Paloma Díaz-Mas - "Agueda-Agata"

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Novelista, cuentista y ensayista española. Como investigadora trabaja en los campos de la literatura del Siglo de Oro y de la cultura sefardí. Es miembro de la Real Academia Española.
Este cuento pertenece al volumen "Nuestro milenio" de 1987.



Para quienes lo hayan hecho alguna vez.
Era cinco de febrero y aquel día le daba la oportunidad de nombrarla muchas veces. Exhibiendo, por ejemplo, su erudición de aficionado al folklore que recuerda cómo, ese día, las mujeres se erigen en alcaldesas y toman el mando y el imperio de muchos pueblos y queman bausanes de paja que representan al hombre opresor y traidor como un judas. Y cómo las madres lactantes se postran ante los altarcitos de la virgen de los senos cortados para ponerle una candela de rizada cera y pedirle buena leche. Y cómo los jóvenes varones, reunidos en círculo, fecundan la tierra con el golpe rítmico de sus recios báculos, mientras cantan en vieja lengua la historia de la muchacha martirizada.
Otras veces había sido la pequeña y sólida capilla de la plaza del Rey la que le había dado la oportunidad de nombrar el nombre de Agueda, latinizado en una construcción gótica por cada una de cuyas gráciles arquivoltas trepaban las sílabas del amado nombre, a cada uno de cuyos pilares surcados de nervaduras se adosaba la adorada palabra: Agata. La capilla de Santa Agata.
Hacía ya dos años que Agueda -en una noche amarga e inolvidable de frustrado amor- había apartado los labios de los suyos e, incapaz de explicar el porqué, había balbucido simplemente que no, un no tenue pero helador que él jamás pudo desentrañar ni con ruegos, ni con súplicas, ni con preguntas, ni con la feroz aunque infructuosa persecución a que la sometió todavía durante otro año.
Dos años después de aquel no que era como un terremoto en voz baja, como un cataclismo susurrado, descubrió que le aliviaba el dolor del amor nombrarla en voz alta, especialmente si alguien podía oírle. Fue un título de novela dicho casi al azar (Agata ojo de gato) lo que le dio la oportunidad de ver brotar de sus propios labios, de la manera más impensada, el nombre de Agueda-Agata. Y sintió que el adorado nombre hallado por casualidad en una frase trivial no sólo no le acrecentaba la punzada como de quemadura que le venía acompañando desde hacía tiempo, sino que, muy al contrario, el nombre así dicho le valía como anestesia para su siempre abierta -aunque oculta- herida, y que era como si poseyendo su nombre y la posibilidad de nombrarla, y de que otros le oyeran, la poseyera un poco a ella y se le disolviera algo, en aquel momento de posesión, aquel no tan inexplicado como inexplicable.
No pasó un día sin que la nombrase, pretextando el título de un libro, una mártir de pechos ensangrentados que se descogaba del calendario para hacer un milagro particular, una piedra semipreciosa de mil irisadas y fulgentes variedades. Al fin, temiendo ser descubierto, rastreó los diccionarios en busca de nuevos pretextos para nombrarla. En verdad, quitando las piedras preciosas, la novela a la que daban título, la mártir patrona de mujeres y la capilla a ella dedicada, pocas eran las oportunidades de repetir el nombre sagrado sin remitirse a mundos exóticos e imposibles, ausentes por lo común de la conversación cotidiana: sólo con grandes esfuerzos logró enquistar en el discurso una alusión a los marroquíes aguedales, que imaginaba como laberintos de jazmines y pintados pabellones; más difícil aún le resultó aludir, sin despertar sospechas, a las propiedades medicinales de la amarga corteza de la aguedita, que combate la fiebre (y, tal vez, la fiebre de amor). Y alguna sorpresa causó un día entre sus conocidos y amigos oírle una disertación sobre el pino kauri, nombrándolo por su nombre botánico: agathis australis.
Su discurso se pobló de Aguedas-Agatas que se deslizaban insidiosamente en la conversación metamorfoseadas bajo la forma de piedras de colores, de árboles frondosos, de irisados cantos que duermen en el fondo de los claros ríos, de concéntricos círculos de variadas tinturas, de exóticos jardines y figuras de imaginero. Y, tras cada nombre que brotaba como una flor efímera que se marchita en un instante, escrutaba los rostros de los interlocutores: rostros planos e inexpresivos que no acusaban ninguna emoción al oír la palabra que se había estado guardando quizás durante horas, para soltarla al descuido y que volase como vuela un globo escapado de la mano de un niño; elevándose por encima de las cabezas más altas que, inadvertidas, ni siquiera se levantan para contemplar el vuelo majestuoso del objeto libre y sin rumbo: simplemente, ni siquiera se dan cuenta de que algo insólito -el inicio de la aventura del globo solitario- acaba de ocurrir; sólo el niño de cuya mano se deslizó (tal vez adrede) el delicado cordel sabe que el globo vuela, y alza la vista para ver cómo se aleja, cómo se convierte en un puntito, cómo se pierde ya.
Habían pasado cinco años desde que surgiera, en dichosa casualidad, la primera Agata de sus labios. El día había estado vacío de posibilidades de nombrar a Agueda, pese a que él había espiado concienzudamente cualquier oportunidad, había oteado meticulosamente el horizonte de las frases triviales para deslizar entre ellas el sésamo ábrete de aquel nombre ya mágico, cada vez más independiente de la realidad a la que se refería. Pero nada, ni una posibilidad de jugar de nuevo a esconder entre el torrente de las palabras del día la única que de verdad le interesaba pronunciar.
Se acostó tarde, y ni aun con la deliberada demora el cansancio logró hacerle dormir. La alcoba parecía sumida en una angustia de silencio opresor -sin tictac siquiera de relojes- en el que de nada valía repetir en voz baja el deseado nombre: inútil nombrar si no hay quien nos escuche, aunque no sea capaz de captar la presencia de lo nombrado.
Al fin, se levantó descalzo, guiándose en el suelo por la rayada luz irreal -escala mágica de rayos, o haz de relámpagos yacentes- de la farola urbana filtrada por entre las tablillas de la persiana. Marcó, tembloroso, empapado en sudor y tiritando casi, un número de teléfono. Preguntó por Agueda. Una voz soñolienta y malhumorada le hizo saber que Agueda no vivía allí. Colgó el auricular aliviado, satisfecho por no haber roto ni un solo día su hábito -hábito ya imposible de desnudar, pegado ya a su piel- de nombrar a Agueda al menos una vez. Se durmió con la paz de saber que alguien había escuchado, en un número de teléfono marcado al azar, el nombre de Agueda y que incluso -suprema felicidad- había sido capaz de repetirlo para él.

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