Mafe Moscoso - "La santita"

Posted by La mujer Quijote in ,

Cuentista y ensayista ecuatoriana. Sus ensayos se centran en el ámbito de la antropología. Sus líneas de investigación principales son la memoria y las migraciones, las pedagogías críticas, la etnografía experimental y los estudios y prácticas anticoloniales.
Este cuento pertenece al volumen "La Santita" de 2024 (Edición consonni) y publicado en este blog bajo licencia Creative Commons CC Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional CC BY-NC-ND 4.0.


Francisco suspiró:
—Había una vez —dijo— un ermitaño que murió, subió al cielo y se acurrucó en los brazos de Dios. Había encontrado la beatitud perfecta. Pero un día, inclinándose sobre la tierra, divisó una hoja verde. «Señor, Señor, déjame bajar, permíteme sentir otra vez el placer de tocarla». ¿Has comprendido, hermano León?
No respondí. Tenía miedo. ¡Ah, qué grande es, en verdad, la atracción de la hoja verde!
—El pobre de Asís, Nikos Kazantzakis.



Le mató a la Santita, exclamó la mujer. Utilizando como herramienta la pequeña y redonda cumbre formada por sus uñas, dio un pellizco a su falda impregnada de la suave manteca de las hallullas tibias que cada madrugada se cocían abrazadas por las llamas del horno. Luego del pellizco, sus manos estiraron la tela opaca y, sin embargo, chispeante que, como a wawa de pan, la envolvía cálidamente. El paño renegrido que cubría sus muslos mestizos de mujer de ochenta años se dilató, expulsando un universo de ácaros, líquenes, artrópodos, sedimentos antiguos, astillas, piel, polen y restos de máchica. Horas antes, un metalero de pelo largo había entrado a la iglesia, se bebió el vino, probó las ostias consagradas, tiró al piso las figuras que se veneraban en el templo. Desapareció dejando atrás vino derramado y destrozos. Como el resto de esculturas y figuras, al caer, la Santita se rompió en dos partes.

Le mató a la Santita, volvió a repetir. Le mató a la Santita. LE MATÓ A LA SANTITA, confirmó, abriendo la comisura de su boca escarchada. Separó aún más la carne de sus labios sin carmín: si abro más la boca todo sale, pensó con el pensamiento fantástico que asigna la posibilidad de mundo basado en la similitud o en la contigüidad temporal. Se santiguó tres veces, salió de la iglesia con su movimiento de pajarito, con su andar de pies descendientes de otros pies, de otras uñas, de otros dedos y plantas, tendones, tobillos y cartílagos. Avanzó entre los chaquiñanes. Agarró su bolso, lo apretó contra sus costillas de paja toquilla, caminó sin preguntarse hacia dónde tenía que dirigirse, sin prisa ni pausa, sin prisa ni pausa, sin prisa ni pausa hago mi caminito de vicuña. Hace ochenta años la repetición, la vida, la repetición, la vida: cinco calles arriba, dos a la derecha, en la esquina de la chuquiragua media vuelta hacia las escaleras de la esquina, luego arriba en dirección al árbol de capulíes, luego a la derecha, luego otros 50 metros, atravesar el patio de la casa de la vecina a través de cuya ventana miraba la niña loba, llegar a casa. Ahí está, como cada día. Con sus manos olor a vela chamuscada, la tía Charo estiró aún más la tela de su falda. Su falda de tela sastre made in USA.

Al otro lado del portal oxidado naranja, una criatura mitad burro mitad perro ladró. Mitad burro mitad perro, Yuca, movía su cola. Llucshi, gritó la tía Charo. Llucshi. Casi perro casi burro miró con tristeza a la tía Charo, detuvo el meneo de la cola, introdujo la lengua en su hocico, agachó las orejas, se arrastró hacia el trozo de cemento que hace catorce años era su rincón preferido, su colchón, su territorio tibio y húmedo de ensoñaciones, lametones, autoplacer.

La tía Charo miró de reojo a casi perro casi burro. Ese día decidió no hacer su ritual matinal arrimada al fogón de la cocina en donde, cada mañana, se reunían todos los seres que habitaban la casa. Caminó directamente hacia el salón. Hoy apenas soy capaz de ver. Con la naturalidad de los mismos gestos, el mismo caminito de todos los días, la burbujeante agua bendita consagrada, la manteca de cerdo sobre la paila, alejó los vidrios de sus lentes de su rostro, como si fuesen un bebé al que se observa por primera vez. Los limpió, utilizando la falda opaca y, sin embargo, chispeante, que cubría sus muslos de ochenta años. Ahora hay más claridad. Encendió la luz, bajó un pequeño escalón, se dirigió al niño Jesús que estaba recostado sobre una pequeña canasta de mimbre. Lo tomó entre sus manos, lo llevó hasta sus pechos, se sentó sobre la silla de mimbre, lo observó. Lo admiró con todo su amor devoto: Divino niño Jesús de mi corazón, Divino niño Jesús de mi corazón.

La criatura, embriagada por la tibieza del cuerpo de la mujer pegado al suyo, se dejó acurrucar entre sus senos. ¡Oh dulce y pequeño niño! Le mató a la Santita. Se lo comunicó quedito.

Al escuchar las palabras de la tía Charo, el Divino niño se sonrojó. Le mató a la Santita. El pequeño dios, heredado por la tía Charo de la bisabuela Manuela, era un oráculo al que consultaba todos los días. El grado de rubor de las mejillas del Divino niño presagiaba calamidades, milagros o acontecimientos inesperados. La tía Charo, caminar de pajarito, colmó de besos los pies del niño, empanadas de viento, cofres de caña de azúcar, dulcecitos de guayaba con maní. Embelesado, el niño le comunicó lo que tenía que ocurrir.

La tía Charo entendió. Abrió el bolso que tenía entre sus piernas, extrajo la cabeza de la Santita y la colocó sobre el suelo de madera, el cual, al ser tocado por el objeto precioso, irradió luminosidades y luminancias que, como una corriente de río dulce, se extendieron hacia paredes, ventanas, las hojas de los helechos y las bombillas que se apagaron y se encendieron, brillando tan fuertemente que los ojos de la mujer, encandilados por el resplandor, se cerraron.

El rostro de la Santita, su radiante piel de madera, sus hermosos ojos abiertos que miraban con mirada de carey hacia una esquina mohosa de la pared, eran de una belleza inabordable. Era tan guapa que no se la podía mirar apenas. Era tan hermosa que resultaba difícil imaginar que no existiese, pero al mismo tiempo, también era difícil imaginar que existiese. La Santita era tan pero tan espléndida que no era de este mundo. Era un alien, una diosa astral, un demonio, un extraterrestre andino, una yachaq de oro, un hada de las nieves del Chimborazo, un jaguar sagrado.

Era tan hermosa que fue canonizada y convertida en ícono popular. La iglesia que la acogía se había convertido en un centro de peregrinación. Cientos de fieles llegaban solo para contemplarla. Las colas de la pequeña ciudad en la que había nacido la Santa eran interminables porque nadie deseaba morir sin haberla visto por lo menos una vez en vida.

Wilfrida la hermosa, la rockera hermosa, la Santa, murió a los diecisiete años. Era la nieta número uno de la tía Charo, pies de pajarito. La tía Charo, hija de Carolina y Arsenio, había dado a luz a cinco hijos y una hija. Antonia, su hija mayor, se casó con Antonio. Antonio y Antonia formaron una familia nuclear católica cuyo fruto fueron Antonio, Antonia y Wilfrida. Al nacer, la criatura señaló hacia su abuela. Wilfrida fue bautizada como Wilfrido en la iglesia un sábado por la mañana, amadrinada por la tía Charo quien, además, era asidua de la misa de las 6:00 que tenía lugar allí mismo, en la parroquia que luego sería la morada de su nieta, su niña bonita, su niña rockera, su niña huraña.

Al nacer Wilfrida, la curandera del barrio pasó sus dedos de bruja por la diminuta y blanda espina dorsal de la criatura, sostuvo el cuerpo pegajoso y tierno del bebé entre sus manos, buscó las pupilas oscuras de la tía Charo y dijo: Es una niña especial. No va a tener una larga vida porque no es de este mundo.

Antonia, la madre, corrigió: Es un niño.

Hasta los trece años Wilfrida, a quien desde chica le dijeron que era especial, estuvo convencida de que era el mesías. Su presencia en el mundo era como un valle de cacao dulce, un venado que jugaba discretamente, un montoncito de guijarros que alegraban a quienes lo podían observar. Sin amigos, la niña huraña vagaba por las calles de la ciudad vestida siempre de negro, con su walkman a todo volumen, sudamerican rocker siempre. Paseaba por las habitaciones de su casa, por los pasillos de la escuela, sin apenas ser vista, sin apenas ser escuchada, sin apenas ser notada. Sin embargo, al cumplir los trece años, ocurrió algo que alertó a todos, menos a la propia Wilfrida, Wilfrida la hermosa.

En lugar de devenir en un joven mozo, como se esperaba, a Wilfrida le crecieron los pechos, su manzana de Adán no se hinchó dentro de su garganta, sangre menstrual roja cayó por sus rodillas y su voz no se transformó. El venadito era un alien, el octavo pasajero, un bicho, una criatura parasitoide que hacía su aparición. A los ojos del vecindario el mesías, el soldadito de dios, desaparecía un poco cada día, devorado por fuerzas desconocidas, maliciosas, endemoniadas.

La tía Charo, sin embargo, apenas le daba importancia al fenómeno. Cuando las avispas le preguntaban por Wilfrida, respondía: Es una criatura particular. La respuesta de la tía Charo se abrazaba con la fuerza de un felino a la profecía de la curandera y la ayudaba a nombrar con amor una diferencia que ella no sabía ni quería explicar. El resto de la ciudad, en cambio, contemplaba atónita la lenta y, sin embargo, incontenible transformación de la Santita. El monstruo era un capullito, una crisálida, una oruga que poquito a poquito, suave, suavecito, había iniciado un proceso de conversión. Sus rasgos se volvieron tersos como las hojas de plátano, su estómago se abultó formando masitas, su piel emanaba un olor dulce como de chocolate de Zamora, sus labios se redondearon, su cintura se estrechó, sus pechos se hincharon como mangos dulces, su pelo creció convirtiéndose en una cascada amazónica que caía sobre su espalda. Bendecida por los espíritus y los apus, la criatura había iniciado un proceso de transfiguración cosmológica de dimensiones espíritu-tekno-fluviales impredecibles.

Pero, sobre todo, Wilfrida la rockera se convirtió en el ser más hermoso del planeta.

Cubierta por las alas de la tía Charo, caminar de pajarito, la Santa experimentó su transformación con la misma naturalidad que la crisálida que expulsa en forma líquida sus glándulas productoras de seda, las cuales, al tomar contacto con el exterior, se secan, permitiendo cumplir al menos tres funciones: unir hojas para guarecerse, formar vías de huida y formar capullos para la crisalidación.

El capullo era mariposa y la mariposa era capullo. La Santita, la rockera hermosa, flotaba en un jardín salvaje de orquídeas ecuatoriales que florecían sumergidas en estanques inoculados de restos de derrames petroleros y ácido fosfórico. Era flor nacida en un embalse donde crecía una violencia aceitosa que se expandía cada día entre las paredes de ladrillo y las callejuelas de un pueblo prístino, de un juguete rabioso.

El cura, el alcalde, el médico, el profesor, el policía, el farmacéutico, el intelectual, el mesero, el banquero, el carnicero, el juez, el guapo del pueblo, el dentista, el panadero, el arquitecto, el electricista, el administrador, el hacendado, el contable, el futbolista, el borracho, el supertímido, el incrédulo, el matón, el bromista, el pesado, el propietario de casi todo, el comprador compulsivo, el cirujano plástico, el padre de familia, el hijo de buena familia, el director, el actor, el pillo, el tenista, el poeta. Todos la mataron.

Juntos, la miraban.
Escondidos, la miraban.
De cabeza, la miraban.
Por separado, la miraban.
En grupo, la miraban.
Borrachos, la miraban.
Boca arriba, la miraban.
Mientras meaban, la miraban.
En sueños, la miraban.
De par en par, la miraban.
En cuclillas, la miraban.

La miraban con sus miradas carroñeras, con sus miradas de deseo incontenible, el cual, sin embargo, acompañaban de insultos.

Mariposón, marica, meco, sodomita, señorita, wafle, viruela, tramboyo, trucha, trolo, sugar daddy, rosca, mamita, locaza, loca, locota, colipato, puto, putete, pirobo, pillín, pargo, pájaro, mostacero, marisquito, mariquita, chimbombo, apio, mariposón, mariposón, mariposón de mierda, mariposón de mierda, mariposón de mierda, mariposón de mierda.

La crucifixión de la Santita tuvo lugar el día en el que cumplió diecisiete años, un viernes de Dolores, día de la procesión del señor de la Agonía. Esa madrugada, la tía Charo abrió sus párpados, rezó bajo el calor de las sábanas y las mantas de lana tibias, saludó a las nubes, tomó una ducha, peinó sus cuatro pelos de pajarito mojado, encendió el fuego en la cocina, saludó al Divino niño, Divino niño Jesús de mi corazón, amaneces pálido, preparó café, calentó la leche, retiró la espuma y la nata para comerla más tarde untada en bizcochos junto a Wilfrida, saludó a la luna, cortó un trozo de queso tierno, introdujo el queso tierno entre pan y pan, saludó a las gallinas a las que alimentó con maíz, se sentó junto al fogón, saludó a las llamas ardientes, mojó sus labios escarchados en el café, masticó el pan con queso, saludó a la araña de la pared, permaneció allí unos minutos cuidando el fuego, salió en dirección a la iglesia, caminito de vicuña, saludó a casi perro casi burro, saludó al sol.

Al llegar a la plaza principal la vio entre las sombras, iluminada y muerta, la vio iluminada y muerta al llegar a la plaza principal. Su nieta número uno, su amor, su niña bonita, su mijita adorada, su mariposa. Su niña rockera de brazos abiertos, clavada a fuego, hermosa y sangrante. Amanecía su niña bonita, la Santita, crucificada, la rockera, muerta, hermosa, muerta y mojada por la aurora, su mija, su niña bonita, la Santa, Wilfrida, Wilfridita, la rockera huraña, amanecía hermosa, muerta, crucificada, sangrante, mojada, muerta, hermosa, crucificada.

La tía Charo, sin prisa ni pausa, sin prisa ni pausa, sin prisa ni pausa, hizo su caminito de regreso: cinco calles arriba, dos a la derecha, en la esquina de los chaquiñanes media vuelta hacia las escaleras de la esquina, luego arriba en dirección al árbol de capulíes, luego a la derecha, luego otros 50 metros, luego atravesar el patio de la casa de la vecina con la niña loba mirando a través de la ventana. Entró a su casa sin pasar por la cocina. ¡Oh dulce y pequeño niño! Fue directa hacia ÉL, lo tomó entre sus brazos, lo apretó contra su vientre, le habló, le contó, le preguntó. Después escuchó con atención.

Regresó a la calle, recorrió el caminito de regreso hacia la plaza principal. Allí, alumbradas por los rayos de la madrugada, las avispas rodeaban el cuerpo en cruz de su nieta número uno, su niña bonita. En enjambre, extrajeron los clavos de su cuerpo hermoso, sangrante, húmedo, su cuerpo adolescente, su cuerpo herido. La tía Charo miraba, sus pies de pajarito tomaban distancia. Las avispas agarraron el cadáver de su mijita, lo condujeron a la iglesia, lo colocaron sobre el púlpito de amor bendito. Todos estaban allí. Todos la mataron.

El cura, con la sotana repleta de murciélagos, anunció el castigo: ordenó dos días de encierro, mea culpa y expiación colectiva, sobre todo las niñas, especialmente las niñas, repitió el cura, repitieron los murciélagos escondidos bajo su sotana negra, repitió el ingeniero, el dueño de casi todo, el monaguillo, el policía, el alcalde, el guapo del pueblo, los padres de familia, el burócrata, repitió el general, el bibliotecario, el tímido, el economista, el que vendía caballos, el extranjero, el tío, el suicida, el militar, el político, el administrativo. Sobre todo, las niñas, repitieron todos. Todos la mataron.

Durante dos días, las puertas y ventanas de las casas permanecieron cerradas. Nadie dijo nada, nadie preguntó. Todos callaron, todos la mataron. El mapa bidimensional urbano que representaba gráficamente el territorio con las propiedades métricas que ordenaban la población se quedó vacío. Los vecinos habían desaparecido, avispas y niñas incluidas. Los humanos se habían esfumado, como si una gran peste postcolonial hubiese llegado a la ciudad, obligándolos a confinarse en sus viviendas. Todos la habían matado y durante dos días, todos desaparecieron, a excepción de los perros callejeros, la niña loba, los fantasmas y las llamas que volvieron a ocupar, al menos durante dos días, el territorio del que habían sido desplazadas en nombre de la civilización y la bolsa de valores de Madrid.

Luego del encierro, a partir del tercer día, el pueblo regresó a la iglesia, todos ansiosos por volver a ver a la criatura, el cadáver de la criatura, el cuerpo inerte de la criatura. Pero al abrir la enorme puerta de madera, el cuerpo húmedo de la mariposa, la adolescente hermosa, la rockera huraña, el cuerpo de la nieta preferida, de la sangre de su sangre, había desaparecido. Se había esfumado, dejando únicamente los restos de su ropa color negro sobre el púlpito celestial.

Entonces el cura, con la sotana repleta de murciélagos, con los brazos extendidos hacia el cielo, anunció la buena nueva: Wilfrida, la rockera huraña, Wilfrida la hermosa, era una Santa, la Santita, su Santita, la Santita de todos. La niña hermosa había resucitado de entre los muertos. Como Jesús, como Lázaro, la rockera huraña, la resurgida, la bendecida, la devota, la más hermosa, era la Santita, la Santita de todos.

Tres años más tarde, gracias al metalero de pelo largo, la tía Charo logró traer parte de la escultura decapitada a su hogar. La cabeza estaba en sus manos, pero todavía no había logrado transportar la otra parte de la figura. Aprovechó que eran los festejos de la Mama Negra, todo el mundo estaba borracho. Esperó a que anocheciera, fue a la iglesia, se escabulló entre los asientos y el altar y encontró la fracción faltante. Nos fuímonos, le avisó. Como seres invisibles, ella y la parte faltante del cuerpo de la Santita lograron cruzar la ciudad, sin ser vistas, hasta llegar a casa.

Minutos más tarde, el timbre sonó. Con lentitud de caracol fue hacia la puerta, la abrió, permitió que la niña loba ingresase. Caminó tras ella, se dirigieron al salón. Se prepararon.

Las manos peludas de la niña sostenían una parte de la escultura de la Santita; la tía Charo, la otra. Juntaron las piezas, aunaron cabeza y cuerpo mientras la niña loba ponía en juego un lenguaje cosmopoético, el cual parecía deshacer un encantamiento, liberar poderes que permitieron la transformación de la escultura, como Pinocho convertido en niño de carne y huesos, en Wilfrida la hermosa, la niña rockera, la Santita.

La tía Charo, pies de pajarito fue a la cocina, encendió el fuego, calentó leche, preparó café, lo trajo, acompañado de panes de yema. Las tres, en silencio, lo saborearon a sorbitos. Se miraron entre ellas, se sonrieron. La niña Santa se puso de pie, colocó un CD. Sal y Mileto a todo volumen.

Yo no sé cómo voy a saber de todo nos dicen, de todo nos cuentan. Nos dicen aguanta mi pueblo, aguanta. Aguanta qué, aguanta qué. Aguanta qué pues hijue puta.

Cantaron y bailaron rock durante varias horas.

En algún punto de la noche la tía Charito preguntó si tenían hambre, la niña loba y la Santita respondieron en coro que sí. La tía Charo se dirigió al fuego de la cocina a calentar un gran caldo de patas y mote, pero antes le echó una mirada al Divino niño. El Divino niño, con las mejillas rosadas, guiñó su ojo izquierdo. La tía Charo, sonriendo, le devolvió el guiño. Luego siguió su caminito de andar de pájaro. Resplandor.

This entry was posted on 18 octubre 2025 at 19:49 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

0 comentarios

Publicar un comentario