Hernán Vanoli - "Eugenia volvió a casa"

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Novelista, ensayista y cuentista argentino.
Este cuento pertenece al volumen "Varadero y Habana maravillosa" de 2009.


Escuchaba música en mi cuarto cuando Magda llamó para avisarme que no iba a pasar Nochebuena con nosotros en la casa de mi abuela Inés, porque esa misma mañana la habían invitado a cenar unos primos con los que no tenía contacto desde hacía muchos años. Me dijo que hablásemos después de las doce para ir a una fiesta cerca del zoológico. Le contesté que no sabía porque Eugenia volvió a casa hoy y quiero quedarme con ella para que me cuente todo de su viaje. Euge es mi hermana mayor, y aunque me lleva cuatro años siempre compartimos muchas cosas. Antes de que se fuera habíamos empezado a aprender malabares y acrobacia con Gastón, un profesor que se había enamorado de ella. Justo cuando se pusieron a salir, Eugenia terminó Administración de Empresas y como acá no encontraba trabajo pero tenía buenas notas consiguió una visa para irse de mucama a un resort en Cancún. Papá no quería saber nada porque se decía que a las chicas les daban trabajos insalubres, que las explotaban, que nunca volvían. Pero, a diferencia mía, Euge siempre supo cómo salirse con la suya. La semana pasada, cuando fuimos con papá a cobrar su jubilación, lo vimos a Julián, un chico con el que Euge había salido los tres primeros años del colegio secundario. Yo era más chica, pero también estaba enamorada de Julián. Me acuerdo de que él se la pasaba en el gimnasio y de que una vez le regaló a Euge un oso panda de peluche. Ahora Julián es remisero y estaba ahí, esperando a unos clientes. Se hizo el que no nos reconocía.

En la cocina, mamá condimenta la ensalada caprese que ayer preparó Silvia, la chica que viene a limpiar, mientras en el espejo del living papá elige si ponerse una camisa o una chomba. De chica me encantaba cómo se vestía, pero ahora no sé, como que se quedó en el tiempo. Matías, recién bañado, mira televisión en cueros. Su espalda mojada por gotas que le bajan del pelo largo refleja las luces de colores que brillan sobre el pesebre de madera con un niño Jesús nuevo que mamá consiguió este año. De pronto Eugenia baja de su habitación recién cambiada, con una bolsa de plástico celeste que le cuelga de un brazo. Me doy cuenta de que está mucho más gorda de lo que parecía esta mañana cuando fuimos a buscarla. Deja unos paquetes envueltos en papel fucsia cerca de los zapatos de toda la familia, y por la cara que tiene supongo que le dura el dolor de cabeza del viaje de doce días en barco. El fucsia siempre fue su color favorito. Cuando termina con los regalos me acerco a decirle que necesitamos tiempo para contarnos nuestras cosas. Ella me dice que sí, que en algún momento vamos a ir a tomar algo solas, me abraza y Matías también nos abraza y por un momento creo que somos felices, aunque después de un rato el abrazo se desinfla y nos separamos rápido. Justo suena el teléfono y Matías se apura en atender. Por la cara que pone me doy cuenta de que es la chica con la que sale desde hace un par de semanas. La conversación empieza con tono dulce pero después se gritan. Eugenia ya subió a su cuarto y voy a la cocina a ayudar a mamá.

Cuando llegamos la abuela Inés ya tiene todo listo. Nos cuenta que encendió su horno a gas, donde calienta un guiso de lentejas y pescado. De a poco llegan los tíos Pablo y Rita con Marina, que está enorme y tiene unos ojos divinos, el tío Luis con audífonos nuevos y Flavia, la hija de Elvira, que siempre viene a pasarlo con nosotros y cada año tiene más posibilidades de quedar soltera. Casi no tenemos primos de nuestra edad, porque papá es hijo único, y por el lado de mamá, Rocío, su hermana menor, se fue a vivir a las islas y el tío Enrique murió hace un par de años en un atentado al aeropuerto donde trabajaba de controlador aéreo. Todavía me acuerdo de cuando me enteré: yo estaba esperando a mamá a la salida del colegio y vino a buscarme una vecina, y una vez en casa mamá estaba con toda la cara hinchada y los ojos rojos mirando la tele, y cuando vi la noticia entendí todo y la fui a abrazar, mamá lloraba y yo me sentí mal porque no me salían las lágrimas, no sé, no me salían, quise pensar en cosas tristes pero no pude y atrás en la tele los policías y los bomberos metían los cadáveres en las ambulancias, fotos borrosas en medio del humo gris. En un momento, después de saludar a todos, me sumo a una charla con los hijos de Esther, la vecina de abuela, y dos matrimonios grandes que todos los años festejan los chistes de Matías porque les hace acordar a alguien. Después se integran con papá y mamá, todos en círculo, en el patio. Hablan de lo difícil que está el tránsito, de las ganas de irse de vacaciones de una buena vez, de vacaciones pasadas, comparan lugares, épocas, climas, actividades, gustos, con ese aire de gente que está a punto de irse y disfruta por anticipado. Después de un rato tengo hambre, ganas de que se hagan las doce y brindemos y poder irme de una vez. Consigo una copa de vino tinto y me dedico a seguir a Euge por toda la casa, escucho las charlas en las que se mete, la miro cuando está sola y veo que toma mucho, parece muerta de sed, y cuando termina cada vaso de cualquier cosa baja la cabeza con la vista concentrada en un punto invisible, fuerza la vista como si la reunión de Navidad fuese uno de esos libros tridimensionales y la figura que se forma por atrás fuese algo muy molesto que no puede terminar de entender. Me hace pensar en esa sensación de cuando no te acordás bien qué cosa hiciste mal o qué tenés que hacer, y hay algo adentro que te raspa y no te deja en paz, una basurita interior. Y además está muy lechona, me da vergüenza y un poco de lástima, quiero ayudarla pero sin ofenderla, si le hago un comentario seguro que se pone peor, igual la miro sin que se de cuenta, el sudor parece una capa de manteca derretida sobre la purpurina que se puso en la frente y las mejillas. Cada vez que le preguntan repite lo poco que contó en casa al llegar, que el viaje fue una linda experiencia pero se peleó con sus jefes, así que por el momento no sabe si volver. Cuando nos quedamos solas le ofrezco un poco de arroz con atún y le pregunto cómo era Jordi, su ex, porque al final nunca mandó fotos. Muy raro eso, seguro que era feo. Supuestamente cortaron porque Jordi trabajaba mucho en una empresa de recursos humanos y no tenían tiempo para verse. Euge dice que no se les ocurrió sacarse fotos. Le pido que me lo describa igual y ella dice que es común, alto, pelo castaño claro, treinta y cuatro años. Después me pregunta por la facultad y cuando le cuento que la carrera no me convence y quiero pasarme a diseño de indumentaria me dice que lo piense bien, que empezar de cero siempre es muy difícil. Justo mamá sale de la cocina para avisar que nos apuremos porque el guiso ya está tibio y todos hacemos cola para recibir nuestros platos.

El brindis de las doce llega de repente y siento que cada año viene con menos entusiasmo, que todos quieren que pase rápido, aunque también hay un momento, muy corto, en el que me siento bien, me emociono un poco, pienso en mi vida, en las cosas que voy a hacer. Después, mientras comemos confituras, el cielo está cubierto de fuegos artificiales con mensajes y corazones que parecen de neón y estrellas rojas, verdes y azules que se apagan de repente y dejan una estela de humo. Cada año menos energía, cada año más fuegos artificiales. Abrazo a mi abuela y le digo que la quiero mucho. Cuando ella me da besos cortos en la mejilla sus manos tiemblan un poco. Y de pronto, en secreto, pregunta si Eugenia está embarazada. No, le digo, a nosotros no nos dijo nada. La abuela Inés me pide que no lo comente, pero que le dio esa impresión porque cuando ella tuvo su primer embarazo también comía mucho y hablaba poco y tenía la piel así, sedosa como la tiene mi hermana. Le prometo que si me entero de algo la llamo por teléfono, volvemos a darnos besos y me voy a la cocina, segura de que la abuela tiene razón. Se me ocurre que si llega a ser verdad seguro que Euge me pone de madrina, y también se me ocurre que es una de esas mulas que traen droga de contrabando en el vientre, o que Jordi la abandonó y se mandó a mudar a otro país, sin dejar rastros, y ella se vino acá para que la ayudemos con el bebé. Tomo dos vasos de agua y vuelvo al patio, donde todos empiezan a saludarse y ayudan a juntar la mesa. Eugenia está sentada con mamá, que fuma un cigarrillo con tristeza. Quizás ya sabe que va a ser abuela, o lo sospecha. Mamá siempre se da cuenta de todo. Papá se acerca a avisar que en diez minutos vamos todos para casa, abrimos los regalos y después que cada uno haga lo que quiera.

Hay mucha gente en la vereda y algunos chicos tiran petardos a la calle. Hace un par de años casi me explota una bomba brasilera en la mano, tuve quemaduras leves, pero podría haber sido mucho peor. Eugenia lleva una botella con vino espumante y entre trago y trago cuenta lo enormes que son las pirámides de Chichén Itzá. Le patina la lengua, pero todos hacemos como si nada. A mí me toca llevar el resto de las botellas vacías de nuestra familia y a Matías la bolsa con los platos y la vajilla. Una vez en casa recibo un mensaje de texto donde Magda me pasa la dirección de la fiesta y dice que ella va directo con sus primos y unas personas que conoció recién. Mamá pone un disco de villancicos, todos los años pone el mismo, y papá dice que empecemos con los regalos. Primero les toca a ellos, cada uno abre el pantalón y la blusa que les compramos con Matías y los dos dicen que les viene muy bien pero tienen que probárselo. Cuando éramos chicos se hacían regalos entre ellos. Me acuerdo de un año en que papá había comprado un camisón bastante transparente y mamá se puso colorada. Pido que me esperen un segundo mientras voy a la cocina y adelanto un tema del disco, que está rayado. Escucho que mamá le echa la culpa a Silvia, dice que arruina todo. Cuando vuelvo me encuentro con que Eugenia se largó a llorar porque parece que estaban por pasar al turno de Matías y papá y mamá se olvidaron de abrir las cajitas fucsia que ella les trajo. Mamá la consuela mientras papá rompe su envoltorio para encontrar un caballo tallado en cristal. Se queda sin reacción, hasta que le pasa dedos lentos por la crin y después abraza a mi hermana con tanta fuerza que parece que va a asfixiarla. A un costado, con Eugenia más tranquila y de la mano de papá, mamá abre una especie de castillo, también de cristal. A mí me toca un muñequito que parece Chaplin y a Matías un auto antiguo. Nadie sabe qué decir, cada estatuita debe valer una fortuna. Euge se apura a aclarar que no se ofende si las vendemos, pero le pareció una buena inversión regalarnos eso. Le doy un beso y le digo que es el mejor regalo que me hicieron en mi vida. Pero estoy triste. Matías dice que siempre le gustaron los autos antiguos y le pregunta si le parece bien haber gastado tanto, pero Euge dice que sí, que allá no le faltaba nada y que como trabajaba todo el día no tenía mucho tiempo para gastos. Que no nos preocupemos, porque de todas formas le quedaron algunos ahorros. Papá, que no puede sacarse la sonrisa de la boca, va a buscar el champagne que había dejado en el freezer para su balance navideño solitario frente a la tele y vuelve con copas para todos. Cinco minutos más tarde, después de tomar con pocas ganas de su copa y de dejarla llena sobre la mesa ratona del living, mamá dice que está cansada y sube a su habitación sin disimular una mirada vidriosa. Mientras la vemos subir Eugenia se me acerca y dice que quiere que salgamos juntas, a cualquier lado. Le digo que en realidad no sé si salir, que Magda me invitó a una fiesta pero no sé, no vamos a conocer a nadie. Le pregunto cómo se siente. Ella dice que mejor, que quiere saludar a Magda y que hace mucho tiempo que no hacemos nada juntas. Busco en mi celular la dirección de la fiesta. Matías habla por teléfono con un amigo, se ríe y anota algo en la libreta de mensajes que tenemos en la cocina de casa. Después arranca la hoja. Me molesta que arranque las hojas, pero en lugar de echárselo en cara le pregunto para dónde va, a ver si podemos aprovechar su viaje en taxi. Va para otro lado, a Olivos, y antes de salir a la calle ni siquiera pregunta adónde vamos nosotras. Con Eugenia buscamos un par de botellas de vidrio vacías, salimos y nos ponemos a buscar un taxi. De pronto se acerca uno libre por la mano de enfrente, y le hacemos un gesto, pero el chofer dice que no. Caminamos unas cuadras más y antes de llegar a Rivadavia Eugenia frena en un kiosco y hace que le llenen su botella con tequila. Me convida. Cuando doblamos a la derecha se asoma un taxi manejado por un hombre de bigotes y boina blanca. Lo llamo y no me importa que el taxista fume cigarrillos negros ni que durante todo el viaje en su radio portátil escuche un programa donde los oyentes cuentan historias de amor en Navidad. A nuestros costados, la ciudad se abre como un libro troquelado, con luces bajas, velas, petardos y otros carruajes y autos a pedal, camionetas a pedal llenas de chicos hermosos que nunca vamos a saber adónde van. Pago el viaje porque Eugenia se gastó todo lo que había traído en llenar su botella, y una vez que bajamos le digo que cuando estemos más tranquilas me gustaría hacerle una pregunta. Cuando quieras, me dice, pero ahora vamos a tomar algo más.

Le pido a Eugenia que me acompañe a buscar a Magda, y antes de entrar a la cocina dos chicos nos ofrecen de una botella con vino tinto. Euge dice que sí y se pone a conversar con uno de ellos. Son primos, y dicen que trabajan en una productora de publicidad. Cuando Leandro, el que me vendría a tocar a mí, empieza a contar el argumento de una película que se bajó la semana pasada nos interrumpe Magda, que con un nivel de borrachera similar al de Eugenia se me cuelga, me dice que me quiere y después dice que se olvidó mi regalo, una tortuga de tierra, en el asiento del remís que la trajo. Usa un perfume nuevo. Le digo que no importa y me presenta al chico que la acompaña, que no sabe qué cara poner pero igual me cae simpático. Quiero contarle a Magda que la traje a Eugenia, pero cuando miro a un costado ni ella ni el primo de Leandro están donde yo suponía que estaban. Por un momento pienso que Leandro también se fue, pero no, por suerte se quedó ahí a un costado, esperándome.

Al despedirnos ya es casi de día. Como a Leandro le robaron el celular nos pasamos los correos electrónicos. Estamos en el balcón, y pienso que sí, que esta vez puede ser, que Leandro tiene algo genuino, no sé, es muy tranquilo y tiene imaginación, y eso me gusta. Nos despedimos con un beso corto pero intenso, y lo veo alejarse, relajado, con los hombros caídos. No se da vuelta para mirarme, pero no me importa. Hace bastante tiempo que Martín, su primo, se acercó a avisarnos que volvía a su casa porque Eugenia no se sentía muy bien y tenía sueño, así que la dejó sentada en uno de los sillones del living. En el momento me pareció bien, pero ahora que empiezo a buscarla me arrepiento. Nuestra primera salida juntas después de casi un año y se quedó toda la noche con un desconocido que para colmo la dejó sola. No voy a contarle nada de Leandro hasta que se sienta mejor, hasta que esté mejor con ella misma. Voy a buscarla al living pero no hay nadie. Tres chicos y dos chicas conversan en la cocina, una pareja duerme en un sillón y otra en un dormitorio. Quiero abrir la puerta que da a otro cuarto, pero alguien puso llave. En el lavadero tampoco hay nadie. Empiezo a repetir el nombre de mi hermana, reviso los mensajes en mi teléfono. Nada. Vuelvo a la cocina. Ahora todos toman té frío en vasos con rayas celestes y amarillas. Me asomo y pregunto por Eugenia, la describo, ellos dicen que ni idea, tal vez se fue con alguien, pero una de las chicas dice haber visto a una persona dormida en el baño de servicio que hay atrás del lavadero. La encuentro tirada en el suelo, la pollera toda sucia y los brazos apoyados sobre la tapa del inodoro. El pelo le cuelga en tiras húmedas, está asqueroso y seguro que en algún momento se vomitó encima o se durmió con la cabeza en el piso. La miro un rato y al fin abre los ojos. Parpadea lento. Creo que ni siquiera está segura de quién soy. Le pregunto si el primo de Leandro le hizo algo y me dice que no, pero que en un momento le vio la cicatriz y se fue. Se levanta la musculosa y se baja un poco la pollera. Tiene una especie de triángulo cosido con hilo metálico que le rodea el ombligo y sigue para abajo. El ombligo está hinchado y con un poco de pus, costras de lastimadura. Cuando estoy por tocarlo me agarra la mano y me dice que no es nada y que una vez que hayan nacido sus bebés no va a doler más. Estaba embarazada, la abuela Inés tenía razón. Le pregunto si ya le contó a alguien mientras trato de levantarla. A los viejos no les digo ni loca, dice, si se enteran me mandan al médico. Voy a parir sola y mejor que no digas nada. No le contesto y la ayudo mientras me acuerdo de cómo nos emborrachamos el día que le dieron la visa para irse. De la tarde en que fuimos a despedirla al puerto y al volver a casa yo imprimí una foto de nosotras dos juntas en Mar del Plata y la puse con chinches en mi escritorio. Hago fuerza para no llorar. Una vez que estamos paradas le digo que tiene que prometerme que vamos a ir juntas a un médico o llego a casa y cuento todo, que esa cicatriz parece infectada y que el hilo ese es un asco. Ella me mira como si estuviera a punto de escupir arena que tiene metida entre los dientes. Y sin darme tiempo me pega una cachetada de lleno en la mejilla y me rasguña la frente con la otra mano. La empujo contra la pared, pero se me tira encima y empieza a ahorcarme, nunca imaginé que tuviera tanta fuerza, por lo gorda debe ser. Hasta que consigo tirarla para atrás y el golpe de su espalda arranca la base del inodoro. Nos asustamos por el ruido y empieza a salir agua fría. Un chorrito de agua helada y sucia que de alguna manera nos tranquiliza. Aflojamos los músculos y nos separamos. Le digo que no se preocupe, que voy a ayudarla en lo que pueda. Nos quedamos así por un rato, hasta que nos enjuagamos la cara y escurrimos la parte mojada de la ropa. Un poco más presentables, salimos del baño. Al cruzar el living una chica se asoma desde la cocina. Eugenia todavía tiene arcadas y yo conservo las marcas pegajosas de su pelo y de sus manos en toda mi ropa. La chica nos mira y después mira para adentro. Comenta algo en voz baja. Abro la puerta de salida y le digo a Euge que llame al ascensor. Ahora todos los de la cocina están ahí, cerca de la puerta. Tengo ganas de decirles de todo, pero solamente pego un portazo. Mientras bajamos, Eugenia me dice que ya le empezaron las contracciones.

Le pido al chofer del taxi que por favor vaya lo más rápido posible. Eugenia dice que cuando se queda dormida le retumba el útero. Que eso significa que va a parir en cualquier momento. Me doy cuenta de que nos olvidamos de nuestras botellas, habría que volver a buscarlas porque papá se va a enojar en serio, y al mismo tiempo pienso que eso es una estupidez y que mi hermana en cualquier momento revienta en el asiento de ese taxi, que revienta llena de droga o de productos químicos, como un sapo, un sapo bomba aplastado por las ruedas de un camión. Abro la ventana y vomito. El chofer pregunta si tenemos una emergencia, y no sé si lo dice por mí o por ella. Antes de que yo pueda contestarle Eugenia dice que no, que nada más nos lleve a casa. ¿Segura?, le pregunto en voz baja, estamos cerca del Hospital Fernández me parece. Pero es como si no me hubiese escuchado. No me habla y otra vez esa mirada, hasta que me dice que voy a presenciar un milagro de Navidad. Eso, nada más, y se ríe. Yo no puedo reírme. Está loca y yo estoy paralizada, con la sensación de que me clavaron una inyección llena de calmante, una burundanga, me siento encerrada en mi cuerpo, viendo todo lo que pasa alrededor. Cuando entramos a casa me ordena que no haga ruido y la lleve a su cuarto. En su voz hay algo de amenaza, y por ahora le hago caso. Cruzamos el living casi en puntas de pie y veo varios jirones de papel fucsia que quedaron cerca del arbolito. Se me ocurre empujarla por la escalera y ponerme a gritar, pero no tengo fuerza, y tengo miedo de lo que puede llegar a pasar si papá y mamá se despiertan, una tragedia, mañana todos en las noticias, llantos, entrevistas, llamadas telefónicas. Termino acompañándola hasta la cama, y una vez que se acuesta dice que rompió bolsa y que por favor la ayude a desnudarse. Se volvió definitivamente loca. Empiezo a caminar para la puerta, tengo que avisarle a alguien, fijarme si volvió Matías, pero desde atrás la escucho decir por favor, por favor, confiá en mí, dice, si no decís nada una parte va a quedar para vos. Me doy vuelta y un líquido espeso le baja por las piernas anchas y mancha el parquet de su cuarto. Era verdad. Siento que en cualquier momento me da un ataque, que me baja la presión. Me acerco a decirle que voy a llamar a un médico, pero Euge me agarra del pelo y me jura que no le duele nada y que si no me callo la boca me voy a arrepentir toda la vida. Lo hago por vos, le digo, y ella me pide que confíe, que nosotras podemos solas, que con lo que le costó todo no lo va a arruinar ahora. Me mira a los ojos y ahora sí, muy en el fondo, puedo ver que tiene miedo, que me ruega. Sin dejar de mirarme, se saca la pollera y la bombacha. Se acuesta en su cama y empieza a pujar y a respirar cada vez más fuerte. Esta cien por cien depilada, blanca, celulítica. La cicatriz empieza a abrirse en un movimiento plástico, como de dibujo animado, y veo que de entre las piernas empieza a salirle una especie de albóndiga grasosa que late en el medio de la sangre. Tengo una arcada, pero no me queda nada por vomitar. Cuando levanto la vista, la albóndiga está terminando de salir. Todavía late y tiene incrustados unos diamantes perfectos que titilan como si adentro tuvieran un espíritu. Nunca había visto algo así y me doy cuenta de que estoy temblando hace rato. Eugenia pregunta si ya está, mientras ese engendro asqueroso se queda quieto entre las frazadas, un peso muerto, y los diamantes dejan de brillar. La cicatriz que estaba abierta empieza a cerrarse como si los hilos metálicos no hubiesen existido nunca. Escucho que Euge me pide que le pase a sus bebés. No puedo moverme, todo debe haber pasado en menos de cinco minutos. Estoy en una película de terror y mi hermana es la protagonista, Carrie embarazada. Quiero morirme de una vez, que esto termine de pasar, quiero salvar a mi familia. Euge se estira y agarra lo que acaba de parir. Mientras veo cómo arranca a mordiscones los diamantes, sus dientes manchados de sangre prometen que van a regalarme uno, pero ahora tengo que ayudarla a recuperarse, porque cada vez que alumbra pierde toda la energía y hubo compañeras suyas que se murieron de tanto parir. Apenas termina con los diamantes apoya la masa de carne a un costado de la cama. Esto va a al freezer, dice. Me lo tengo que volver a comer mañana a la noche. Estoy bien, no te preocupes. Vuelve a ponerse el pantalón de jogging gris que siempre usó de pijama. Saca una remera enorme con el escudo de un equipo de fútbol mexicano de su valija, y se la pone, sin corpiño. Me agarra la mano y me la besa. Me ayuda a incorporarme. Se levanta la ropa para mostrarme que la cicatriz no está más. Y después pasa los diamantes a una caja de metal con candado que hay sobre su escritorio. Cuando termina cierra el candado, se acerca a la cama y me dice gracias, no sé qué hubiera hecho sin vos. Ahora, please, bajá conmigo a comer algo. Hay que contarle a papá, le digo. Hay que contarle a la policía. Euge me agarra de la mano y me ayuda a bajar la escalera. En la cocina, pone a preparar café. Busca galletitas y saca mermelada de la heladera. Me acaricia las manos y se sienta enfrente mío. Escuchame, me dice, esta es una historia muy larga. Y la escucho, durante más de una hora. Me explica todo y me cuenta su plan. Antes de Año Nuevo quiere que convenzamos y embaracemos a Silvia, la mucama. Vamos a decirle que sea nuestra socia.

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