Ayesha Harruna Attah - "Ekow"

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Novelista, cuentista y ensayista ghanesa. La mujer y su situación en la sociedad y el colonialismo son temas recurrentes en su obra.
Este cuento fue publicado en la de escritores del Caine Prize "Work in Progress and Other Stories" de 2010 y en español está recogido en "Ellas (también) cuentan" de 2017, una antología que recoge a distintas autoras africanas de expresión en lengua inglesa.
La versión y las notas son de Federico Vivanco.


Mi cuerpo está pegado al asiento de este taxi impecable. Miro fijamente el portal de entrada. ¿Fue siempre de este color? Verde claro salpicado con pintura moteada. Si así hubiera sido, me hubiese quejado.
Este portón de un verde vómito está flanqueado por altos muros blancos que han sido elevados con una doble capa de bloques de hormigón. Dejo vagar la mirada, luego la vuelvo a posar sobre el portón y me pregunto qué sucede detrás de él. Siento que se me agita el estómago. Detrás de ese portal de color bilis ¿cómo se las apañan?
–Hermana –dice el taxista por tercera vez– ¿no es esta su casa?
–Mmmm –digo–. No puedo entrar.
«Ey, hermana». Ha vuelto su cabeza y me mira, el cuello se le estiraba por encima de la camisa a cuadros azul y marrón. Parece un hombre decente. Su piel es de un color chocolate más sólido que el mío, el cabello rasurado al cráneo, y tiene los ojos sorprendentemente blancos. Tal vez nunca ha tenido la malaria. Ekow nunca la cogió. Cuando éramos niños, siempre era yo la que se enfermaba. El chófer le da un golpecito al ambientador colgado en su espejo retrovisor, con forma de árbol de navidad, haciendo sonar el collar de rezo, formado por cuentas, que está detrás de él. «¿Entonces, qué debería hacer?»
–Mmmm –digo de nuevo– ¿cuál es su nombre?
–Moustapha –su voz es suave mientras dirige la mirada hacia la puerta.
–Moustapha, por favor lléveme a otro lugar. A cualquier sitio.
–¿Eh? –ahora me mira fijamente. Frente a otra situación me hubiera reído ante la expresión de su rostro; una mezcla de risa y desconcierto. Tiene la frente arrugada y no se sabe si las comisuras de sus labios apuntan hacia arriba o hacia abajo. Me hubiese reído, porque estaba tan confundida como lo estaba él. Si Ekow estuviera aquí estaríamos muertos de la risa. ¿Por qué no te apetece entrar en mi propia casa? Pero no me he reído y no me estoy riendo, y Moustapha está dando marcha atrás, y la puerta se vuelve más y más pequeña, y sin embargo no puedo quitar mis ojos de ella, hasta que el polvo del camino se eleva a gran altura y no puedo ya divisarla. Ha desaparecido. Se fue. Miro hacia delante, al ambientador verde de Moustapha. Sigue balanceándose.
–OK –me rindo–. Por favor, lléveme a Kanda, cerca del Zoo de Acra –tengo la sensación de que Ewuresi no está allí. Probablemente esté detrás del portal de entrada como todos los demás. De luto.
–Ha vivido mucho tiempo fuera –me comenta Moustapha mientras observo sus ojos lechosos a través del espejo retrovisor. Estos son como su voz. Delicados. Un poco acuosos sin embargo. Como si fuera capaz de llorar ante la menor provocación. No me he reído y no he llorado.
–En realidad no –le digo–. Unos seis años. ¿Por qué?
–Ah, hermana. Es solo que ustedes, los que han vivido con los obronis, los blancos, se vuelven raros. ¿Cómo se puede volar desde Londres hasta aquí y que me diga ahora que no quiere ir a su casa?
–Mmmm –quiero decirle que he llegado de Nueva York, no Londres, pero ¿qué más da? Quiero explicarle a Moustapha que no es que no quiera ir a casa, pero realmente no puedo. Me quedé mirando esa puerta, a sus biseles y abolladuras, pero no me atreví a cruzar el umbral, porque alguien ya no estaba allí. En lugar de eso, abracé fuertemente la bolsa de plástico con melocotones en mi regazo.
Moustapha está conduciendo al ritmo del tráfico del domingo por la mañana en Acra. Pasamos zumbando por calles que no recuerdo que existieran. Hace tiempo, a mi izquierda, corría el río Odaw que apenas fluía por la cantidad de cáscaras de naranjas, bolsas de agua pura, envoltorios de Malt and Milk (1) y de heces, que lo entorpecían. Pero no puedo verlo ahora. En cambio estamos volando sobre un asfalto dominado por un entrecruzado de hormigón. Veo a Acra subiendo y bajando con casas de paredes cubiertas de polvo, anaranjadas y amarillas, techadas con chapas oxidadas.
–Acra está más bonita –dice Moustapha. ¿Me está leyendo la mente? Me gusta mucho su voz. Sus palabras aterciopeladas son reconfortantes.
–Sí –le respondo y miro, mientras pasamos por un edificio de color marrón cobre, lo que antes había sido el Caprice Hotel. Luego, antes de partir, se convirtió en la discoteca Boomerang. Aún no puedo quitarme el Caprice fuera de la cabeza. Mi chófer está haciendo atajos, girando y girando y ahora estoy perdida. Sin embargo, no se me escapa ni un latido. Tengo una tranquilidad paralizante
~~~~~~~
Estamos frente a la casa de Ewuresi. Las palmas reales que plantó antes de mi partida sobrepasan ahora toda la calle. Las paredes de color azafrán parecen haber sido pintadas recientemente. Ewuresi es el tipo de mujer cuyas paredes lucen siempre recién pintadas, incluso al final de la temporada de lluvias.
–Hermana, ya estamos aquí –comenta Moustapha–. ¿Le bajo la maleta?
–Por favor, espere. No creo que esté mi hermana en casa- Ya vuelvo.
–Hoy es Navidad para mí –dice riéndose. No fue su intención decirlo. Sus ojos me aseguran que no me timará con la tarifa.
Me cuelgo el bolso del hombro, bajo y camino hasta la verja de acceso de color borgoña de Ewuresi. Ese debe ser el color de Mami y Papi. Pero ellos ni siquiera tomaban en cuenta mi opinión, de una niña pequeña como yo. Tampoco escuchaban a Ekow.
Pulso un timbre negro de plástico que se acciona bajo la presión de mi dedo. La verja se abre y un hombre de la misma edad que Moustapha sale tranquilamente.
–¿Sí? –pregunta sujetándose la cadera con la mano izquierda, sus ojos se balancean sobre las cuencas de los ojos. Me pregunto cuándo comenzó a trabajar aquí. Lo encuentro un poco presuntuoso y grosero. Ewuresi es el tipo de mujer que quiere que el personal tenga el mejor comportamiento en todo momento. Me resulta contradictorio. Ekow sería el primero en decir algo así.
–¿Está la señora Ahwi? –le pregunto. Asiente con la cabeza y abre la puerta. Recuerdo el día cuando Ewuresi se mudó aquí. Yo estaba todavía en la escuela secundaria y ella tenía mi edad de ahora. Veintidós años, con un marido y una casa de cuatro dormitorios. Yo apenas puedo permitirme el dormitorio que hemos convertido en dos habitaciones con Holly. Gracias a Dios, pudo encontrar a alguien a quien subarrendárselo para enero.
Paso por el costado de la casa, junto al parterre de té de Java en plena floración y del césped prolijamente cortado. Además de la poda de flores, de los canteros de la Escuela Secundaria Achimota, nunca he plantado una cosa en mi vida. La mosquitera marrón de la puerta es como la recuerdo, no encaja bien en el marco. La abro y suena una sosegada y profunda música fúnebre.
Ewuresi está en casa. Está de pie en la cocina, con un recipiente de plástico en su mano izquierda y revolviendo lo que está en él con la mano derecha. La camiseta negra se le ciñe al cuerpo. Está un poco rellenita aunque nunca lo había sido. Me está mirando, pero aún no lo ha asimilado. Coloca el recipiente sobre la superficie de mármol. La cuchara rebota en el tazón y aterriza junto a tres grandes vasos de plástico.
–Oh, ¡Araba! –grita–. Sabíamos que habías llegado pero no estábamos seguros de lo que te había sucedido. Mami y Papi han estado preocupados al punto de perder la cabeza. ¿Qué haces aquí? –sus brazos están extendidos y las piernas no dejan de temblar. Camino hacia ella y dejo que me envuelva. Siento su blando estómago en mi pecho. No es fácil ser la enana de la familia.
–¿Por qué no estás allí? –pregunto.
–Jason cogió ayer la varicela. Quiero que todos la cojan y de una vez por todas. Llamemos ahora a Mami.
Niego con la cabeza, intentando abrir los ojos lo más que puedo, para transmitirle que no me resulta fácil lidiar con Mami y Papi sin Ekow. No puedo ir a casa.
–¿Estás bien? Debes tener hambre. Has perdido mucho peso. ¿Por qué? ¿No comes en Nueva York? ¿Esa revista glamurosa de allí no te paga? –no está lejos de la verdad a excepción de la parte glamurosa.
–Comí en el avión –la última comida que comí de verdad hace una semana había sido arroz, frijoles, pollo asado, maduros (2) y una lechuga de color verde con aspecto de alga en la 11 Street. Vomité después de la llamada de Mami y desde entonces, he estado apañándome con barras de Twix y latas de Coca-Cola. Encima no tienen gusto.
–Por favor, ayúdame –dice Ewuresi entregándome el bol cremoso de Cerelac que ha estado batiendo. Abre la nevera y saca una botella de leche y una jarra de un líquido rojo del color de frutos del bosque, luego coge las tres tazas de la encimera de mármol. Una súper mujer. Ni siquiera puedo apañármelas con Holly que ya es adulta; lavar sus platos, asear el baño cuando lo atasca con sus finos mechones de pelos y limpiar el barro que deja en la alfombra. Aquella que no podemos permitirnos el lujo de ensuciar, antes de que termine el contrato de alquiler.
Mientras subimos a la planta alta, me llegan los recuerdos. Semana Santa de 1999. Yo había llegado de Achimota y Ekow había viajado desde Mfantsipim. Cuando Ewuresi tuvo su propia casa, era mucho más divertido para nosotros venir aquí. Era casi como la madre guay, ya que Mami y Papi eran reservados y estaban muy mayores. Así que corríamos por estas escaleras de madera que tenían la apariencia de estar siempre lustradas, tratando de ver quien se quedaría con la habitación de invitados más grande de Ewuresi. La que tenía un cuarto de baño.
Ahora estamos entrando en esa habitación. Las paredes son de color salmón y la cortina de un naranja fuerte. Es la habitación de las chicas, supongo. Jessie y Janet. Pero en este momento están todos aquí. Los gemelos, Jason y Jessie; y Janet y John. Sus rostros están cubiertos con una película de color blanco rosáceo. Las niñas en una cama. Los niños, en otra.
Ese día, Ekow había ganado. Me había apretujado con su cuerpo enjuto y arrojado la sucia mochila roja en frente de la puerta. «¡La victoria es mía, mi pequeña vaca! ¡Toda mía!», había gritado y sonreído, dejando al descubierto sus grandes dientes. Siempre se olvidaba, muy oportunamente, de que yo era dos años mayor que él.
–Mami ¿quién es ella? –pregunta Janet.
–¡Tía! –señaló Jessie, rodeando con sus brazos los hombros de Janet y empujándola hacia ella. Pero estoy segura de que no puede recordarme. Me fui cuando tenía cuatro años. ¿Y ahora tiene diez?
–¿Tía qué? –le pregunta Ewuresi a Jessie entregándole una taza.
–¡Tía Ekow! –John grita y se ríe. Le faltan los dos dientes de adelante. Ewuresi me está mirando, negando con la cabeza.
–Sí –dice Jessie–, ¡te pareces al tío Ekow!
–¡Shhh! –chista Ewuresi. Tienen razón. La gente pensaba que éramos gemelos hasta que él se marchó a Mfantsipim y experimentó un loco crecimiento. Aun así, nuestros rasgos faciales son idénticos. Los mismos ojos. La misma nariz. Son. Fueron. ¿Qué tiempo verbal se usa cuando uno de los dos no estará nunca más? Salgo de la habitación.
–Tenemos que llamar a Mami –me susurra Ewuresi y cierra la puerta.
–Está muy preocupada. Ya tiene una persona... –hipa y frunce la boca. Sus profundos hoyuelos se extienden a cada mejilla. Si yo me pareciera a Ewuresi cuando ella tenía veintidós años, ahora estaría de modelo en Nueva York y ganando un montón de dinero. Unas finas líneas se formaban en el borde de sus ojos. Solía tener la cara más suave desde Acra hasta Kumasi.
–Ewuresi –empiezo–, no me despedí. La última vez que hablamos, me enfadó tanto que le colgué el teléfono.
–Mami –parece que es Janet–. ¡Basta, BASTA! Basta, John, ¡ah! Mami, John se está comiendo mi Cerelac.
–¿Por qué no ha pedido sencillamente Cerelac para él? –murmura Ewuresi en voz baja secándose los ojos–. Ha dicho que quería leche –y regresa a la habitación de las chicas.
Mientras desciendo las escaleras, veo la fotografía ampliada de Ewuresi enmarcada en oro. Vestía una tela kente y una banda azul cubriendo el pecho. La banda dice: «1ª Subcampeona, Miss Ghana 1994». Mis ojos se desvían hacia la izquierda. Aquí hay otra de Ewuresi con un vestido de encaje brillante, sentada en un taburete negro, y a su alrededor, Jason, Jessie, Janet y John esparcidos en círculo sobre el suelo. Veo más fotos de ella y los niños y solo una del Señor Ahwi. Me pregunto dónde se encuentra hoy. Mis ojos están fijos en su foto y en su descuidado cabello negro azabache. Ekow y yo lo llamamos la «lagartija tupida». LT como diminutivo. Por aquel entonces, cada vez que LT llegaba a casa, olfateaba el aire e inclinaba la cabeza esperando que su querida Ewuresi le dijese qué había cocinado para la cena. Solo era necesario que mirase a Ekow para que me echara a reír. Siempre ponía las miradas más estúpidas, pero yo era la que terminaba pareciéndose a una tonta. ¡Esa vaca!
No sé por qué estoy todavía aquí mirando a la «lagartija tupida ». Esta montaña rusa de recuerdos de mi tierra no es mejor que si hubiera traspasado el portón verde vómito.
Mis pies me conducen a la cocina, a través de la estridente puerta con la mosquitera mal ajustada, a lo largo del parterre de té de Java y salgo por la verja de acceso de color borgoña. Abro la puerta de atrás del taxi de Moustapha y me encuentro mirando el ambientador con forma de árbol de navidad donde se puede leer «Pino Real».
–Moustapha –le digo mirando el espejo retrovisor–. Se lo ruego. Llévame a otro lugar.
Las pupilas de Moustapha se mueven hasta tocar sus párpados, hacen movimientos circulares y vuelven a su posición para descansar en el centro, y fija su mirada en el reloj que se encuentra debajo del ambientador. No puedo distinguir la hora desde aquí.
–Hermana, creo que tiene hambre –dice y nos alejamos otra vez con el coche.
~~~~~~~
Giramos a la izquierda, a la derecha, otra vez a la derecha y luego a la izquierda. Izquierda, derecha, derecha. Y estoy perdida.Pero no siento nada. No sé a dónde vamos y no me importa.
Moustapha mete el coche maniobrando con cuidado entre uno azul sin neumáticos y un taxi Tico amarillo y rojo. Me llega un olorcillo a jengibre, pastel de frijoles y leña que me hace acordar a la casa de mi abuela, en Kumasi.
–Esta es mi casa –dice Moustapha señalando una pared azul con manchas de hormigón. Frente a ella hay dos bancos contra la pared y unos hombres sentados, cadera con cadera, lamiendo koko, gachas de mijo, de sus cuencos de plástico. Más allá de los bancos, una fila de hombres serpentea la pared azul manchada. Uno sostiene el borde del cuenco contra la parte inferior de su labio y oigo un slurp-slurp-slurp.
Bajamos del coche. Mientras caminamos hacia una pequeña verja, sale una chica manteniendo el equilibrio de cinco cuencos sobre una bandeja de metal. Sonríe a Moustapha y hace una reverencia.
–Kwallafiya, buenos días, Sala –le saluda él.
–Lafiya lau, bienvenida hermana –responde Sala.
Le doy las gracias y me pregunto si mi maleta está segura. Estamos ya dentro del complejo y alguien me llama la atención, una mujer corpulenta sobre un pequeño taburete. Sus nalgas se extienden sobre la parte superior. Su boubou (3) de color verde lima se pliega y se extiende a medida que revuelve una olla colosal de aluminio. Moustapha camina hacia ella, pero esta se da la vuelta antes de que él llegue. Sonríe. Desde la comisura de su boca reluce un diente de oro. Tiene los ojos de un color blanco intenso y ahora sé a quién ha salido Moustapha.
–Hajia, kwallafiya –saluda él inclinando la cabeza.
–Has vuelto muy pronto –dice Hajia mirándome directamente a los ojos. La comisura de su boca se curva de repente. Levanta la mano derecha, los dedos se pliegan y aproxima su mano contra el pecho.
–Ven –hace con un gesto. Me dirijo hacia ella paralizada por sus ojos blancos y su sonrisa.
–¡Ey, Moustapha! ¡Qué bonita es, papa! La ilaha illa-Allah, no hay Dios más que Alá.
La mira, confuso y nervioso, intentando enviar un mensaje no verbal. Pero Hajia se percata al estar mirándome a mí. Y yo a él. Y a ella.
–¿Cómo te llamas? –me pregunta Hajia en twi (4).
–Araba.
–¡SALAAA! –grita Hajia–. ¡SALAAA! –chilla junto a una secuencia de palabras en hausa (5). Y aparece Sala trayéndome un taburete. –¿Por qué me haces gritar, eh, Sala?
Hajia empuña con la mano derecha un cucharón de metal gigante. Lo sumerge en la olla y recoge unas espesas gachas humeantes de color gris que vierte en un cuenco plateado. «Querida», dice ella, «¡Eres puro hueso! ¡Come esto!» Coloca enérgicamente el cuenco de plata frente a mí y pone una cuchara en mi mano. A pesar de que la idea de la comida descendiendo por la garganta me produce arcadas, obedezco y coloco la cuchara en la papilla.
–Voy –dice Moustapha caminando lentamente hacia una puerta cubierta con una tela púrpura y plumas de color rosa. Y desaparece tras ella.
Los ojos de Hajia siguen sin apartarse de mí.
–Es el mejor koko en toda Acra –dice ella–. Esa cola que ves fuera, ¡oh!,¡eso no es nada! Los hombres de negocio están en la iglesia por ser domingo. ¡Ven a ver este lugar mañana por la mañana! ¡Yieee! –y se da una palmada en el muslo–. Los Benz y los BMWs. ¡mmm!
Tengo náuseas aunque aún no he probado el alimento.
«¡COME!», grita Hajia. Esta orden inmoviliza mis entrañas revueltas. Juego con la cuchara en el fango gris. Cojo un bocado y lo acerco a mis labios. La cuchara está en mi lengua y me golpea una bocanada de jengibre, pimienta, clavo de olor y especias que no había probado en años. La mano derecha de Hajia bate una pasta de color naranja, y sin embargo, se apaña para mantener los ojos sobre mí. «Está rico ¿eh?»
«Está muy bueno» le respondo. Como una segunda, tercera, quinta cucharada de koko. Es la primera vez en toda la semana que mi lengua experimenta un sabor.
–Entonces, Araba –dice Hajai moviendo el carbón de un horno holandés–, ¿cómo has cautivado el corazón de Moustapha? –me atraganto. ¿Se me ha escapado un chorro de koko por la nariz?–. Tiene que ser algo serio –continúa–, porque desde que esa muchachita prostituta, Naa, lo atrapó para lograr quedarse embarazada, no ha traído ni me ha presentado a nadie.
–Oh, Hajia –sonrío. Es la primera vez en toda la semana que se me ha dibujado una sonrisa–. Todavía nos estamos conociendo.
–Es muy bueno –dice Hajia–. Por eso lo engatusó esa bruja. Si no fuera por ella, ahora podría haber sido como cualquier hombre de negocios, ¡estaría conduciendo un Benz! –agrega chasqueando la lengua.
Raspo el fondo del cuenco plateado. Moustapha sale de la habitación a la que había entrado. Camina lentamente hacia nosotras, con su camisa a cuadros metida en los pantalones color caqui.
–Hermana, ¿estás lista?
–Oh, sí –digo levantándome del taburete. Luego me dirijo a Hajia–. Este es el mejor koko de toda la ciudad.
–Gracias cariño. Vuelve, eh. Esta es tu casa ahora.
–Gracias, Hajia.
~~~~~~~
Moustapha y yo nuevamente. Moustapha-Araba. Araba-Moustapha y el ambientador «Pino Real» con forma de árbol de navidad.
–Gracias –le digo, mirando hacia el espejo retrovisor. Sus cejas se arquean de repente. Son gruesas y están en perfecto ángulo con sus ojos, suaves y acuosos, ni un solo pelo fuera de lugar. Tal vez se las depila.
–¿Por?
–Por llevarme a lo de su madre y enseñarme su casa.
–Forma parte de la hospitalidad de Ghana.
–Aun así se lo agradezco. ¿Cómo se llama su hijo?
–La mujer esa que acaba de abrir la boca –gruñe. Hay algo en sus ojos que no había visto antes. Están clavados sobre la carretera. Se han vuelto rígidos y distantes–. Oye, hermana –dice. Su voz aterciopelada está al borde de la ronquera.
–Alguien de nosotros tiene graves problemas, y no es usted. ¡Usted solamente no quiere ir a su casa! –chasquea la lengua–. Por favor, no me haga perder más tiempo. ¿Su casa o el aeropuerto?
Debí haber puesto realmente el dedo en la llaga, pero todos tenemos problemas.
–Todos tenemos preocupaciones –repito en voz alta–. ¡Moustapha, tengo un montón de problemas!
–Sí, lo sé. Usted no quiere ir a casa. ¡Qué problema! Dígame. Dígame el montón de problemas que tiene.
–Estoy segura de que en un día gana más dinero que yo.
–¿Ahora usted me toma por tonto? –ríe por lo bajo.
–No, lo digo en serio. He estado estudiando durante mucho tiempo. Terminé la universidad pero trabajo como aprendiz. ¿Sabe lo que hago? –Moustapha se queda en silencio–. Saco fotocopias. Compro café para mis jefes. Y cuando me pagan, uso todo el dinero para el alquiler.
Sus ojos se encuentran con los míos en el espejo retrovisor y baja la mirada.
–Por lo menos vive en Londres. La vida es más fácil allí que aquí –su voz se relaja.
–El año que viene, si no consigo un trabajo de verdad, tendré que regresar a casa. Sin nada en absoluto.
–¡Ah ah! ¿Entonces por qué todo el mundo intenta ir a Babilonia? (6)
–No lo sé Moustapha. Uno se siente tan solo allí. No te enteras cuando algo le sucede a tu familia o amigos –permanecemos los dos en silencio. El sol ya está en lo alto del cielo, proyectando un espejismo sobre el capó del coche.
–Mi hijo se llama Razak.
–Qué bonito nombre.
–Mi madre solía decir que yo llegaría a ser un hombre exitoso –hace una pausa–. Dejó de decirlo cuando nació Razak –quiero preguntarle por qué, pero no creo que sea necesario–. Yo quería montar una distinguida empresa de taxis con cientos de coches para contratar. Si querías ir a la Región Occidental o la Región Volta, venías y contratabas el coche y el chófer.
–Sé cómo se siente, pero al menos este taxi es suyo.
–Sí.
–Yo no tengo nada.
–Tiene a su madre y a su padre.
–Moustapha, no me pueden mantener toda la vida. –¿Por qué no quiere ir a casa? –la mirada de Moustapha es profunda. Sus ojos dicen, «No puede escapar esta vez. Le he contado sobre mí y ahora es su turno».
–Mi hermano murió –miro por la ventana. Estamos de vuelta en la nueva carretera que esconde el río Odaw. Es la primera vez que dejo salir estas palabras. El dolor las aferra en el pecho, algo redondo y nebuloso las aloja en la garganta. No las he pronunciado porque decirlas me hace enfrentar con la realidad. Trato de digerirlas, pero no puedo. Me escuecen los ojos. Los labios me tiemblan y se fruncen. Mi hermano murió. Una lágrima cae sobre el bolso color melocotón, manchándolo con tonos de un salmón oscuro. Ekow realmente me ha abandonado.
–Lo siento –dice Moustapha deteniéndose frente a un Volvo negro–. ¿Estaban muy unidos?
–Como si fuéramos gemelos –me limpio el borde de los ojos–. Pero hacía seis años que no lo veía.
–Alá –susurra Moustapha–. ¿Qué le pasó? Si no le importa...
–Tuvo un accidente. En la carretera Kumasi. Volvía de la universidad.
–Ay, Alá –un diáfano brillo cubre los ojos blancos de Moustapha. Los míos están desdibujados. Regresamos al camino de tierra. Diviso a través de la bruma la casa de la señorita Andoh, la de los Bindie y ahora estamos frente a la puerta color mostaza. Moustapha se detiene y para en seco. No dice nada. Nos quedamos sentados. Moustapha-Araba. Araba-Moustapha. Los segundos se consumen lentamente.
–¿Cuánto le debo?
–Nada hermana.
–No, Moustapha –digo abriendo mi bolso–. Puedo pagarle esto. –Ahora somos amigos. La próxima –abre la puerta y camina hacia afuera. Coge la maleta mientras yo desciendo del taxi.
–Gracias por todo, Moustapha –digo, y me acerco a la puerta verde.


(1). Reconocida marca de galletas.
(2). Plátanos maduros fritos.
(3). Túnica sin mangas y holgada con abundantes decorados y muy luminosa. Es utilizada mayormente en ceremonias religiosas especiales y diversos festivales islámicos.
(4). Pronunciado «chui», es uno de los tres dialectos importantes del idioma acano, hablado en Ghana por alrededor de siete millones de personas, los otros dos son el Akuapem Twi y el Fante.
(5). El idioma hausa es un miembro de las lenguas afroasiáticas. Se trata de la segunda lengua más hablada en África, tras el swahili.
(6). Alegoría en alusión a Londres.

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