Zeuxis Vargas Álvarez - "Las siete vidas de Beto"

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Poeta, cuentista, dramaturgo y ensayista colombiano.

El cuento pertenece al volumen "La Cordillera" de 2021.



Lo embutieron como pudieron en el piso trasero del carro. Todavía estaba consciente, pero la sangre se le salía como si su mismo cuerpo fuera el nacimiento de un río. Alguien empujó a una mujer, las niñas gritaban atrapadas en los arrugados brazos de la anciana. En el borde de la carretera el barranco repetía, en el aire, el escándalo profuso de esa burbuja, hasta dejarla caer, perdida, por el liso pedrusco que daba de nariz contra el lecho del río donde unos negros, a palazo limpio, buscaban llenar con arena una volqueta.
A unos doscientos metros de lado y lado de la gritería, la naturaleza seguía ignorante y clavada al día como si nada.
Las manchas de sangre estaban siendo borradas por el polvodel camino; mientras cerraban el portón del campero, se pudoque el chisme iba a agrandarse, más allá de la curva dondela escuelita. De seguro los siete parroquianos que se habían estacado al acontecimiento extenderían la noticia por las fincas y las casas vecinas.
—Estarás bien mijo… —sollozaba, entre las manos untadas de tierra, la mujer que no hacía sino apretarle el cinturón que le habían amarrado a la pierna al hombre para que la sangre dejara de salir, como de una manguera alocada.
Estarás bien… decía… pero sus ojos en pánico revelaban la angustia de quien sabe que lo más probable es que la otra persona deje de respirar aire y poner los pies sobre la cordillera.
El hombre volvía en sí como un borracho que adormilado cree decir frases lúcidas, hablaba con la baba echa espuma entre su boca y la palidez de su rostro comenzaba un juego cruel con el amoratamiento de los labios y la orejas.
—Hierba mala nunca muere doña Etelvina; don Beto es un hombre duro. ¡Un roble!
—¡Por un maldito roble es que está así! —le gritó desesperada la mujer, al tiempo que le ponía unas gotas de agua y le limpiaba con un trapo la cara a esa masa ensangrentada que apenas si lograba gemir.
Tranquila, le seguía diciendo el chofer que volteaba cada rato hacia la parte trasera del carro para cerciorase de que el hombre no hubiera muerto. Bajar por esa carretera destapada, a medio recebar, a la velocidad y con la pericia con la que lo hacía Peligro, era un riesgo que había que correr; o se alcanzaba a llegar con el herido al puesto de salud o se mandaban los cuatro por el desfiladero… Mañana el resguardo estaría rezando y tomando tinto ante un montón de ataúdes.
Beto abrió los ojos y pegó la mirada contra el techo; su mente atravesó la cubierta del campero y la luz entre los árboles comenzó a filtrarse como menudas agujas de resplandeciente sol invisible. Está atardeciendo —se dijo— y limpiándose el sudor del cuello con el mismo cuello de la camisa, comenzó a recoger la herramienta. Recostados contra el pedazo de tronco del árbol que había acabado de tumbar, estaban los cuerpos, agujereados por perdigones, de siete armadillos adultos; estaban amarrados, parecían descansar, echados así, de pronto, como si se hubieran reunido a tomar café o a mirar la noche llegar.
Maldita muela. Estaba perdiéndolas todas, la caries era ya una mancha pegada a cada pedazo de diente que le quedaba; tres estaban huecas y comenzaban a doler.
El grito sorprendió a la mujer y al conductor, el hombre levantó su cuerpo como si acabara de sufrir un ataque de epilepsia y de entre la boca mordida, las palabras que alcanzaron a comprender por entre el rugido fueron: ¡Maldita muela!
—Está delirando, eso es bueno, mientras no se duerma estamos a tiempo.
—Y te alcanzaron a salvar paito —jaló la niña con las manitos menudas.
Todos se echaron a reír. Aquella inocencia con la que la curiosidad de la nieta había intentado azuzar el relato, no hacía más que romper las leyes de la naturaleza y despertar, en todos los corazones ardientes por conocer el desenlace de la historia, aquella dimensión de la fantasía donde el narrador, se convertía de un santiamén en una especie de espectro fabulador que les refería los pormenores de su propia muerte.
El hombre se destornilló de la risa junto a las mujeres y alzando a la niña la zangoloteó por los aires como si se tratara de una piñata.
—Calla, Camila y deja que siga contando o no podrás saber si se salvó de la cortada de la sierra.
—Para mí la mejor historia es cuando casi se mata y casi nos mata a todas con la escopeta —dijo Amparo, que demostraba con la sonrisa en sus dientes, la sincera malicia de su mirada alimentando el fuego de la cocina.
—¿Cómo así?, también se disparó.
—Mi pá se ha salvado de muchas, no sé ni cómo es que sigue vivo —le dijo la mujer al joven que acababa de preguntar, mientras le acariciaba la cabeza dándola por el pelaje de un animal domesticado.
Se podría hasta escribir un cuento, un cuento que llevara por título Las siete vidas de Beto, como si fueran las siete vidas de un gato pensó y volvió, al instante, a entregarse al roce delicado de las caricias de su mujer.
Beto se levantó en el recuerdo, y movido por las palabras que lo creaban, cojeó hasta la llamarada que comenzaba a amainarse por los silbatos escurridizos del viento que se filtraban por el techo pajizo. Revolvió la ceniza, acomodó algunos troncos y con la paciencia de un indio acostumbrado a los rigores de la pobreza, comenzó a revivir la fogata. Las mazorcas, de dientes violetas y amarillentos casi pálidos, colgaban de un alambre a poca distancia del techo que parecía, por las sombras, querer venirse abajo sepultándolos a todos. Por entre los orificios de la pared de bahareque la luz nocturna se filtraba creando un claroscuro enrojecido como si en aquella choza estuviera acunándose el centro de un volcán, la lava misma arremolinada como un gato en unos brazos.
En cuanto llegaron al puesto de salud, algunos hombres que se habían adelantado en una moto, ayudaron a sacarlo del carro. La enfermera y el médico tenían lista la camilla. ——Póngalo con cuidado, denme espacio, agárrenlo bien —decía a diestra y siniestra el joven médico que intentaba cortar los harapos de camisa quemada y pegada al pecho del hombre electrocutado.
Ya van tres con esta y nada. Sabía que estaba rezado. Un bebedizo; el primer incidente y el primer atentado que había sufrido en la vida, lo había llevado donde los médicos tradicionales, quienes le habían sentenciado que moriría de viejo o hasta que gastara todas sus vidas terrenales. Todas sus vidas terrenales.
Se había quedado cinco días seguidos masticando aquellas palabras, atontado, mirando desde El voladero de la cordillera algún indicio que le trajera el viento o el abismo; pero nada, sólo parecía lograr imitar la silueta de su padre mascando coca.
El corrientazo había sido tan duro que la mitad del cuerpo le había quedado hecho sombra, para siempre. En lugar de intimidarlo e inhibirlo, Beto solía quitarse la camisa, estuviera construyendo una casa, alambrando, tumbado árboles o jugando futbol en el caserío. Le encantaba que lo mirasen. Mostrando su cuerpo mitad ceniza y mitad chamuscado por el sol, el indio escupía y sonreía mientras se limpiaba los goterones de sudor que le resbalan de la cabeza trasquilada e hirsuta.
Aquella noche mientras contaba cómo se había salvado de la motosierra y había quedado cojo para siempre, Beto recordó a los taitas, y mirando la fogata comenzó a contar, en silencio, cada uno de aquellos momentos donde se le había escapado a la muerte y la había dejado atontada, mirando lelo con los brazos abiertos, en mitad de la fuga.
—La segunda podría ser aquella vez que escapó de ser fusilado por la guerrilla.
—Pero ¿cómo se salvó de la primera? —preguntó el joven a su pareja mientras ella, en la cocina, terminaba de preparar el almuerzo.
—Los bebedizos se neutralizan haciendo una cruz en la tierra y escupiendo al sereno mientras se ponen unas tijeras abiertas en la puerta de la casa. Mi pá sabe todo ese tipo de cosas, mis tíos son curanderos y el abuelo sabe mucho de hierbas y bebedizos.
Algo lo devolvió al interior del carro. Esta era la sexta vez que escaparía de la muerte —estaba seguro de ello—. Cuando se había mutilado la pierna con la sierra, supo que estaba rezado y que lo que le habían dicho los taitas era verdad. La hoja de la sierra le había cortado limpiamente la pierna y cuando él había intentado caminar, el colgajo de carne y huesos le confirmó que se había jodido para siempre; cayó de inmediato, pero supo que viviría. Por razones que un cuento no puede explicar, el resto de la pierna siguió adherida al cuerpo por la arteria aorta que milagrosamente no había sido cortada.
Ahora regresaba al dolor insoportable, la motosierra le había atravesado desde la pelvis hasta donde el fémur se une con la rótula y había hecho camino por entre la carne como si hubiera decidido inventarse un sendero. Menos mal que había empacado la motosierra pequeña; la grande lo hubiera partido a la mitad.
—¡Etelvina!, ¡¡Etelvina!! —sabía que su mujer iba en el carro, sabía que no lo abandonaba—. ¿Cuántas van? Dime, ¡Cuántas!
—Regresó, lo ve doña Etelvina.
—Seis mijo, van seis —soltó en llanto mientras le extendía las manos y le acariciaba los antebrazos al hombre que acostado en la parte trasera y medio desmayado buscaba los brazos de la mujer.
La mano derecha, atravesada de cicatrices: heridas de navajazos, vidrios y machetes, apretaba con fuerza, como si fuera la mano de otro fulano; la jigra, enredada a la muñeca, empezaba a atenazarle las venas brotadas como varices de comején. La tenía llena de amuletos rancios, vísceras de animales disecados al sol como cueros de vacas que expedían un olor a feto podrido. Con los años estas reliquias habían logrado concentrar el fétido tufillo del alcohol reconocido por todos; la mochila rebozaba en Chancuco y mambe y su mano apretaba aquella bolsa de loco, como si apretara las llaves de la habitación de un dios impuesto a su gana de salvarse.
—No te me vas a morir hoy mi viejo, hoy no…
Lo cierto era que sí se estaba muriendo, se estaba desangrando. Pero el hombre con sus achinados ojos, conjuró una fuerza que le trepó por el metal frío del piso del campero y le fue marcando, todos los músculos, hasta concentrar su mirada en un punto parecido al coraje.
—Hoy no me muero.
Eso fue lo que dijo mientras observaba las nubes allá arriba pasar por entre ese azul liso e infinito que lo abarcaba todo. Tenía el cuerpo repleto de espinas de Cactus, cada espina era como de 10 centímetros y se le habían clavado bien dentro de la carne, el ramalazo de corriente parecía una raíz creciendo por la parte derecha de su pecho. Apenas abrió los ojos, las nubes se espantaron y echaron a llover, eso fue lo que lo tiznó. Beto aguantó aquel día los goterones como pudo, y entre más lo golpeaban, más humo y chispas salían de su piel como si la electricidad de los cables que había amarrado al cactus seco y gigante, para ponerle luz a la choza, se hubiera quedado a vivir allí entre el cuero y las costillas.
—Podrías escribir el séptimo incidente, ¿qué te parece? —le susurró al oído mientras ponía sus senos cerquita de su boca; se sonrió repitiendo que a ella le gustaría tener ese cuento sobre su papá.
A él no le gustó mucho aquella idea. Qué tal que su cuento se convirtiera en augurio del siguiente accidente. Y ¿si moría? No. No podía permitirse escribir ese cuento. La agarró por la cintura, le metió las manos suavemente y con los dedos húmedos comenzó a acariciarla hasta que no aguantó más y terminó con ella gimiendo y respirando acelerado, sintiendo placer y cierta gana de no querer que aquello tuviera fin.
La amaba con ese amor secreto con el que se aman las cosas que jamás podrás olvidar, que al verlas producen la extraña sensación de tener algo prohibido. Toda su piel ahí desnuda siempre para él, era uno de los placeres más generosos que el universo le había otorgado justo en ese momento histórico en el que podía ser dueño de lo que sentía, de escribir con la mente poblada por palabras capaces de ver el alma de las cosas. Y allí estaba, amándola mientras lo golpeaba la idea obsesiva de escribir un cuento con tan fabulosas e increíbles historias, que habían sido la vida de un hombre.
El indio, con los pies descalzos, mirando la lluvia caer como un baldado de agua sobre un jardín diminuto, dejando perder la línea de sus ojos, como oliendo algo en el frío, en la sensación húmeda de la selva y sus alimañas, escupió asqueado de tanta vida ajetreada y menesterosa.
Podía ser una culebra o quizás ya hubiese sido y las chicas no lo recordaban. Un pleito por faldas en alguna época turbulenta donde se carga una navaja en el bolsillo y las manos saben manejar el filo como si se tratara de unos chacos. También el mero atragantamiento que había podido sucederle un día cualquiera en el fondo de la selva, estaban en su pasado viviendo para siempre.
Nada más desventurado y fácil que reclamar a la nada un accidente. Beto, entonces, pasaba a convertirse en un tira y afloje de asuntos de muerte o decires finales, tales como: La sacó barata, sigue tentando a la muerte y otras cosas, pero no por ello tan ciertas como sus cicatrices que sí tenían historia.
Había envejecido y tenía seis hijas y un varón que lo trataba como don porque se había juntado a una mujer y ésta le había dado un hijo más avispado, siendo el orgullo de las tías, porque sabían que sus hijos también pertenecían a esa estirpe de avispaditos que les encantaba escuchar palabras fantásticas al pie de una tenue luz, en las tinieblas.
Todo para él iba creciendo, el cuento se le inflaba en la forma de respirar como si de eso dependiera su aliento o su mascada.
—Qué sea el destino, la casualidad y no mis impulsos, no mi puño o mi sangre odiando algo —solía decirle, a los amigos y pasaba siete días borracho sin saber por dónde, sin saber con quién.
Así se le conocía antes y después de que sus músculos le brillaran al medio día volteando cemento o tirando pita sobre una pared para dejarla acabada. Eran los períodos del tambaleante Beto. La soledad de padre lo había consumido en silencio y ya ni el respetuoso silencio de su amada mujer podía sacarlo de esa ausencia. Ahora él era el huérfano y parecía como si la vida no quisiera que se le acabara la vida.
Así que abrió los ojos mientras el médico le inyectaba una dosis de analgésico en la herida que al fin podía oler y reconocer. Desde niño sabía de la piel reventada o rajada escupiendo sangre; una herida no era diferente de otra; si habías visto hueso, nervio, tendón, venas, pequeñas fibras azuladas, grasa, piel amoratada, entonces no te hacía falta nada. Esa era una verdad incuestionable como el círculo verde esmeralda alrededor de los cadáveres que él ayudaba a meter en las cajas que armaba para los dolientes.
Todo lo había vivido y sólo una cosa, ahora, lo tenía prendido a la vida como un borracho.
—Yo te voy a contar dos historias que le ocurrieron y que mis hermanas no saben —tenía razón, era la mayor y había tenido a Beto para ella sola durante seis inolvidables años de la infancia.
Pero las historias que le había contado lo revivían igual que un fantasma; si alguien escuchara esos relatos seguramente lo confundirían con algún otro indio de la cordillera que había corrido con igual suerte. Un pantano, una caucho, una gallera, una volcada por la carretera, una puñalada; eran accidentes tan iguales y ordinarios que al contarlos se hacían eternos, como símbolos pendejos del coraje de la tradición misma o como anécdotas de historia de familia.
Beto no quería un acontecimiento así, porque entonces, su nombre, no tendría valor, no sonaría en las conversaciones como un abracadabra ni haría santiguarse a las muchachas nerviosas. Él quería ser recordado, pero no como un espectro de esos que la gente dice: aquí fue donde colgó los guayos don cosito…
No, él no quería ser la señal de un lugar de muerto. Él quería ser memorable, el patriarca de un recuerdo.
—Sabes, yo creo que lo mejor que puedo hacer amor, es escribir una historia donde narre siete o más vidas, pero dando la impresión de que ya pasaron o de que fueron, siempre el resultado de un delirio; así me eximo de la responsabilidad de que el cuento sea un gesto vaticinador. ¿Me comprendes?
—Claro amor, así mi padre, será el único hacedor de su destino. Ya quiero leerlo —le dijo mientras lo miraba como ninguna otra criatura lo hubiera visto en esta vida o en cualquier otra.

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