Yo no sé lo que él ve cuando me está mirando. Ahí, del otro lado de la mesa, con el jersey gastado que insiste en conservar, los ojos claros y todavía encendidos. Recorre el nacimiento del cabello buscando huellas de no sé qué, me inspecciona las orejas, se inclina ligeramente para observar mi mandíbula, me mide las muñecas cuando me acerco a servirle la sopa o a colocarle la manta sobre las rodillas. A veces, cuando comemos, parece contarme los dientes. Estás bien, constata, estás sana.
Cuentista pacense. Trabajó como periodista y solo ha publicado un volumen de cuentos. De acuerdo con Marta Domínguez "[los cuentos de Clara Morales] tienen un tema común: la memoria, la colectiva y la personal, la que queda impresa en los libros de historia y en los cuerpos. Es decir, los efectos que el pasado tiene sobre el presente".
El cuento pertenece al volumen "Ya casi no me acuerdo" de 2024.
Empieza por la mañana, tras el café. Después de unos meses, conozco ya la maniobra para que la silla de ruedas encaje exactamente entre el bidé y el váter, junto a la bañera. Él se deja hacer, permite que manipule su cuerpo aunque yo, en el fondo, sea una extraña, espera siempre con una paciencia infinita cuando se me traban los botones de la camisa o no consigo desanudar el lazo del pijama. Abro el grifo para que el agua vaya calentándose y él contempla el chorro que cae de la alcachofa vieja. A mí me gustaría evitarlo de alguna forma, si es que puede evitarse, pero todos los días hay que limpiarse y todos los días se encuentran sus ojos con los azulejos y con el cromado de las tuberías y con el ritual de la desnudez, y qué puedo hacer yo, qué tendría derecho yo a decir. No vi las duchas hasta un par de años después de llegar, comienza, por ejemplo, pero todos sabíamos lo que pasaba, y nosotros, de hecho, nunca las llamábamos «duchas», sino por su nombre. Si alguna vez hubo algún misterio, o alguien pensó que allí te metían para que salieras más limpio por la otra puerta, como dicen, yo no lo viví: cuando entré, las cosas estaban claras y todo el mundo sabía a qué atenerse. Juro que trato de cambiar de tema, le pregunto si el agua está lo suficientemente caliente, si recuerda si ayer le lavé o no el pelo, le pido que me pase el champú o el gel. Pero es inútil. Él sigue: Aunque yo no conocí a nadie que acabara en las duchas. No los conocí verdaderamente, porque todos sabíamos quiénes eran, los veías caminar por ahí, los llamábamos «los musulmanes», se iban encogiendo, achicando, cada vez más cerca de la tierra, como si rezaran. A mí me los fueron matando en otros sitios, sitios cuyo nombre ni siquiera conocíamos, sitios que no habíamos pisado, y allí nos los mataban. Le enjabono el cabello ralo, froto bien detrás de las orejas para ver si se distrae, le hago levantar un brazo, otro. ¿Sabes cómo eligieron al Mariano?, me pregunta. Sí que lo sé, lo sé, pero no digo nada. Después del trabajo, cuenta, nos hicieron formar delante de la enfermería, y aquello ya nos olía mal, porque veíamos cómo el resto de los presos se alejaban, cómo volvían a sus barracones sin siquiera mirarnos, y cómo a nosotros nos mantenían ahí, de pie, con un aire tan frío que cortaba. Aparecieron dos oficiales con una cuerda, una cuerda muy larga y muy fina, y yo ahí dije Ya está, nos matan, nos cuelgan, de hoy no pasamos. Pero se pusieron en el centro del patio sosteniendo la cuerda bien tensa en el aire, a la altura de nuestras rodillas. Había que saltar: si lo hacías bien, te quedabas; si tocabas la cuerda, adiós. Yo salté, Mariano ni siquiera lo intentó, se lo llevaron. Bueno, pues vamos a enjuagarnos, que ya estamos, le digo, pero él no me escucha o hace como que no me escucha. Luego lo estuve buscando en las listas, al Mariano, y lo estuve buscando cuando llegaron los americanos y llevé a aquel sargento a conocer el campo, estuve buscando su cara entre los montones de cuerpos y sus zapatos entre la cal, y el americano se iba agarrando a las paredes y se llevaba las mangas de la chaqueta a la nariz y me gritaba cosas, pero yo al Mariano no lo veía por ninguna parte ni supe jamás dónde acabó. Cierro el grifo y escuchamos el sonido gutural del agua que se desliza por las cañerías, el vapor condensándose sobre la porcelana blanca, una gota que se desploma en algún sitio. ¿Y sabes qué hacían con los judíos?, pregunta. Sé lo que hacían con los judíos porque me lo ha contado: que les tiraban al suelo los restos de la sopa para que la lamieran de la tierra sucia, que les azuzaban a los perros en la cantera y ellos preferían arrojarse por las escaleras a que los devoraran, que les hacían sumergirse en el río y caminar luego durante horas hasta que se les congelaban las ropas y morían. Que un día, al amanecer, vieron el cadáver de uno atrapado bajo el hielo del lago, con los ojos muy abiertos, mirando al cielo. Pero no digo nada, qué podría yo decirle, y seco bien sus pliegues y le corto las uñas y lo peino y lo perfumo mientras él sigue hablando.
Yo le devuelvo la mirada. Lo imagino con más pelo, con el negro azabache de las fotos. La piel tersa, la sonrisa grande de labriego, el mentón alto, los ojos llenos de algo que podría ser el futuro, la posibilidad. Le busco en la masticación farragosa las muelas que no tiene, los huesos fuertes, los órganos brillantes, la mente limpia del que no ha visto y no ha olido y no ha escuchado. A veces veo otras cosas: su cráneo, las costillas, el dedo que perdió, sus pasos descalzos en la nieve. Mira, lo animo, qué buen día hace.
He cocinado arroz con pollo para los dos, le he limpiado las migas del mentón y del pecho, he recogido la mesa y fregado los platos con la radio de fondo, muy bajita, la música con la que saldría a bailar los fines de semana si pudiera pero que él no soporta, me he fumado un cigarro junto a la hornilla, he escondido las cenizas al fondo del cubo de basura, he vuelto a la salita y me he tumbado al fin en el sofá mecida por el rumor de la novela. He soñado con la casa que era mi casa antes de esto, he soñado con mis hijos, he soñado que tenía el día libre y que no me quedaba nada más por hacer.
Pero su voz me arranca de la siesta. Había una mujer, una mujer en el campo, dice. Anochece y entra por la ventana la luz azulada del invierno y también el resplandor naranja de las farolas. Había una mujer en el campo, repite, a la que yo no había visto nunca. La mujer estaba muy enferma, todos sabíamos que pronto moriría y ella lo sabía también, porque habíamos aprendido a reconocer las señales. La mujer estaba postrada en la enfermería, a donde me habían enviado con una carretilla para recoger los cuerpos. Tenía los ojos fijos en una ventana a la que no le quedaba ya ningún cristal y, al sentirme en el barracón, alzó el brazo y señaló hacia el exterior. El árbol, me dijo, el árbol es lo único que tengo. Afuera, el viento mecía un árbol sin hojas. A veces hablo con el árbol, me dijo. ¿Y te contesta el árbol? Sí, dijo ella, el árbol me contesta. ¿Y qué te dice? El árbol me dice Estoy aquí, yo soy la vida, yo soy la vida eterna.
Me incorporo y enciendo la lámpara de pie. Miramos los dos por la ventana, desde la que no se ve ningún árbol, y luego vuelvo a la cocina para empezar a hacer la cena.
Un día nos sacaron a todos de los barracones y nos llevaron al patio central. Mientras gaseaban las casetas para desparasitarlas, nos hicieron desnudarnos, se llevaron nuestros uniformes infestados de piojos y los barberos chicainas nos afeitaron por todas partes con unas máquinas oxidadas que parecían tijeras de podar. Era verano y nos dejaron allí todo el día, de manera que el sol acabó quemándonos la piel blanquísima, a la que no le daba la luz desde hacía meses, y en la nuca y sobre los hombros se nos alternaban las ampollas, las heridas del pelado y las llagas del trabajo y la desnutrición. Otro día, en otra fumigación, un republicano cometió el error de no reconocer a un cabo, un prisionero alemán, porque desnudos todos éramos un saco de huesos, y no sé bien por qué el compañero se puso nervioso y acabó dándole un puñetazo al cabo, con tan mala suerte que le saltó un ojo, de forma que al pobre diablo lo molieron a palos allí mismo y luego se lo llevaron. Había un tipo en el barracón que estaba en uno de los Kommandos que trabajaban en el pueblo e iba recolectando caracoles que encontraba entre la hierba al borde de la carretera. Por la noche se los sacaba del bolsillo, los metía en un bote y los ponía al fuego para luego comérselos. A nosotros nos daba muchísima envidia y mirábamos el bote, del que iba saliendo poco a poco una espuma densa, ahogando apenas los rugidos de nuestros estómagos, hasta que alguien le robó el bote y el compañero se volvió loco y acabó haciendo que le metieran un tiro. Lo peor era salir a trabajar al amanecer, porque entonces te encontrabas, pegados a la alambrada como moscas en una telaraña, a todos los que no habían aguantado y se habían lanzado contra ella aprovechando que en las guardias nocturnas aumentaban la potencia al máximo. Un día, no sé bien en qué año, se me metió el frío en el cuerpo y, a medida que transcurría la mañana, yo notaba cómo me iba subiendo la fiebre, cómo se me aflojaban las rodillas y apenas era capaz de caminar. Enseguida se formó un consejo: Se tiene que tumbar, No, que no se tumbe, que si se tumba no se levanta, Hay que llevarlo fuera para que se le baje la temperatura, Hay que encender un fuego para que se caliente, Pero cómo vamos a encender nosotros el fuego de día, que estás tonto. Entonces alguien señaló un montón de cadáveres en las traseras de una barraca: Mira, ahí hay doce judíos muertos, que los acaban de traer y aún estarán calientes, te metes entre ellos y nadie se da ni cuenta. Y eso hice, y se me fue el frío, y ese día no me morí. Descubrimos a un oficial encogido sobre una piedra, llorando como un miserable, y después de mucha discusión uno que conocía el idioma se acercó a preguntarle qué le pasaba, y el oficial contestó que su mujer y su hija habían muerto en un bombardeo y que maldecía mil veces la guerra, pero cuando otro cometió la osadía de tocarle el hombro para consolarlo, el alemán nos espantó a patadas y nos arrojó piedras, y durante días temimos que nos denunciara, aunque nunca sucedió nada. El médico auscultaba a los enfermos del barracón número 20 y les iba escribiendo en el pecho, con tinta azul, TBS, tuberculosis, y a esos los llevaban a la enfermería, donde les administraban una inyección que les contraía los músculos de la cara y los mataba en el acto. A los rusos, según iban llegando, los molían a palos en el patio y los dejaban allí para que los recogiéramos. Si trabajabas en las cámaras retirando cadáveres, debías humedecer un pañuelo y llevártelo a la boca para no acabar asfixiado. La gente se arrojaba desde la cantera. La gente se lanzaba contra las alambradas. La gente pedía consulta para la inyección letal. La gente se suicidaba con un trozo de cuerda. La gente desaparecía. La gente se hacía disparar. La gente clavaba las uñas en los azulejos.
Yo pongo la radio o coloco los cacharros de la cocina o salgo al pueblo a dar un paseo, pero cuando vuelvo él sigue ahí, contando y contando, y yo sé que lo hace por sacárselo de dentro, para que no se le quede el horror en el estómago, y sé que si está vivo es porque habla, porque otros no hablaron y están muertos, pero cuenta y cuenta y cuenta, y a mí se me llenan los pucheros de huesos y la chimenea de ceniza y los sueños de perros y de abismos, y le digo, un día lo interrumpo y le digo: Se acabó, se acabó, o te callas o ahora mismo cojo la puerta y me voy. Él me atraviesa con sus ojillos claros, como midiéndome, como pesando mi alma. ¿Y sabes qué hacían con los judíos?, me pregunta.
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on 10 octubre 2025
at 17:51
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