Elvira Liceaga - "Raquel"

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Novelista, guionista y cuentista mexicana.
El cuento pertenece al volumen "Carolina y otras despedidas" de 2018.



Quedan tres mujeres en la casa del patrón. Las tres están en la sala. La menor y la de en medio están acostadas en posición fetal en el sillón largo. Los dedos de los pies de una tocan ligeramente la cabeza de la otra. La mayor está tumbada en otro sillón, individual, también floreado. En el terreno a dos casas de distancia, un hombre robusto monta un instrumento que perfora el piso. La de en medio llegó la noche anterior. La menor tuvo celos de la de en medio, porque, traicionera, se escapó hace muchos años y en sus cartas describía una ciudad pacífica rodeada por el agua. La mayor se ha dedicado a cuidar de la menor, quien algunas veces sueña que viaja en un avión descompuesto que se cae en pleno vuelo; su cuerpo, entonces, convulsiona durante un par de minutos hasta que el mal la abandona, su cuerpo se equilibra y continúa durmiendo como si nada, y al rato tararea, como bendecida, música clásica que a las pocas horas vuelve a perderse en la oscuridad de su memoria. La de en medio lleva un fajo de dinero escondido en los bolsillos de su falda. La mayor fue la primera en llegar. Tuve la pesadilla, dice la menor, una vez despierta. Cuando la mayor no alquila su vientre, se alimenta de vodka y cigarros, sin filtro, de los más baratos. La de en medio aprendió a comunicarse en inglés a pesar de llorar en español. Trac-trac-trac-trac-trac-trac, un hombre perfora el piso afuera. La menor bosteza. La mayor estuvo enamorada de un hombre andaluz con el que tuvo dos hijas, quien se las llevó. La de en medio también fuma. La comida es para la menor, a quien, de muy chica, el doctor extrajo las neuronas que contraen el cuerpo cuando tiene la pesadilla, pero aún tiene la pesadilla. El último trabajo que tuvo la de en medio en el otro lado fue alimentar a las serpientes de un zoológico situado en lo alto de un bosque, a donde iba la burguesía a hacer camping. La menor se acurruca. Depositaba conejos vivos en un cajón de metal mientras las serpientes lamían intermitentemente la ventana que las separaba de ella. La mayor cruzó el mar para encontrar sin éxito al andaluz. Cuando el doctor le tocaba con un aparato un punto de la cabeza, la menor recordaba con escalofríos, como si lo hubiese vivido unos minutos antes, la primera vez que entró al túnel. El reloj de la sala anuncia las once horas. Un conejo por la mañana. El día que entró al túnel, la madre llevó a la menor a una heladería con taburetes acolchonados y paredes pintadas color menta, le concedió dos bolas de helado en un cono, una de uva, otra de limón; el dependiente dejó caer chocolate caliente, que al contacto con el helado se endureció, y después una lluvia de chispas de colores esparcidas por arriba. La mayor tiene los brazos cruzados sobre el pecho, cada una de sus manos cubre un seno para no perderse lo que le queda de mujer. ¿Qué crees que vamos a hacer hoy, Raquel?, preguntó la madre a la menor. Irían a un lugar donde unos hombres y mujeres vestidos de blanco la invitarían a entrar en un juego mecánico que se llama el túnel. En Andalucía las personas hablaban diferente: gritaban y arrimaban una palabra tras otra a una velocidad asfixiante. Un conejo por la noche. Trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac, retumba en el cerebro de la menor. El túnel era un lugar como del futuro, dentro del cual la menor jugaba acostada a las estatuas de marfil; la madre cuidaba de su ropa, sus zapatos y la bolsa con todos sus cosméticos de plástico, mientras la menor, vestida con una bata de gasa, cantaba en silencio: Uno, dos y tres así. Un conejo por la mañana. La mayor preguntaba por sus hijas en una y otra oficina atendida por hombres con bigote y uniformados. La de en medio soñaba de vez en cuando con incontables serpientes amarillas que alfombraban su habitación y trepaban a su cama hasta cobijarla. Cuando el doctor le tocaba, con el mismo aparato, otro punto de la cabeza, la menor recordaba la música sin palabras que su abuelo escuchaba en el radio, un programa conducido por dos voces ancianas; el abuelo, alto, delgado y sin pelo, se desplomaba todas las tardes a la misma hora en un sillón reclinable de cuero café, sólo abría los ojos para beber de un vaso de cristal un líquido que parecía miel. Si acaso no había conejos en el criadero, la de en medio robaba ratones de la sección de roedores. Trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac, vibran las grietas de la casa. Una vez, la de en medio robó gatitos recién nacidos de la casa de los cuidadores; los cuidadores trataban a la de en medio como a una intrusa, con su piel oscura e incorregible, sus dioses improbables e idioma incomprensible; los ojos claros la rechazaban sin mirarla. El cuerpo de la menor tiembla. La de en medio siente el movimiento del cuerpo de la menor. El avión atraviesa el cielo volando bajo, muy cerca de la ciudad. La de en medio se levanta, la mayor también. La mayor y la de en medio vigilan la convulsión de la menor y esperan. Se escucha el silencio de Dios. Las manos de la mayor aprietan sus senos malgastados. Las manos de la de en medio aprietan sus billetes enrollados. La de en medio, trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac, quisiera saber cuánto tiempo pasará antes de que se le acabe la salud a la menor. ¿Por qué regresaste?, susurra la mayor a la de en medio. La de en medio recuerda sus días en la escuela gringa; algunas veces las niñas del salón de clases fingían que no existía; esas veces pasaba el recreo en el baño. Los senos de la mayor gotean leche. Su compañera de pupitre le escribía mensajes a la de en medio en papeles que arrancaba de su cuaderno. Un día la mayor vio pasar a sus dos hijas caminando por la calle, tomadas de la mano de otra mujer, una mujer hermosa y joven. Un gatito por la mañana. La mujer hermosa llevaba lentes oscuros, las hijas también. La compañera de pupitre citaba a la de en medio en el baño, en el último de los excusados. Las hijas llevaban vestidos bordados iguales, parecían hijas de revista. Trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac, una fuerza oculta sacude a la menor. La mayor vagó por las calles desconocidas, en los barrios estrechos, en las ciudades árabes, en países al otro lado del océano. La de en medio levantaba la mano para ir al baño. Una pareja de gitanos adoptó a la mayor, le dio de comer patatas y agua, a cambio de que pasara los días cosiendo cortinas y manteles para vender. Trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac, se cae el avión. Después de unos minutos, la compañera de pupitre hacía lo mismo; la primera en llegar al baño se subía al excusado para que pareciera desocupado, la segunda en llegar cerraba con seguro; la compañera bajaba los pantalones de la de en medio y metía su mano dentro del calzón. En las bancas de una antigua plaza de piedra, la mayor aprendió a zurcir para despedirse, para remendar con hilos de algodón el paisaje rasgado. El cuerpo de la menor se aquieta. No le puedes decir a nadie, le decía la compañera a la de en medio. La menor ha meado la pijama; tendrá que bañarse porque un hombre la ha reservado para esta noche. La de en medio no sabe qué responder cuando la mayor le pregunta por qué regresó. La menor parpadea hasta abrir los ojos. La mayor se consuela a ratos pensando que las confundió, que aquellas eran hijas ajenas. Tuve la pesadilla, pero esta vez en blanco y negro, dice la menor.

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