Adela Zamudio - "El vértigo"

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Novelista, poeta y cuentista boliviana. Su poesía ha sido enmarcada en el neoromanticismo. Su única novela, Íntimas, de 1913, está considerada la primera novela feminista de Bolivia.
En vida solo publicó tres obras, todo lo demás fue publicado póstumamente.
Este cuento está incluido en el volumen Cuentos breves publicado en 1943.


A un prado, nunca hollado, en que la grama formaba selva espesa y sobre la cual se erguían, a modo de palmeras, esbeltas umbelíferas, había acudido la multitud a festejar la llegada de la risueña Diosa Primavera.
Era la fiesta anual, siempre la misma. La hermosa palingenesia de un mundo efímero que resurgía una vez más bajo el influjo de la estación.
Los gérmenes, rasgadas las paredes de su cárcel, se alzaban impacientes. Las larvas despertaban. Había llegado la hora del tránsito dichoso hacia la luz.
En aquella mañana esplendorosa, grandes y chicos, hermosos y grotescos, todos en traje de gala, mezclados, confundidos, en huelga universal, flotaban con delicia en el ambiente saturado de efluvios húmedos y tibios.
Todas las clases se hallaban representadas en la revuelta y heterogénea muchedumbre. Veíanse allí coleópteros togados, que, perdiendo de pronto su gravedad, desembozaban sus hélitros rígidos y ahuecados, para estirar la gola encarrujada de sus frágiles alas interiores; saltarinas y tijeretas, ortópteras que abrían sus abanicos semejantes a serpentinas; lujosas lepidópteras de todo género: ya pesadas y airosas como majas, ya ligeras como grisetas; todas pintarrajeadas de carmín o cubiertas de polvo de oro.
Aquí y allí se pavoneaban los himenópteros bronceados, entre los cuales descollaba el tábano zumbón; y en fin, en todas partes, la turba alegre de pilluelos, los mosquitos, igualmente malignos y zumbones. Diseminados en inmensa muchedumbre, avanzaban también, un poco temerosos de un golpe inesperado de la policía, los socialistas de baja estofa: polillas, saltamontes y gorgojos, y sus audaces colaboradoras: la altisa y la filoxera.
De repente, provocando un murmullo general, presentábase alguna celebridad: alguna noble inventora, de esas que dotaron a la industria de productos útiles: una crisálida benemérita, antiguo gusano de seda, que acababa de darse a luz convertida en mariposa –una abeja reina y sus obreras− una modesta cochinilla, tipo de abnegación; o bien, una simpática legación de hormigas aladas en su sencillo traje diplomático.
Y en torno de esa pléyade brillante, la multitud anónima: miríadas de animaluchos sin nombre, incubados en la inmundicia, girando hacia los centros en que anhelaban ser…
Abajo, en las sombrías avenidas de la floresta de grama, se paseaba asimismo la multitud pedestre: miriápodos y arácnidos y entre ellos, más de un sujeto de siniestra catadura –torva la horrible mirada de ocho ojos y oculto el aguijón envenenado, dispuesto a herir.
La fiesta, pastoril en la mañana, habíase convertido al declinar la tarde en carnaval frenético. Grupos de chupadoras aclamaban a la diosa rindiendo culto a Baco en el cáliz sabroso de las flores. La inmensa mascarada, ensordecida por su propio zumbido universal, iba y venía en corso inacabable alrededor del prado. Allá ruidosa y estridente estudiantina de cigarras –aquí grotesco grupo de panzudos moscardones ceñidos de luciente tornasol azul y verde, agitando sus alas de velillo a guisa de panderetas. Más lejos saltarines y tijeretas, o bien, comparsa alegre de mariposas luciendo luengas faldas cuyos colores chillones contrastaban con el tocado aristocrático de las neurópteras de breves alas y figura esbelta.
Junto a aquel prado corría un arroyo de dos metros de ancho, que para aquellos seres diminutos tenía el aspecto de un río navegable. Muchos sedientos hundían la trompa en su corriente. No lejos de la orilla, bajo una piedra sombreada por una obscura parietaria, bohemio artista, un grillo, tranquilo espectador de aquel tumulto, ocultaba su pobre traje y su figura desgarbada.
Caía la tarde. Luciolas diligentes encendían ya focos de luz. La fiesta iba a concluir. Un soplo de la brisa estremeció un rosal que inclinaba sus flores sobre las aguas. Cayeron varios pétalos. Una pálida libélula llegó volando a la orilla; plegó sus alas de tul y se dejó caer rendida en la concavidad de un pétalo de rosa. La frágil embarcación, con su pequeña carga, se balanceó un instante en un remanso y luego huyó arrastrada por la corriente.
El grillo exhaló un débil “cri-cri” y, a pequeños saltos, se internó en la selvática espesura de grama donde reinaba ya profunda sombra.
De vez en cuando, un tímido rayo de luna, deslizándose por el follaje, alumbraba sus pasos. El solitario se internó cada vez más en la floresta que, en aquella hora, solo inspiraba pensamientos tétricos. No halló un transeúnte; todos se habían marchado a descansar.
Vagaba así, cuando de pronto vio destacarse encima de la selva la blanca bóveda de un extraño edificio, especie de rotonda, de estilo arquitectónico difícil de reconocer. Siguió avanzando hasta tocar sus muros medio ocultos en aquel mar de verdor. Habíase despertado su curiosidad y en un breve paseo de circunvalación no tardó en descubrir su portada vivamente iluminada por la luna. Consistía esta en dos óvalos o claraboyas situadas a cierta altura y equidistantes de otra abertura más baja, especie de ajimez, cuyo tabique central se hallaba medio derruido. El soportal que defendía la entrada del edificio era una galería saliente en forma de herradura, que en vez de capiteles, superior e inferior, ostentaba una serie de arabescos, a modo de estalactitas y estalagmitas, labradas en una materia más dura y blanca que el resto del edificio.
El intrépido paseante dio dos brincos hacia adentro. Reinaba un gran silencio. Sombras medrosas invadían los rincones. Los rayos de la luna, a través de las dos singulares claraboyas, adquirían la tristeza pavorosa de la mirada de un moribundo. Su reflejo en el interior de la bóveda difundía cierta vislumbre que permitía distinguir los objetos. En medio del pavimento se destacaba la negrura de una cavidad profunda como un pozo.
En el fondo de aquel subterráneo resonaron pasos y una voz preguntó:
—¿Quién va?
Era un escarabajo que avanzó lentamente.
El feo conserje, sometido a un largo ayuno de conversación, se mostró afabilísimo.
—Supongo que querrá usted pasear por las ruinas –dijo–. Sígame y medite lo que va de ayer a hoy. Esa bóveda desierta, en cuya concavidad resuena el eco de nuestros pasos, abrigó en otro tiempo multitud de celdas que fueron centros de prodigiosa actividad. Dentro de sus tabiques se produjeron las más elevadas manifestaciones de la vida. Era una construcción ligera, alojada inmediatamente debajo de la bóveda. Estaba simétricamente compartida en dos departamentos laterales y cada uno de estos, en tres divisiones rodeadas de una sucesión de celdas, en galería cerrada, llamadas de circunvalación. Ambas alas de la construcción, unidas por el puente de Varolio (llamado así, sin duda, por el arquitecto que lo construyó), constituían lo que podría apellidarse la Oficina Central, por hallarse en ellas el centro motor de un admirable sistema de hilos conductores que las ponían en comunicación con el exterior. En ese hueco que ve usted ahí, un poco más abajo de la Oficina Central, se hallaban sus dependencias.
En ellas se atendía al movimiento de la planta baja del edificio. Los hilos conductores se entrecruzaban a la altura del puente, poco más o menos, de modo que la planta baja izquierda comunicaba con el departamento derecho de la Oficina, y viceversa.
—Si usted quisiera asomarse a esa obscura escotilla –continuó–, por donde acabo de subir, podría ver uno o dos peldaños que aún existen de la gran escalera que conducía a los extremos inferiores del edificio. Cada peldaño estaba horadado en su porción posterior, de modo que, acopladas todas las cavidades, coincidían formando un canal en que estaba el haz de hilos conductores de que he hablado.
En el pavimento de las divisiones de ambas mitades de la Oficina, se hallaba el acueducto de Silvio. Cerca del puente de Varolio se alzaban las pirámides: las anteriores y las posteriores. Lástima que todas esas maravillas arquitectónicas hubieran sido labradas en materia poco consistente. Hoy todo eso se ha derrumbado y solo queda, como usted ve, la parte sólida del edificio.
La larga explicación del amable conserje había llegado a interesar al visitante, que le escuchaba con atención.
—Fíjese en ese pavimento –continuó–. Por su forma particular ha sido comparado a un gran murciélago. Mire usted, consta de un cuerpo central y dos alas que se extienden hasta tocar los dos muros laterales. Este admirable entresuelo sujeta las numerosas piezas de la portada uniéndolas a la bóveda.
Ese montón de escombros que ve usted ahí, en el fondo del ajimez, era una celosía acribillada de agujerillos: las corrientes de aire, al chocar con las paredes interiores del ajimez, tapizadas de fina tela, enviaban hacia adentro los átomos odoríferos, conducidos por hilos finísimos que, atravesando los innumerables agujeros, se unían adentro en dos cordones.
Era este el primer par de cordones de los muchos pares que comunicaban la Oficina Central con los diversos puntos del exterior. La fuerza activa que obraba en ellos no era precisamente el fluido eléctrico, pero sí algo muy parecido. Obraba de dos modos: transmitiendo las noticias sensacionales del exterior a la Oficina Central, donde se hacía conciencia de ellas, e impartiendo las órdenes de la Oficina a las extremidades del edificio.
Cada una de las aberturas de la portada transmitía un orden de noticias, diversas según la región de donde procedían. Por esas dos claraboyas cuyos cóncavos, hoy vacíos, se hallaban entonces revestidos de lindas vidrieras y cortinas, penetraban las llamadas vibraciones luminosas. Vibraciones de otro género eran transmitidas por otro par de cordones que partían de dos aberturas situadas en los muros laterales, equidistantes de la portada.
—Si usted quisiera molestarse, le enseñaría.
Salieron por el ancho soportal adornado de estalactitas y estalagmitas de marfil, y torcieron hacia la derecha. Aquella porción lateral del muro sobresaliente de la bóveda formaba, casi a la altura de las claraboyas, una especie de azotea, prolongada hacia atrás.
—Esta azotea –dijo el escarabajo– llevó en otro tiempo el pomposo nombre de Arco Cigomático. Eran dos: una a cada lado de la portada. En ellas tengo dos observatorios. Desde aquí me entretengo en contemplar las puestas del sol o en contar las estrellas en las noches claras.
Se detuvieron en un punto en que la parte saliente terminaba y el muro ofrecía a la vista una especie de nicho. Penetrando en él recorrieron un callejón que los condujo a una reducida estancia donde yacían amontonados varios objetos: un yunque, un martillo, un estribo y un lente.
—Usted se figurará estar en un taller de herrería –dijo el escarabajo–, pues nada de eso; a lo que esto podría compararse con más propiedad es a una oficina telefónica, aunque el aparato que va usted a ver, más tiene de fonógrafo que de teléfono. Asómese a esa ventana oval, o a esta otra redonda, y procure ver hacia adentro. Descubre usted una bocina un poco inclinada hacia abajo. Esa es la Trompa de Eustaquio.
¿Ha aplicado usted alguna vez el oído a la concha de un caracol? Se halla lejos del mar; y no obstante, se escucha en su interior el rumor de las olas.
Un fenómeno semejante, en apariencia, aunque de muy distinta naturaleza, se produce aquí. No hay vida adentro ya, pero las membranas que recibieron y conservan la impresión de los antiguos sonidos, aunque muy estropeadas, siguen funcionando –el aire los despierta. La cara interior de la bóveda hace de lámina vibrante que los reproduce y la ilusión es completa. Haga usted la prueba.
El grillo aplicó el oído. En los primeros instantes solo percibió un ruido sordo acompañado de una resonancia cada vez más fuerte –luego un lejano rumor de colmena que fue creciendo y complicándose hasta dar la idea confusa de un gran tumulto. A medida que se escuchaba, se comprendía mejor. Era aquel todo un mundo exterior reflejado y repercutido adentro, que se reproducía en mil escenas simultáneas, y al mismo tiempo, toda una vida interior, subjetiva, recóndita, que seguía vibrando intensa y dolorosamente.
La sorda resonancia fue convirtiéndose en prolongada aspiración, en un ansia inacabable, de cuyo fondo surgieron aleteos de alas palpitantes que se encumbraban al infinito, ruido de caídas, ecos de abismo, clamores de ángel, jadeos de bestia, rugidos, estertores, risas, sollozos…
El grillo se sintió acometido de un malestar repentino. Dio un paso atrás. Su cabeza vaciló y teniendo apenas tiempo para despedirse, huyó desatinado dando traspiés. Después, con un esfuerzo supremo, se lanzó a grandes saltos hasta caer sin aliento muy lejos del siniestro paraje.
Le recogieron sin conocimiento. Su prolongado vértigo, del que apenas pudieron despertarle, alarmó a todos. Sus amigos, sospechando la causa del accidente, le hablaban de la pálida libélula, reina del corso, que la tarde anterior había huido delante de sus ojos, como ensueño irrealizable. El triste enfermo callaba y sonreía. Sentía que su dolencia era incurable. Se hizo misántropo.
Solitario cantor de las ruinas, en su flébil gemido, desde entonces, solloza, no ya el alma inocente de un insecto, sino la hipocondría de un demente iniciado en los secretos humanos.

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