Katya Adaui - "El color del hielo"

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Novelista, cuentista y guinista peruana. Ella se reconoce muy influenciada por autoras como Natalia Ginzburg, Vivian Gornick, Anne Carson, Jamaica Kincaid o la poesía de Cesare Pavese.
Este cuento pertenece al volumen “Aquí hay iceberds” de 2017.




León dijo: Nos vamos a Ticlio.
Dije: Nunca nos hemos ido tan lejos. Y me arrepentí enseguida. No sería otra vez el cobarde del grupo. Si alguien desea conocer la nieve, viaja a Ticlio, es lo más cerca que estamos de Suecia, decía mi padre.
En diez minutos los espero aquí. Traigan lo que quieran.
Juane regresó puntual, como yo. Sostenía una cosa negra entre las manos, ¿algo muerto? La exhibió. Es de fogueo, dijo.
Parecía un juguete, con las piezas mal encajadas, de plástico chino. Lo único decente era la empuñadura.
Dije: Es una porquería.
Juane: Más respeto porque mi tía me apuntó con esta vaina cuando tenía diez. Sonreía mientras me apuntaba. Me temblaba todo, no saben. Íbamos en su auto, la cerraban, les apuntaba a los choferes: Ahora sí te jodiste, ahora sí te mueres, basura. Después se reía, en este país así funcionan las cosas, sobrino.
León: Y tenía razón tu tía. Yo traje las cervezas de mi viejo. Hay que reponerlas, la última vez casi...
Yo: A ver, Juane, dámela.
Me senté atrás, con la pistola y las cervezas. Siempre he sabido cuál es mi lugar. Soy quien observa todo desde el asiento de atrás.
Le robamos el auto al padre de León. El padre viaja en micro a provincias los fines de semana. ¿Qué negocios hará? Todos ponemos dinero para la gasolina —lo robo de un frasco de jabones. Huele a limpio el dinero de mi madre—. La carretera. Lo único cambiante es la frecuencia de personas pretendiendo atravesarla sin puentes. A toda hora los conductores deben mantener encendidos los faros delanteros. Nosotros amamos y odiamos la carretera. Crecimos aprendiendo de ella. La vemos al despertar asomándose entre las cortinas, sin paisaje. La vemos al regresar a nuestras casas, con su horizonte de largas puestas de sol. O interrumpida a cualquier hora por la neblina.
Fuimos a distintos colegios. Nos habíamos conocido un febrero durante las vacaciones. León cumpliría nueve y su familia le organizó una parrillada en el nuevo barrio. Nuestros padres se palmean las espaldas, se hacen pequeños favores. Nos tienen los domingos. Los sábados son nuestros, como antes las tardes en casa de León, después de almorzar. Jugábamos fulbito con piedras y los arcos eran nuestros cuadernos cada vez más desplumados. ¡Goool! Perder la pelota, una desgracia. Por eso nuestra actitud hacia las piedras. Podíamos reemplazarlas por otras más espectaculares. Pérdidas indoloras. Y si el agua estaba involucrada, la calle era el carnaval. Dales a los niños un poco de agua y se inventarán un océano. Nuestro juego favorito, “matagente”. Reventábamos las pelotas contra las espaldas de las feas; nosotros éramos también bastante feos, feos en desarrollo, con granos a punto de reventar y todo eso. Dijimos una norma en voz alta: Solo puedes mirar a tu chica.
Hasta ahora la hemos respetado.
Yo hacía el tacle más alto. Un tacle preciso supera al que escupe o al que orina más lejos, es la regla. León y Juane todavía me convencen: Oye, está muy blanca esa pared.
Mis suelas estampan grafitis disparejos, hasta que alguien no lo soporta más y les pinta varias capas encima. Una vez me descubrieron. Fue espantoso. Me regaron con manguera. Necio por la humillación, seguí pateando la pared de la casa como si esa familia fuera el enemigo. Era una época en que llorábamos poco y sentíamos mucho. Aventurarnos, volver, nuestra dinámica. ¿Cómo haríamos para vivir en otra parte?, acostumbrados como estábamos a las repeticiones. Es malo acostumbrarse. No importa qué edad tengas, el aburrimiento te dopa.
La exigencia de hacer algo para ser alguien. Estamos hartos de los gritos. No hay silencio. Hartos de dispararles a los mismos tipos en la computadora, hartos de las ráfagas infinitas, de quedarnos sin vidas ni municiones, del todos contra todos. A veces leer me tranquiliza. Pero siempre un libro se termina.
Digo:
¿Y si hacemos como tu tía, Juane? Si un carro nos cierra, le apuntamos.
León:
Le decimos: Cierra el hocico, carajo, pero nos falta música para eso. ¿Saben? A mi viejo le da igual que la radio no funcione, ¿cómo puede vivir sin música? Dice que le bastan las voces en su cabeza. ¡Loco!
Juane golpeteó el tablero malogrado: Y el indicador de kilómetros es otro loco, qué suerte.
León jamás nos permitirá manejar el auto de su padre. Sabe lo que hace. Somos distraídos. Aquí vienen los altares de camino, distanciados entre sí, multiplicados. Señalo uno, sin decir nada. Es León quien dice: Ese es enooorme, parece una casa. ¿Y los puentes? Se los pedían a cada alcalde y ahora que los tienen, nada.
¿Morir como un perro? ¡Imbéciles!
La voz de Juane. Los altares de camino me intrigan, son una ciudad a escala que une a los muertos con los vivos. Tomé las latas de cerveza, fui abriéndolas. ¿Quieres? Toma. Observé la pistola descansando a mi lado. De chico habría matado por este juguete. Las cervezas en la carretera me anestesian congelándome, como el aire que parece zumbar solitario en el asiento de atrás. Agarré la pistola y apunté a un poste, pum, de la boca para afuera, a otro poste, pum, parecían hombres derrotados, pum, a muchos postes más. Los autos, los micros, las motos, los triciclos, respetaban las distancias con obstinación. Era exasperante. Necesitábamos algo extraordinario: el despiste de un container, un desfile de ovejas, una caja resbalándose desde una tolva, granizo. Como si recién ante la interrupción de la cartografía alguno de nosotros dijera: Acabo de sentir que el viaje ha comenzado.
Juane dijo que nos habíamos olvidado de llevar algo para comer. Cierto, mi estómago gruñía. León manejaba con una sola mano. La carretera, sin semáforos, dispuesta como un premio: las zonas residenciales y comerciales se espaciarían cada vez más. Vía libre —en verano estaríamos horas sin poder movernos—. Arriba, como circuitos de humo, densas nubes. Un día que es de noche, pensé. Irregulares techos sostenían toros de fuegos artificiales. Si estallan por error vuelan eufóricos, rebotan en los techos, apuntan con sus cuernos, con todo su cuerpo vigoroso, esqueleto y masa, hasta embestir con la cabeza puntiaguda y humeante. Los muros de la carretera, un principio y un final, con pintas de candidatos a alcaldes. Muchos apellidos no me sonaban familiares; sus promesas, sí. Otros muros tenían amenazantes citas bíblicas, firmadas con versículos. En algún lugar, entre la carretera y un puente, un descubrimiento animó mi ruta. Solo yo observé la frase en la pared: Los únicos privilegiados son los niños.

Incluso giré la cabeza siguiéndola. La infancia. Mi madre decía: Superar la infancia es sobrevivir al peor de los tsunamis. Yo no la entendía. ¿Qué le habría pasado? Si rompía un vaso, lanzaba los vidrios al tacho sin envolverlos. Mamá, el basurero se cortará las manos. El riesgo es parte de su trabajo, respondía. Su cuadro favorito: “Destrucción de Pompeya”. La copia sigue en la sala de casa. Por el reflejo de la luz en el agua, las horas quietas del mar, yo lo creía un reino perdido, la Atlántida o algo así. Vi la destrucción cuando supe el título. Mi madre es la última taquígrafa de su trabajo, es secretaria de gerencia en un banco. En su agenda, los nombres, las direcciones, los pendientes y —qué sé yo— son signos que nadie más comprende. Los secretos nos hacen interesantes. Yo robé una foto de una exposición. La imagen de una mujer leyendo. Colgaba de un clavo, parecía tan fácil. Caminé hacia la entrada, los policías miraban videos sin audio en la computadora. Me alejé como un ladrón profesional, llevándola en la mano. La foto me acompaña todavía, una vez le conté a una chica del robo de la foto y me besó.
Juane me pidió otra cerveza. Le abrí una lata. León dijo:
¿Escucharon que es el invierno más frío en treinta años?, y nosotros yéndonos a Ticlio.
Dije que muchos se atrincheraban con este frío, qué aburrido todo, mejor invernar.
León: Cómo exageran, el problema es el cielo gris, este cielo de tormenta sin tormenta.
Yo: El otro día leí que los países más felices del mundo son los que tienen la más alta tasa de suicidios.
Juane siguió sorbiendo de su lata: No tiene sentido.
Dije: Pero no hay relación entre una ciudad donde siempre llueve y el suicidio.
¿Quién querría matarse si es feliz?, dijo Juane. La cerveza, ahora mismo, es lo único que me hace feliz. Reímos. Comenzó a eructar: A, B, C, D, E, F, G, H. Lo seguimos. Ya nos cuesta completar el abecedario. Cuando debes esforzarte, algo se ha perdido o no.
Pasamos por debajo de otro puente.
¿Alguien se habrá lanzado desde acá?, dijo León.
No lo creo, León filosofando, dije.
Ábreme otra cerveza y no jodas.
De un tacle te la abro, vas a ver.
Muy vivo te crees, ¿no? Los ojos de León sonreían en el espejo retrovisor. Su voz continuó arrogante: Todo el día leyendo, ¿para qué?
Para saber que en Tokio hay salas de aburrimiento.
Juane dijo: El aburrimiento es igual en cualquier parte. Si pudiera viajar confirmaría que todo el planeta duerme en camas. Mira, aunque la cama sea hielo forrado con piel de foca, es una cama. ¿Cómo se viralizaron las camas antes de Internet?, siempre me lo pregunto.
Juane, se nota que estás aburrido, viajando justamente migraban las ideas, le dije. Por el bien de las focas, cállate.
Y en ese momento pasamos junto a un mercado.
León disminuyó la velocidad. Lechugas, tomates, zanahorias, choclos, coles, equilibrados en altos montículos sobre amplias mesas. Varios sacos permanecían en el piso —no era necesario abrirlos—, el mercado estaba muerto. Gallinas corrían locas, libres, ninguna hacia la carretera. Nadie les había enseñado a evitarla. Su curiosidad se conformaba con picotear el mismo suelo raso.
A ver, la pistola, pidió León.
León apuntaba con la izquierda. Siguió manejando con la derecha, manteniéndonos en el carril.
¿Crees que esa vieja está contenta? Los ojos de León me hablaban por el espejo retrovisor. Juane miró a León. Un silencio.
¿Cuál?
La frutera. Esa, pues, la carepasa.
Yo qué sé, no la conozco.
Ni hablar es feliz, mírala bien. Si no quiere estar aquí que no esté.
El cuerpo de León se pegó al asiento. Un pitido inclemente. Su brazo se recuperaba. Mis labios se movían sin articular. Como si hubiera olvidado el lenguaje y sus efectos. León me clavó los ojos. En el espejo estábamos juntos.
Quise gritar: ¡Frena, hijo de puta, me bajo! Solo que este zumbido y el temblor. Si hubiera podido abrir la puerta y saltar.
No sé tú, pero yo estoy aburrido. Aburrido de todo.
Y yo, dijo Juane. Estoy cansado de estar cansado.
Yo también, dije, pero ¿matar? ¿Qué mierda es esto?
No exageres.
Pero León.
Las voces de mis amigos me parecían de fantasmas.
¿Te quieres bajar acá?, dímelo en serio. ¿Eso es lo que quieres? Te lo digo, salta si quieres, yo no voy a frenar. Ni por ti. Ni por nadie.
El carro apestaba a pólvora. El olor de los cohetes en Navidad. Toda la cuadra, una nube livianamente tóxica sobre árboles, veredas, muros, casas. Te pueden destrozar los dedos, perseguir hasta la puerta, convertir tu pantalón en una mecha vertical; era divertido el riesgo.
Ni borrachos harían eso, dije. ¿Quiénes son ustedes? Quiero a mis amigos de vuelta.
No, para nada estamos borrachos. Ese es el punto.
León le dio la pistola a Juane. Juane volteó a verme, en sus ojos brillaba una resolución sin sentido.
¿Qué?, quise gritarle.
La devolvió donde había estado, a mi lado. La observé apenas dos segundos. León, ambas manos al frente, timón y carretera. Una mano de Juane colgaba, jugaba con el aire, el viento la empujaba hacia atrás. Hacia mí. Ligera, incapaz de sostener. ¿Cuándo había nacido esta complicidad? En el mar, en el hueco de una vara de fierro, en una red olvidada, los peces construyen, tienen una casa en cada proa hundida. Nuestra amistad había sobrevivido a cualquier espacio. Mis amigos son un pedazo de hielo flotando en aguas oscuras. Yo no lo vi venir.
Avanzamos paralelos a enormes pancartas, prometían sol todo el año. Precedían a restaurantes clausurados en invierno, a estrechas casas (un solo bloque de cemento sucio, paredes de tierra y cal). Pensé en la mujer, si vivía era un misterio. León sabía que la pistola era un arma.
Todos lo sabían menos yo.
Y si yo no disparé, ¿por qué la culpa? Esto es lo irreparable, me dije, y nace en un lugar muy remoto. Pensé y pensé. ¿Qué podía ocurrirme? ¿Qué se me escapaba? Dije por fin: Y si nos detiene la policía, ¿qué diremos? ¿De quién es la pistola?
Para empezar, aquí no hay patrulleros, ¿o tú los ves? Nadie nos sigue. No pasa nada.
Bajamos del auto.
En vez de nieve, hielo.
Dejen las lunas abiertas, que no se empañen.
¿Y las llaves?
Déjalas ahí. No pasa nada.
Habíamos esperado años por este letrero. Y lo teníamos enfrente.
Era obsoleto. En China otro cruce ferroviario había superado a Ticlio en altura y callé un “ya lo sabía”.
Todo este hielo. De niño había apoyado la lengua en la base del freezer y se me había quedado pegada. Mi madre me jaló la cabeza hacia atrás. Tuve dolor de lengua, un dolor raro, supongo que muy pocos lo han sentido alguna vez.
Algo de blanco sí centelleaba en los picos. Inalcanzable. El escandaloso azul de un cielo explosionando en la montaña. Tiritábamos. Soplamos dentro de nuestras manos, —lo supe— calentarlas así era ya un gesto en tránsito, lo único que compartíamos. Agradecí que ni Juan Enrique ni León hablaran. Los turistas en su fila de ciempiés. ¿La tomas de nuevo?, salen tus dedos en la foto.
El letrero seguía mintiendo y le creían, las palabras se sostenían de palabras.
¿Qué quieres?, me dije. Ellos nunca me harían esta pregunta — continuaban soplando en sus manos de viejos entumecidos—, ni mis padres. Ni nadie.
Sentí el impulso de volver al auto y tomar la pistola. Dispararle al hielo, una bala por cada uno de nosotros. Quebrarlo, patearlo. Zapatos como las cuchillas de los patinadores. Ver las piernas caer al agua helada, ver pasar pantalones sin cuerpos. Quienes caen a un agujero en el hielo intentan salir por un lugar distinto al del accidente. Es un error. El hielo más fuerte es el que soportó todo el peso antes de romperse. Ni siquiera coincidíamos en cómo nos habíamos conocido. En una parrillada, sí. La hora, los detalles, el clima, el diálogo, ¿cuáles? Nos habíamos peleado por esto alguna vez. Puede ser también que yo no olvidase nunca.
Ellos tampoco se quedarían intactos.
Bajé la luna. Calenté el motor. Corrieron hacía mí.
Me miraron.
Dejé de verlos.
Estiré las piernas sin esfuerzo. Me imaginé llegando por primera vez a la selva. El sol rompiendo las nubes y las nubes como brazos de niños alcanzándose en ronda. La vegetación. ¿Dónde estoy ahora?, y los extraños respondiendo cualquier cosa con tal de responder.

This entry was posted on 30 septiembre 2023 at 19:58 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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