Xiao Hong - "Las manos"

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Novelista, cuentista y ensayista china cuyo nombre real era Zhang Xiuhuan que luego se cambió a Zhang Naiying (también utilizó el seudónimo de Qiao Yin). Pese a la cortedad de su obra (falleció con 31 años) esta considerada como “la diosa de la literatura china de los años 30”. Sus textos siemrpe tienen una parte autobiográfica y muestran las injusticias de la vieja sociedad china.
El cuento fue escrito en 1935 pero desconozco dónde fue publicado por primera vez. Ha aparecido en español en varias antologías como la editada por Liljana Arsovska, "Vidas. Cuentos de China contemporánea" de 2013.
La versión es la de Tu Xiaoling.


Entre mis compañeras de escuela nunca había visto un par de manos como aquél: azul, negro y violeta, colores que cambiaban desde las uñas hasta los antebrazos.
Apenas llegó la apodamos “el Engendro”. Entre clases corríamos a su alrededor, pero nunca nadie le preguntaba por sus manos. Mientras la maestra pasaba lista no podíamos contenernos y en el salón estallaban las carcajadas.
—¡Li Jie!
—Presente.
—¡Zhang Chufang!
—Presente.
—¡Xu Guizhen!
—Presente.
Una tras otra se iban levantando y sentando con rapidez y orden. Sin embargo, cada vez que se oía ¡Wang Yaming! se perdía un poco de tiempo.
—¡Wang Yaming! ¡Wang Yaming! ¡Te están llamando!
Ella se ponía de pie después de haber escuchado el apremio de las compañeras.
—¡Presente, presente, presente! —contestaba mirando hacia el techo y con las oscuras manos pegadas al cuerpo.
Sin importar las burlas, nunca perdía la calma. Acomodaba la silla produciendo agudos rechinidos y se sentaba con solemnidad. El proceso parecía durar varios minutos. En una clase de inglés la maestra se rió tanto que tuvo que quitarse las gafas para frotarse los ojos:
—No respondas más “hei er”, di presente. Si contestas con eso de “hei er” parece que dices “oreja negra”. Di “presente”.
Todo el grupo soltó la carcajada dando fuertes zapatazos en el suelo. En la misma clase del día siguiente oímos de nuevo el “hei… er…, hei… er”, oreja negra, oreja negra.
—¿Habías estudiado inglés antes? —preguntó la maestra ajustándose las gafas.
—Es la lengua inglesa, ¿no? Estudiar, estudiar, lo he estudiado un poco con un maestro cacarizo; pencil suena como “vomitar seda”, pen suena como “bacinica”, pero nunca me dijo que here sonara como “oreja negra”.
—Here significa aquí. Di here, here.
—Gire, gire —intentó pronunciar.
Su extraña pronunciación nos hizo reír hasta temblar. Sin embargo, Wang Yaming se sentó con calma, abrió con aquellas manos oscuras una nueva página del libro y empezó a leer en voz baja: Wate… t(h)is… ar(e)…
En las clases de matemáticas leía las fórmulas como si estuviera leyendo un texto de filología: 2x + y = … x2 = …
En el comedor, con el pan entre sus oscuras manos, murmuraba lo aprendido en geografía:
—En México abunda la plata… Yunnan… mmm, mármol.
A media noche estudiaba en el baño. Al amanecer ocupaba las escaleras. En cualquier lugar con un poco de luz la veía estudiar. En la madrugada de un día nevado, con árboles vestidos con borlas de terciopelo blanco, en el fondo del largo pasillo, alguien parecía dormir en el borde de la ventana.
“¿Quién será? ¡En un lugar tan frío!” Mis zapatos de cuero sonaban a cada paso. El silencio reinaba en la escuela como todas las mañanas de domingo. Unas compañeras se arreglaban y otras seguían durmiendo.
Al llegar a su lado vi cómo el viento hojeaba un libro sobre sus rodillas. “¿Quién será que ni en domingo descansa?”. Cuando la iba a despertar vi las manos oscuras.
—Wang Yaming, ¡despierta! —Como nunca la había llamado por su nombre tuve una sensación extraña.
—Je je… ¡Me quedé dormida! —Siempre que iba a hablar comenzaba con una risa ingenua.
—Wate… t(h)is… yu… ar(e). —Apenas veía las palabras en el libro, empezaba a leer.
—Wate… t(h)is. ¡Qué difícil es el inglés! Totalmente diferente a los caracteres chinos, con sus radicales y partes fonéticas. Las letras del inglés, con tantas curvas parecen reptiles que se arrastran en mi cerebro; entre más se arrastran más me confunden y menos logro memorizarlas. Dice la maestra que el inglés no es difícil, y veo que tampoco lo es para ustedes, pero yo soy una persona limitada. Los campesinos no somos tan inteligentes como ustedes. Mi padre es aún peor. Dice que de chico, para aprender su apellido Wang, tardó el tiempo que dura media comida, sin conseguirlo.
—Yu… ar(e)… Yu… ar(e).
Apenas terminaba una oración completa seguía con palabras sueltas.
El molinillo colgado en la pared giraba incesantemente movido por el viento que entraba por el tragaluz, acompañado por copos de nieve que caían en la ventana y se derretían convirtiéndose en rocío. Las venas rojas en sus ojos cansados reflejaban un espíritu incansable y tenaz, que igual que sus manos negras perseguía anhelos difíciles de conquistar. La encontraba por los rincones, en lugares poco iluminados; parecía un ratón, siempre royendo algo. Cuando por primera vez vino su padre a visitarla, le dijo:
—¡Qué bárbara! Engordaste. Acá comes mejor que en casa, ¿no? ¡Trabaja duro! En tres años, aunque no logres ser sabia, comprenderás mejor los asuntos del hombre. A la semana siguiente todas imitaban el modo de hablar de su padre.
La segunda vez que vino su padre, Wang Yaming le pidió un par de guantes.
—¡Te dejo los míos! Tú sólo estudia bien. ¿Por qué no te iba a comprar un par de guantes? Espera… Toma los míos. ¡Se aproxima la primavera! Yo no salgo con frecuencia. El invierno que viene te compraremos un par nuevo, ¿de acuerdo?
Una multitud de alumnas se había reunido en la puerta de la recepción. El padre siguió:
—Tu tercera hermana fue a la casa de su segunda tía; va a estar allí dos o tres días. Damos a los puerquitos dos puñados más de granos cada día; no te imaginas lo gordos que están; hasta se les paran las orejas… Tu hermana mayor regresó y preparó dos platos de puerros salados.
Hablaba y hablaba, y comenzó a sudar. La directora se abrió paso entre las curiosas:
—Entren y hablen en la recepción, por favor.
—¡No, no, gracias! No me puedo demorar. Debo alcanzar el tren, tengo que regresar a casa cuanto antes. Estoy intranquilo por los niños.
Con su gorra de cuero en la mano saludó con la cabeza cubierta de sudor mientras abría la puerta y salía como si lo hubieran corrido. De pronto volteó y se quitó los guantes.
—¡Papá, quédatelos! A mí no me sirven.
Las manos del padre eran todavía más grandes y más negras que las de su hija. En la sala de lectura, Wang Yaming me preguntó:
—Dime, ¿es cierto que cobran por hablar sentados en la recepción?
—¿Cómo que cobran? ¿Por qué van a cobrar?
Como señalando el periódico que yo leía dijo:
—Baja la voz. De nuevo se burlarán de mí si nos oyen. Me lo dijo mi padre. Allí ponen tetera y tazas. Si entras, el empleado te servirá el té y te lo cobrará.
Le dije que no era verdad, pero no me creyó. Decía que por tomar un tazón de agua en las fonditas debes dejar propina, “¿por qué en la escuela no iban a cobrar? Toma en cuenta lo importante que son las escuelas”. La directora la regañó varias veces:
—¿Es que no puedes lavarte bien las manos? ¡Usa más jabón! Lávatelas bien, con agua caliente. Durante los ejercicios matutinos se levantan centenares de brazos blancos, solamente las tuyas se ven diferentes. Cautelosamente, la directora tocó las manos de Wang Yaming con sus dedos pálidos y transparentes como talco. Parecía contener la respiración por el miedo, como si tocara el cadáver de un pájaro negro.
—Algo se han blanqueado, ya se te ve la piel de las palmas. Están mucho más limpias que cuando llegaste. Entonces parecían de fierro. ¿Ya estás al corriente en las clases? Estudia más. De hoy en adelante no vengas a los ejercicios matutinos. Los muros de la escuela son bajos y en la primavera hay muchos extranjeros que pasean por aquí. No regreses a los ejercicios hasta que se te hayan desteñido por completo.
Fue así como la directora suspendió a Wang Yaming de los ejercicios matutinos.
—Le pedí un par de guantes a mi padre. Me los pondré y nadie verá mis manos.
Abrió la maleta y mostró los guantes que le había dejado su padre. La directora hasta tosió de risa, tanta, que su pálido rostro recuperó el color rosado.
—¡No te hacen falta! Además, de cualquier manera se rompería la uniformidad visual.
La nieve del montículo cercano empezó a derretirse. El intendente de la escuela tocaba con más fuerza la campana. Bajo las ventanas, los álamos empezaban a echar brotes y el aguanieve se evaporaba bajo el sol. A lo lejos, en las canchas, se oía el silbido del entrenador rebotando de casa en casa entre la arboleda. Corríamos, saltábamos y gritábamos como pajaritos bulliciosos, aspirando el aire endulzado por la fragante brisa primaveral. Los álamos se liberaban sacudiéndose del yugo invernal y el algodón salía de su capullo. Apenas terminados los ejercicios se oyó una voz:
—¡Qué rico sol! ¿Sienten calor ustedes? —Wang Yaming nos estaba mirando desde la ventana detrás del álamo.
Mientras los álamos reverdecían y sus sombras iban cubriendo el patio, Wang Yaming se veía más flaca, seca y ojerosa; hasta sus orejas parecían más delgadas. Sus hombros ya no eran tan robustos. Cuando aparecía bajo los árboles, su pecho cada vez más sumido me recordaba a los enfermos de tuberculosis pulmonar.
—La directora dice que todavía no estoy al corriente, y ha de ser cierto. ¿Me obligarán a repetir el curso si no logro alcanzar a las demás al final del año? Je… je.
Era la misma risita de siempre, pero sus manos revelaban temor. La izquierda detrás de su espalda y la derecha escondida bajo la blusa parecían pequeños bultos. Nunca la habíamos visto llorar. Pero aquel día, cuando el viento fuerte casi arranca los álamos, dando la espalda a toda la clase y ocultando el rostro entre sus manos ya menos oscuras, lloraba al lado de la ventana. Ocurrió después de que se marcharan los visitantes de la escuela.
—¿Y a ésta qué le pasa? ¡Está llorando! ¿Por qué lloras? ¿Por qué no te escondiste? ¡Fíjate! ¿Hay otra como tú? ¡Con las manos azules y la blusa casi gris! ¡Todas llevan blusas azules! ¿Por qué siempre eres tan rara? ¡Con tu blusa desteñida!… La escuela no permite que nadie rompa la uniformidad. —Las manos pálidas de la directora jaloneaban el cuello de Wang Yaming mientras sus labios se abrían y cerraban.
—Te dije que bajaras y no aparecieras hasta que se fueran las visitas. ¿Por qué te quedaste en el pasillo? ¿Acaso creíste que allí no te verían? ¡Y hasta te pusiste ese par de enormes guantes!
Al mencionarlos, la directora, con sus zapatos negros de charol, dio una patada al guante que había caído al suelo.
—¿Creíste que con eso se resolvería el problema? ¿A eso se puede llamar guantes? —Pisando los guantes, tan grandes como los de un cochero, se reía burlonamente.
Wang Yaming lloró. Ni cuando el viento se detuvo cesó de llorar. Regresó a la escuela después de las vacaciones de verano. Al final de esa temporada ya empezaba a percibirse la frescura otoñal. El sol del atardecer teñía el empedrado de rojo vivo. Saboreábamos las frutas rojas bajo el malus, frente a la puerta de la escuela, cuando una carreta como de gitanos se acercó tintineando; encima venía sentada Wang Yaming. Al pararse la carreta reinó el silencio. El padre llevando la maleta y la hija con una jofaina llena de tiliches en los brazos subieron las escaleras.
—¡Ya llegaste! —Ni nos preocupamos por cederles el paso.
—¡Llegaste! —Algunas la miraban con la boca abierta.
Mientras subían las escaleras, una toalla blanca se balanceaba colgando del cinturón del padre.
—¿Qué pasaría con sus manos? ¿Las tendrá otra vez como antes? —preguntó alguna pensando que habrían recuperado el color de hierro mientras había estado en su casa.
Llegado el otoño, aquel día de la mudanza, advertí la oscuridad de sus manos. Estaba dormitando cuando escuché una disputa en la habitación contigua.
—¡No la quiero, no quiero acostarme junto a ella!
—¡Yo tampoco!
Traté de seguir escuchando pero las voces se alejaban, y sólo pude distinguir risas y jaloneos. Me levanté a medianoche para tomar agua y encontré a Wang Yaming dormida en el banco del pasillo. Se cubría el rostro con las manos oscuras, la mitad de la cobija sobre el suelo y la otra mitad colgando de sus pies. Pensé que estaría allí repasando las lecciones con la luz del pasillo, pero no tenía ningún libro en las manos. Todas sus cosas estaban regadas en el piso, alrededor de ella.
Al siguiente día, por la noche, la directora caminaba entre las filas de camas seguida por Wang Yaming. Impaciente y con cierto enfado acariciaba las lisas sábanas blancas.
—Esta fila es de siete camas y sólo duermen ocho personas. ¡En seis camas deben caber nueve! Movió unas cobijas para dejar espacio y le ordenó a Wang Yaming poner allí la suya.
Wang Yaming desplegó su cobija, y mientras arreglaba la cama silbaba alegremente. Fue la primera vez que oía silbar así a una chica. Nadie había silbado nunca en una escuela para niñas. Cuando terminó de acomodarse, Wang Yaming se sentó con la boca abierta y la mandíbula relajada, llena de paz y tranquilidad. La directora se había ido, y quizás ya estuviera en su casa. Pero la vieja superintendente del dormitorio, con sus cabellos opacos por la edad, andaba de allá para acá, arrastrando los pies.
—¡Yo también digo que no hay quien la aguante! Es sucia y hasta tiene insectos y parásitos en el cuerpo. ¿Quién quiere estar cerca de ella?
Se acercó unos pasos hacia la esquina. El blanco de sus ojos parecía fijarse en mí.
—¡Miren, huelan la cobija! Se percibe el mal olor al menos desde medio metro. ¿No sería horrible acostarse a su lado? ¡Quién sabe cuántos insectos se arrastrarán por su cuerpo! ¡Fíjense que sucio está el algodón!
La superintendente se jactaba a menudo de haber ido con su marido a Japón cuando él había estudiado allá, ¡y hasta se consideraba estudiante! Burlonas, le preguntábamos qué había estudiado.
—¿Tenía que estudiar algo en especial? Aprender la lengua japonesa, conocer las costumbres y los hábitos del pueblo nipón, ¿acaso no es eso estudiar?
A los piojos les decía insectos, parásitos, e insistía:
—¡No es limpia! ¿No es ridícula? ¡Qué suciedad! ¡La mugre de las manos es porque ella es sucia!
Al oír esto, Wang Yaming encogió los hombros como si temblara de frío y se fue corriendo.
—Digo que es verdaderamente innecesario que la directora admita a alumnas como ella en la escuela. —A pesar de que había sonado el timbre para apagar la luz, la vieja seguía parloteando en el pasillo.
La tercera noche, Wang Yaming andaba de nuevo detrás de la pálida directora con un bulto en las manos y la ropa de cama enrollada bajo el brazo.
—¡Aquí no la queremos, ya somos demasiadas!
Las alumnas se ponían a gritar en cuanto la directora apenas rozaba con sus uñas el borde de sus cobijas. Al pararse ante una nueva fila de camas surgía de antemano el rechazo:
—Aquí también somos muchas, y aún más que las otras; en seis camas dormimos nueve. ¿Dónde cabrá otra?
—Una, dos, tres, cuatro… ¡Aquí falta una! En cuatro camas caben seis personas y ustedes son cinco. ¡Ven Wang Yaming!
—¡No! ¡Este lugar es para mi hermana menor. Mañana llegará! —exclamó una alumna corriendo hacia la cama para sujetar la cobija.
Sin remedio, la directora y Wang Yaming fueron a otra habitación.
—Tiene piojos. Yo no me acuesto a su lado.
—¡Yo tampoco!
—La cobija de Wang Yaming no tiene funda. Duerme entre el algodón. ¿No me cree? ¡Mírela señorita directora!
Todas se burlaban, y algunas incluso confesaron que no se atrevían a acercarse a Wang Yaming por miedo a sus manos negras.
Desde entonces, la chica de las manos negras usó el banco del pasillo como cama. A veces me levantaba temprano y la encontraba enrollando sus pertenencias y bajando con ellas; otras, en la noche, la hallaba en el sótano. Cuando me hablaba en la oscuridad, mirando de reojo, veía la sombra del color de su cabello en la pared; se rascaba la cabeza.
—Estoy acostumbrada. Tanto el banco como el suelo me sirven de cama. Sólo necesito un lugar para dormir. ¡Me da igual si es cómodo o no! Lo más importante es estudiar, aunque no sé cuánto me va a poner el maestro Ma en inglés. Si no logro sesenta puntos, ¿me obligarán a repetir el curso?
—No te preocupes. Con sólo una asignatura reprobada no hay que repetir el curso, le dije.
—Mi padre me puso fecha límite. Me exigió graduarme en tres años. No tiene para pagar ni siquiera medio año más. En cuanto al inglés, pues mi lengua no sabe torcerse, je je.
Aunque Wang Yaming vivía en el pasillo parecía estorbar a todas porque siempre tosía en las noches. Además, empezó a teñir sus calcetines y blusas en el dormitorio.
—Si la tiñes, la ropa vieja se ve como nueva. Por ejemplo, si tiño de gris el uniforme de verano lo puedo usar en el otoño. Y los calcetines blancos se pueden teñir de negro.
—¿Y por qué no compraste calcetines negros?
—Los negros que venden son teñidos a máquina, resisten poco y se rompen a la primera puesta. Los teñidos a mano son mejores. Un par de calcetines cuesta mucho. No puedo permitir que se rompan tan pronto.
Una noche de sábado las muchachas estaban preparando pollo en una pequeña olla de hierro. Era el día que ellas cocinaban. El pollo estaba negro, parecía envenenado. A la chica que llevaba la olla por poco se le caen las gafas.
—¿Quién hizo esta maldad? ¿Quién? ¿Quién fue?
Wang Yaming, abriéndose paso entre sus compañeras, se dirigió a la cocina.
—Fui yo. No sabía que la olla aún servía. La usé para teñir dos pares de calcetines. Je je… Voy a…
—¿Vas a qué?
—A lavarla.
—¿Y crees que se puede cocinar en una olla que se usó para teñir calcetines pestilentes? ¿Acaso crees que todavía sirve? —Furiosa, tiró la olla al suelo y lanzó contra la pared aquel pollo negro como si fuera una piedra.
Las chicas se dispersaron. Wang Yaming cogió el pollo del piso murmurando:
—¡No quieren la olla sólo porque teñí en ella dos pares de calcetines nuevos! ¿Por qué pestilentes?
Una noche nevaba y las calles estaban cubiertas de blanco; salimos de la escuela rumbo al dormitorio entre la ventisca. Las ráfagas de viento nos obligaban a correr, a veces con la espalda contra el viento y a veces de lado. Por la mañana salimos del dormitorio como siempre. A pesar de ir corriendo, el frío de diciembre nos entumecía los pies. Nos quejábamos, maldecíamos y algunas hasta decían que la directora era una estúpida por haber trasladado tan lejos el dormitorio y obligarnos a ir a la escuela antes del amanecer.
Unos días después me encontré a Wang Yaming en el camino. El cielo y la nieve relucían a lo lejos. Bajo la luna, mi sombra andaba detrás de la suya. Los callejones y las avenidas estaban desiertos. El viento ululaba entre las ramas de los árboles y las ventanas de las casas gemían azotadas por la nieve. Nos hablábamos, pero las voces se congelaban. Cuando nuestros labios se cansaron tanto como las piernas suspendimos la charla y seguimos caminando, haciendo crujir la nieve bajo nuestros pies. Toqué el timbre de la puerta. Sentía que de un momento a otro me desplomaría con las piernas sueltas.
Una madrugada, con una novela nueva bajo el brazo, salí del dormitorio y cerré cuidadosamente la puerta de la cerca. Estaba asustada y mi miedo crecía conforme miraba a lo lejos los contornos indistintos de las casas y oía al viento perseguirme silbando y removiendo nieve. El brillo de las estrellas era débil y la luna ya se había metido o, tal vez, estaba detrás de las nubes grises.
Cada vez que avanzaba unos metros sentía estar más lejos del destino. Deseaba ver algún transeúnte, pero luego me asustó la idea, pues en un amanecer oscuro sólo se oyen sonidos sin divisar a nadie. De repente, una silueta apareció como si saliera de la tierra. Subí las escaleras con el corazón latiendo de miedo. Al tocar el timbre percibí a alguien subiendo las escaleras.
—¿Quién es? ¿Quién es?
—Soy yo.
—¿Me has seguido hasta aquí? —Me estremecí de miedo al pensar que no había oído mas que mis pasos en el camino.
—No. He estado aquí esperando. El conserje no me abre la puerta aunque ya he llamado muchas veces.
—¿Tocaste el timbre?
—¿Para qué? Je je. Encendió la luz, miró por la ventana, pero no me abrió.
De pronto se iluminó por dentro y el conserje abrió la puerta con violencia, como sin ganas de hacerlo.
—¡Llamar a la puerta a medianoche! Si de cualquier manera vas a reprobar, ¿para qué vienes tan temprano?
—¿Qué te pasa? ¿Qué dices? —Apenas abrí la boca cuando aquel hombre cambió radicalmente de actitud:
—¡Hola señorita Xiao! ¿La hice esperar mucho tiempo?
Wang Yaming y yo entramos al sótano. Ella tosió tanto que su cara cetrina se convulsionó y se arrugó. Aún con huellas de lágrimas provocadas por el viento helado, Wang Yaming abrió su libro.
—¿Por qué no te abría la puerta?
—¡Quién sabe! Me dijo que llegué demasiado temprano y me mandó regresar al dormitorio. Luego dijo que por órdenes de la directora.
—¿Cuánto tiempo esperaste allí?
—No mucho. Sólo un rato; lo que dura una comida. Je je.
Su manera de repasar las lecciones había cambiado. No leía en voz alta, sólo murmuraba, como si su garganta no dejara salir la voz. Sus hombros, que solían moverse al ritmo de la lectura, estaban encogidos. Con la misma curvatura que la de su espalda jorobada, el pecho parecía hundido. Por primera vez, por temor a molestarla, leí mi novela en voz muy baja. No supe por qué, pero fue la primera vez. Me preguntó qué estaba leyendo y si había leído Romance de los tres reinos. Tomó el libro, miró la portada y hojeó unas páginas.
—¡Qué inteligentes son ustedes! No les preocupan los exámenes aun cuando no hayan repasado las lecciones. Yo no puedo. También quiero descansar un poco y leer otras cosas, pero no puedo.
Un domingo estaba yo sola en la habitación. Empecé a leer en voz alta la novela El matadero. Cuando leía el párrafo en el que la obrera María cae desmayada en la nieve me puse a mirar el suelo nevado, mientras una gran emoción recorría mi cuerpo y mi mente. No noté a Wang Yaming detrás de mí.
—¿Podrías prestarme algún libro? Me aburren los días de nieve. No tengo parientes aquí ni cosas que comprar y, además, salir a la calle es gastar en transporte.
—¿Hace mucho que tu padre no viene a verte? —pensé que extrañaba su casa.
—¿Cómo puede venir? El tren cuesta más de dos yuanes de ida y vuelta; además, le hacen falta manos en casa.
Al terminar de leer El matadero puse la novela en sus manos.
—¡Je je! —Dando brincos de gusto se sentó en la cama y empezó a mirar la portada.
Salió al pasillo y la oí, imitándome, leer con fuerza el primer párrafo. No recuerdo qué día fue, pero estábamos de vacaciones. El dormitorio vacío estuvo sumergido en silencio hasta que el claro de luna iluminó las ventanas. Percibí leves ruidos en la cabecera de mi cama, como si alguien buscara algo. Levanté la cabeza y miré las manos negras de Wang Yaming poniendo el libro junto a mi almohada.
—¿Te pareció interesante? ¿Te gustó?
No contestó, sólo tapó su rostro con las manos. Sus cabellos parecían temblar cuando asintió. Su voz temblaba también. Me levanté para sentarme en la cama, pero ella, ocultando la cara con sus manos tan negras como sus cabellos, huyó. En el pasillo seguía reinando el silencio. Las vetas del piso de madera, bañadas por la suave luz de luna, atrajeron mi mirada.
—María… Como si fuera una persona de carne y hueso. Se cayó en la nieve. Supongo que no estaba muerta. No morirá ¿verdad? Aquel médico no quiso tratarla sólo porque era pobre. ¡Je je! —reía en voz alta mientras las lágrimas rodaban por su cara.
—Yo también busqué un médico cuando mi madre enfermó. Pero ¿crees que quiso venir? Antes que nada me pidió que le pagara el transporte. Repuse que le daría el dinero en casa, pero que en ese momento teníamos que apurarnos, que ella podía morir. Pero ni así me hizo caso. Ya afuera me preguntó que a qué se dedicaba mi familia y si teníamos un taller de teñido. No sé por qué, al saber que mi familia se dedicaba al teñido, se regresó. Esperé, y al ver que no salía llamé a la puerta, pero me mandó regresar a mi casa, y dijo que no podía venir conmigo. Volví sola.
Se secó los ojos y continuó:
—Desde entonces tuve que cuidar a mis dos hermanos y dos hermanas pequeñas. Mi padre teñía los negros y los azules, y mi hermana mayor los rojos. Aquel invierno mi hermana se comprometió; su suegra vino a casa. Tan pronto vio a mi hermana gritó: “¡Cielos, tienes manos de asesina!”. A partir de aquello mi padre no permitió que tiñéramos un solo color. Mis manos se ven negras, pero si las miras de cerca notarás un tono violeta. Las manos de mis hermanas menores son iguales que las mías.
—¿Estudian tus hermanas menores?
—No, yo voy a enseñarles. Pero no sé si estoy aprendiendo bien. Si no aprovecho la escuela me sentiré culpable ante ellas. Por un rollo de tela nos pagan treinta centavos. ¿Cuántos rollos crees que teñimos al mes? Por una camisa, grande o pequeña, pagan diez centavos, y todas las que llegan son grandes. Además, quita el dinero de los fósforos y las pinturas, ¿qué queda? Mi colegiatura les quitó el dinero de la sal. ¿Cómo puedo no esforzarme? ¿Cómo?
—Extendió su mano y acarició de nuevo el libro.
Sin dejar de ver las vetas en el piso, pensé que sus lágrimas valían mucho más que mi compasión. Una mañana, antes de que empezaran las vacaciones de invierno, Wang Yaming estaba arreglando su valija. Sus demás pertenencias ya estaban atadas y apoyadas en la pared. Nadie se despidió de ella; ni siquiera le dijimos adiós. Cuando salimos de las habitaciones y pasamos por el banco que le servía de cama nos miraba como sonriendo o tal vez miraba a lo lejos. Gritando, corrimos por el pasillo, bajamos las escaleras y atravesamos el patio. Al llegar a la puerta del muro de la escuela, Wang Yaming nos alcanzó. Jadeante y con la boca abierta murmuró:
—Todavía no llega mi padre. Si puedo estudiar más, siquiera una hora, aprenderé más cosas.
Quizá nos hablaba. Cada materia de ese último día la hizo sudar. En la clase de inglés anotó las nuevas palabras escritas en la pizarra mientras las repetía por lo bajo, y hasta las aprendidas hacía tiempo, por más insignificantes que fueran, las apuntó en su cuaderno. En la clase de geografía le costó copiar el mapa que trazó la maestra. Parecía que cualquier cosa de ese último día fuera de vital importancia y debía dejar huella. Después de clases vi su cuaderno. Estaba lleno de errores, aquí faltaba una letra, allá sobraba otra. Estaba completamente desconsolada.
Esperó hasta la noche pero su padre no llegó. Otra vez tendió su cobija en el banco. Pero en esa ocasión, por única vez, se durmió temprano y con una calma profunda jamás vista en ella. Su pelo caía sobre la manta. Conforme respiraba sus hombros se relajaban y en esa ocasión no se veía ningún libro cerca de ella. A la mañana siguiente, cuando el sol escaló las ramas cubiertas de nieve y los pajaritos salieron de sus nidos, llegó su padre. Se paró junto a la escalera, descargó un par de botas de fieltro, y con la blanca toalla rodeada al cuello se secó los cristales de hielo de la barba.
—¿Reprobaste el examen? —Los cristales de hielo se derritieron y se fueron rebotando en cada escalón.
—No, todavía no empiezan los exámenes. Pero la directora me dijo que no necesitaba participar, porque no saldría aprobada.
El padre volteó la cara hacia la pared. La toalla colgada de su cinturón no se movió.
Wang Yaming arrastró sus pertenencias y regresó por la valija y la jofaina llena de tiliches. Devolvió los enormes guantes a su padre.
—No los necesito. Úsalos tú.
Las botas de fieltro del padre dejaron en el piso huellas de barro en forma de círculo. Como aún era temprano pocas alumnas los vieron. Entre risitas, Wang Yaming se puso los guantes.
—¡Ponte las botas! Aunque no estudies bien, tus pies no deben congelarse.
Desató la cuerda de cuero con que estaban atadas las botas. Wang Yaming se las puso; le llegaban a las rodillas. Se envolvió la cabeza con una tela blanca.
—Regresaré después de estudiar un tiempo en casa. Je je. —¿Se lo decía a sí misma o a nadie? Levantó la valija y preguntó:
—¿El carruaje nos está esperando fuera?
—¿Carruaje? ¿Qué carruaje? Caminaremos a la estación. Yo me encargaré de las bolsas.
Wang Yaming y sus botas pisaban con fuerza. El padre iba adelante sujetando los bultos con sus manos negras. Dos sombras alargadas por el sol de la madrugada salieron por el portal de la escuela. Yo miraba por la ventana; podía ver sus cuerpos pero no oír sus pasos, tan ligeros como sus sombras. Dejaron atrás la escuela y salieron al encuentro de los rayos del sol. El suelo blanco, como un enorme cristal roto en mil pedazos, entre más lejos, más resplandecía. Miraba el horizonte hasta sentir dolor en los ojos. Era por el brillo de la nieve.
Marzo de 1936.
TRADUCCIÓN DE TU XIAOLING

Linda Berrón - "El pique"

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Cuentista, novelista y dramaturga costarricense (nacida en España). Su obra es referencia en la literatura de Costa Rica tanto en el ámbito cuentístico como en las problemáticas que aborda, principalmente las complejidades de la condición humana desde la perspectiva de las mujeres.
Este cuento fue finalista en el “Premio Ana María Matute de Narrativa de Mujeres” en 1992 y apareció en el volumen “Relatos de mujeres” de 1996.


Ella se aferra con los brazos a los flancos tensos del hombre, lo aprieta con las piernas, levanta un poco la cabeza, jadea, abre mucho los ojos, trata de mover la pelvis, jadea, se traga el aire a grandes mordiscos, quiere ir más aprisa, como él, que devora los segundos en impulsos secos y potentes, jadea, quiere alcanzarle, gozar con él, se apura, le clava las uñas y, desde la cama, escucha los gritos de los chicos, peleando como siempre el primer lugar para ducharse. Es exactamente en ese momento cuando ella sabe que es imposible, que él va a terminar, que jamás podrá darle alcance, y se deja, afloja los músculos para recibir el placer de él que se va desplomando lentamente sobre su cuello, con su aliento fatigado y la frente empapada.
Ella cierra los ojos: se ha ido de nuevo. Oye vociferar al pequeño en la puerta del dormitorio. ¡Se van a callar!, les grita con la tensión en el cuello aún rígido. Vuelve a poner la cabeza en la almohada. Sí, se ha ido de nuevo; el placer, el éxtasis, la fuga, el infinito, se fueron sin ella: como un tren que huye hacia el horizonte remoto.
Desaparece y ella queda mirando el vacío. Dentro del dormitorio cabe un enorme vacío. Desde el armario, que ella ordena todos los lunes, hasta la ventana, cuyos vidrios limpia todos los jueves, hay un espacio infinito que se lo traga todo.
El hombre le acaricia el pelo húmedo, le da un beso en la mejilla acalorada y se levanta. Ella lo contempla cuando desaparece tras la puerta del baño. Él también se va, satisfecho, fuerte, descansado. Lo envidia. Ella se mira el cuerpo, ¿será éste un cuerpo torpe, incapaz de sentir placer?, ¿será sabio solamente para el dolor, la contracción, la inútil hemorragia?, ¿experto sólo en alimentar a otros, complacer a otros, acumular reservas en sus tejidos avaros para los malos tiempos?
Son malos tiempos ahora. Hay que mirar hasta el último cinco, ver qué camarón, negocito, botella, chiza, chorizo, cambalache se busca uno; o una. Ella prepara repostería para vender. El dinero no vale nada. El trabajo no vale nada. La vida en general se ha devaluado. Se mata por pinches dos mil pesos, a pesar de la inflación. La gente anda totalmente perdida y sale por donde menos se espera. Casi nada es predecible, sólo la incertidumbre o la rabia.
Él se pone a silbar en el baño. Debe estar preparando el jabón de afeitarse. Lo imagina agitando la espuma con la brocha, le gusta esa costumbre. Ella se levanta y sonríe blandamente. Al menos, él podrá empezar bien el día. Necesita empezarlo bien, la vida está muy difícil. Mala época para las universidades; acaban de salir de un paro. Y eso es aquí, ¿qué será en los otros países de la región, o en Rusia con el invierno? ¿Qué le está pasando al mundo, hasta los gringos se quejan?
Se viste deprisa, antes de que los niños vayan a desayunar. También ellos necesitan empezar bien el día. Están en el colegio apenas, pero tienen que estudiar, tal vez eso les ayude en la vida, los ponga vivos. Si ahora los tiempos son malos, ¿qué les tocará a ellos? Al menos ninguno es mujer; quizá puedan alcanzar, con menos problemas, el tren de los bienaventurados.
Los encuentra en el dormitorio, gritando, revolcando el armario, todo lo pierden o recuerdan haberlo perdido en el momento exacto de salir. Y ella, que conoce cada centímetro cuadrado de la casa, cada libro, cuaderno, pañuelo, corbata, encuentra lo perdido. El final es siempre el mismo: les grita, es la última vez que les busca nada, se desgañita, se agota, es tardísimo, tarde para el colegio, tarde para él que hoy tiene que ir de gira a la costa, se va en el bus de la universidad, le deja el auto a ella para que lleve a los niños, vengo en la noche, o mañana, yo te aviso, te llamo, en todo caso me acordaré de vos, de tu cuerpo tibio por la mañana… se aleja disimuladamente de él para abrir la puerta: por hoy ya no más, ni una caricia más.
Niños, vamos rápido. Arranca el auto, está frío, se apaga. Aprieta el embrague hasta el fondo, pisa fuerte, acelera, acelera, el motor ruge, el tubo de escape truena, pone marcha atrás y llega a la calle en un solo y raudo movimiento curvo. ¡Yuhuuu!, gritan los niños. Tontamente a ella también le entran ganas de gritar ¡yuhuuu! y apretar el acelerador hasta el alma para volar por las calles a toda mecha, un alto, reduce a segunda, un vistazo rápido, sigue, adelanta, pita a un taxi, osadía, semáforo rojo, es de peatones, no viene nadie, se lo salta, la curva rechinante, y lo mejor: el viento en la cara, la furia en la manera de respirar, de cambiar las marchas, de correr, de llegar a tiempo, tal vez, al tren del gozo.
Los niños se bajan, ¡qué chiva, mami!, adiós mis amores, sí, qué chiva. Mientras va a la carnicería, repasa mentalmente la nevera, el menú de la semana. En lo alto del mostrador, se encuentra al carnicero, canijo y sonriente; en la radio, a Julio Iglesias, lo mejor de tu vida me lo he llevado yo, lo mejor de tu vida lo he disfrutado yo. La voz meliflua se esparce sobre las carnes rojas, mutiladas y brillantes; dos kilos de molida especial, un kilo de bistec, ¿están suaves?, tu inocencia primera, el despertar de tu carne, eso es todo, gracias.
Paga a la carrera porque un camión está detrás de su auto, pita y vocifera para que se quite, que tiene que descargar mercadería, ya va, le dice con la mano, sale apresurada, se le cae un paquete, lo recoge, arranca, y aún en la ventanilla abierta le susurran: tu inocencia salvaje me la he bebido yo. Mira con furia al chofer y regresa a la calle principal atascada de autos; sortea un microbús, queda junto a un taxi, le cierra el paso, el taxista la mira, le hace señas; de mala manera le está ordenando que se corra hacia atrás, que se aparte, que se retire, que se rinda, ¡ni loca!, ella no se retira ni un centímetro, que se aguante, que se espere como todo el mundo, como ella. Avanzan los de adelante, ella los sigue bien pegada, que no se le ocurra meterse. Pasa el semáforo, por fin corre veloz por la calle, esquiva los obstáculos, los huecos en el pavimento, tuerce a la izquierda y toma la autopista. Ahí puede ir más rápido, pone la cuarta, a toda máquina, los tomillos flojos vibran, por la Penélope derecha le adelanta un bmw beige, vidrios ahumados, sin placas, recién salido de las bodegas de un barco europeo. Detrás le sigue un Mercedes blanco brillante, con vidrios ahumados, sin placas, salido del mismo barco o de uno parecido: no son malos tiempos para todos, hay gente con suerte.
Llega a la rotonda y se detiene, se adelanta poco a poco y aprovecha la lentitud de un autobús para lanzarse. El autobús pita, alcanza a ver la boca del chofer silabeando vie-ja-i-jue-pu. Acelera para echarse encima de ella, para asustarla, para castigarle la insumisión de cruzar delante de él. El canalla le pasa rozando, qué rabia, qué ganas de pegarle, de gritarle, de parar el tránsito, de que explote todo.
No quiere regresar a casa, no dobla en la esquina debida, sigue recto, continúa por la periférica lo más veloz que puede. De reojo, ve el parque vacío, unos perros con sus dueños, un par de policías a caballo, el lago rutilante. El aire vuelve a ser fresco en sus mejillas. Se aproxima la siguiente rotonda, se acerca al carril izquierdo, quiere entrar, pone el intermitente, pero un auto acelera para impedírselo. Es un Honda negro, cubierto de calcomanías brillantes, con dos muchachos adentro. El que conduce, un joven con verdes rayban fosforescentes, un aprendiz de ejecutivo tirando a lumpen, tiene una sonrisa carnívora cuando hace un quiebre hacia la derecha para asustarla. El otro, con la cabeza rapada, también se ríe.
Los dos autos llegan pegados a la rotonda. Ella pone el intermitente izquierdo pero el Honda se bambolea amenazante hacia la derecha. Ella aguanta un instante, pero luego cede, dobla también a la derecha, el Honda la adelanta y ella sigue detrás; se pega, furiosa, al claxon. El jovencito saca el puño izquierdo con el dedo corazón extendido. Ella ve la mano, ve el auto, ve las dos cabezas que se mueven, los hombros que se agitan, se ríen, malditos, mastica, se le han puesto los músculos del cuerpo como de hierro, no jadea, sólo aprieta los dientes, empuja el acelerador y se les pega detrás, así, bien cerca; mírame imberbe de mierda, sí, soy yo la que va detrás de vos, te sigo a toda velocidad y no me voy a quitar, hasta el fin, una perra de presa, ¿no me ves los dientes puntiagudos hacia atrás?, ¿no?, entonces qué miras tanto, imbécil, ¡ah, no!, no trates de escapar, voy detrás, ¿lo ves?, yo también me salto el semáforo, también doblo a la izquierda y luego a la derecha, también voy contravía, no me despego, toco el claxón, una vez, dos, las que yo quiera, que mire la gente, qué me importa, ajá, me decís que pase, cabrón, que te deje en paz, ja, ja, ja, ahora sí, ¿verdad?, ahora me “dejas” pasar, pasa vie-ja-i-jue-pu-ta, pasa, no me da la gana, maricón, sí, levanta los rayban para verme mejor, no te lo esperabas ¿a que no?, nadie te contó que podían invertirse los términos de los lobos y las caperucitas, que nadie ha robado nada y el espíritu salvaje está intacto, pues ahora ya lo estás aprendiendo, ahora que tenés forzosamente que parar, qué remedio ¿no?, tenés que esperar que los otros crucen, a pesar de las ganas que sentís de tirarte, de huir, de perderme, pero estoy aquí detrás, sí, soy yo la que te da un golpe seco en el bumper, sí, yo, ¿y qué?, te alteras, el pobrecito auto de tu papi, alzas los brazos, no entendés nada, nada, ya no sacas la mano con tu dedito levantado, ni siquiera salís a enfrentarte conmigo, ya no te reís, tu amigo ya no agita sus cuadrados hombros sonrientes, se miran los dos, preguntándose cómo salir de ésta, cómo huir de una loca. Ya lo sabes, lo has aprendido, no habrá impunidad de ahora en adelante, en cualquier esquina puede despertar una exbelladurmiente, una mujer loba, creo que ya lo sabes, por eso me adelanto en esta curva, paso al lado tuyo y me atravieso delante de vos, te acorralo, te quedas ahí prensado, me bajo del auto, me acerco y te sonrío, lo que debe desconcertarte aún más, y ya a tu lado, te digo con una voz que no has escuchado nunca en tu pinche vida: ¡las mujeres primero!

Elena Aldunate - "El niño"

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Novelista, cuentista y autora de literatura infantil chilena. Es conocida como la “Dama de la ciencia ficción chilena”, fue una autora pionera en este subgénero y siempre con una postura feminista embrionaria. Su coleccion de novelas infantiles también están enmarcadas dentro del mundo de la ciencia ficción.
El cuento pertence al volumen "Angélica y el deflín" de 1976.


Sí, indudablemente el niño había comenzado a ser un serio problema para la Sra. Gutiérrez, que —madre no más al fin y al cabo, buena y aburrida como un plato de galletas caseras —de tanta preocupación y perplejidad, estaba al borde de histeria.
Sentad allí, frente al escritorio del Dr. Jonnson, con el pelo recogido en un moño bajo, los oscuros ojos redondos, gordita y limpia, muerde la punta de sus guantes blancos en vano intento por serenarse mientras con vocecita tímida y clara le cuenta al psiquiatra detalles de su drama.
—Eso es lo más raro de todo, doctor, un niño tan sano de aspecto, jamás se me ha enfermado, porque esas fiebres que casi matan del susto cuando guagüita, el Dr. Flores, Ud. sabe, el mejor médico de niños, por los demás, como le dije, ni un resfrío…. Si Ud. lo viera, parece un ángel tan rubiecito, un niño precioso, todos me lo dicen. Pero es malo, doctor, tan chico y tan malo. Le aseguro que lo hace nada más que por molestarme, por volverme loca a mí, su madre, que lo ha sacrificado todo por él; se diría que sabe…
Aquí la Sra. Gutiérrez comienza a hacer pucheros que a los quince años debieron ser encantadores, pero hoy en esos labios oscuros y gruesos, dan entre risa y vergüenza ajena. A pesar de ello, el Dr. Jonnson la mira intenso y comprensivo a través de sus lentes metálicos.
—Tengo entendido, Sra. Gutiérrez, por lo que Ud. me ha contado, que su marido es agricultor, que tienen ustedes un fundo cerca de Rancagua, una zona espléndida, que le va muy bien. ¿No es así? Que él era viudo y con los hijos grandes que no viven con ustedes, que son muy buenos y la quieren, aceptándola desde el primer día, según sus propias palabras; que se casaron con Don José habiendo Ud. antes de este matrimonio trabajando de…. este, modista por varios años en su casa. ¿No es así? Bien, entonces explíqueme, señora, cuál es ese gran sacrificio, a no ser que me oculte algo… Malos tratos, intimidades molestas, en fin, algo de ese tipo. No tema contármelo, Ud. sabe que nosotros los médicos, como los sacerdotes, estamos bajo juramento y nada sale de entre estas paredes. Estoy para ayudarla, señora, no para juzgarla. En nuestra profesión estamos acostumbrados a oír y ver toda clase de anomalías en los seres humanos. Tranquilícese y cuénteme de ese sacrificio….
Los sollozos de la Sra. aumentan en un fino pañuelito de encajes, desde una abultada cartera de charol, viene en su ayuda.
—¡Ay! Doctor, con razón me dijo mi hijastra que Ud. podía adivinarle a una todo…. Es tan buena conmigo. ¿Sabe? Somos casi de la misma edad, jugábamos juntas cuando chicas, la señora, su madre, que en paz descanse, me quería pobrecita. La hija es tan inteligente. Se recibió junto con Ud. en la universidad, ¿verdad? Son todos tan buenos que me da no sé qué, doctor. Si llegaran a saber que lo que he hecho, creo no me lo perdonarían. Pero lo hice por él, por mi Luchito, para que tuviera un hogar, un padre que respete….
Y aquí el llanto remece a la pobre mujer con profundo y desgarradores estallidos.
—Cálmese, por favor, señora, tiene que decírmelo todo, es muy importante para que yo pueda comprender y tratar el caso de su hijo. Los niños a veces tienen extrañas reacciones si ven que su madre sufre; ahora presiento que hay algo muy especial que Ud. aún no me ha revelado.
Ya más tranquila, la Sra. Gutiérrez enfrenta al doctor con una húmeda y culpable mirada mientras retuerce entre sus manos sin guantes el pañuelo empapado.
—Sí doctor, sí es verdad. Pero esto se lo juro por mi madre, que me caiga yo muerta ahora si miento… Esto no se lo he contado a nadie, a nadie nunca; hasta he llegado a olvidarlo yo misma; a creer que todo fue un sueño, un hermoso sueño. Bueno, Luchito, mi Luchito, no es hijo de Don Pepe, bueno, de mi marido. Yo, esto pasó hace unos cuatro años en un verano en mi pueblo de Codegua, donde nací. Aunque Ud. lo crea difícil era una chiquilla de campo, yo era virgen. Aquí las mejillas gordinflonas se tiñen de un rosa intenso, los grandes ojos bovinos se entornan: Él era afuerino, un gringo alto y buen mozo que venía de Santiago a vender algo así como calentadores de sol, o qué sé yo. Tan buenmozo el gringo, rubio, tostado, con unos ojos calor miel, cariñosos y soñadores que, bueno, la mareaba a una. Iguales a los de mi niño. Yo no había tenido nunca un novio, puras molestias y proposiciones malas, doctor. Con él fue otra cosa, otro trato. Me fue envolviendo no sé cómo, con sus palabras y esos ojos que parecían calentarme por dentro, con esas manos tibias y esa piel quemada… Él era un calentador solar entero, doctor. Nada que ver con, bueno, con mi matrimonio y eso… Fueron tres días maravillosos, tres días que no podré borrar nunca. Para soportarlo me he hecho a la idea que lo soñé, y a no ser por el niño… Pero su hijo es diferente, su hijo me odia. Él era un pozo de amor. Sí, eso, un pozo de amor para mí. Ni siquiera trató de engañarme, me dijo que sólo se quedaría tres días y yo me entregué a él porque no pude decirle que no. Lo habría seguido hasta el fin del mundo si me lo hubiera pedido. Ninguna ha conocido hombre como él, lo sé por las conversaciones con otras amigas, ninguna. Callado sí, pero tierno comprensivo; si no hacía falta de hablarnos para que me entendieran todo lo que pensaba, lo que quería a lo que me molestaba. Tan delicado, tan hombre, doctor… Pero se fue y me dejó huérfano, viuda, muerta, todo junto. Ni siquiera sé cómo se llamaba. Un mes después me di cuenta que estaba embarazada y fui completamente feliz. Me parecía que él había vuelto, que no estaría más sola y aquí, aquí, doctor (la Sra. Gutiérrez se oprime con las dos manos el vientre recóndito que la pollera clara de Dacrón hace más visible), aquí sentí su calor, lo sentí durante los nuevos meses. Ud. comprende, yo sabía que el gringo no iba a volver, que no había nadie en el pueblo que valiera la pena echarle el ojo, como se dice, y pensando y pensando en las noches en mi desesperación, me acordé de Don Pedro, que me había hecho unas proposiciones no muy honestas desde chiquilla, ya que era sólo la costurera de la casa, la hija de la Lolo, mama de sus hijas. Creo que mi juventud hizo el resto. Él, un caballero viudo que andaba en los cincuenta, y yo, una muchacha pobre, pero con veintinueve años y mucha paciencia. Tenía que conquistarlo, no era muy difícil; los hombres, Ud. sabe, todo los hombres mayores, se creen al momento. Pero para mí, qué diferencia, que horrible diferencia. Dejé pasar unos días y le hice la gran escena, igual que en las telenovelas. Llorando fui a pedirle dinero para hacerme remedios. Él sabía por qué y yo sabía que Don Pedro era y es cada día más cristiano fanático. Lo pille en el momento justo y nos casamos. Ese es mi sacrificio doctor, cuatro años de aguantar un caballero muy caballero, pero brusco y engreído, para darle un nombre a mi hijo.
La mujercita calla y el doctor se queda mirándola unos minutos en silencio.
—Dígame, señora ¿Su marido no sospecha nada de esto? ¿No le extraña que el niño haya salido tan diferente a sus padres?
—Bueno, yo no sé si ahora, con todo lo que ha pasado, le habrán entrado las sospechas; pero cuando nació estaba encantado, decía que era igual a su madre, igual a los Schmits, todos rubios y de ojos claros. Ahora él me desprecia, doctor, dice que es culpa mía que el niño sea así; que no le he sabido enseñar, que soy una tonta ignorante. En fin, es terrible, yo ya no sé qué hacer, y como él no quiere ni oír hablar de Santiago, ni de psiquiatras, tuve que pedirle a mi hijastra, su colega, que me tomara hora aquí en la ciudad. Ayúdeme, doctor Jonnson, por favor. ¿Cree que se pueda hacer algo para convencer a mi hijo [de] que no haga esas escenas espantosas cada vez que tratamos de sacarlo fuera de su cuarto o queremos que vaya con nosotros al salón o a la cocina o fuera de la casa? ¿Ud. cree, doctor? Es tan chico todavía, cómo no se va a poder enseñarle ¿verdad? Ya le conté lo que fue el último paseo, cuando lo llevamos donde los tíos; creí morirme doctor, la gente nos miraba como asesinos. Pero lo peor fueron los gritos y los insultos de mi marido. ¿Qué habrán pensado en esa familia? Una humillación tan grande…
—Señora Gutiérrez, ¿vamos a ser amigos, verdad? Dígame, ¿cuál es su nombre de soltera?
—Me llamo Lucrecia Riquelmez, doctor, Lolo, como mi madre.
—A ver, Sra. Lucrecia, Ud. me ha dicho que el problema del niño que tiene tres años y medio, es que grita y se resiste cuando lo sacan de un cuarto para llevarlo a otro. ¿No es así?
—Sí, doctor, no quiere pasar ni por las puertas ni por las ventanas. Y eso es todos los días. Yo ya lo dejo que haga lo que quiera. Pero es pillo, porque a penas doy vuelta la espalda está en el jardín o en la huerta; no sé en qué minuto sale de su cuarto para aparecer en la cocina o en mi dormitorio con sus pasitos cortos y su risa alegre. Me mira y se ríe en mi cara con esos ojos dorados cada vez que me ve. Ya le digo. Dr. Jonnson, lo hace nada más que por molestarme.
—Señora Lucrecia, ¿Por qué se le ocurre a Ud. que es por las puertas que no quiere pasar? Y dígame: ¿esto lo hace solamente estando Ud. delante o con todo el mundo?
—Bueno, porque es cuando paso con él por una puerta, de un lugar a otro, o cuando trato de sentarlo en una ventana abierta o dejarlo caer por ella al patio grita y se defiende como si lo quemaran y esto lo hace desde muy chico, conmigo o con cualesquiera desde que comenzó a caminar a los nueve meses y un poco antes….
—¿Antes de los nueve meses? Señora, es un niño muy precoz, entonces. Y dígame, ¿ha comenzado a hablar, se da a entender ya?
-¡Oh sí, doctor! Habla de todo y entiende mucho más de lo que aparenta. Yo creo que es muy inteligente; mi marido dice que sacó la inteligencia de los Gutiérrez. Claro, como me cree tan estúpida. Pero yo que sé, me río sola de él y eso le da más rabia.
—Señora Lucrecia, creo que para hacerme cargo de este caso vamos a tener que conversar unas dos o tres veces más, los dos, antes de que me traiga al niño. No me parece un caso difícil, a esa edad todo se arregla rápido; los pequeños son como cera blanda todavía. Pero me gustaría, si me autoriza, consultar con otros colegas, todos tan discretos como yo. No tema en absoluto, señora, piense que cualesquiera indiscreción podría causarnos la carrera o la expulsión del Colegio Médico, como ya ha pasado en algunos casos. ¿Qué le parece que nos volvamos a ver el martes a las cuatro?
—Ud. no sabe cuánto se lo voy a agradecer. Lo dejo en sus manos. Entonces hasta el martes, Dr. Jonnson. Ah, ¿la cuenta se la pago a Ud. o a la secretaria?
—A la secretaria, por favor. Pero no se preocupe; hasta el martes, Lucrecia…. La pequeña señora Gutiérrez se levanta sobre sus zapatos de charol, se acomoda el moño con un gesto distraído, se coloca los guantes y limpia y gordita cruza el cuarto seguida del doctor para acercarse al escritorio de la señorita Lucia; pagar y con tímida sonrisa se despide mientras piensa espantada: ¡Qué caros son estos médicos de Santiago!
El psiquiatra vuelve a sentarse ante su escritorio de fina madera tallada y una intensa perplejidad se refleja en sus ojos al ojear los apuntes de este nuevo caso mientras toca el timbre para que se prepare el cliente que sigue. Interesante, habrá que hacer exámenes físicos y encefalogramas, tests, consultas con los colegas…. Interesante. Es la primera vez que interfiere en un caso como este. Un pequeño que estando acompañado por su madre sufre síntomas de angustia tal…. Muy extraño; por lo general, es en la soledad que se agudiza la fobia. Niños que no quieren salir de su cuarto, que le temen al afuera, deseo inconsciente de volver al vientre materno, pánico a la realidad, rechazo de un mundo desconocido e inhóspito. Y es padre-abuelo, anticuado y quién sabe si sospechoso y resentido… Le gustan estos desafíos….
Ahora era el niño el que estaba allí, frente al Dr. Jonnson. Era un hermoso niño, no cabe duda, aunque seguramente el padre debió tener algo de mulato. La oscura carita congestionada, por la que aún brillan las lágrimas, se calma de pronto a penas la secretaria cierra la puerta tras su compungida madre. Igual que en las consultas anteriores, que en las salas de espera de los colegas, en cuartos de exámenes y reuniones clínicas, en pasillos y entradas de hospitales y psiquiátricos, los que en estos últimos meses ha tenido que enfrentar con él. Las escenas de gritos, forcejeos e histerias han sido su diario martirio. Es bien poco lo que sus colegas logran dilucidar, llegando a resultados confusos y aún más desconcertantes exámenes y encefalogramas, tests en los que se ha llegado, sí, a una concreta y unánime conclusión: su coeficiente intelectual no es el de un niño de tres años y medio, corresponde a seis o más de gran inteligencia y capacidad; ninguna anomalía, ni física, ni psíquica, a pesar de esa temperatura corporal diez grados más alta que la usual en una niño sano. Los diferentes tratamientos y drogas no han dado mayores luces. La fobia del niño continúa y tal vez con más intensidad que antes.
El pequeño paciente contesta a las preguntas del doctor con su vocecita precisa, desafiante y dulce: “Sí, doctor; no doctor; no sé, doctor….,” como lo harían casi todos los niños del mundo. Grandes, ingenuos, maravillosos los ojos miran al Dr. Jonnson por entre sus largas y doradas pestañas, desde sus pupilas doradas que rasgan aquel rostro infantil de piel tersa y tostada….
Atrás quedó el rutinario escándalo de su entrada, de sus rabietas, de su angustioso llanto y esa extraña asfixia al cruzar los umbrales. Allí sentado con las piernas colgando, balancea unos piececitos calzados con blancas sandalias que contrastan con el sepia claro de su piel, y que no alcanzan al suelo. Su semblante es tranquilo, sonriente, interesado.
—Doc…. ¡No quiero que la mamá entre!
—Tú sabes que aquí estamos los dos solos, Julio, que nadie nos molesta. Somos amigos ¿verdad?
—Sí doctor.
El psiquiatra se ha recostado en su cómodo sillón de escritorio y jugueteando con un lápiz rojo, mira intensa y pensativamente al pequeño problema que a suvez lo mira. ¿Y ahora qué?, piensa, mientras una sonrisa profesional aflora en su rostro perfectamente afeitado y serio. ¿Y ahora qué diablos hago con este monstruito…? Mientras repasa la hoja clínica, un relámpago absurdo y fugaz enciende de pronto su desconcertado lucubrar. ¿Y por qué no? La madre le ha contado que lo único que le gusta es jugar a las escondidas; que es más que es a lo único que juega con los primos… Total, ya se ha probado todo…
Inclinándose hacia delante junta las manos y con una de sus voces más seductoras encara al pequeño para preguntarle como al descuido, con un dejo de incontenible ansiedad:
—Julito, ¿te gustaría jugar conmigo como lo haces cuando estás solo? Tú sabes que nunca le digo a tu mamá nada de lo que hacemos los dos aquí. Por qué los amigos no cuentan los secretos. ¿Qué te parece si entre nosotros hacemos un secreto bien grande?
—¿Secreto? No me gustan los secretos…. ¿A qué jugamos?
—Juguemos a las escondidas, ¿Ya?
—¡Ya!
—Yo me escondo primero y tú te tapas los ojos; cuando esté listo, golpeo tres veces y tú me buscas. El cuarto es grande, pero para que haya más lugar abriremos el baño y la puerta de mi salita de descanso. No tengas miedo, nadie te va a obligar a algo que no quieras. Ponte contra la pared y tapate los ojos. ¿Listo? ¡Ya!
Excitado, febril, el niño se tira debajo de la silla gritando:
—Noo, nooo, yo me escondo primero. Tú te tapas los ojos.
—Como quieras.
Julito corre por la habitación, psiquiatra se acerca a la pared y dándole la espalda, hace como si se tapara los ojos mientras por entre los dedos lo observa ansioso a través del espejo del baño, que refleja casi todo el cuarto por la puerta entre abierta. El pequeño sigue corriendo en la punta de los pies sobre la alfombra; corre alrededor del gran escritorio despacito, gira por entre el sillón y el diván de cuero pasa entre el estante de los libros y el canasto de papeles sin tocarlo, se mete de nuevo tras el escritorio para detenerse con una sofocada risita ante la ventana entornada de la pequeña sala, duda unos segundos y tomando la perilla de vidrio con las dos manos, suave, muy suave, la cierra… Da vuelta la cabeza para ver si el doctor no hace trampas y extendiendo los brazos como si fuera a volar, con alegres y susurrantes gorjeos, se apoya en la madera, sin ruido, sin esfuerzo, jugando, hasta traspasarla con todo su cuerpo, antes los ojos alucinados del doctor Jonnson que, ya de frente camina con las manos extendidas, heladas, para calentarlas en el rayo de sol que brilla en aquel cuarto cerrado, en el lugar exacto en que el niño acaba de desaparecer…

Katia Adaui - "El arte de perder"

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Novelista, cuantista y autora de literatura infantil peruana.
El cuento pertenece al volumen "Un nombre para tu isla" de 2025.



El día que regresé a Lima después de separarme perdí el reloj.
Me lo robaron. Fue un robo sutil. Casi amable. ¿No es extraño decir un robo amable? En mi ciudad te balean después de entregar el celular sin resistirte. Un hombre rozó mi brazo. Cuando me subí al micro y quise ver la hora, el vacío en la muñeca. La esfera del color favorito: azul noche; la correa plateada. Parecido a mí, casual o elegante. Algunas veces consigo adivinar la hora sin consultar el reloj. En el cielo gris -mi amigo Paul dice que el cielo de Lima está velando siempre un muerto, pero ¿cuál?- todas las horas se parecen a sí mismas. No vayas al centro con reloj o póntelo boca abajo para que les cueste arrancarlo. Lo olvidé. Viví cinco años fuera y olvidé cómo habitar el miedo.
La cuenta regresiva ha comenzado.
Tengo dos semanas para dejar mi departamento solo con lo necesario.
Mi mejor amigo desde el colegio lo ofrecerá en alquiler a largo plazo. Lo despidieron del trabajo y está entusiasmado con su nuevo papel de corredor inmobiliario.
Mauro me dice:
Es demasiado tú. Deja lo imprescindible. Saca todo, sin asco y sin cariño.
¿Cuántos platos, cuántas sábanas, cuántas tazas? ¿Regarán las plantas? ¿Qué es lo imprescindible? ¿Le pasarán cera a la madera y la frotarán hasta que reluzca? ¿Querrán el monigote a tamaño real que recogí del basurero y llamé Arturo y que instalé en el pasillo y espanta a las visitas que lo confunden con un ladrón?
Comprar cajas. Pero Mauro tenía cincuenta, de plástico, todavía por estrenar, con tapas rojas y verdes. Me prestó veinte, las amontonó en mi sala. Dos amigas que me visitaron celebraron su solidez y volumen. Especularon cuánto costaba cada una, las compararon con las que almacenaban en sus propios depósitos. Admirar cajas de mudanza… ¿La medida de la prescindencia es una caja por cada año de vida? Yo hubiera necesitado cuarenta y seis.
No creo en los depósitos: archivar es jubilar. Cuando por fin recoges las cosas, ya no las deseas, el encantamiento de su influencia prescribió. Polvo han sido y en dictadura se convertirán.
Los juegos de llaves. ¿Por qué son tantas y a qué cerraduras pertenecen? El mismo día que las inhabilitas desconocen sus puertas. Como medias que perdieron a su pareja, caducan, no abren, no calzan más.
Los cables, alambres de púas de nuestro tiempo, útiles para separar y aumentar la productividad, una vez recuperados del cajón, ¿a qué iban unidos y qué hacían funcionar? Maraña espantosa, nunca se la bota por separado, al tacho en rejunte.
Hacer lugar. Vender algunos objetos.
Comencé por la bicicleta eléctrica plegable. La ofrecí con una foto mía en la avenida, el pelo en el casco, los pies en el aire. Que se viera bien gozada. El aviso lo respondió una chica: Necesito recorrer grandes distancias sin llegar sudando al trabajo; la esperaba un amplio bicicletero, no una ducha. Dijo, es mía.
Yo la acababa de reparar, la batería y las cámaras nuevas, mantenimiento completo en todo el sistema, frenos de precisión. Al volverla a montar, la sensación de fundido, de ser una con esta bici que compré pionera hacía nueve años. Tuve ocho bicicletas a lo largo de mi vida. Pero a ninguna otra la quise como a esta. Seguridad para maniobrar, en la curva, en el bache, para escurrirme. En los semáforos me preguntaban:
¿Cómo haces para avanzar?
Al ras de los vehículos atorados en cada intersección, yo volaba, puntual, a todas partes, paralela al mar, salitrosa, bienvenida. Al entrar a la oficina desmontaba el manubrio, doblaba su cuerpo por la mitad y la acurrucaba, como a una mascota, bajo mis pies. Como yo, sabía hacer bulla y llamarse al silencio, ser frontal o esquiva.
Un primer intento de venta. A una de mis mejores amigas. Veinte años atrás, Lourdes se compró una bici para acompañarme. Cayó en un hueco, se rompió un colmillo y abandonó el pedaleo. Sigue siendo peatona, no maneja. Al ver que ofrecía mi bici eléctrica la compró. Por insistencia. Por insistir en contagiarse el deseo. ¿Segura? Segura. Esta vez ni siquiera cargó la batería o la sacó a un viajecito, terminó en su garaje, la llanta posterior desinflada sin haberla girado. La recuperé, me la devolví impecable. A la chica que dijo la quiero le escribí un día antes de que viniera a verla:
Te pido perdón. Me arrepentí. Sé que te gustaba, pero no puedo venderla.
Tampoco quedármela. Se la presté por tiempo indefinido a mi amiga Lidia, me había presentado las bicis eléctricas una semana antes de que le robaran la suya.
Te la guardo, me dijo, la monto alguna vez y te recargo la batería. Cuando vuelvas a venir, te la regreso.
Se la entregué con funda nueva, la cadena de seguridad, el casco. Le pedí que usara siempre las cintas reflectivas en los tobillos y el chaleco de neón. Dijo: ¿Todo eso te ponías para que te vieran?
Adoro a mi amiga Lidia, entre otras virtudes, porque trabaja en el aeropuerto y, al partir, el suyo es el último abrazo que recibo.
Puse a la venta mi escritorio. Sin asco y sin cariño.
Lo encontré en una calle de anticuarios que frecuentaba mucho antes de que explotara en fama y saliera en revistas y en televisión. El corazón anacrónico, fui retro cuando no se destinaba ese nombre a la nostalgia, cuando el pasado reciente no tenía potencia de aura. A los quince, a los veinte, fantaseaba con la vivienda propia, soñaba muebles desgastados para anidar. Algún día. Siglos después, calibré la evasión: había partido de la casa de mis padres sin haberme ido.
En cinco cuadras se exhibían las reliquias ajenas, lo que no resiste polilla ni óxido. Camionadas de deudos llegaban los fines de semana a rematar su herencia. Desconocían el valor. Regateaban minucias. Desmontaje de casas invadiendo veredas, como puestas a secar luego de la inundación. Tal mezcla de estilos, épocas, texturas, edad, calidad y gustos que todo barroco: lo sobrio y lo recargado, lo huachafo y lo mínimo. Intemperie de alfombras, sofás, pianos de cola, arañas, álbumes de fotos, veladores, cabeceras de cama, camas de hierro, baúles, triciclos, vitrinas, cofres, candelabros, cirios, ceniceros. Curioseaba entre las cosas y, sin dinero, las escogía de pensamiento, imaginaba para la vida después.
¿Vas a comprar algo?
No, solo estoy deseando.
Corras de capitán, espadas, sables, faros en miniatura, carros a pedal, coches de bebé, caballos de carrusel, menaje, bar. Por entonces, a esta zona solo venían productores de cine, de comerciales o de telenovelas que los alquilaban como escenografía. Se pasaban la voz conservando el secreto. Decorados con fecha de caducidad, no te los quedabas. Rellenos de ¡da y vuelta. Muchos años más tarde, varios de estos objetos los vi revendidos a precios impagables por casas de diseño. Una de ellas se llamaba Reencarnación. Cuando pude adquirirlos -una alacena, un velador, una mesa de noche; ninguno había sido eso antes- no intervine en modernizar, no lijaba ni pintaba, no reemplazaba remaches ni aceitaba bisagras, no abrillanté, mantuve cada una de sus marcas, como creo que deben envejecer los cuerpos.
Trabajo de embellecer y es un destino de toda la vida aprenderlo: hay cosas que no deben ser hermoseadas.
Un escritorio que hubiera sido otra cosa.
Quería más lugar para mis lapiceros, papeles, marcadores y libros, los materiales del aliento y la buena disposición. Rodearme de voces que subieran a mí en eco, ampararme en ellas por apremio de narrar o por alerta de ignorancia, para saber cuándo callar y no hablar de más. Apenas la vi lo supe. Una mesa que parecía liviana, pero de madera maciza. Me enamoré. Auxiliar de cocina, dijo el vendedor, dándole golpecitos. Así como hay un cocinero principal y otro adjunto, esta mesa no fue la esencial: continuidad de la otra, la buena sustituía. Surcada por quiñes, cortes, cuchillazos, algunas partes astilladas, otras parchadas a la mala con macilla y tintura marrón, no eran mis cicatrices y nunca lo serían, no mi mesa de sacrificio, sino altar.
Con los tres hijos del vendedor la cargamos, uno por pata, -¿dónde había estado antes, a quiénes perteneció?, ¿alguien se atragantó en Nochebuena y cayó sobre su plato recién servido?, asumimos, exageramos- durante diez cuadras, una por cada año que la tuve, esta mesa, la casa más querida. Auxiliar de escritura, recibió mis huellas, esbozos de personajes descritos a lápiz, café, tinta, agua de mar, la frase: Este es mi lugar de combate y de aquí no me voy, y la vieja madera, porosa y resistente, como papel de calcar.
Mi amigo Daniel pinta y dijo tiene la altura perfecta, yo quiero tu mesa. Llegó tarde a recogerla, vino con su hermano. Yo dictaba un taller cuando atravesaron el pasillo sin encender la luz, la mesa en alto, en puntas de pie para no hacer ruido, ladrones, sin soltarla sonrieron y dijeron chau. Los veía forzarla en el maletero. Debieron quitar una fila de asientos. Yo esperaba que no cupiera, regrésenla. Se me estrujaba el estómago. No pude más. Apagué el audio de la cámara y la computadora, y lo llamé:
Discúlpame, no puedo venderte el escritorio, no puedo. En él escribí casi todos los días.
Le voy a dar un buen uso, dijo, seguirá siendo para algo creativo. No te preocupes.
Me puse a llorar:
Soy una idiota. No sabía cuánto lo quería.
¡Es lo primero que ofreciste!
No sé por qué me quise deshacer de las únicas dos cosas que no puedo vender, la bici y la mesa.
La voy a cuidar.
Lo sé. Por favor no me odies.
Bueno, tendrás que contratar un camioncito para recogerla.
Apenas dijo eso, le respondí:
Dame hasta mañana para ver si cambio de opinión.
Tengo una idea, replicó. No me la vendas. Préstamela. Un año o cinco. Cuando vuelvas es tuya.
Suscribimos un contrato:

Mediante la presente,
el aquí firmante se compromete
a usar la mesa (añade medidas) con fines de placer y
devolverla a su dueña apenas lo solicite.

 
A los pocos días recibí una foto: despatarrado, sobre la mesa, su perro, aún cachorro, mordisqueaba un pincel.
¿De qué me deshice, qué pude sacar sin remordimiento?
Sentada, arrodillada, me detuve en cada objeto, encorvada, ensayé una distancia. Surgieron cartas de amistades fugaces, estampillas de países que ahora llevan otros nombres. Mayólicas, pepelmas, losetas, macilla, fragua, por si había que reparar parte del baño o la cocina. Réplicas en miniatura de estatuas, murallas, torres que no me interesa escalar, caracolas de mares de otros. Libros sin lenguaje que no leeré. Doné lo servible, al pie de la escalera, en la salida de emergencia: SE REGALA: todo desapareció en un instante.
De las veinte cajas solo usé diez. Son 4,6 años de vida por caja.
A ellas fueron a parar lo que me acompañaría a todas partes, por ahora.
A mi vuelta a Buenos Aires deberé mudarme. Que mi expareja se quede con casi todo: el palpito, el cuadro del bote con remos anclado en la arena y su dedicatoria, para ustedes dos, porque sí, la niebla, los letreros de la panadería del mercado, comíamos pasteles recién salidos del horno algunas tardes, con el listado de los nombres y sus precios, el nuevo dueño, cuarenta años más joven, emprendimiento, la convirtió en un restaurante carísimo.
Con qué claridad sabremos distinguir y seleccionar qué cosas serán de nuevo solo mías o solo tuyas, después de que fueran tan nuestras durante un tiempo importante. Perdóname, dije, dijiste, fui un monstruo. Una maceta me llevo. El brote de la planta que conseguimos en la primera semana de nuestra convivencia y creció y se multiplicó hasta rozar el suelo. Verdeará el camino entre su casa y la mía, el miembro fantasma de su presencia, la conversación en suspenso.
El día antes de partir de Lima perdí las llaves.
Me quedé afuera y debí colarme por la ventana entreabierta de mi habitación. El vecino me prestó su escalera, la sostuvo mientras yo subía. Un policía rondaba en su patrullero y me pidió deténgase.
Permítame alcanzar el muro, le dije, y le pruebo que es mía. Con un pie en el alféizar, le describí cada cosa.
Dijo:
Solo quería su DNI.
Apilé las cajas, sin orden de prioridad, y las llevé al sótano. Una vez por semana lo baldean y podrían mojarse, pese al plástico, ¿las habré cerrado bien? Los libros entrañables, los revisitados, los subrayados. Las fotos de mis antepasados, de las que soy la última tesorera: mis padres niños, niños en blanco y negro; los ojos en travesura, llenos de promesa, los viví a todo color. Esas miradas las suspendo. Se las llegué a ver, me fueron ofrecidas y quitadas, fueron acantilado, me fueron Dios.
Esta es la memoria acumulativa, esencial, estos son mis rastros y mis restos, si llegaran a perderse no me dolería tanto.
Perder las llaves, perder lenguaje, perder las horas, perder imágenes, ganar dos ciudades, dos mares, ganar un río.
Una última mirada cautelosa y cerré la puerta: esta vez no tendría cómo volver a entrar.
¿Quién se mudará? ¿Quién atravesará el pasillo y gritará ¡carajo! en cada reencuentro con Arturo?
Preguntarle a Lidia: ¿Estarás en el aeropuerto? Dime que sí. En el aire los aviones son golondrinas, en tierra; aluminio. Amiga, te doy la hora de mi vuelo.
Mauro se encargará de hacer las llaves nuevas, yo partiré sin ellas. Y sin reloj.
Me pidió indicaciones para el futuro inquilino. Aquí van:
Te dejo mis tazas, mis platos, mis vasos, las cosas de buena madera, haz reuniones, sobremesas, una fiesta, si se rompen, no será un desastre.

Marisín Reina - "De armas tomar"

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Cuentista panameña. Su obra es corta, solo dos volúmenes de cuentos ("Dejarse ir" y "Despigmentada") y varias publicaciones en diferentes revistas como "Umbral" y "Maga". Sus cuentos han sido también antologados en varias ocasiones como en "Hasta el sol de mañana (50 cuentistas panameños nacidos a partir de 1949)" o "Flor y nata (Mujeres cuentistas de Panamá)". El cuento está inlcuido en el volumen "Dejarse ir" de 2003.


La semana se inicia con una nube negra sobre tu cabeza. El carro no arrancó porque no tiene gasolina. ¿Culpa de quién? ¿Tuya o de Mártires?
Ese maridito tuyo se fue otra vez al billar con sus compinches y no le puso gasolina al carro y tú por orgullo tampoco lo hiciste porque era su turno de hacerlo.
Y lo castigaste como a un niño pequeño retirándole sus privilegios maritales, pero sabes al igual que todos en la cuadra que eso no es problema, pues Mártires tiene su segundo frente.
Así es que tomas tu cartera y sales resignada a pie, hacia la parada de la esquina.
Aunque no haces gestos con tu cara y escondes tus ojos tras los lentes de sol, todo tu cuerpo grita que no perteneces a ese ambiente. Así como sientes que tampoco perteneces a la vida que llevas ni al marido que escogiste.
Menos mal que no tienes hijos. Con la constante amenaza de la guerra, preferiste no traer pequeños seres que sufrieran raras enfermedades o que tuvieran que vivir bajo la tierra. Además esos horribles sueños que decidiste interpretar como vaticinios fueron determinantes en tu decisión de dejar de lado la maternidad.
Y tu día de trabajo transcurre como siempre entre recibos, facturas, cartas, reportes y llamadas. Mártires te llama para saludarte y decirte que te ama y tú le dices que también lo amas. Piensas en esos detalles que por momentos hacen que te olvides de sus defectos y casi suspiras, pero tu jefe te pide ese informe que no acaba de decidir cómo lo quiere y se te desinflan esos tres segundos de ilusión.
Ahora estás de vuelta en la parada, de regreso a tu hogar. Lo más probable es que Mártires no haya llegado aún, porque está visitando a la otra. En realidad no terminas de entender qué haces con él. Y vuelves a pensar en esa llamada. Y sabes que cuando llegues a la casa, y tengas que cocinar y poner la ropa a lavar, te sentirás sola como nadie en el mundo y llorarás todas las lágrimas que pensaste haber derramado, y cuando te sientas fuerte para poner a Mártires de patitas en la calle, él llegará con una sonrisa, te dirá la casa huele delicioso y te regalará una rosa.
Casi suspiras nuevamente, hasta que llega esa señora de cabello gris atrapado en una trenza despeinada de tanto ir y venir que te ataca con su frase memorizada de años de práctica: ¿Sabe usted por qué Dios permite tanto dolor en el mundo?
Aterrizas forzosamente en la realidad frente a la señora de la trenza gris que habla sin parar de Dios y el fin del mundo, del dolor, de los niños que mueren de hambre y de frío, de la naturaleza que desaparece y el tráfico de bebés.
Es como esos vendedores que entran a tu oficina y te quieren vender desde un juego de cuchillos hasta un libro de cuentos. Sólo que esta señora te quiere vender la salvación de tu alma.
Y la miras de pies a cabeza y pretendes ignorarla pero no puedes, su voz es alta y chillona y piensas que sólo le falta el cartel y la campana para que se parezca a esos predicadores de las películas que se paran en las esquinas de Nueva York anunciando el fin de los tiempos. ¡Arrepiéntanse que el tiempo está cerca! Al fin logras que se aleje diciéndole muy serenamente que eres bautizada católica y que con tu fe te basta y sobra, que el fin del mundo llega para el que se muere, y te cambias de lugar cuando justo llega tu bus.
Una vez sentada junto a la ventana ves a la señora de la trenza que se enfrasca en una discusión con un joven con aretes en la ceja.
En la fila delante de ti va una mujer joven embarazada con su hijo en el regazo y de pronto te estrellas con la realidad y caes en cuenta de que ya no eres tan joven. Que cuando sonríes, las pocas veces que lo haces, se te hacen patas de gallina alrededor de los ojos, que tu piel ya no es tan suave como antes y que ya no te importa si lo que usas está de moda o no.
Sientes la urgencia de sentirte hermosa, de sentirte mujer nuevamente y te bajas del bus en la siguiente parada. Caminas un rato por Vía España viendo las vitrinas y comprendes que la ropa que exhiben es para mujeres diez años más jóvenes que tú y quince libras más delgadas.
Sin embargo, un hombre se detiene a tu lado y te dice que eres hermosa. Tú finges no escucharlo y sigues caminando. El hombre te sigue y tú lo enfrentas, le dices que vas a gritar ladrón si continúa acosándote. Él se encoge de hombros y cruza la calle. Lo ves alejarse entre los carros y no sabes si reír o llorar. Lo ves entrar al súper y cruzas tú también. Lo encuentras en la tienda de discos y tu corazón salta pero sientes miedo y sales, cruzas la calle y te subes a un bus. No quieres llegar, no quieres seguir viviendo como lo haces, no te gustas para nada.
Caminas hasta tu casa y está Mártires esperándote con cara de preocupación. Te pregunta dónde estuviste todo este tiempo. Tú pasas a su lado como si no existiera y te detienes, volteas hacia él, lo miras, buscas en sus ojos esa chispa del niño juguetón de los primeros días y la encuentras prácticamente apagada, ha envejecido. Tus lágrimas caen y Mártires te mira con ternura.
Te quitas los zapatos y te acercas a dos pasos de él. Como si adivinara lo que sientes, te abraza y te pide perdón. Lo interrumpes y le dices que necesitas ser una mujer completa, quieres sonreír, quisiera amarte como a nadie en el mundo, pero ya no es posible, tu amor se marchitó hace años y ya no hay nada qué hacer.
Suavemente te sueltas de sus brazos y le pides que se marche.

Mercedes Abad - "Sevicio de caballeros"

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Novelista, cuentista y dramaturga barcelonesa.
Este cuento pertenece al volumen "Amigos y fantasmas" de 2004.




Cójase una tercera parte de dry martini y dos terceras partes de azar; añádase a esta mezcla unas gotitas de orina: quien se beba el cóctel resultante se estará untando el gaznate con todo lo que contribuyó a cambiar la vida del señor G.
El señor G. era un tipo insignificante, uno de esos entes irrelevantes en quienes nadie repara. Su tendencia a pasar inadvertido era a menudo causa de amarga mortificación, pero aquel día, mientras se escabullía por el enorme e impresionante vestíbulo como un gorrión asustado, el señor G. estuvo a punto de felicitarse por la insignificancia que lo hacía invisible, convirtiéndolo en la mera sombra de una entidad humana, apenas un esbozo que no llegaba a materializarse en las retinas de sus congéneres, habituadas a registrar entidades de mayor enjundia, y que, por lo tanto, lo ponía fuera del alcance de la mirada de los conserjes, que, de haber reparado en su furtiva figura, sin duda se habrían precipitado a recordarle con aspereza que las instalaciones sanitarias del hotel están reservadas para el uso exclusivo de su selecta clientela. Aunque, en rigor, tenía tanto derecho como cualquier otro a utilizar el servicio de caballeros de aquel imponente hotel de cinco estrellas, ya que había consumido un par de dry martinis en el bar. Por supuesto, G. jamás habría entrado solo en un lugar así. Y, a decir verdad, tampoco el dry martini estaba en sus costumbres; ninguna bebida alcohólica lo estaba. Pero, cuando el importante cliente que había insistido en entrar en el bar del hotel pidió un dry martini, G. no tuvo el valor de tomarse un refresco, por más que eso fuera lo que realmente le apetecía.
El gorrión asustado suspiró con profundo alivio al llegar sin percances al servicio de caballeros. Contento de hallarse solo (todavía no había logrado superar el embarazo que lo embargaba al sacarse la pilila en presencia de otros hombres), meó los dry martinis con placer intensificado por el aura de clandestinidad y transgresión que rodeaba su aventura. Ya estaba sacudiéndose las últimas gotitas e infundiéndose valor para volver a cruzar el fastuoso vestíbulo sembrado de peligros en forma de conserjes celosos de su deber cuando oyó un ruido a sus espaldas.
El señor G. se giró de forma instintiva mientras se guardaba la pilila. Cuál no sería su asombro al ver que el hombre que acababa de entrar era el ministro del Interior, quien, presa de una viva e incontenible agitación, se acercó a él y lo agarró con ademán perentorio y desesperado por los hombros.
—Escúcheme bien —dijo el ministro, con la voz ahogada por la emoción—; me queda muy poco tiempo, van a matarme. Usted es seguramente el último hombre que me verá vivo.
—Se equivoca —apuntó G. con aplastante lógica—; el último que lo verá vivo será su asesino.
—No me interrumpa, no hay tiempo —dijo el ministro con una mueca de profundo fastidio—. Tengo que confiarle un secreto que hará crujir y tambalear los cimientos del Estado. Sé que van a matarme, pero usted se encargará de que el secreto mejor guardado hasta ahora vea la luz pública.
Tras estas palabras, el ministro le reveló a G. una odiosa trama criminal que involucraba a varios miembros del gobierno y al presidente, al tiempo que indicaba dónde y cómo podían hallarse las pruebas irrefutables para inculparlos. Lo repitió todo dos veces y luego interrogó a G. para asegurarse de que éste recordaba todos los detalles con exactitud. Volvió a rogarle a G. que difundiera la información y lo exhortó a que abandonara rápidamente el lugar si no quería complicarse la vida.
Apenas tres horas más tarde, G. escuchaba por la radio la noticia del asesinato del ministro del Interior, cuyo cadáver había sido encontrado en los lavabos de un conocido hotel de cinco estrellas. Por primera vez en su vida, pensó que le apetecía un dry martini. O tal vez dos.
Permítaseme insistir en el hecho de que G. era un pobre diablo, un tipo desprovisto de rasgos que no fueran anodinos. Sus opiniones rara vez eran tenidas en cuenta, no porque fueran más mediocres o estúpidas que las de la mayoría, sino porque su físico y su actitud proclamaban tan a las claras su insignificancia y su incapacidad para resultar sorprendente o pintoresco por algún concepto que incluso a las personas de buena voluntad se les hacía difícil prestarle atención. Por lo general, la gente aprovechaba los momentos en los que G. expresaba alguna idea o relataba una anécdota para pensar en sus propios asuntos, ir al retrete, ajustarse el nudo de la corbata o retocarse el maquillaje. Y, de hecho, el mismo G. estaba hasta tal punto imbuido de la clara noción de su escasa relevancia que encajaba sin la menor queja esas minúsculas pero continuas afrentas. Nadie lo había hecho sentir importante o valioso. Su propia mujer, que se convirtió en su novia tras ser abandonada por el hombre a quien realmente quería, puso un notable empeño en darle a entender que si se casaba con él era porque temía no poder hacerlo con ningún otro.
Pero, sobre todo, nadie le había confiado jamás secreto alguno. Ni siquiera cuando era pequeño y en el colegio los niños traficaban con pequeños secretos para conseguir la amistad de algún otro niño o para hacerse un lugar en alguna pandilla le había confiado alguien algo remotamente equiparable a un secreto. Si hubiera sido invisible, sus compañeros de clase no lo habrían ignorado más de lo que lo hicieron.
Podría hacerse aquí una descripción pormenorizada de la conmoción que sacudió a G. al enterarse del asesinato del ministro del Interior. No obstante, para dar cuenta de sus sentimientos baste con decir que fueron análogos a los que tendría una cucaracha al descubrirse repentinamente convertida en un hombre en cuyas manos se hallara el destino de todo un país.
El primer impulso de G. fue contar de inmediato lo que sabía a su círculo más íntimo. Pero enseguida calculó que el golpe de efecto sería mucho más radical si primero se ponía en contacto con los medios, con lo que sus allegados se enterarían del asunto y del papel que G. había desempeñado en él a través de la prensa, la radio y la televisión. Tampoco fue ajena a su decisión la sospecha según la cual su círculo de conocidos no le concedería a su relato crédito alguno (en el supuesto de que alguien se dignara escucharlo) a menos que viniera refrendado por una autoridad externa a él.
De pronto, tenía una aguda conciencia de sus terminaciones nerviosas. Habitualmente sensato y morigerado hasta la náusea, su cuerpo era ahora un díscolo manojo de moléculas alborotadas. Por primera vez en su vida bullía de ideas disparatadas, como si el alma de un alegre chiflado se hubiera apoderado de él. Había algo tan vivificante en esa sobreexcitación nerviosa, relacionada de alguna forma con una sensación de poder hasta entonces desconocida, que G. decidió posponer hasta la mañana siguiente su entrevista con los medios.
Esa misma noche, mientras su mujer le servía la sopa con la misma desgana indiferente de todos los días, G. sintió crecer en él una especie de vértigo embriagador y unas ganas locas de echarse a reír. En lugar de eso, se atrevió a hacerle a su mujer un comentario burlón acerca del nuevo peinado que le habían hecho en la peluquería. Su mujer, asombrada, no encontró nada que replicar. Pero tal vez no fue ese comentario sino la nueva actitud que se estaba fraguando en G. lo que la indujo a ponerle el abrigo a su marido, en lugar de rezongar como era habitual en ella, cuando él le anunció que se iba a pasar el resto de la velada en el club.
También en el club, los conocidos con quienes jugaba regularmente al mus (no había nadie a quien en puridad G. pudiera considerar su amigo) parecieron advertir el cambio de actitud que se estaba operando en él y, en consecuencia, le prestaron más atención que de costumbre.
Con todo, más que traducirse en hechos concretos, ese cambio se advertía en una textura, un tono, cierta audacia y cierto aplomo en su forma de enfrentarse al mundo, la disposición anímica del hombre que sabe más de lo que dice, del hombre que sabe algo que los demás ignoran y que, sabiéndose dueño de ocultarlo o de revelarlo, adquiere paulatinamente la noción de su propia importancia. Y, como quien se siente importante no puede evitar comunicarle esta sensación a su entorno mediante un código muy preciso de señales (de la misma forma que alguien íntimamente convencido de su insignificancia no puede evitar comunicarle al mundo su nimiedad), G. empezó a emitir destellos de su importancia sin haber revelado aún la fuente de este don tan preciado. El ex gorrión asustado empezaba a darse cuenta de que estar en su pellejo podía resultar interesante.
Tanto es así que, cuando a la mañana siguiente se disponía a revelar su secreto a los medios, una sospecha incómoda lo hizo estremecerse. En cuanto contara lo que sabía no cabía la menor duda de que los medios lo convertirían en una especie 
de héroe nacional. Durante un tiempo, su estrella brillaría con deslumbrante intensidad en lo alto del firmamento. Gozaría de las mieles de la fama; sería el invitado predilecto de todas las tertulias radiofónicas y televisivas, la gente lo pararía por la calle para cubrirlo de elogios y de efusiones. Todo ese alpiste sería un justo tributo para una vanidad que había padecido tantas privaciones y tantas afrentas. Pero pasado un tiempo el tumulto cesaría y su hazaña ya no daría beneficios. Aunque escribiera un libro para inmortalizar su gesta, éste, tras arrasar el mercado y batir récords de ventas, empezaría a languidecer en los expositores y las estanterías, sería saldado en un lote junto con multitud de otros hermanos en el olvido y finalmente conocería la humillación de ser descatalogado. El proceso podía tardar años en culminar, pero tarde o temprano volvería a ser un tipo sin secretos, un tipo que un día tuvo un secreto y que hizo temblar al país entero al contarlo, pero que ahora ya no sabía nada que los demás no supieran. Volvería a ser una partícula irrelevante de polvo galáctico, un tipo ínfimo en perpetua lucha, no ya para alcanzar un lugar en el mundo, sino para ser simplemente advertido por las miradas indiferentes que lo atravesaban sin verlo. Su vida volvería a ser tan nimia que tal vez algún día llegaría a preguntarse si lo sucedido no había sido sólo un sueño, el sueño de un pobre tipo que creía haber hecho al fin algo importante. Así que, en lugar de dirigir sus pasos a una agencia de prensa tal y como lo había previsto, G. se encaminó al imponente hotel de cinco estrellas donde el ministro le había entregado su secreto, cruzó el vestíbulo muy seguro de sí mismo, advirtió la leve reverencia que le hizo un conserje, se tomó un par de dry martinis en el bar, visitó los servicios y decidió concederse una prórroga razonable para gozar de su reciente conquista.
Al principio fue una semana, luego un mes y después otro más. G. siempre encontraba nuevos motivos para darse un poco más de tiempo; primero hubo un inesperado ascenso a un puesto de responsabilidad en la empresa donde había trabajado durante más de veinte años sin que los jefes lograsen recordar su nombre. Después vendría una relación con una rubia despampanante que lo encontraba irresistible y que, en lugar de establecer sus citas por teléfono o fax, le enviaba por mensajero un par de bragas con el lugar y la hora de la cita garabateados en la suave tela. A G. la rubia le parecía demasiado vulgar, artificiosa y llamativa para su gusto, pero correspondía con la imagen que se había formado de la amante que debe tener un tipo poderoso. Amén de eso, su esposa lo trataba con una consideración que no por tardía dejaba de ser agradable. En conjunto, tenía la sensación de haber recibido una fabulosa herencia, pero en lugar de dilapidarla de una sola vez había sido lo bastante cauto como para depositarla a plazo fijo en un banco, de forma que, si los administraba bien, los réditos podían cubrirlo de por vida.
Además, tenía amigos. Ya no se trataba de simples conocidos que condescendían a jugar al mus con él porque de otro modo no habrían alcanzado el número indispensable de jugadores, sino verdaderos amigos que, atraídos por su nueva textura anímica, ponían un gran empeño en ganarse su estima.
Así fue como G. descubrió el incesante tráfico de secretos con que las personas tratan de seducirse las unas a las otras. Mientras bebían un dry martini tras otro, su amante le contaba secretos sobre sí misma o sobre terceras personas con ánimo de conquistar la estima de G. y a fin de demostrarle que sabía y hacía cosas que los demás ignoraban. La mercancía secreta, en un proceso parecido al que enaltece las cosas prohibidas, no siempre tenía interés por sí misma, pero el hecho de ser secreta multiplicaba su valor. Por otra parte, siempre hay algo adulador en el hecho de confiarle a alguien una información secreta: hace que la persona a quien se cuenta el secreto se sienta automáticamente importante, por mucho que el secreto sea una tontería, una nimiedad que no tendría interés alguno de no ser porque es secreta y, por lo tanto, objeto de un tráfico casi infinito.
Huelga decir que, comparados con el fabuloso secreto de G., los secretos que su amante y sus nuevos amigos le contaban le hacían sonreír, alimentando en él un creciente sentimiento de superioridad. Pero no era sólo la calidad de la mercancía que él ocultaba lo que lo hacía sentirse muy por encima de los demás, sino también el mismo hecho de saber callar, a diferencia de lo que les sucedía a esos individuos, débiles e incontinentes, que sin cesar esparcían a los cuatro vientos sus anémicos secretitos. Empezó a ver a sus semejantes como perrillos rastreros incapaces de reprimir sus ridículos deseos de gustar. Sin haber aprendido a amarlos siquiera, pasó a despreciar a quienes antes tanto había envidiado y a quienes tanto había anhelado parecerse. Y cuanto más crecía su desprecio tanto mayor era la sensación de su propia grandeza y tanto mayor también el respeto que le tributaba el mundo.
Con el tiempo, todo aquello hizo de él un ser monstruosamente feliz y autosatisfecho; ni siquiera se veía ya tentado de revelar su secreto. Si en algún momento había albergado la intención de cambiar el mundo para mejor, ahora se decía que el mundo, en su lamentable estado, era exactamente lo que se merecían sus estúpidos habitantes. ¿Para qué revelar su secreto y restablecer así cierta noción de justicia? En lugar de eso, se sirvió de la información recibida para extorsionar y chantajear a los responsables de la trama criminal; con el dinero obtenido creó lucrativos negocios que lo hicieron inmensamente rico y poderoso y le permitieron costearse un ejército de guardaespaldas que lo defendieran de las víctimas de sus extorsiones.
Entre otras múltiples propiedades, verticales u horizontales, G. se compró el prestigioso hotel de cinco estrellas a través de cuyo enorme e impresionante vestíbulo se había escabullido un día como un gorrión asustado en pos de los servicios de caballeros.
Fue en ese hotel donde G. quiso celebrar con una cena por todo lo alto el décimo aniversario del día en que, gracias a un par de dry martinis y una oportuna meada, su suerte cambió de signo. Huelga decir que el centenar de invitados ignoraba lo que su anfitrión celebraba. Los camareros acababan de servir dry martinis y canapés cuando, de pronto, G. se subió a la mesa y, en lugar de hacer el discurso explicativo que todos esperaban, se sacó la polla y orinó haciendo puntería en las copas de sus invitados.
Fue una buena muerte, sin duda. Mientras los invitados levantaban las copas y le dedicaban un brindis, un formidable ataque de risa fulminó a G. Su corazón había reventado de placer.
Su tumba era un panteón fabuloso, de tamaño muy superior al de la mayoría de las casas donde se hacinan los seres irrelevantes que no cuentan para nada en este mundo. Claro está que, habida cuenta del enorme secreto que G. se había llevado consigo a su último domicilio, el panteón podía incluso resultar pequeño. En cualquier caso, era el mayor y también el más caro de aquel pequeño y selecto cementerio situado en una zona residencial. El ostentoso lujo del panteón de G. concitaba la envidia y el resentimiento de los guardas, entes irrelevantes todos ellos que vivían en lugares más pequeños que el panteón de G. y que, para mostrar el desdén infinito que sentían por aquel muerto en particular, iban a mearse allí junto con los perros que los acompañaban en su tarea de vigilancia.

Julia de Asensi - "El vals del Fausto"

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Cuentista, poeta y novelista madrileña. Tiene una obra adulta enmarcada en el romaticismo tardío en el que recogió leyendas y tradiciones populares y las reelaboró a la manera de Becquer. Sin embargo su obra más importante fue la literatura para niños (la profesora Ana Simón la considera la precursora de Gloria Fuertes).
Este cuento pertenece al volumen "Novelas Cortas" de 1889.


Manuel, Luis y Alberto habían estudiado juntos en Madrid; el primero había seguido la carrera de médico y los dos últimos la de abogado. Poco más o menos los tres tenían la misma edad, y las circunstancias habían hecho que, terminados sus estudios casi al propio tiempo, se hubiesen separado en seguida para habitar distintas poblaciones. Manuel había partido para Barcelona, Luis para Sevilla, Alberto para un pobre lugar de Extremadura. Todos prometieron escribirse y lo cumplieron durante algunos años, siendo el primero que faltó a lo convenido el joven Alberto, del que ni Manuel ni Luis pudieron obtener noticia ninguna, a pesar de sus continuas cartas que, dirigidas a su antiguo compañero, no tuvieron contestación por espacio de un año.
Llegado el mes de Diciembre, Luis y Manuel decidieron pasar juntos las Pascuas en Madrid, habitando la misma fonda, en la que hicieron a un amigo suyo que les encargase dos buenos cuartos. Ambos entraron en la corte el día 24; se abrazaron con efusión, se contaron lo que no habían podido escribirse, reanudaron sus paseos, frecuentaron los cafés y los teatros, viendo las funciones más notables, alabaron las mejoras introducidas en la capital, comieron en los principales hoteles, se presentaron sus nuevos conocidos y así se pasó una semana. Al cabo de ella, el 1.º de Enero, Luis y Manuel, yendo por el Retiro no vieron al pronto que un joven de hermosa presencia, de fisonomía pálida y melancólica y de elevada estatura, los observaba atentamente; Luis fue el primero que lo advirtió y fijó sus ojos con asombro en el caballero.
-Juraría que es Alberto -murmuró.
-¿Dónde está? -preguntó Manuel.
-Allí, enfrente de nosotros; no es posible que dejes de verle porque se halla solo.
-Es cierto -dijo el médico-; aunque está bastante cambiado es nuestro amigo, le reconozco. ¡Parece que sufre!
-¿Quieres que vayamos en su busca?
-Ahora mismo.
Llegados junto a Alberto, que los aguardaba inmóvil, le abrazaron, y el joven respondió con frialdad a su expansión. Interrogado por su prolongado silencio, les contestó que había sido muy desgraciado, y que no había tenido valor para contestar a aquellas cartas en las que Luis y Manuel le participaban que eran felices.
-El pesar es egoísta -les dijo-; siendo tan infortunado hubiera querido que el mundo entero sufriese lo que yo. Ahora que no padezco, deseo me digáis lo que habéis hecho desde hace seis meses que dejé mi pueblo de Extremadura para ir... ¿dónde fui? Se me ha olvidado por completo.
-Yo -dijo Manuel-, conocí hace tiempo en Barcelona a una hermosa y discreta joven, de la que con frecuencia os hablé en mis cartas. Curé a su padre una grave enfermedad, velábamos juntos al paciente, nos veíamos todos los días, y casi a todas horas, y como aquella cura hizo ruido, me llamaron muchas familias, me aseguraron un porvenir brillante y me casé hace cinco meses, pudiendo considerarme hoy el más venturoso de los mortales. Asuntos de interés me han traído a Madrid, y a no ser por el gusto que tengo al verme entro vosotros, estaría desesperado por haber abandonado mi hogar en tan señalados días.
-Yo -continuó Luis-, entré en Sevilla de pasante en casa de un famoso abogado, padre de dos lindísimas jóvenes. Las veía constantemente, las hablaba en su morada, en el paseo, en el teatro, y no tardé en conocer que no era del todo indiferente a la mayor. Una feliz inspiración que tuve, hizo ganar al padre un pleito que se creía perdido, y desde entonces me recomendó a varios de sus amigos, me asoció a sus negocios y llegué a obtener mucho dinero, y lo que es mejor, la mano de la niña. He venido a encargar joyas y galas para ella, pues deseo que no haya mujer que más lujo lleve, como no la hay más hermosa ni más pura. Pensé vivir desesperado en la corte lejos de ella, y así hubiera sido si Manuel no me hubiese escrito que se venía; y si no hubiera tenido la suerte de encontrarte también a ti, mi querido Alberto.
-Es decir -preguntó este-, ¿que seguís siendo venturosos?
-Sí, amigo mío -contestó Luis-, y queremos que tú también lo seas. Ante todo, ¿dónde vives?
-En la calle de Preciados, número...
-Nosotros estamos en el hotel de... ¿por qué no te vienes con nosotros?
-No puedo.
-Pero al menos irás esta noche a buscarnos para que comamos juntos.
-No hay inconveniente.
-Tú, Alberto -dijo Manuel-, no nos has contado tu historia.
-Es muy breve -murmuró el joven-. Conocí en el pueblo de Extremadura, donde me llevó mi desgracia, a una muchacha bella, instruida y amable que, educada en la corte, había tenido, al terminar su enseñanza, que encerrarse como yo, en un lugar sin atractivo alguno. No parecía saber más que lo que le enseñaron las venerables madres del convento. Su ingenuidad me encantaba, me fascinaba su hermosura, y admiraba su pura sencillez. Se llamaba Clementina. Una mañana llegó al lugar un regimiento que debía permanecer allí algunas semanas, y entre los oficiales, había uno de simpática presencia, gallardo porte y buenas maneras, del que me hice pronto amigo, depositando en él el secreto de mi amor con una confianza ciega, propia únicamente de un niño. Hará catorce meses de esto que voy a referiros. Una noche de Noviembre, triste y silenciosa, me dirigí hacia la casa de Clementina, cuando...
Alberto se detuvo, y sus amigos le imitaron, una mortal palidez cubrió su semblante, y tuvo que apoyarse en el brazo de Manuel para no caer.
Al lado de ellos un muchacho feo y contrahecho tocaba un aire popular italiano en un mal violín. Algunas personas caritativas le arrojaron monedas de cobre desde los balcones de las casas, y el chico dejó de tocar para recoger la limosna.
Alberto empezó a serenarse, pero cuando el artista tomó el violín de nuevo y siguió tocando la interrumpida pieza, el joven sintió el mismo malestar, se desprendió de los brazos de sus amigos y echó a correr como un loco, sin que Manuel ni Luis lograsen alcanzarle.
-La música influye demasiado en él -dijo el primero.
-Sí, le hace sufrir -añadió el segundo-, pero ¿por qué?
Entraron en la fonda tristes y preocupados.
Por la noche cuando iban a comer, llegó Alberto más sereno y más tranquilo. Los tres se sentaron a la mesa en un gabinete reservado situado cerca de un gran salón en el que se oía conversar a muchas personas.
-Tengo que acabar de contaros mi historia -dijo Alberto apenas les sirvieron los postres-. Estaba, si no me engaño, cuando una noche del mes de Noviembre me dirigía hacia casa de Clementina. La joven no me esperaba en la reja como de costumbre; hallé la puerta franca, entre y la vi conversando con el oficial. Me había citado a las nueve; yo creía era esta hora en mi reloj, siendo solamente las ocho. Clementina lanzó un grito al verme, el oficial llevó involuntariamente la mano a su espada, y aquel grito y aquel ademán me revelaban toda la extensión de mi desdicha. No sé lo que hice, no me acuerdo, acaso perdí el juicio, porque cuando volví en mí me sujetaban varios hombres. Pasaron tres meses y al cabo de ellos vi de nuevo a aquella pérfida; su casamiento con el oficial era cosa resuelta, y él estaba en Badajoz, donde había ido a buscar algunos papeles de familia. Por aquella época dio un señor del lugar un gran baile al que fui convidado. Clementina estaba en él radiante de hermosura; la vi bailar con muchos sin acercarme a ella, pero al oír exclamar: ¡Este es el último vals! no pude resistir más y le dije:
-Mañana me marcho del pueblo para no verte más, ¿quieres bailar conmigo por postrera vez? No te hablaré de amor, nada te diré que pueda ofenderte.
Si había un resto de compasión en el alma de aquella mujer, creo que lo tuvo en ese momento de mí. Se levantó, y bien pronto nos confundimos entre las demás parejas. Aquel vals debió durar mucho tiempo; ya había cesado la música y seguíamos bailando sin que nadie pudiera detenernos; la expresión de mi rostro dicen que era terrible, y Clementina pálida y sin aliento repetía sin cesar:
-Basta por Dios, basta.
Al fin me rendí yo también, pero antes de separarme de aquella mujer amada la estreché con todas mis fuerzas en mis brazos, luego la miré y vi sus ojos cerrados y pálida su frente y noté su mano helada. La apartaron de mí y oí que exclamaban:
-¡Muerta! ¡él la ha matado!
No sé lo que pasó después; cuentan que me volví loco y que me encerraron durante seis meses en el manicomio de San Baudilio. Gracias a mi padre salí de aquella casa y desde ella fui enviado a Madrid. Estoy curado casi totalmente, y digo casi porque cuando oigo música creo que me hallo al lado de Clementina, quiero bailar con ella, y me da un acceso de locura. Me he convencido de una cosa, y es que si vuelvo a oír aquel vals que bailé con ella me moriré de fijo. ¡Pedid a Dios que no lo oiga nunca!
-¡Pobre Alberto! -exclamó Manuel-, nosotros te curaremos.
En aquel momento sonaron algunos acordes en el piano del salón contiguo. Alberto se levantó. -Voy a decir que no toquen -dijo Luis disponiéndose a salir.
-No -murmuró Alberto-, quiero que Manuel observe el efecto que me hace la música, pues siendo, como es, un hábil doctor, quizá logre curarme.
En el piano empezaron a tocar el vals del Fausto, la bella ópera de Gounod.
-Abre el balcón, me ahogo -dijo Alberto-; falta aquí aire para respirar.
Luis obedeció.
-¡Que hermoso vals! -exclamó Alberto-, este era precisamente el que yo bailaba con mi amada Clementina. ¡Qué seductora estaba con su traje blanco, una rosa prendida en sus cabellos, un collar de perlas, brazaletes de oro y ricas piedras! La reina de la fiesta ¡ay! pero su rey no era yo.
De repente se levantó, corrió precipitadamente hacia el balcón sin que sus amigos pudieran detenerle, y ya en él dijo, al parecer más tranquilo:
-El aire de la noche me hace bien, ¡qué armonía! ¡qué dulces notas!
Manuel y Luis estaban aterrados; cuando recobraron su sangre fría, oyeron un ruido extraño, corrieron hacia el balcón y lo hallaron desierto. Al mirar a la calle vieron junto a la casa, una masa inerte. Bajaron y encontraron moribundo al pobre Alberto, al que rodeaban ya algunas personas.
Al expirar el joven, el piano tocaba las últimas notas del vals del Fausto.