Elena Soriano - "La abuela loca"

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Novelista, cuentista y ensayista madrileña. Se la incluye en la Generación del 50 con autoras como Carmen Martín Gaite y Ana María Matute. Fue una autora vetada y censurada por la dictadura franquista (no se le permiió terminar sus estudios universitarios por "roja" y la primera novela -"La playa de los locos" de 1955- de la trilogía Mujer y hombre fue prohibida y no se reeditó hasta 1985. Dirigió y publicó la revista cultural "El urogallo", en la que colaboraron autores de la talla de Pablo Neruda, Blas de Otero, Salvador Espriu, Jorge Guillén, José Ángel Valente, Francisco Ayala, Marguerite Duras, Emil Cioran o Ernesto Sabato, también con constantes problemas con la censura de la dictadura. En 1972, Carlos Saura dirigió la película "Ana y los lobos" en la que gran parte del guion es un plagio de su novela "Caza menor" de 1951, pero, aunque la Sociedad de Autores le dio la razón, no ocurrió nada. Es una de esas autoras que, pese a su importancia, han quedado ocultas al público y a los manuales de literatura.
Este cuento, de 1953, pertenece al volumen "La vida pequeña. Cuentos de antes y de ahora" publicado en 1989 y que recoge varios de sus cuentos escritos desde 1949 hasta 1989.


La abuela está loca. Todos la miran con lástima y con burla cuando se pone a recorrer la casa de arriba abajo, escudriñando los rincones como si buscara algo perdido, quedándose largas horas sentada en los sitios oscuros, gesticulando sin cesar con su arrugado rostro renegrido, murmurando, con su boca desdentada, palabras que nadie logra entender.
La abuela está loca. La nuera se lo dice a voces, perdida la paciencia, cuando al menor descuido, la vieja echa ceniza en el puchero, o tira una silla al pozo, o se pone a perseguir a las gallinas con un palo hasta desgraciar alguna.
La abuela está loca. Los chicos se lo repiten a coro, entre carcajadas, cuando, después de cantar y de jugar al corro con ellos, se harta de pronto y se pone a darles pescozones y patadas, repudiándolos.
— ¡Malditos, malditos!
La abuela está loca. Todo el pueblo lo sabe. Y como no se la puede dejar sola y los niños son todavía pequeños, cuando el hijo y la nuera tienen que irse a las faenas del campo, los dejan a todos en la calle, a la misma puerta de la casa, encomendados a las vecinas. Pero las vecinas, atareadas con sus quehaceres y sus chismorreos, no pueden ocuparse de ellos mucho tiempo. Y para descargarse, dicen a los niños:
—Tened cuidado de la abuela.
Y a ella, para que no se amohíne, también le dicen:
—Tenga mucho cuidado con los niños, ¿eh?
La abuela dice que sí, y se sienta, muy conforme, en un posón de esparto, con unas tijerillas y un montón de trapos en el regazo. Y se pone a recortarlos con mucha aplicación, torciendo un poco la sumida boca cuando tiene que hacer fuerza con la tijera sobre alguna tela dura. Sin alzar la cabeza ni un momento, mascullando a ratos su palabrería confusa, corta y recorta sus retales en trocitos pequeños, cada vez más pequeños, hasta reunir en el halda un montón de confeti multicolor, que contempla y palpa con embeleso. Absorta en su faena, se olvida por completo de los niños.
Los niños se entregan libremente a hacer diabluras: trepan por las rejas de los vecinos, desgarrándose los pantalones; atrapan lagartijas y les cortan el rabo para verlo saltar solo; se pelean rabiosamente; se revuelcan en el charco que hay junto al abrevadero; se arrojan botes llenos de tierra, afirmando que son bombas; se cuelgan en la trasera de los carros que pasan con mies... Hasta que, cansados de sí mismos, se acuerdan de la abuela: corren hacia ella en tropel y, sin darle tiempo a resguardarlo, le arrebatan su tesoro y lo tiran a puñados hacia lo alto, sobre ella misma, salpicando de colorines su canosa cabeza y su vieja toquilla verdinegra. Entonces, la abuela chilla furiosa, como una rata en el cepo:
— ¡Malditos, malditos! ¡Iros de aquí, malditos...!
Los niños no hacen caso y la empujan a un lado y otro, como a un tentempié, y luego tiran de ella entre todos y la levantan del serijo y, colgándose de sus brazos y su falda, la hacen girar en molinete —las canillas, flacas y desnudas, asomándole tristemente, atadas por las cintas de las alpargatas negras— hasta que, mareada, se deja caer en el suelo, como un rebujo flácido y oscuro, del que salen carcajadas y sollozos indistintos.
— ¡Abuela loca, abuela loca! —gritan los niños, crueles y cariñosos, echándose de bruces sobre ella, sin dejar de reír...
¡Tararí, tararí...! Plan, rataplán, plan... Chum, tatachum, chum... ¡Tarariiii...!
— ¡Los títeres, los títeres!
Los niños abandonan su presa en el acto y echan a correr calle abajo. Y las vecinas salen de sus casas, precipitadamente, con los ojos brillantes, despejados del opaco tedio pueblerino, y también se van corriendo hacia la diversión insólita que anuncian el clarinete, el bombo y el platillo con jocunda desarmonía.
La abuela se ha quedado sola, sentada en medio de la calle, donde la sombra vespertina ensancha su caudal. Se incorpora ágilmente y se queda quieta más de un minuto en el mismo sitio, mirando a todas partes con estupor, contrastando el bullicio que se aleja y se aglutina hacia el centro del pueblo con el silencio que, viniendo del campo, se dilata elásticamente y le permite respirar y pensar. Luego se cruza la toquilla sobre el liso pecho, se aparta de la frente una greña de sucia plata con hilachas de colores enredadas y, de repente, haciendo un visaje de alegría pueril, echa a andar. Echa a andar con suma ligereza, con seguridad y decisión, en dirección opuesta a la que tomaron los demás, desdeñando la llamada estridente y jovial de los titiriteros.
Transpone las tapias de los últimos corrales, atraviesa las eras donde empiezan a amontonarse las gavillas y sale al camino hondo, herida centenaria, pero siempre fresca, sobre el pecho de la colina. No se encuentra con nadie. Sigue andando cada vez más de prisa, no por recelo de ser perseguida, sino más bien por la ilusión de llegar a alguna parte, de alcanzar una meta confusamente presentida. Sus ojos azules, de un azul tan limpio y nuevo que sorprende en un rostro tan mohoso y marchito, miran sólo hacia delante, con la inefable impavidez que únicamente los locos y los niños pueden poseer. Sigue andando. Gesticula y murmura con más exaltación que nunca, pero con más coordinación también. Culmina el misterioso simbolismo de los cifrados mensajes de su razón al mundo. Sigue andando. Camina con un paso tan rápido, que ni un muchacho de veinte años lo podría igualar. Va, como entre dos murallas, entre los altos ribazos, sobre los cuales asoman y se agitan los trigales como infinitos dedos que responden a los gestos de sus manos, que replican a su voz cascada con un cuchicheo que sólo ella puede comprender. Sigue andando. Arriba, el cielo pasa como un río invertido, lento, fresco y azuloso; pero abajo, ella, acalorada, casi corriendo ya, camina sobre la tierra ensombrecida, mientras desde su pecho a su cabeza se va formando un nudo, un nudo tirante y duro que ata el pasado y el presente. Es un nudo tan prieto que la ahoga: tiene que detenerse para tomar aliento y se deja caer sobre el ribazo. Entonces, por primera vez mira en torno, con sus ojos azules lúcidamente dilatados. Y todo lo reconoce: el lugar, la hora, la luz malva y verdosa del crepúsculo, los ruidos apagados sobre el campo, como diluidos en tiempo y en espacio: el ladrar lejanísimo de perros, el grito de un hombre a sus muías, el tañido de una esquila temblona, el graznido de un cuervo al encontrar carroña... Y, más concreto e inmediato, sobre su cabeza misma, en lo alto de la linde, el rumor de las mieses maduras y resecas, susurrando su complicidad, emanando su excitante olor tostado, el olor másculo y acre del sudor de los segadores. ¡Aquí, aquí, en este mismo instante! Ella y el nietecillo, sentados en la agostada hierba. Los dos callados y tranquilos, descansando de la caminata en el tibio y umbroso silencio... El niño sonríe y restriega su naricilla mocosa contra el delantal de la abuela... De pronto, rompen su paz purísima las voces... Entre el susurro fútil de las mieses, caen las voces, tenues y tremendas: la voz de la mujer, suspirante y cariciosa, y la voz, furiosa de placer, del hombre, diciendo el nombre de ella delirantemente... (La abuela se yergue, rígida, sintiendo que se aprieta el nudo entre su corazón y su cabeza.) Y el niño quiere ponerse en pie, con alegre sorpresa:
—Made... Made... Made t'ahí.
Lo dice ahiladamente, con su media lengua floja. Y quiere trepar por el ribazo. Pero la abuela le tapa la boca con precipitación y lo aprieta entre sus brazos y le habla bajito sobre el oído desesperadamente:
— ¡Calla! ¡No, no es madre! ¡Calla, calla, no es madre...!
Y las voces inexorables —la voz dulzona y cantarina, familiar, odiosa, inconfundible; la voz desconocida, forastera, ronca de pasión, repitiendo el nombre de ella— caen sobre la cabeza de la abuela, se escurren por su garganta abajo como un doble nudo corredizo, asfixiante. Arrastra al niño por el hondo camino, tapando la boca pura e insobornable, que sigue balbuciendo:
—Made, made. Made t'ahí.
— ¡Calla, calla, maldito! No es la madre. ¡Cállate!
Cuando el niño calla, al fin, y, asustado, llora sin ruido, ella se para jadeando y mira a todas partes como ciega. Y es él quien tiene que guiarla entre tinieblas, hasta el pueblo, hasta la casa, donde la abuela entra haciendo por primera vez gestos extraños, diciendo cosas incomprensibles, riendo y sollozando a un tiempo.
Ahora vuelve a reír y a sollozar de nuevo, cuerdamente. Pero el doble nudo aprieta cada vez más fuerte dentro de su pecho, hasta derribarla en el ribazo, cara a las estrellas, que acaban de brotar en lo alto. Sobre su corazón parado salta un grillo y se pone a serrar dulcemente el silencio nocturno.

This entry was posted on 16 septiembre 2023 at 21:38 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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