Novelista, cuentista y ensayista china cuyo nombre real era Zhang Xiuhuan que luego se cambió a Zhang Naiying (también utilizó el seudónimo de Qiao Yin). Pese a la cortedad de su obra (falleció con 31 años) esta considerada como “la diosa de la literatura china de los años 30”. Sus textos siemrpe tienen una parte autobiográfica y muestran las injusticias de la vieja sociedad china.Entre mis compañeras de escuela nunca había visto un par de manos como aquél: azul, negro y violeta, colores que cambiaban desde las uñas hasta los antebrazos.
El cuento fue escrito en 1935 pero desconozco dónde fue publicado por primera vez. Ha aparecido en español en varias antologías como la editada por Liljana Arsovska, "Vidas. Cuentos de China contemporánea" de 2013.
La versión es la de Tu Xiaoling.
Apenas llegó la apodamos “el Engendro”. Entre clases corríamos a su alrededor, pero nunca nadie le preguntaba por sus manos. Mientras la maestra pasaba lista no podíamos contenernos y en el salón estallaban las carcajadas.
—¡Li Jie!
—Presente.
—¡Zhang Chufang!
—Presente.
—¡Xu Guizhen!
—Presente.
Una tras otra se iban levantando y sentando con rapidez y orden. Sin embargo, cada vez que se oía ¡Wang Yaming! se perdía un poco de tiempo.
—¡Wang Yaming! ¡Wang Yaming! ¡Te están llamando!
Ella se ponía de pie después de haber escuchado el apremio de las compañeras.
—¡Presente, presente, presente! —contestaba mirando hacia el techo y con las oscuras manos pegadas al cuerpo.
Sin importar las burlas, nunca perdía la calma. Acomodaba la silla produciendo agudos rechinidos y se sentaba con solemnidad. El proceso parecía durar varios minutos. En una clase de inglés la maestra se rió tanto que tuvo que quitarse las gafas para frotarse los ojos:
—No respondas más “hei er”, di presente. Si contestas con eso de “hei er” parece que dices “oreja negra”. Di “presente”.
Todo el grupo soltó la carcajada dando fuertes zapatazos en el suelo. En la misma clase del día siguiente oímos de nuevo el “hei… er…, hei… er”, oreja negra, oreja negra.
—¿Habías estudiado inglés antes? —preguntó la maestra ajustándose las gafas.
—Es la lengua inglesa, ¿no? Estudiar, estudiar, lo he estudiado un poco con un maestro cacarizo; pencil suena como “vomitar seda”, pen suena como “bacinica”, pero nunca me dijo que here sonara como “oreja negra”.
—Here significa aquí. Di here, here.
—Gire, gire —intentó pronunciar.
Su extraña pronunciación nos hizo reír hasta temblar. Sin embargo, Wang Yaming se sentó con calma, abrió con aquellas manos oscuras una nueva página del libro y empezó a leer en voz baja: Wate… t(h)is… ar(e)…
En las clases de matemáticas leía las fórmulas como si estuviera leyendo un texto de filología: 2x + y = … x2 = …
En el comedor, con el pan entre sus oscuras manos, murmuraba lo aprendido en geografía:
—En México abunda la plata… Yunnan… mmm, mármol.
A media noche estudiaba en el baño. Al amanecer ocupaba las escaleras. En cualquier lugar con un poco de luz la veía estudiar. En la madrugada de un día nevado, con árboles vestidos con borlas de terciopelo blanco, en el fondo del largo pasillo, alguien parecía dormir en el borde de la ventana.
“¿Quién será? ¡En un lugar tan frío!” Mis zapatos de cuero sonaban a cada paso. El silencio reinaba en la escuela como todas las mañanas de domingo. Unas compañeras se arreglaban y otras seguían durmiendo.
Al llegar a su lado vi cómo el viento hojeaba un libro sobre sus rodillas. “¿Quién será que ni en domingo descansa?”. Cuando la iba a despertar vi las manos oscuras.
—Wang Yaming, ¡despierta! —Como nunca la había llamado por su nombre tuve una sensación extraña.
—Je je… ¡Me quedé dormida! —Siempre que iba a hablar comenzaba con una risa ingenua.
—Wate… t(h)is… yu… ar(e). —Apenas veía las palabras en el libro, empezaba a leer.
—Wate… t(h)is. ¡Qué difícil es el inglés! Totalmente diferente a los caracteres chinos, con sus radicales y partes fonéticas. Las letras del inglés, con tantas curvas parecen reptiles que se arrastran en mi cerebro; entre más se arrastran más me confunden y menos logro memorizarlas. Dice la maestra que el inglés no es difícil, y veo que tampoco lo es para ustedes, pero yo soy una persona limitada. Los campesinos no somos tan inteligentes como ustedes. Mi padre es aún peor. Dice que de chico, para aprender su apellido Wang, tardó el tiempo que dura media comida, sin conseguirlo.
—Yu… ar(e)… Yu… ar(e).
Apenas terminaba una oración completa seguía con palabras sueltas.
El molinillo colgado en la pared giraba incesantemente movido por el viento que entraba por el tragaluz, acompañado por copos de nieve que caían en la ventana y se derretían convirtiéndose en rocío. Las venas rojas en sus ojos cansados reflejaban un espíritu incansable y tenaz, que igual que sus manos negras perseguía anhelos difíciles de conquistar. La encontraba por los rincones, en lugares poco iluminados; parecía un ratón, siempre royendo algo. Cuando por primera vez vino su padre a visitarla, le dijo:
—¡Qué bárbara! Engordaste. Acá comes mejor que en casa, ¿no? ¡Trabaja duro! En tres años, aunque no logres ser sabia, comprenderás mejor los asuntos del hombre. A la semana siguiente todas imitaban el modo de hablar de su padre.
La segunda vez que vino su padre, Wang Yaming le pidió un par de guantes.
—¡Te dejo los míos! Tú sólo estudia bien. ¿Por qué no te iba a comprar un par de guantes? Espera… Toma los míos. ¡Se aproxima la primavera! Yo no salgo con frecuencia. El invierno que viene te compraremos un par nuevo, ¿de acuerdo?
Una multitud de alumnas se había reunido en la puerta de la recepción. El padre siguió:
—Tu tercera hermana fue a la casa de su segunda tía; va a estar allí dos o tres días. Damos a los puerquitos dos puñados más de granos cada día; no te imaginas lo gordos que están; hasta se les paran las orejas… Tu hermana mayor regresó y preparó dos platos de puerros salados.
Hablaba y hablaba, y comenzó a sudar. La directora se abrió paso entre las curiosas:
—Entren y hablen en la recepción, por favor.
—¡No, no, gracias! No me puedo demorar. Debo alcanzar el tren, tengo que regresar a casa cuanto antes. Estoy intranquilo por los niños.
Con su gorra de cuero en la mano saludó con la cabeza cubierta de sudor mientras abría la puerta y salía como si lo hubieran corrido. De pronto volteó y se quitó los guantes.
—¡Papá, quédatelos! A mí no me sirven.
Las manos del padre eran todavía más grandes y más negras que las de su hija. En la sala de lectura, Wang Yaming me preguntó:
—Dime, ¿es cierto que cobran por hablar sentados en la recepción?
—¿Cómo que cobran? ¿Por qué van a cobrar?
Como señalando el periódico que yo leía dijo:
—Baja la voz. De nuevo se burlarán de mí si nos oyen. Me lo dijo mi padre. Allí ponen tetera y tazas. Si entras, el empleado te servirá el té y te lo cobrará.
Le dije que no era verdad, pero no me creyó. Decía que por tomar un tazón de agua en las fonditas debes dejar propina, “¿por qué en la escuela no iban a cobrar? Toma en cuenta lo importante que son las escuelas”. La directora la regañó varias veces:
—¿Es que no puedes lavarte bien las manos? ¡Usa más jabón! Lávatelas bien, con agua caliente. Durante los ejercicios matutinos se levantan centenares de brazos blancos, solamente las tuyas se ven diferentes. Cautelosamente, la directora tocó las manos de Wang Yaming con sus dedos pálidos y transparentes como talco. Parecía contener la respiración por el miedo, como si tocara el cadáver de un pájaro negro.
—Algo se han blanqueado, ya se te ve la piel de las palmas. Están mucho más limpias que cuando llegaste. Entonces parecían de fierro. ¿Ya estás al corriente en las clases? Estudia más. De hoy en adelante no vengas a los ejercicios matutinos. Los muros de la escuela son bajos y en la primavera hay muchos extranjeros que pasean por aquí. No regreses a los ejercicios hasta que se te hayan desteñido por completo.
Fue así como la directora suspendió a Wang Yaming de los ejercicios matutinos.
—Le pedí un par de guantes a mi padre. Me los pondré y nadie verá mis manos.
Abrió la maleta y mostró los guantes que le había dejado su padre. La directora hasta tosió de risa, tanta, que su pálido rostro recuperó el color rosado.
—¡No te hacen falta! Además, de cualquier manera se rompería la uniformidad visual.
La nieve del montículo cercano empezó a derretirse. El intendente de la escuela tocaba con más fuerza la campana. Bajo las ventanas, los álamos empezaban a echar brotes y el aguanieve se evaporaba bajo el sol. A lo lejos, en las canchas, se oía el silbido del entrenador rebotando de casa en casa entre la arboleda. Corríamos, saltábamos y gritábamos como pajaritos bulliciosos, aspirando el aire endulzado por la fragante brisa primaveral. Los álamos se liberaban sacudiéndose del yugo invernal y el algodón salía de su capullo. Apenas terminados los ejercicios se oyó una voz:
—¡Qué rico sol! ¿Sienten calor ustedes? —Wang Yaming nos estaba mirando desde la ventana detrás del álamo.
Mientras los álamos reverdecían y sus sombras iban cubriendo el patio, Wang Yaming se veía más flaca, seca y ojerosa; hasta sus orejas parecían más delgadas. Sus hombros ya no eran tan robustos. Cuando aparecía bajo los árboles, su pecho cada vez más sumido me recordaba a los enfermos de tuberculosis pulmonar.
—La directora dice que todavía no estoy al corriente, y ha de ser cierto. ¿Me obligarán a repetir el curso si no logro alcanzar a las demás al final del año? Je… je.
Era la misma risita de siempre, pero sus manos revelaban temor. La izquierda detrás de su espalda y la derecha escondida bajo la blusa parecían pequeños bultos. Nunca la habíamos visto llorar. Pero aquel día, cuando el viento fuerte casi arranca los álamos, dando la espalda a toda la clase y ocultando el rostro entre sus manos ya menos oscuras, lloraba al lado de la ventana. Ocurrió después de que se marcharan los visitantes de la escuela.
—¿Y a ésta qué le pasa? ¡Está llorando! ¿Por qué lloras? ¿Por qué no te escondiste? ¡Fíjate! ¿Hay otra como tú? ¡Con las manos azules y la blusa casi gris! ¡Todas llevan blusas azules! ¿Por qué siempre eres tan rara? ¡Con tu blusa desteñida!… La escuela no permite que nadie rompa la uniformidad. —Las manos pálidas de la directora jaloneaban el cuello de Wang Yaming mientras sus labios se abrían y cerraban.
—Te dije que bajaras y no aparecieras hasta que se fueran las visitas. ¿Por qué te quedaste en el pasillo? ¿Acaso creíste que allí no te verían? ¡Y hasta te pusiste ese par de enormes guantes!
Al mencionarlos, la directora, con sus zapatos negros de charol, dio una patada al guante que había caído al suelo.
—¿Creíste que con eso se resolvería el problema? ¿A eso se puede llamar guantes? —Pisando los guantes, tan grandes como los de un cochero, se reía burlonamente.
Wang Yaming lloró. Ni cuando el viento se detuvo cesó de llorar. Regresó a la escuela después de las vacaciones de verano. Al final de esa temporada ya empezaba a percibirse la frescura otoñal. El sol del atardecer teñía el empedrado de rojo vivo. Saboreábamos las frutas rojas bajo el malus, frente a la puerta de la escuela, cuando una carreta como de gitanos se acercó tintineando; encima venía sentada Wang Yaming. Al pararse la carreta reinó el silencio. El padre llevando la maleta y la hija con una jofaina llena de tiliches en los brazos subieron las escaleras.
—¡Ya llegaste! —Ni nos preocupamos por cederles el paso.
—¡Llegaste! —Algunas la miraban con la boca abierta.
Mientras subían las escaleras, una toalla blanca se balanceaba colgando del cinturón del padre.
—¿Qué pasaría con sus manos? ¿Las tendrá otra vez como antes? —preguntó alguna pensando que habrían recuperado el color de hierro mientras había estado en su casa.
Llegado el otoño, aquel día de la mudanza, advertí la oscuridad de sus manos. Estaba dormitando cuando escuché una disputa en la habitación contigua.
—¡No la quiero, no quiero acostarme junto a ella!
—¡Yo tampoco!
Traté de seguir escuchando pero las voces se alejaban, y sólo pude distinguir risas y jaloneos. Me levanté a medianoche para tomar agua y encontré a Wang Yaming dormida en el banco del pasillo. Se cubría el rostro con las manos oscuras, la mitad de la cobija sobre el suelo y la otra mitad colgando de sus pies. Pensé que estaría allí repasando las lecciones con la luz del pasillo, pero no tenía ningún libro en las manos. Todas sus cosas estaban regadas en el piso, alrededor de ella.
Al siguiente día, por la noche, la directora caminaba entre las filas de camas seguida por Wang Yaming. Impaciente y con cierto enfado acariciaba las lisas sábanas blancas.
—Esta fila es de siete camas y sólo duermen ocho personas. ¡En seis camas deben caber nueve! Movió unas cobijas para dejar espacio y le ordenó a Wang Yaming poner allí la suya.
Wang Yaming desplegó su cobija, y mientras arreglaba la cama silbaba alegremente. Fue la primera vez que oía silbar así a una chica. Nadie había silbado nunca en una escuela para niñas. Cuando terminó de acomodarse, Wang Yaming se sentó con la boca abierta y la mandíbula relajada, llena de paz y tranquilidad. La directora se había ido, y quizás ya estuviera en su casa. Pero la vieja superintendente del dormitorio, con sus cabellos opacos por la edad, andaba de allá para acá, arrastrando los pies.
—¡Yo también digo que no hay quien la aguante! Es sucia y hasta tiene insectos y parásitos en el cuerpo. ¿Quién quiere estar cerca de ella?
Se acercó unos pasos hacia la esquina. El blanco de sus ojos parecía fijarse en mí.
—¡Miren, huelan la cobija! Se percibe el mal olor al menos desde medio metro. ¿No sería horrible acostarse a su lado? ¡Quién sabe cuántos insectos se arrastrarán por su cuerpo! ¡Fíjense que sucio está el algodón!
La superintendente se jactaba a menudo de haber ido con su marido a Japón cuando él había estudiado allá, ¡y hasta se consideraba estudiante! Burlonas, le preguntábamos qué había estudiado.
—¿Tenía que estudiar algo en especial? Aprender la lengua japonesa, conocer las costumbres y los hábitos del pueblo nipón, ¿acaso no es eso estudiar?
A los piojos les decía insectos, parásitos, e insistía:
—¡No es limpia! ¿No es ridícula? ¡Qué suciedad! ¡La mugre de las manos es porque ella es sucia!
Al oír esto, Wang Yaming encogió los hombros como si temblara de frío y se fue corriendo.
—Digo que es verdaderamente innecesario que la directora admita a alumnas como ella en la escuela. —A pesar de que había sonado el timbre para apagar la luz, la vieja seguía parloteando en el pasillo.
La tercera noche, Wang Yaming andaba de nuevo detrás de la pálida directora con un bulto en las manos y la ropa de cama enrollada bajo el brazo.
—¡Aquí no la queremos, ya somos demasiadas!
Las alumnas se ponían a gritar en cuanto la directora apenas rozaba con sus uñas el borde de sus cobijas. Al pararse ante una nueva fila de camas surgía de antemano el rechazo:
—Aquí también somos muchas, y aún más que las otras; en seis camas dormimos nueve. ¿Dónde cabrá otra?
—Una, dos, tres, cuatro… ¡Aquí falta una! En cuatro camas caben seis personas y ustedes son cinco. ¡Ven Wang Yaming!
—¡No! ¡Este lugar es para mi hermana menor. Mañana llegará! —exclamó una alumna corriendo hacia la cama para sujetar la cobija.
Sin remedio, la directora y Wang Yaming fueron a otra habitación.
—Tiene piojos. Yo no me acuesto a su lado.
—¡Yo tampoco!
—La cobija de Wang Yaming no tiene funda. Duerme entre el algodón. ¿No me cree? ¡Mírela señorita directora!
Todas se burlaban, y algunas incluso confesaron que no se atrevían a acercarse a Wang Yaming por miedo a sus manos negras.
Desde entonces, la chica de las manos negras usó el banco del pasillo como cama. A veces me levantaba temprano y la encontraba enrollando sus pertenencias y bajando con ellas; otras, en la noche, la hallaba en el sótano. Cuando me hablaba en la oscuridad, mirando de reojo, veía la sombra del color de su cabello en la pared; se rascaba la cabeza.
—Estoy acostumbrada. Tanto el banco como el suelo me sirven de cama. Sólo necesito un lugar para dormir. ¡Me da igual si es cómodo o no! Lo más importante es estudiar, aunque no sé cuánto me va a poner el maestro Ma en inglés. Si no logro sesenta puntos, ¿me obligarán a repetir el curso?
—No te preocupes. Con sólo una asignatura reprobada no hay que repetir el curso, le dije.
—Mi padre me puso fecha límite. Me exigió graduarme en tres años. No tiene para pagar ni siquiera medio año más. En cuanto al inglés, pues mi lengua no sabe torcerse, je je.
Aunque Wang Yaming vivía en el pasillo parecía estorbar a todas porque siempre tosía en las noches. Además, empezó a teñir sus calcetines y blusas en el dormitorio.
—Si la tiñes, la ropa vieja se ve como nueva. Por ejemplo, si tiño de gris el uniforme de verano lo puedo usar en el otoño. Y los calcetines blancos se pueden teñir de negro.
—¿Y por qué no compraste calcetines negros?
—Los negros que venden son teñidos a máquina, resisten poco y se rompen a la primera puesta. Los teñidos a mano son mejores. Un par de calcetines cuesta mucho. No puedo permitir que se rompan tan pronto.
Una noche de sábado las muchachas estaban preparando pollo en una pequeña olla de hierro. Era el día que ellas cocinaban. El pollo estaba negro, parecía envenenado. A la chica que llevaba la olla por poco se le caen las gafas.
—¿Quién hizo esta maldad? ¿Quién? ¿Quién fue?
Wang Yaming, abriéndose paso entre sus compañeras, se dirigió a la cocina.
—Fui yo. No sabía que la olla aún servía. La usé para teñir dos pares de calcetines. Je je… Voy a…
—¿Vas a qué?
—A lavarla.
—¿Y crees que se puede cocinar en una olla que se usó para teñir calcetines pestilentes? ¿Acaso crees que todavía sirve? —Furiosa, tiró la olla al suelo y lanzó contra la pared aquel pollo negro como si fuera una piedra.
Las chicas se dispersaron. Wang Yaming cogió el pollo del piso murmurando:
—¡No quieren la olla sólo porque teñí en ella dos pares de calcetines nuevos! ¿Por qué pestilentes?
Una noche nevaba y las calles estaban cubiertas de blanco; salimos de la escuela rumbo al dormitorio entre la ventisca. Las ráfagas de viento nos obligaban a correr, a veces con la espalda contra el viento y a veces de lado. Por la mañana salimos del dormitorio como siempre. A pesar de ir corriendo, el frío de diciembre nos entumecía los pies. Nos quejábamos, maldecíamos y algunas hasta decían que la directora era una estúpida por haber trasladado tan lejos el dormitorio y obligarnos a ir a la escuela antes del amanecer.
Unos días después me encontré a Wang Yaming en el camino. El cielo y la nieve relucían a lo lejos. Bajo la luna, mi sombra andaba detrás de la suya. Los callejones y las avenidas estaban desiertos. El viento ululaba entre las ramas de los árboles y las ventanas de las casas gemían azotadas por la nieve. Nos hablábamos, pero las voces se congelaban. Cuando nuestros labios se cansaron tanto como las piernas suspendimos la charla y seguimos caminando, haciendo crujir la nieve bajo nuestros pies. Toqué el timbre de la puerta. Sentía que de un momento a otro me desplomaría con las piernas sueltas.
Una madrugada, con una novela nueva bajo el brazo, salí del dormitorio y cerré cuidadosamente la puerta de la cerca. Estaba asustada y mi miedo crecía conforme miraba a lo lejos los contornos indistintos de las casas y oía al viento perseguirme silbando y removiendo nieve. El brillo de las estrellas era débil y la luna ya se había metido o, tal vez, estaba detrás de las nubes grises.
Cada vez que avanzaba unos metros sentía estar más lejos del destino. Deseaba ver algún transeúnte, pero luego me asustó la idea, pues en un amanecer oscuro sólo se oyen sonidos sin divisar a nadie. De repente, una silueta apareció como si saliera de la tierra. Subí las escaleras con el corazón latiendo de miedo. Al tocar el timbre percibí a alguien subiendo las escaleras.
—¿Quién es? ¿Quién es?
—Soy yo.
—¿Me has seguido hasta aquí? —Me estremecí de miedo al pensar que no había oído mas que mis pasos en el camino.
—No. He estado aquí esperando. El conserje no me abre la puerta aunque ya he llamado muchas veces.
—¿Tocaste el timbre?
—¿Para qué? Je je. Encendió la luz, miró por la ventana, pero no me abrió.
De pronto se iluminó por dentro y el conserje abrió la puerta con violencia, como sin ganas de hacerlo.
—¡Llamar a la puerta a medianoche! Si de cualquier manera vas a reprobar, ¿para qué vienes tan temprano?
—¿Qué te pasa? ¿Qué dices? —Apenas abrí la boca cuando aquel hombre cambió radicalmente de actitud:
—¡Hola señorita Xiao! ¿La hice esperar mucho tiempo?
Wang Yaming y yo entramos al sótano. Ella tosió tanto que su cara cetrina se convulsionó y se arrugó. Aún con huellas de lágrimas provocadas por el viento helado, Wang Yaming abrió su libro.
—¿Por qué no te abría la puerta?
—¡Quién sabe! Me dijo que llegué demasiado temprano y me mandó regresar al dormitorio. Luego dijo que por órdenes de la directora.
—¿Cuánto tiempo esperaste allí?
—No mucho. Sólo un rato; lo que dura una comida. Je je.
Su manera de repasar las lecciones había cambiado. No leía en voz alta, sólo murmuraba, como si su garganta no dejara salir la voz. Sus hombros, que solían moverse al ritmo de la lectura, estaban encogidos. Con la misma curvatura que la de su espalda jorobada, el pecho parecía hundido. Por primera vez, por temor a molestarla, leí mi novela en voz muy baja. No supe por qué, pero fue la primera vez. Me preguntó qué estaba leyendo y si había leído Romance de los tres reinos. Tomó el libro, miró la portada y hojeó unas páginas.
—¡Qué inteligentes son ustedes! No les preocupan los exámenes aun cuando no hayan repasado las lecciones. Yo no puedo. También quiero descansar un poco y leer otras cosas, pero no puedo.
Un domingo estaba yo sola en la habitación. Empecé a leer en voz alta la novela El matadero. Cuando leía el párrafo en el que la obrera María cae desmayada en la nieve me puse a mirar el suelo nevado, mientras una gran emoción recorría mi cuerpo y mi mente. No noté a Wang Yaming detrás de mí.
—¿Podrías prestarme algún libro? Me aburren los días de nieve. No tengo parientes aquí ni cosas que comprar y, además, salir a la calle es gastar en transporte.
—¿Hace mucho que tu padre no viene a verte? —pensé que extrañaba su casa.
—¿Cómo puede venir? El tren cuesta más de dos yuanes de ida y vuelta; además, le hacen falta manos en casa.
Al terminar de leer El matadero puse la novela en sus manos.
—¡Je je! —Dando brincos de gusto se sentó en la cama y empezó a mirar la portada.
Salió al pasillo y la oí, imitándome, leer con fuerza el primer párrafo. No recuerdo qué día fue, pero estábamos de vacaciones. El dormitorio vacío estuvo sumergido en silencio hasta que el claro de luna iluminó las ventanas. Percibí leves ruidos en la cabecera de mi cama, como si alguien buscara algo. Levanté la cabeza y miré las manos negras de Wang Yaming poniendo el libro junto a mi almohada.
—¿Te pareció interesante? ¿Te gustó?
No contestó, sólo tapó su rostro con las manos. Sus cabellos parecían temblar cuando asintió. Su voz temblaba también. Me levanté para sentarme en la cama, pero ella, ocultando la cara con sus manos tan negras como sus cabellos, huyó. En el pasillo seguía reinando el silencio. Las vetas del piso de madera, bañadas por la suave luz de luna, atrajeron mi mirada.
—María… Como si fuera una persona de carne y hueso. Se cayó en la nieve. Supongo que no estaba muerta. No morirá ¿verdad? Aquel médico no quiso tratarla sólo porque era pobre. ¡Je je! —reía en voz alta mientras las lágrimas rodaban por su cara.
—Yo también busqué un médico cuando mi madre enfermó. Pero ¿crees que quiso venir? Antes que nada me pidió que le pagara el transporte. Repuse que le daría el dinero en casa, pero que en ese momento teníamos que apurarnos, que ella podía morir. Pero ni así me hizo caso. Ya afuera me preguntó que a qué se dedicaba mi familia y si teníamos un taller de teñido. No sé por qué, al saber que mi familia se dedicaba al teñido, se regresó. Esperé, y al ver que no salía llamé a la puerta, pero me mandó regresar a mi casa, y dijo que no podía venir conmigo. Volví sola.
Se secó los ojos y continuó:
—Desde entonces tuve que cuidar a mis dos hermanos y dos hermanas pequeñas. Mi padre teñía los negros y los azules, y mi hermana mayor los rojos. Aquel invierno mi hermana se comprometió; su suegra vino a casa. Tan pronto vio a mi hermana gritó: “¡Cielos, tienes manos de asesina!”. A partir de aquello mi padre no permitió que tiñéramos un solo color. Mis manos se ven negras, pero si las miras de cerca notarás un tono violeta. Las manos de mis hermanas menores son iguales que las mías.
—¿Estudian tus hermanas menores?
—No, yo voy a enseñarles. Pero no sé si estoy aprendiendo bien. Si no aprovecho la escuela me sentiré culpable ante ellas. Por un rollo de tela nos pagan treinta centavos. ¿Cuántos rollos crees que teñimos al mes? Por una camisa, grande o pequeña, pagan diez centavos, y todas las que llegan son grandes. Además, quita el dinero de los fósforos y las pinturas, ¿qué queda? Mi colegiatura les quitó el dinero de la sal. ¿Cómo puedo no esforzarme? ¿Cómo?
—Extendió su mano y acarició de nuevo el libro.
Sin dejar de ver las vetas en el piso, pensé que sus lágrimas valían mucho más que mi compasión. Una mañana, antes de que empezaran las vacaciones de invierno, Wang Yaming estaba arreglando su valija. Sus demás pertenencias ya estaban atadas y apoyadas en la pared. Nadie se despidió de ella; ni siquiera le dijimos adiós. Cuando salimos de las habitaciones y pasamos por el banco que le servía de cama nos miraba como sonriendo o tal vez miraba a lo lejos. Gritando, corrimos por el pasillo, bajamos las escaleras y atravesamos el patio. Al llegar a la puerta del muro de la escuela, Wang Yaming nos alcanzó. Jadeante y con la boca abierta murmuró:
—Todavía no llega mi padre. Si puedo estudiar más, siquiera una hora, aprenderé más cosas.
Quizá nos hablaba. Cada materia de ese último día la hizo sudar. En la clase de inglés anotó las nuevas palabras escritas en la pizarra mientras las repetía por lo bajo, y hasta las aprendidas hacía tiempo, por más insignificantes que fueran, las apuntó en su cuaderno. En la clase de geografía le costó copiar el mapa que trazó la maestra. Parecía que cualquier cosa de ese último día fuera de vital importancia y debía dejar huella. Después de clases vi su cuaderno. Estaba lleno de errores, aquí faltaba una letra, allá sobraba otra. Estaba completamente desconsolada.
Esperó hasta la noche pero su padre no llegó. Otra vez tendió su cobija en el banco. Pero en esa ocasión, por única vez, se durmió temprano y con una calma profunda jamás vista en ella. Su pelo caía sobre la manta. Conforme respiraba sus hombros se relajaban y en esa ocasión no se veía ningún libro cerca de ella. A la mañana siguiente, cuando el sol escaló las ramas cubiertas de nieve y los pajaritos salieron de sus nidos, llegó su padre. Se paró junto a la escalera, descargó un par de botas de fieltro, y con la blanca toalla rodeada al cuello se secó los cristales de hielo de la barba.
—¿Reprobaste el examen? —Los cristales de hielo se derritieron y se fueron rebotando en cada escalón.
—No, todavía no empiezan los exámenes. Pero la directora me dijo que no necesitaba participar, porque no saldría aprobada.
El padre volteó la cara hacia la pared. La toalla colgada de su cinturón no se movió.
Wang Yaming arrastró sus pertenencias y regresó por la valija y la jofaina llena de tiliches. Devolvió los enormes guantes a su padre.
—No los necesito. Úsalos tú.
Las botas de fieltro del padre dejaron en el piso huellas de barro en forma de círculo. Como aún era temprano pocas alumnas los vieron. Entre risitas, Wang Yaming se puso los guantes.
—¡Ponte las botas! Aunque no estudies bien, tus pies no deben congelarse.
Desató la cuerda de cuero con que estaban atadas las botas. Wang Yaming se las puso; le llegaban a las rodillas. Se envolvió la cabeza con una tela blanca.
—Regresaré después de estudiar un tiempo en casa. Je je. —¿Se lo decía a sí misma o a nadie? Levantó la valija y preguntó:
—¿El carruaje nos está esperando fuera?
—¿Carruaje? ¿Qué carruaje? Caminaremos a la estación. Yo me encargaré de las bolsas.
Wang Yaming y sus botas pisaban con fuerza. El padre iba adelante sujetando los bultos con sus manos negras. Dos sombras alargadas por el sol de la madrugada salieron por el portal de la escuela. Yo miraba por la ventana; podía ver sus cuerpos pero no oír sus pasos, tan ligeros como sus sombras. Dejaron atrás la escuela y salieron al encuentro de los rayos del sol. El suelo blanco, como un enorme cristal roto en mil pedazos, entre más lejos, más resplandecía. Miraba el horizonte hasta sentir dolor en los ojos. Era por el brillo de la nieve.
Marzo de 1936.
TRADUCCIÓN DE TU XIAOLING