblerino, y también se van corriendo hacia la diversión insólita que anuncian el clarinete, el bombo y el platillo con jocunda desarmonía.
La abuela se ha quedado sola, sentada en medio de la calle, donde la sombra vespertina ensancha su caudal. Se incorpora ágilmente y se queda quieta más de un minuto en el mismo sitio, mirando a todas partes con estupor, contrastando el bullicio que se aleja y se aglutina hacia el centro del pueblo con el silencio que, viniendo del campo, se dilata elásticamente y le permite respirar y pensar. Luego se cruza la toquilla sobre el liso pecho, se aparta de la frente una greña de sucia plata con hilachas de colores enredadas y, de repente, haciendo un visaje de alegría pueril, echa a andar. Echa a andar con suma ligereza, con seguridad y decisión, en dirección opuesta a la que tomaron los demás, desdeñando la llamada estridente y jovial de los titiriteros.
Transpone las tapias de los últimos corrales, atraviesa las eras donde empiezan a amontonarse las gavillas y sale al camino hondo, herida centenaria, pero siempre fresca, sobre el pecho de la colina. No se encuentra con nadie. Sigue andando cada vez más de prisa, no por recelo de ser perseguida, sino más bien por la ilusión de llegar a alguna parte, de alcanzar una meta confusamente presentida. Sus ojos azules, de un azul tan limpio y nuevo que sorprende en un rostro tan mohoso y marchito, miran sólo hacia delante, con la inefable impavidez que únicamente los locos y los niños pueden poseer. Sigue andando. Gesticula y murmura con más exaltación que nunca, pero con más coordinación también. Culmina el misterioso simbolismo de los cifrados mensajes de su razón al mundo. Sigue andando. Camina con un paso tan rápido, que ni un muchacho de veinte años lo podría igualar. Va, como entre dos murallas, entre los altos ribazos, sobre los cuales asoman y se agitan los trigales como infinitos dedos que responden a los gestos de sus manos, que replican a su voz cascada con un cuchicheo que sólo ella puede comprender. Sigue andando. Arriba, el cielo pasa como un río invertido, lento, fresco y azuloso; pero abajo, ella, acalorada, casi corriendo ya, camina sobre la tierra ensombrecida, mientras desde su pecho a su cabeza se va formando un nudo, un nudo tirante y duro que ata el pasado y el presente. Es un nudo tan prieto que la ahoga: tiene que detenerse para tomar aliento y se deja caer sobre el ribazo. Entonces, por primera vez mira en torno, con sus ojos azules lúcidamente dilatados. Y todo lo reconoce: el lugar, la hora, la luz malva y verdosa del crepúsculo, los ruidos apagados sobre el campo, como diluidos en tiempo y en espacio: el ladrar lejanísimo de perros, el grito de un hombre a sus muías, el tañido de una esquila temblona, el graznido de un cuervo al encontrar carroña... Y, más concreto e inmediato, sobre su cabeza misma, en lo alto de la linde, el rumor de las mieses maduras y resecas, susurrando su complicidad, emanando su excitante olor tostado, el olor másculo y acre del sudor de los segadores. ¡Aquí, aquí, en este mismo instante! Ella y el nietecillo, sentados en la agostada hierba. Los dos callados y tranquilos, descansando de la caminata en el tibio y umbroso silencio... El niño sonríe y restriega su naricilla mocosa contra el delantal de la abuela... De pronto, rompen su paz purísima las voces... Entre el susurro fútil de las mieses, caen las voces, tenues y tremendas: la voz de la mujer, suspirante y cariciosa, y la voz, furiosa de placer, del hombre, diciendo el nombre de ella delirantemente... (La abuela se yergue, rígida, sintiendo que se aprieta el nudo entre su corazón y su cabeza.) Y el niño quiere ponerse en pie, con alegre sorpresa:
—Made... Made... Made t'ahí.
Lo dice ahiladamente, con su media lengua floja. Y quiere trepar por el ribazo. Pero la abuela le tapa la boca con precipitación y lo aprieta entre sus brazos y le habla bajito sobre el oído desesperadamente:
— ¡Calla! ¡No, no es madre! ¡Calla, calla, no es madre...!
Y las voces inexorables —la voz dulzona y cantarina, familiar, odiosa, inconfundible; la voz desconocida, forastera, ronca de pasión, repitiendo el nombre de ella— caen sobre la cabeza de la abuela, se escurren por su garganta abajo como un doble nudo corredizo, asfixiante. Arrastra al niño por el hondo camino, tapando la boca pura e insobornable, que sigue balbuciendo:
—Made, made. Made t'ahí.
— ¡Calla, calla, maldito! No es la madre. ¡Cállate!
Cuando el niño calla, al fin, y, asustado, llora sin ruido, ella se para jadeando y mira a todas partes como ciega. Y es él quien tiene que guiarla entre tinieblas, hasta el pueblo, hasta la casa, donde la abuela entra haciendo por primera vez gestos extraños, diciendo cosas incomprensibles, riendo y sollozando a un tiempo.
Ahora vuelve a reír y a sollozar de nuevo, cuerdamente. Pero el doble nudo aprieta cada vez más fuerte dentro de su pecho, hasta derribarla en el ribazo, cara a las estrellas, que acaban de brotar en lo alto. Sobre su corazón parado salta un grillo y se pone a serrar dulcemente el silencio nocturno.

10
septiembre

Paloma Díaz-Mas - "Agueda-Agata"

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Novelista, cuentista y ensayista española. Como investigadora trabaja en los campos de la literatura del Siglo de Oro y de la cultura sefardí. Es miembro de la Real Academia Española.
Este cuento pertenece al volumen "Nuestro milenio" de 1987.



Para quienes lo hayan hecho alguna vez.
Era cinco de febrero y aquel día le daba la oportunidad de nombrarla muchas veces. Exhibiendo, por ejemplo, su erudición de aficionado al folklore que recuerda cómo, ese día, las mujeres se erigen en alcaldesas y toman el mando y el imperio de muchos pueblos y queman bausanes de paja que representan al hombre opresor y traidor como un judas. Y cómo las madres lactantes se postran ante los altarcitos de la virgen de los senos cortados para ponerle una candela de rizada cera y pedirle buena leche. Y cómo los jóvenes varones, reunidos en círculo, fecundan la tierra con el golpe rítmico de sus recios báculos, mientras cantan en vieja lengua la historia de la muchacha martirizada.
Otras veces había sido la pequeña y sólida capilla de la plaza del Rey la que le había dado la oportunidad de nombrar el nombre de Agueda, latinizado en una construcción gótica por cada una de cuyas gráciles arquivoltas trepaban las sílabas del amado nombre, a cada uno de cuyos pilares surcados de nervaduras se adosaba la adorada palabra: Agata. La capilla de Santa Agata.
Hacía ya dos años que Agueda -en una noche amarga e inolvidable de frustrado amor- había apartado los labios de los suyos e, incapaz de explicar el porqué, había balbucido simplemente que no, un no tenue pero helador que él jamás pudo desentrañar ni con ruegos, ni con súplicas, ni con preguntas, ni con la feroz aunque infructuosa persecución a que la sometió todavía durante otro año.
Dos años después de aquel no que era como un terremoto en voz baja, como un cataclismo susurrado, descubrió que le aliviaba el dolor del amor nombrarla en voz alta, especialmente si alguien podía oírle. Fue un título de novela dicho casi al azar (Agata ojo de gato) lo que le dio la oportunidad de ver brotar de sus propios labios, de la manera más impensada, el nombre de Agueda-Agata. Y sintió que el adorado nombre hallado por casualidad en una frase trivial no sólo no le acrecentaba la punzada como de quemadura que le venía acompañando desde hacía tiempo, sino que, muy al contrario, el nombre así dicho le valía como anestesia para su siempre abierta -aunque oculta- herida, y que era como si poseyendo su nombre y la posibilidad de nombrarla, y de que otros le oyeran, la poseyera un poco a ella y se le disolviera algo, en aquel momento de posesión, aquel no tan inexplicado como inexplicable.
No pasó un día sin que la nombrase, pretextando el título de un libro, una mártir de pechos ensangrentados que se descogaba del calendario para hacer un milagro particular, una piedra semipreciosa de mil irisadas y fulgentes variedades. Al fin, temiendo ser descubierto, rastreó los diccionarios en busca de nuevos pretextos para nombrarla. En verdad, quitando las piedras preciosas, la novela a la que daban título, la mártir patrona de mujeres y la capilla a ella dedicada, pocas eran las oportunidades de repetir el nombre sagrado sin remitirse a mundos exóticos e imposibles, ausentes por lo común de la conversación cotidiana: sólo con grandes esfuerzos logró enquistar en el discurso una alusión a los marroquíes aguedales, que imaginaba como laberintos de jazmines y pintados pabellones; más difícil aún le resultó aludir, sin despertar sospechas, a las propiedades medicinales de la amarga corteza de la aguedita, que combate la fiebre (y, tal vez, la fiebre de amor). Y alguna sorpresa causó un día entre sus conocidos y amigos oírle una disertación sobre el pino kauri, nombrándolo por su nombre botánico: agathis australis.
Su discurso se pobló de Aguedas-Agatas que se deslizaban insidiosamente en la conversación metamorfoseadas bajo la forma de piedras de colores, de árboles frondosos, de irisados cantos que duermen en el fondo de los claros ríos, de concéntricos círculos de variadas tinturas, de exóticos jardines y figuras de imaginero. Y, tras cada nombre que brotaba como una flor efímera que se marchita en un instante, escrutaba los rostros de los interlocutores: rostros planos e inexpresivos que no acusaban ninguna emoción al oír la palabra que se había estado guardando quizás durante horas, para soltarla al descuido y que volase como vuela un globo escapado de la mano de un niño; elevándose por encima de las cabezas más altas que, inadvertidas, ni siquiera se levantan para contemplar el vuelo majestuoso del objeto libre y sin rumbo: simplemente, ni siquiera se dan cuenta de que algo insólito -el inicio de la aventura del globo solitario- acaba de ocurrir; sólo el niño de cuya mano se deslizó (tal vez adrede) el delicado cordel sabe que el globo vuela, y alza la vista para ver cómo se aleja, cómo se convierte en un puntito, cómo se pierde ya.
Habían pasado cinco años desde que surgiera, en dichosa casualidad, la primera Agata de sus labios. El día había estado vacío de posibilidades de nombrar a Agueda, pese a que él había espiado concienzudamente cualquier oportunidad, había oteado meticulosamente el horizonte de las frases triviales para deslizar entre ellas el sésamo ábrete de aquel nombre ya mágico, cada vez más independiente de la realidad a la que se refería. Pero nada, ni una posibilidad de jugar de nuevo a esconder entre el torrente de las palabras del día la única que de verdad le interesaba pronunciar.
Se acostó tarde, y ni aun con la deliberada demora el cansancio logró hacerle dormir. La alcoba parecía sumida en una angustia de silencio opresor -sin tictac siquiera de relojes- en el que de nada valía repetir en voz baja el deseado nombre: inútil nombrar si no hay quien nos escuche, aunque no sea capaz de captar la presencia de lo nombrado.
Al fin, se levantó descalzo, guiándose en el suelo por la rayada luz irreal -escala mágica de rayos, o haz de relámpagos yacentes- de la farola urbana filtrada por entre las tablillas de la persiana. Marcó, tembloroso, empapado en sudor y tiritando casi, un número de teléfono. Preguntó por Agueda. Una voz soñolienta y malhumorada le hizo saber que Agueda no vivía allí. Colgó el auricular aliviado, satisfecho por no haber roto ni un solo día su hábito -hábito ya imposible de desnudar, pegado ya a su piel- de nombrar a Agueda al menos una vez. Se durmió con la paz de saber que alguien había escuchado, en un número de teléfono marcado al azar, el nombre de Agueda y que incluso -suprema felicidad- había sido capaz de repetirlo para él.

04
septiembre

Adela Zamudio - "El vértigo"

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Novelista, poeta y cuentista boliviana. Su poesía ha sido enmarcada en el neoromanticismo. Su única novela, Íntimas, de 1913, está considerada la primera novela feminista de Bolivia.
En vida solo publicó tres obras, todo lo demás fue publicado póstumamente.
Este cuento está incluido en el volumen Cuentos breves publicado en 1943.


A un prado, nunca hollado, en que la grama formaba selva espesa y sobre la cual se erguían, a modo de palmeras, esbeltas umbelíferas, había acudido la multitud a festejar la llegada de la risueña Diosa Primavera.
Era la fiesta anual, siempre la misma. La hermosa palingenesia de un mundo efímero que resurgía una vez más bajo el influjo de la estación.
Los gérmenes, rasgadas las paredes de su cárcel, se alzaban impacientes. Las larvas despertaban. Había llegado la hora del tránsito dichoso hacia la luz.
En aquella mañana esplendorosa, grandes y chicos, hermosos y grotescos, todos en traje de gala, mezclados, confundidos, en huelga universal, flotaban con delicia en el ambiente saturado de efluvios húmedos y tibios.
Todas las clases se hallaban representadas en la revuelta y heterogénea muchedumbre. Veíanse allí coleópteros togados, que, perdiendo de pronto su gravedad, desembozaban sus hélitros rígidos y ahuecados, para estirar la gola encarrujada de sus frágiles alas interiores; saltarinas y tijeretas, ortópteras que abrían sus abanicos semejantes a serpentinas; lujosas lepidópteras de todo género: ya pesadas y airosas como majas, ya ligeras como grisetas; todas pintarrajeadas de carmín o cubiertas de polvo de oro.
Aquí y allí se pavoneaban los himenópteros bronceados, entre los cuales descollaba el tábano zumbón; y en fin, en todas partes, la turba alegre de pilluelos, los mosquitos, igualmente malignos y zumbones. Diseminados en inmensa muchedumbre, avanzaban también, un poco temerosos de un golpe inesperado de la policía, los socialistas de baja estofa: polillas, saltamontes y gorgojos, y sus audaces colaboradoras: la altisa y la filoxera.
De repente, provocando un murmullo general, presentábase alguna celebridad: alguna noble inventora, de esas que dotaron a la industria de productos útiles: una crisálida benemérita, antiguo gusano de seda, que acababa de darse a luz convertida en mariposa –una abeja reina y sus obreras− una modesta cochinilla, tipo de abnegación; o bien, una simpática legación de hormigas aladas en su sencillo traje diplomático.
Y en torno de esa pléyade brillante, la multitud anónima: miríadas de animaluchos sin nombre, incubados en la inmundicia, girando hacia los centros en que anhelaban ser…
Abajo, en las sombrías avenidas de la floresta de grama, se paseaba asimismo la multitud pedestre: miriápodos y arácnidos y entre ellos, más de un sujeto de siniestra catadura –torva la horrible mirada de ocho ojos y oculto el aguijón envenenado, dispuesto a herir.
La fiesta, pastoril en la mañana, habíase convertido al declinar la tarde en carnaval frenético. Grupos de chupadoras aclamaban a la diosa rindiendo culto a Baco en el cáliz sabroso de las flores. La inmensa mascarada, ensordecida por su propio zumbido universal, iba y venía en corso inacabable alrededor del prado. Allá ruidosa y estridente estudiantina de cigarras –aquí grotesco grupo de panzudos moscardones ceñidos de luciente tornasol azul y verde, agitando sus alas de velillo a guisa de panderetas. Más lejos saltarines y tijeretas, o bien, comparsa alegre de mariposas luciendo luengas faldas cuyos colores chillones contrastaban con el tocado aristocrático de las neurópteras de breves alas y figura esbelta.
Junto a aquel prado corría un arroyo de dos metros de ancho, que para aquellos seres diminutos tenía el aspecto de un río navegable. Muchos sedientos hundían la trompa en su corriente. No lejos de la orilla, bajo una piedra sombreada por una obscura parietaria, bohemio artista, un grillo, tranquilo espectador de aquel tumulto, ocultaba su pobre traje y su figura desgarbada.
Caía la tarde. Luciolas diligentes encendían ya focos de luz. La fiesta iba a concluir. Un soplo de la brisa estremeció un rosal que inclinaba sus flores sobre las aguas. Cayeron varios pétalos. Una pálida libélula llegó volando a la orilla; plegó sus alas de tul y se dejó caer rendida en la concavidad de un pétalo de rosa. La frágil embarcación, con su pequeña carga, se balanceó un instante en un remanso y luego huyó arrastrada por la corriente.
El grillo exhaló un débil “cri-cri” y, a pequeños saltos, se internó en la selvática espesura de grama donde reinaba ya profunda sombra.
De vez en cuando, un tímido rayo de luna, deslizándose por el follaje, alumbraba sus pasos. El solitario se internó cada vez más en la floresta que, en aquella hora, solo inspiraba pensamientos tétricos. No halló un transeúnte; todos se habían marchado a descansar.
Vagaba así, cuando de pronto vio destacarse encima de la selva la blanca bóveda de un extraño edificio, especie de rotonda, de estilo arquitectónico difícil de reconocer. Siguió avanzando hasta tocar sus muros medio ocultos en aquel mar de verdor. Habíase despertado su curiosidad y en un breve paseo de circunvalación no tardó en descubrir su portada vivamente iluminada por la luna. Consistía esta en dos óvalos o claraboyas situadas a cierta altura y equidistantes de otra abertura más baja, especie de ajimez, cuyo tabique central se hallaba medio derruido. El soportal que defendía la entrada del edificio era una galería saliente en forma de herradura, que en vez de capiteles, superior e inferior, ostentaba una serie de arabescos, a modo de estalactitas y estalagmitas, labradas en una materia más dura y blanca que el resto del edificio.
El intrépido paseante dio dos brincos hacia adentro. Reinaba un gran silencio. Sombras medrosas invadían los rincones. Los rayos de la luna, a través de las dos singulares claraboyas, adquirían la tristeza pavorosa de la mirada de un moribundo. Su reflejo en el interior de la bóveda difundía cierta vislumbre que permitía distinguir los objetos. En medio del pavimento se destacaba la negrura de una cavidad profunda como un pozo.
En el fondo de aquel subterráneo resonaron pasos y una voz preguntó:
—¿Quién va?
Era un escarabajo que avanzó lentamente.
El feo conserje, sometido a un largo ayuno de conversación, se mostró afabilísimo.
—Supongo que querrá usted pasear por las ruinas –dijo–. Sígame y medite lo que va de ayer a hoy. Esa bóveda desierta, en cuya concavidad resuena el eco de nuestros pasos, abrigó en otro tiempo multitud de celdas que fueron centros de prodigiosa actividad. Dentro de sus tabiques se produjeron las más elevadas manifestaciones de la vida. Era una construcción ligera, alojada inmediatamente debajo de la bóveda. Estaba simétricamente compartida en dos departamentos laterales y cada uno de estos, en tres divisiones rodeadas de una sucesión de celdas, en galería cerrada, llamadas de circunvalación. Ambas alas de la construcción, unidas por el puente de Varolio (llamado así, sin duda, por el arquitecto que lo construyó), constituían lo que podría apellidarse la Oficina Central, por hallarse en ellas el centro motor de un admirable sistema de hilos conductores que las ponían en comunicación con el exterior. En ese hueco que ve usted ahí, un poco más abajo de la Oficina Central, se hallaban sus dependencias.
En ellas se atendía al movimiento de la planta baja del edificio. Los hilos conductores se entrecruzaban a la altura del puente, poco más o menos, de modo que la planta baja izquierda comunicaba con el departamento derecho de la Oficina, y viceversa.
—Si usted quisiera asomarse a esa obscura escotilla –continuó–, por donde acabo de subir, podría ver uno o dos peldaños que aún existen de la gran escalera que conducía a los extremos inferiores del edificio. Cada peldaño estaba horadado en su porción posterior, de modo que, acopladas todas las cavidades, coincidían formando un canal en que estaba el haz de hilos conductores de que he hablado.
En el pavimento de las divisiones de ambas mitades de la Oficina, se hallaba el acueducto de Silvio. Cerca del puente de Varolio se alzaban las pirámides: las anteriores y las posteriores. Lástima que todas esas maravillas arquitectónicas hubieran sido labradas en materia poco consistente. Hoy todo eso se ha derrumbado y solo queda, como usted ve, la parte sólida del edificio.
La larga explicación del amable conserje había llegado a interesar al visitante, que le escuchaba con atención.
—Fíjese en ese pavimento –continuó–. Por su forma particular ha sido comparado a un gran murciélago. Mire usted, consta de un cuerpo central y dos alas que se extienden hasta tocar los dos muros laterales. Este admirable entresuelo sujeta las numerosas piezas de la portada uniéndolas a la bóveda.
Ese montón de escombros que ve usted ahí, en el fondo del ajimez, era una celosía acribillada de agujerillos: las corrientes de aire, al chocar con las paredes interiores del ajimez, tapizadas de fina tela, enviaban hacia adentro los átomos odoríferos, conducidos por hilos finísimos que, atravesando los innumerables agujeros, se unían adentro en dos cordones.
Era este el primer par de cordones de los muchos pares que comunicaban la Oficina Central con los diversos puntos del exterior. La fuerza activa que obraba en ellos no era precisamente el fluido eléctrico, pero sí algo muy parecido. Obraba de dos modos: transmitiendo las noticias sensacionales del exterior a la Oficina Central, donde se hacía conciencia de ellas, e impartiendo las órdenes de la Oficina a las extremidades del edificio.
Cada una de las aberturas de la portada transmitía un orden de noticias, diversas según la región de donde procedían. Por esas dos claraboyas cuyos cóncavos, hoy vacíos, se hallaban entonces revestidos de lindas vidrieras y cortinas, penetraban las llamadas vibraciones luminosas. Vibraciones de otro género eran transmitidas por otro par de cordones que partían de dos aberturas situadas en los muros laterales, equidistantes de la portada.
—Si usted quisiera molestarse, le enseñaría.
Salieron por el ancho soportal adornado de estalactitas y estalagmitas de marfil, y torcieron hacia la derecha. Aquella porción lateral del muro sobresaliente de la bóveda formaba, casi a la altura de las claraboyas, una especie de azotea, prolongada hacia atrás.
—Esta azotea –dijo el escarabajo– llevó en otro tiempo el pomposo nombre de Arco Cigomático. Eran dos: una a cada lado de la portada. En ellas tengo dos observatorios. Desde aquí me entretengo en contemplar las puestas del sol o en contar las estrellas en las noches claras.
Se detuvieron en un punto en que la parte saliente terminaba y el muro ofrecía a la vista una especie de nicho. Penetrando en él recorrieron un callejón que los condujo a una reducida estancia donde yacían amontonados varios objetos: un yunque, un martillo, un estribo y un lente.
—Usted se figurará estar en un taller de herrería –dijo el escarabajo–, pues nada de eso; a lo que esto podría compararse con más propiedad es a una oficina telefónica, aunque el aparato que va usted a ver, más tiene de fonógrafo que de teléfono. Asómese a esa ventana oval, o a esta otra redonda, y procure ver hacia adentro. Descubre usted una bocina un poco inclinada hacia abajo. Esa es la Trompa de Eustaquio.
¿Ha aplicado usted alguna vez el oído a la concha de un caracol? Se halla lejos del mar; y no obstante, se escucha en su interior el rumor de las olas.
Un fenómeno semejante, en apariencia, aunque de muy distinta naturaleza, se produce aquí. No hay vida adentro ya, pero las membranas que recibieron y conservan la impresión de los antiguos sonidos, aunque muy estropeadas, siguen funcionando –el aire los despierta. La cara interior de la bóveda hace de lámina vibrante que los reproduce y la ilusión es completa. Haga usted la prueba.
El grillo aplicó el oído. En los primeros instantes solo percibió un ruido sordo acompañado de una resonancia cada vez más fuerte –luego un lejano rumor de colmena que fue creciendo y complicándose hasta dar la idea confusa de un gran tumulto. A medida que se escuchaba, se comprendía mejor. Era aquel todo un mundo exterior reflejado y repercutido adentro, que se reproducía en mil escenas simultáneas, y al mismo tiempo, toda una vida interior, subjetiva, recóndita, que seguía vibrando intensa y dolorosamente.
La sorda resonancia fue convirtiéndose en prolongada aspiración, en un ansia inacabable, de cuyo fondo surgieron aleteos de alas palpitantes que se encumbraban al infinito, ruido de caídas, ecos de abismo, clamores de ángel, jadeos de bestia, rugidos, estertores, risas, sollozos…
El grillo se sintió acometido de un malestar repentino. Dio un paso atrás. Su cabeza vaciló y teniendo apenas tiempo para despedirse, huyó desatinado dando traspiés. Después, con un esfuerzo supremo, se lanzó a grandes saltos hasta caer sin aliento muy lejos del siniestro paraje.
Le recogieron sin conocimiento. Su prolongado vértigo, del que apenas pudieron despertarle, alarmó a todos. Sus amigos, sospechando la causa del accidente, le hablaban de la pálida libélula, reina del corso, que la tarde anterior había huido delante de sus ojos, como ensueño irrealizable. El triste enfermo callaba y sonreía. Sentía que su dolencia era incurable. Se hizo misántropo.
Solitario cantor de las ruinas, en su flébil gemido, desde entonces, solloza, no ya el alma inocente de un insecto, sino la hipocondría de un demente iniciado en los secretos humanos.