En el tren Sofía-Burgás, justo antes de Chirpán, se oyó un violín.
Novelista, cuentista, poeta y dramaturgo búlgaro. Fue ganador del Premio Booker Internacional en 2023.
Este cuento pertenece al volumen "Acerca del robo de historias y otros relatos" de 2001).
La versión es la de María Vútova.
(Parada imprevista: en este mismo lugar, en el tren, «justo antes de Chirpán» y hace diez años, conocí a Meto, de las Tropas de Obras Públicas,9 y me regaló el siguiente monólogo. O quizá no me lo regaló, quizá se lo robé. Ahí va: … y el sargento dijo: «Vosotros sois la grava de la tierra. Y si se acaba la grava, ¿por dónde va a pasar el exprés Sofía-Burgás?». Eso dijo el sargento. Luego repartió un par de palmadas en las nucas, y otra vez: «No os preocupéis, la grava nunca se va a acabar…». Y es verdad, no se acababa. Así concluía el monólogo de Meto, con el mismo asombro que ahora veremos en los rostros de los pasajeros. Fin de la parada.)
Todos los pasajeros del vagón miraron sobresaltados el hilo musical, que nunca se había utilizado. La melodía no procedía de allí. Al rato, al violín se le unió un acordeón y desde el fondo del pasillo aparecieron sonriendo dos gitanos, uno de ellos (el violinista) con bombín. Con «Los años pasan», «Flor de las nieves solitaria» y «Los blancos monasterios» consiguieron cubrir el fondo del bombín con céntimos y dos billetes de una leva. Entonces el tipo del violín decidió cambiar de tema, le hizo una señal al acordeonista para que guardara silencio y, en un arrebato de gratitud hacia los pasajeros, se arrancó con un inesperado solo. Increíble, aquel Nigel Kennedy moreno tocaba el «Invierno» de Vivaldi y lo hacía de maravilla. Desde luego, sería mucho pedir que todos los pasajeros del tren a Burgás en Navidad pudieran reconocer a Vivaldi. Tal vez Nigel Kennedy tenía más posibilidades de que lo reconocieran, ya que justo en esas fechas se encontraba en Bulgaria. Alguien del primer compartimento gritó que estaba dispuesto a retirarle la propina a aquel tipo como no se dejara de chorradas. Al parecer, Nigel no lo oyó, pero su compañero del acordeón reaccionó al vuelo, le dio un codazo y los dos transformaron sobre la marcha a Vivaldi en «Ojos negros». Una transición extraordinaria, sin duda ensayada en otras circunstancias similares. Con este giro los dos se ganaron otros tres billetes de una leva, se inclinaron con teatralidad, alguien aplaudió y, cuando todo quedó en silencio, el gitano del violín dijo:
—¿Por casualidad alguien va a Karnobat?
Contestó una mujer de nuestro compartimento, él entró, se disculpó y dijo que su madre vivía por allí, en el barrio al final del pueblo, la primera casa de la calle asfaltada, la azul, con una acacia en el jardín, Trufka era su nombre. Que si pasaba por allí le dijese: tu hijo está bien, toca muy bien el violín, gana dinero y es respetado. En ese momento el tren se detuvo bruscamente en Chirpán y el hombre se precipitó hacia la salida.
Ya por Stara Zagora la mujer se dio cuenta de que no había preguntado por el nombre del gitano. Meto, le dije, su nombre es Meto. Ella me lanzó una mirada sorprendida, luego decidió que estaría de broma y comentó que, al parecer, todos los gitanos se llaman igual.
Esta es la historia de Meto, que entre «Los blancos monasterios» y «Ojos negros» podía colarte sin que te dieras cuenta algo de Vivaldi, aún a riesgo de llevarse una bofetada o, al menos, de quedarse sin monedas tras pasar la gorra.
Con la gorra había dado su concierto Nigel Kennedy, según informaron los periódicos a la mañana siguiente: había deleitado con Las cuatro estaciones a los entendidos que acudieron la noche anterior al Palacio Nacional de Cultura.
Gaustín estaba sentado en un banco del parque leyendo el periódico. Se le acercó una gitana.
—Te veo, enterito te veo —dijo rápidamente la gitana—, déjame la mano para darte la buenaventura.
—No, gracias —contestó Gaustín con calma, sin levantar la vista del periódico.
—Te han echado un mal de ojo, hombre, no quiero tu dinero, te doy una miajica de romero para que se te quite.
—Oh, venga ya —dijo Gaustín, más severo, y abrió la siguiente página.
—Dime al menos qué pone sobre el tiempo —dijo ella, resignada.
Gaustín buscó con la mirada el espacio abajo a la derecha donde siempre estaba la previsión del tiempo, pero esta vez no venía nada. Recordó que el día anterior la primera página informaba de que alguien había robado la previsión meteorológica.
—El tiempo no está. Lo han robado… —contestó Gaustín, sombrío; estaba a punto de añadir «los gitanos», pero se contuvo.
—Venga, hombre, dime al menos qué hora es —suplicó la gitana—. El marido bebe, los niños van descalzos…
—¡Las 14:32!
Bueno, al menos he podido sacarle algo al rata ese, pensó la gitana, y eso que lo obtenido era un pobre consuelo.
Siempre consiguen sacarte algo, se les pega a las manos, ahora hasta el tiempo, pensó Gaustín, que sacó de su cartera un pequeño cuaderno y anotó algo en él.
Entra la gitana en la policlínica, se va directa a Admisión y dice:
—¿Y adonde anda el doctor de los gitanitos?
—Espere, espere, si tiene un niño enfermo, debe traerlo.
—No tengo enfermo. Quiero que el doctor me mire para los gitanitos.
—¿Quiere una revisión?
—Eso quiero. Mi hombre fue y me robó la sangre y en su lugar me puso los gitanitos. Dos meses no tengo la sangre, y cuando no tengo la sangre tengo gitanitos. El mío es que tiene la mano muy larga. A otras gitanas también les ha robado la sangre. Manos largas, muy largas. Una vez le mangó a su hermano dos bidones. Adonde está el doctor para que me diga cómo recupero la sangre…
(La última historia me la regaló mi amiga Albena. Ella misma se la había robado unos quince años atrás a una compañera de clase. Pero la historia no le pertenecía a su compañera, sino a su hermana mayor. Esta hermana mayor era la enfermera de Admisión en aquella policlínica.)
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on 02 noviembre 2024
at 20:15
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