Medardo Fraile - "La cajera"

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Autor madrileño. Aunque sus primeros pasos en la literatura los dio en el teatro experimental del grupo "Arte Nuevo" junto a Alfonso Sastre y Alfonso paso entre otros, el grueso de su obra está compuesta por cuentos (también una novela) y ensayo. Es un autor enmarcado en la última gran generación literaria española del siglo XX, la "Generación de los 50". En palabras de Ángel Zapata, «lo que el lector va a encontrar en sus textos [...] (lejos [...] de aquel "realismo social" hegemónico en la generación del medio siglo) es una estratégica, intensísima y pionera deconstrucción del relato tradicional: la irrupción, realmente, de la posición subjetiva y el estilo de conciencia asociados a la posmodernidad, dentro del cuento español contemporáneo»
Este cuento pertenece al volumen "A la luz cambian las cosas" publicado en 1959.


Cuando entró a trabajar en el bar, era moza talluda. Había correteado por su barrio, que era Legazpi, hasta ponérsele las ancas solteronas y agrias, quiero decir dormideras, y algo fondonas. Tuvo su novio allí, en el barrio, y también en el barrio sus lágrimas y su pintura corrida. Y cuando acabó todo, y eso de «mira chica: vamos a dejarlo» se oyó por última vez, ella, para hacer más llevadero el tiempo y olvidar, se colocó en Argüelles, en un bar, y esto la obligaba a un largo desplazamiento diario en tranvía o metro, es decir: que se dio a los viajes.
Don Arcadio, dueño del café El Buen Suceso, dio instrucciones a la nueva cajera: el uniforme negro, todos los días, con el cuello blanco bien limpio. Ir a cambiar mil pesetas por la mañana, pronto, al Banco de la esquina. Cuentas claras y poca conversación. Y si faltase dinero en la caja, se le descontaría del sueldo a final de mes. Rosita Pascual le contestaba: Sí, señor. Y después fue a sentarse frente a la caja, en un pequeño hueco en la pared del mostrador, de cara a los clientes.
Los primeros días, los ojos de Rosita, grandes, oscuros desorbitados, giraban y se movían por encima de la caja, con la pretensión de resultar alegres y atractivos. Y cuando Manolín, el cafetero, decía, por ejemplo: «Cuatro al duro» Rosita, devolviendo una peseta, replicaba: «Ahí tiene». y luego: «¡Adiós, señor! ¡Buenos dias!» o «¡Adiós, señor! ¡Buenas tardes!».
Todos, Manolín, Fabián el encargado, Pepe y Antonio, Isabel y Ketty, iban llegando una y otra vez durante su trabajo hasta aquel huequecillo de la pared para dejar el dinero de los clientes sobre el pedestal de mármol que sostenía la caja, o sobre la cerúlea y endurecida mano de Rosita Pascual. Y Rosita, que para ciertas cosas era un lince, comenzó a considerarse el ombligo del bar, y tomó posiciones. Una mañana le había dicho al cafetero: «Manolín, hijo, ¿quieres ir al Banco con esto para que te lo cambien?». Y el cafetero fue. Y con el tiempo, la frase aquella fue cambiando hasta llegar a ser: «Hoy no ha ido Manolín al Banco. Manolín es un pelma». Un día no se puso el uniforme negro, y cuando don Arcadio le preguntó, ella dijo: «Lo están lavando, don Arcadio, pero creo que este vestido oscuro es discreto y mono». Y el vestido oscuro fue sustituyendo imperceptiblamente al uniforme negro de cuello blanco hasta que al dueño del bar le pareció bien. En una ocasión, por último, llegó a la mesa de su jefe y le dijo: «Mire, don Arcadio, francamente: usted no está contento con la que me releva, con Julita, y me parece lógico. Yo tampoco estoy tranquila con ella, suma mal y todo lo trastorna. Si quiere usted, puedo hacer los dos turnos. A fin de cuentas, hay momentos tranquilos en que muy bien se puede echar un rato de descanso». Y así llegó a ser Rosita Pascual la única cajera del café El Buen Suceso, bodas y bautizos, café y licores. Cajera y casi reina, puesto que coronaban, sobre una breve repisa, su cabeza, dos botellas de anís, de anís «Morterito» y de anís «Rodrigo Vázquez», toreros de marca estampados en las enfrentadas etiquetas que se miraban el uno al otro con rivalidad de ruedo ibérico.
La caja tenía de bueno la soberanía callada que se ejercía desde ella. Allí no sólo llegaba todo el dinero que se manejaba en el local, sino que también se acercaban, en las horas de calma, las historias de los empleados, sus apuros económicos, contados a veces con cierto regustillo a consulta. La caja era, además, un puesto espléndido de observación: se veían desde ella el amor del viejo y la niña; el otro amor, archimaduro, pasado y aburridizo que se resuelve en las oposiciones prolijas y tardías, la idea y el mundo que persigue desde su mesa el escritor pobre, las miradas y gestos de la mujer sola y las del hombre solo. Se oían desde ella las grotescas y desbocadas voces de las tertulias menopáusicas, las frases encendidas y frescas de los estudiantes.
El bar, para Rosita, del que ella lo esperaba todo, era una caja de música no exenta de sorpresas, con la ventaja de estar ella dentro de la gran caja musical y así poder cambiar matices en la melodía mediante una sutil acción con ojos o palabras. Por las mañanas, los clientes, inundados de luz, le parecían a Rosita del oro de las peluconas, charlaban fuerte y había en el aire del bar el aroma de ese habano color otoño, que hace pensar en hombres fuertes, morenos, con dinero y «chrysler». Por las tardes, en las horas largas hasta la luz eléctrica, cambiaba el aspecto de los clientes, que se dejaban invadir hasta el fondo de sus bolsillos por una luz levemente verdosa con claros relámpagos, una luz de acuarium, como una salsa que suavizase la digestión y diluyese amablemente las ideas. Luego, la hora vulgar, estática y mareante de las parejas. Y por la noche, la luz amarilla chillona, como el amarillo de los funerales, del paloluz y de los platillos de orquesta, se clavaba en la carne de los hombres noctámbulos o de las parejas equívocas, que llegaban del túnel de la noche elásticas y nuevas, transidas de maligno espíritu, confiadas y sueltas.
La caja registraba el importe de las ventas y luego, a su hora, lo sumaba automáticamente, y Rosita registraba insaciable el fondo y maneras de los asiduos del bar, rebañando a miradas sus almas y sacando consecuencias y resultados su veracidad ponía a prueba con el catalizador de una frase o de una conversación. Un día, don José, odontólogo, miró a Rosita. Era la mirada que ella esperaba siempre, y Rosita comenzó a mirar a don José. Él llevaba una alianza, pero esto a Rosita le producía una inquietud muy relativa. Quizá por ello, para que no hubiera dudas, el odontólogo se presentó una tarde en El Buen Suceso con su señora y tres vástagos, más uno de pecho en su cochecito. Los niños adoraban a su papá. La señora tomó chocolate, tarta, leche y todo cuanto quiso. Don José no estaba solo. Aquella vez había mirado seguramente a Rosita por si le veía los dientes. Don José, por Rosita, podía mirar donde quisiera. Aunque los hombres casados, verdaderamente, no deberían tener derecho a mirar a ningún sitio.
En estas cábalas suspiraba, cuando advirtió en un extremo de la barra al novio de Isabel, que era cafetero en El Guayacán, y que, igual que siempre, la esperaba en silencio tomándose un café cerca de la puerta. Isabel tenía suerte. Isabel salió, habló con su novio en la barra, dijo adiós a Rosita y a los compañeros y se marchó con él del brazo. Parece también que el señor Quintana, otro cliente, miraba a la cajera del bar. Ella sólo le miraba los días impares para encelarle, pero en estos días le asediaba, unas veces impetuosa y clara, otras insinuante y suave. El señor Quintana, perdón, era oficial de Juzgado y cuando notaba que le miraba Rosita, pensaba en la moral, pero llegó una vez tan lejos la tentación, que, mentalmente, echó las cuentas del dinero que podría lograr, a mucho tirar, al mes. El señor Quintana era cavilador, andaba con pies de plomo y no quiso privarse del café, de su puro los jueves y domingos, ni retrasar las obras del hotelito que le estaban haciendo en Pozuelo. El señor Quintana, además, tenía en su casa a alguien: tenía a su mujer.
Rosita no era como Isabel, no tenía suerte. Tampoco era como Ketty, a la que de noche buscaba don Ángel al fijo de la una. Don Ángel, que no era su novio, porque los novios no tienen don. A Rosita, cuando el bar se cerraba, la esperaban las sombras de los árboles en las noches de luna, el último tranvía, el peatón borracho y las miradas del vigilante nocturno. Hasta que un día, el imán de la caja registradora atrajo los ojos de don Andrés Llorente, rentista y caballero, tosedor y jaque, mayor de edad, demasiado tal vez.
Era don Andrés un buen cliente de El Buen Suceso. Discutía sobre leyes, porque había estudiado para abogado, pero discutía también de Medicina, porque tenía un sobrino médico eminente, y de Arquitectura, Política y Negocios, por igual parentesco. Sus frases eran tan varoniles, que le hinchaban las venas. Era un señor. Visitaba el bar a la hora del aperitivo y por la tarde, a las ocho, esperaba en un rincón del café a una chiquilla modesta con la que hablaba bajito, abriendo y cerrando los ojos mucho, con amplios ademanes. La jovencita, a veces, se reía como en el circo. Y otras veces se le oía decir, chillona y callejera:
-Andrés, ¡qué cosas tienes!
Una tarde, la joven no llegó a la cita.
-Oye, Manolín, ¿no has visto por aquí a mi sobrina? -preguntó don Andrés.
Y entonces Rosita se aprovechó y le dijo:
-Pero, ¿es familia suya? ¿La que viene con usted?
Gravemente, don Andrés, cuidando sus gestos y concentrando su voz, contó, presumiendo, esa desgracia frecuente, pero de altas esferas, que es un divorcio. Un hermano suyo había derrochado una fortuna, se había casado mal y los hijos, los pobres, pagaban ahora los males. Esa muchacha que se reunía en el café con él era hija de su hermano, la mayor, y él le daba dinero de vez en cuando y estaba tratando de colocarla, ¡qué culpa tienen los angelitos!, decía don Andrés con mucha razón, extrañamente asomado a la cordura.
-¡La de cosas que pasan en esta vida! -suspiraba Rosita-. ¡Y menos mal que le tienen a usted, que es bueno y les remedia en algo!
-Pues, ¿qué pensabas entonces? A mí me gustan las mujeres hechas, como usted. Que al acercarse se les oiga el mar, como a las caracolas.
Don Andrés, entre tos y tos, tenía labia y utilizaba el sombrero en su conversación con sosiego y garbo. A Rosita -que no sabía si era soltero o no- le pareció un hombre poetizado por la soltería capaz de obedecer como un colegial, capaz de dejarse curar como una larva los últimos catarros. Poco a poco la sobrina -la supuesta sobrina, decía Rosita-, fue distanciando sus citas en el local hasta que no volvió más, y las últimas veces, discutía con don Andrés y le faltaba al respeto en el rincón. Entre el señor y la cajera, día por día, menudeaban las frases y las confidencias, y no era extraño ver cómo Rosita abandonaba la caja y llegaba hasta la barra, como se llega a la reja, para pelar la pava o las almendras con don Andrés. El no tenía prisa en cometer pecado; ya su cuerpo tenía poco que ver con sus palabras y permanecía un poco aparte esperando su turno, alegando siempre achaques y pretextos. Llevaban ya muchas jornadas enzarzados en esas dolientes y delicadas historias de familia, que tornasolan de desdicha y hermosean la mirada y la piel. Rosita no era feliz. A don Andrés, con lo que él había sido, le faltaban ahora los más caros afectos. Los desagradecidos, -decía- llenan el mundo.
-Parece mentira, don Andrés, ¡que a usted le hagan, eso!
Y él, por delicadeza, ahorraba palabras para no verter más ponzoña en el alma, que imaginaba cándida, de Rosita.
-¡Si yo te contara ... ! ¡Tú ibas a saber entonces la vida de un hombre!
Y quedaron en que ella reduciría su trabajo a un solo turno para poder verse en otro sitio a horas honestas, porque merecía la pena en esta vida poder hablar así, como hablaban ellos.
Quedaron en eso y fue entonces cuando los periódicos cacarearon en letras grandes la llegada de una arria, cada ola de frío acompañada de fuertes vientos. Y la ola de frío llegó espeluznando a la geografía, poniendo los pelos de punta a la piel de toro, llevándose para siempre a don Andrés, esa correcta cáscara llena de ilusioncillas, impuras y tremebundos recuerdos. Fue casi de repente, como si la muerte hubiera tomado en serio sus lamentaciones, sin darse cuenta de que eran sólo la medida del cariño que le pedía a Rosita. Y don Andrés se fue. Como se fueron cuatro vacas en Lugo, una vieja en Avila, un camión de harina en Soria, un guarda de noche en La Felguera, un niño en Peñarroya y otro en Sama de Langreo.
Rosita, viuda de un proyecto, sublimó la historia y llenó el recuerdo de aquella amistad con llantos suaves y repentinos, con melancolías y respetos. Siguió en el bar, todas las horas del día. De noche, cuando cerraban, cuando las figuras de «Morterito» y «Rodrigo Vázquez» se sacaban la lengua solas en el café, a Rosita no la esperaban únicamente las sombras de los árboles en las noches de luna, sino también otra sombra amiga menos perceptible, un olor a tabaco y café, con fulgor de solitario y pasitos de señor: la de don Andrés Llorente, amor malogrado, tronjado asa por donde Rosita Pascual deseó colar un día, hasta que Dios quisiera, su tranquilísimo, gordito y anodino brazo.

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