Miguel Sedoff - "Pelo corto"

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Cuentista, novelista, poeta y ensayista argentino. Aunque tiene obra de ficción, la mayoría de sus trabajos versan sobre pedagogía, educación y sus políticas.
Este cuento pertenece al volumen Estuve de 2014.


1
A él nunca le gustaron las mujeres con el pelo corto. Pelo corto, no melenita a lo Colón, corte carré o ese tipo de peinados modernos que levantan y esconden los pelos. No, pelo corto-corto, al estilo militar, con la nuca al aire y el cráneo como una cabeza de telgopor; aunque lo que más le disgustaba eran las mujeres que se afeitaban la cabeza y las posteriores y diferentes etapas de la vuelta de la cabellera a un largo normal.
No había razón para ese rechazo. Tal vez las características masculinas, el lejano eco de la homosexualidad, el apartamiento de su ideal femenino, o nada más que puro gusto. Todas estas razones y ninguna. Su formación y sus creencias no le permitían expresar nada que no fuera políticamente correcto, se encontraba cómodo en el equilibrio, las pasiones módicas, el reposo del compromiso inexistente.
No le afectaba la cercanía de, por ejemplo, los gays, los judíos o personas con malformaciones físicas, como sí a algunos amigos suyos del pueblo. A él no, era respetuoso de las diferencias, y siempre evaluaba con tolerancia las conductas desacostumbradas o los elaborados disparates que alguna gente inventaba para diferenciarse de otra.
Pero lo del pelo era una cuestión que no podía resolver. Cuando veía una mujer con el pelo muy corto, cuando se podía ver el cuero cabelludo pálido debajo de la pelusa, o cuando, en un despliegue de sadismo, la mujer con un cráneo liso se dejaba una finísima cola de cabello que partía desde la nuca y llegaba hasta la mitad de la espalda, atada, por ejemplo, con un caracol en la punta, en esos momentos la repulsión lo inundaba y debía apartar la vista, silbar una canción (generalmente era “Danubio Azul”), toser o buscar el celular, haciendo la mímica de contestar un llamado inoportuno.
Nunca habló con nadie de esa obsesión, un poco porque le daba vergüenza hablar de sí mismo, otro poco porque no podía explicar en forma precisa qué le ocurría. No sabía si era un defecto, una virtud, una patología. Con el tiempo lo había metabolizado y lo consideraba como la reacción que otra persona tendría frente a una corbata amarilla o unos zapatos demasiado lustrados un domingo por la mañana.
La vida lo había llevado de una ciudad a otra, desde que había abandonado Pujato para estudiar en Rosario. No terminó la carrera de Ingeniería en Sistemas en la U.T.N. porque consiguió trabajo en una puntocom que había fundado su profesor de Estadística con tres socios más y que, en seis meses, había conseguido seed capital para abrir una sucursal en San Pablo.
Se fueron a vivir a San Pablo con otros dos compañeros de curso y allí trabajó demasiadas horas por día sin resultado aparente. Como todos, se enamoró de Flavia, la secretaria de la empresa, pero era demasiado puta para tomarlo en serio. Igualmente las relaciones eran cordiales, porque vivían todos en una especie de campamento, durmiendo en el piso de una de las oficinas porque no les alcanzaba para alquilar el departamento que les habían prometido, pero aún encandilados por el exitoso futuro como empresarios que habían ya disfrutado Steve Jobs y Bill Gates.
La aventura al final duró apenas 8 meses, cuando se dieron cuenta de que el dinero que les habían destinado los inversores había descendido dramáticamente en muebles, sueldos, logos y remeras. Cuando los inversores se dieron cuenta de que todo no era más que un espejismo moderno, dejaron de mandar el dinero y a la semana siguiente, la puntocom cayó.
Su profesor había renunciado a la UTN y estaba desesperado, porque en el ímpetu inicial había puesto su casa en garantía por un préstamo que le había otorgado una financiera de calle Sarmiento y que ahora no podía pagar. Su mujer estaba a punto de dejarlo por eso y tal vez por otro.
Él no podía volver a la facultad, consideraba que era una etapa superada. Estaba agobiado por haber trabajado tanto y por el intenso estrés emocional que le había provocado compartir todos esos días con el resto de sus socios, sin disfrutar casi de vida privada.
De vuelta en Rosario, se fabricó un currículum bastante increíble, y por eso altamente eficaz, y lucró durante un año y medio con novatos empresarios que habían escuchado las sirenas de las puntocom un poco tarde y no querían quedarse afuera de un futuro que todos imaginaban exitoso.
Él les escribía Planes de Negocio prolijos y atractivos, diseñaba complicados diagramas de flujo de dinero y crecimiento exponencial del negocio para presentar a inversores fantasmas que supuestamente conocía y con eso pagaba los gastos del departamento y la comida. Mientras tanto buscaba algún trabajo en serio, pero no le salía nada.
Como era previsible, ese rebusque también terminó y se fue a Mendoza porque uno de sus fracasados pero sensibles clientes le habían dado el dato de que se iba a licitar una red de energía mayorista y necesitaban técnicos en marketing.
Se presentó con el mismo currículum que usaba, pero no fue aceptado. Tuvieron la delicadeza de no ridiculizarlo, pero después de decirles que iba a aceptar cualquier cosa, consiguió trabajo como chofer de uno de los técnicos recién contratados.
El tipo era un porteño tristón, pero buen conversador, tanto que se hicieron amigos y compartieron un departamento que tenía la Consultora en el centro mientras preparaban la licitación. Los fines de semana iban a acampar a la montaña y conseguían lindas mujeres. El tipo logró acceder a una chequera oficial y se gastaron una buena plata en salidas, mujeres y alcohol.
Después de seis meses y cuando todo estaba listo para arreglar la licitación con un cliente de la consultora que la organizaba, llegaron unos amigos del Presidente desde Buenos Aires y mágicamente apareció una empresa recién constituida en Uruguay que se hizo cargo del proyecto. El porteño y él se quedaron sin trabajo, pero le había gustado tanto Mendoza, que decidió recorrer un poco, comenzando con Tucumán.
Huyó espantado. No le gustó Tucumán, ni Salta. Menos Jujuy. Demasiada pobreza, demasiada naturaleza exótica y poco amigable. Extrañaba el ambiente humano y urbano, extrañaba andar a la pesca de mujeres, compartir un vino con un desconocido.
Nunca había querido ir a Buenos Aires, porque le parecía una ciudad demasiado grande, en todo sentido. Quería seguir siendo una persona.
Pero cuando se dio cuenta de que se estaba quedando sin opciones, transigió y con algunos llamados a sus contactos de la época puntocom consiguió trabajo como vigilador en una clínica. La empresa de vigilancia era propiedad de uno de sus ex clientes, a quien él le había preparado un Plan de Negocios muy exitoso que le significó una ganancia de casi 80.000 dólares el primer año, pero que se cayó, como todos, cuando se contrastó con la realidad.
El tipo no estaba resentido con él, contrariamente a lo que se podía suponer, tal vez porque había otra gente que se había portado peor y no tenía razón para echarle la culpa de su mala suerte, así que le hizo un favor y le consiguió el puesto de vigilador en una clínica de Palermo.
Él no tenía idea de armas, ni había hecho la colimba, pero igual aceptó. Por lo menos era un sueldo, por algo iba a empezar.
Le dieron una camisa amarilla con un bulldog bordado en el bolsillo, pantalón negro y una gorra que parecía de la Isla de Gilligan. El arma era pesada y le molestaba, calzada en su costado, pero como se la pasaba caminando, la equilibraba con la cintura y el peso se soportaba.
Un día escuchó detrás de una puerta una conversación entre dos mujeres y el tono y la voz de una de ellas lo excitó de una manera que nunca le había ocurrido. Una sorpresiva erección curvó sus pantalones y abrió un poco las piernas para disimular. Se quedó esperando, caliente como nunca, para conocer a la voz, mientras se imaginaba su cara, sus gestos, su presencia.
Salieron dos mujeres y una de ellas lo saludó educadamente. Era ella. Cerca de los cuarenta, flaca, elegante, linda sonrisa, perfume dulce, enfermera. Él quedó impactado y sintió por primera vez que podía enamorarse, aunque sintió también una instantánea molestia en el pecho.
Ella siguió con la otra mujer y dobló en el pasillo siguiente. Él la siguió para verla otra vez. En ese momento se percató del detalle que lo estaba molestando. Ella tenía el cráneo cubierto por una suave pelusa marrón. Era un caso patético de todo lo que aborrecía. Se quedó estático. La molestia lo atolondró y se recostó contra la pared. Palpó el arma, confundiéndola con el celular, y tosió.

2
Ella era una buena mina. Es más, en la intimidad se consideraba una flor de mina. Era honesta, un poco frágil, inteligente y capaz de amar. Creció con el convencimiento de que era mejor ser buena persona que parecerlo, aún en contra de las evidencias que la vida le fue entregando para que aprendiera. Y ella no aprendió.
Su educación sentimental fue azarosa, incorrecta y titubeante, y sus resultados, claramente desparejos.
La presencia de su madre la incomodó desde que se supo mujer. No era culpa de su madre, nunca lo fue. Era su responsabilidad haber entrado en una carrera en la cual siempre iba a perder. No era intención de su madre perjudicarla en su desarrollo femenino, al contrario, su preocupación siempre fue que ella consiguiera ser una buena chica.
Pero lo que a ella le incomodaba de su madre no era lo que hacía sino lo que era. Y su madre no podía dejar de ser esa presencia atractiva, femenina, rotunda y alegre que, se daba cuenta, gustaba a los hombres sin importar la edad.
Su madre disfrutaba de su atractivo, pero, que ella supiera, le era fiel a su padre. “La tilín-tilín” como la llamaba aun adulta su abuela, era inmanentemente mujer y eso era un milagro de la naturaleza que ella en su niñez admiró, en la adolescencia envidió y como mujer adulta aborreció.
Con la madurez todavía por estrenar, y habiendo terminado quinto año en la Bartolomé Mitre de Bahía Blanca, se decidió a estudiar Ciencias Económicas en Mar del Plata para poner algunos kilómetros con su madre y buscar su propia voz. No tuvo suerte.
Los fantasmas habitan muy adentro y el cambio de escenario solamente los transforma un poquito, les da una pátina de lejanía que se destruye tan rápidamente como un papel al fuego.
Debutó sexualmente con un compañero con el que estudiaba, y el acto le pareció una formalidad, una afirmación de su calidad femenina, y nada más. Lejos estaba ese acto sudoroso y apurado del hito que iniciaría su libertad, que marcaría un antes y un después.
Quería aprender a disfrutar del sexo, pero ¿cómo lo iba a hacer si no había aprendido aún a disfrutar de una relación?
Abandonó la carrera a los tres años, y estuvo trabajando como secretaria de una inmobiliaria un año y medio hasta que retomó los estudios en un Instituto de Diseño Gráfico recomendado por la chica que trabajaba en la librería de la esquina, pero se sintió incómoda, como si hubiera vuelto a un aula de su escuela secundaria.
Debía haber adivinado, a esa edad, que la vida no iba a ir por donde ella había pensado. Pero se dio cuenta de ello demasiado tarde, como casi todo el mundo.
Mar del Plata la había enamorado, pero quedaba demasiado cerca de Bahía y necesitaba poner aún más distancia con su madre y por eso decidió probar cómo sería la vida en Buenos Aires.
Dejó un marido apático y futbolero, y se llevó a su hija de tres años con ella. Le habían prometido un trabajo en una clínica. Una prima hermana de su madre, que era jefa de personal, había pensado en un puesto de secretaria.
Su madre viajó a Mar del Plata para intentar hacerle desistir de esa decisión. Le dijo que no era fácil el cambio, que no tenía veinte años, que si ella fuera sola no se iba a oponer, pero no era lo mismo sola que con una hija que mantener.
Que mantener, siguió, y eso le dolió más que nada. Sabía que la escena que montó no tenía que ver con esa frase, que era el resultado del fantasma que la habitaba desde la menstruación, pero no pudo evitarla. Dañó todo lo que pudo a su madre con las palabras más inadecuadas. Su cara se transformó en una máscara de desprecio y consiguió que ella se fuera.
Después, y para dejar de parecerse tanto a ella, comparación que siempre la había molestado, se metió en el baño y con una tijerita de uñas se cortó pacientemente el pelo hasta conseguir una triste melena que al rato desapareció con una Trac II.
Su cabeza blanca y rapada era repulsiva y ella se sentía con ánimo de ser repulsiva. No buscaría la condescendencia, la honestidad ni el buen trato. Iba a dejar todo eso atrás, con el apático y “vos sabes cuanto te quiero” de su marido. Estaba preparada para ser un poco más salvaje.
Esa tarde un colectivo de Plusmar que hacía la ruta Mar del Plata-Bahía Blanca chocó de frente contra un camión y murieron siete pasajeros. Ella sufrió un ataque tardío de pánico y pensó que la vida no podía reproducir tan burdamente una trama literaria y hacer morir a su madre luego de una discusión, tal vez de la primera discusión en serio para las dos, no, hacerla morir no, para cargarla de culpas por el resto de sus años.
El alivio que le trajo la noticia de que su madre no iba en ese colectivo ni en ningún otro, y que se había quedado en un hotelito a tres cuadras, la hizo reflexionar un poco más en lo que había pasado y consintió en que ella la acompañara los primeros tiempos en Buenos Aires.
Cuando se fueron a acostar, le dijo que lamentaba lo del pelo, pero su madre la alentó con una frase de ocasión. Otra vez la condescendencia, pensó, pero al instante dejó de pensar, iba a ser salvaje pero con lo que mereciera serlo.
A la semana estaban instaladas en la casa de la prima de la madre, la que le preguntó, nomás verla, si le estaban haciendo rayos, por la cabeza afeitada.
Nada que ver, le contestó, pero secretamente se rió del efecto que causaba. No había pensado que su apariencia iba a ser un problema para el trabajo, pero ella le dijo que iba a ser ayudante de enfermera y que con el uniforme iba un gorrito, una especie de cofia que podía disimular un poco su falta de pelo.
Igual es por unos meses, hasta que crezca, apostilló su madre.
Esa mañana era su primer día en la clínica. Estaba dentro de unos de los consultorios, aprendiendo el orden de algunas cosas de los jóvenes médicos junto con una de las chicas y cuando salió cruzó una mirada con el vigilador alto que había visto al entrar. A ella todos le parecían milicos, pero éste parecía un poco fuera de lugar, como si hubiera mentido para conseguir este trabajo a la espera de otro mejor.
Él pareció sorprendido, como si la conociera de otro lado y ella vio en sus ojos una cualidad extraña, como la de alguien que está detrás de un vidrio espejado y se pregunta si del otro lado hay gente.
Siguió caminando por el pasillo con la chica y antes de doblar no pudo con el impulso de darse vuelta para mirarlo de nuevo. Vio que se llevaba la mano a la pistola y tosía.

3
El resto del turno fue confuso. Creyó verla, oírla en cada espacio que recorría, tosiendo y con la mano a centímetros del arma, hasta que el encargado le dijo que se fuera a su casa, que parecía enfermo. Él no se negó. Un compañero, Navarro, le dio una palmada en el hombro y le dijo sonriendo que dejara de salir tanto de joda. Él también sonrió, pero su sonrisa lucía apenada y servil. Se cambió en el vestuario y dejó el uniforme en la taquilla. Sacó un cigarrillo del paquete que guardaba allí y lo fumó en calzoncillos, sentado en el banco. Miraba el humo que se perdía por el ventiluz pero su mente seguía sin arrancar. Se sentía sin fuerzas, estático y hasta las decisiones mecánicas le parecían un esfuerzo innecesario.
Esa mañana no había vuelto a verla, pero era como si hubiera estado todo el tiempo frente a sus ojos. Se había dado cuenta tarde de que ella lo había mirado, y que también había dado vuelta su cabeza para volver a mirarlo cuando se iba. Era una muestra notoria de interés, pero él la consideró nada más que interés profesional, el tipo de curiosidad que a cualquier persona le produce otra con una conducta inesperada. Es como esa gente que se congrega frente a un edificio antes de que el suicida salte desde la terraza. Están esperando la muerte, el cuerpo destrozado y seguramente se decepcionarían si primara la cordura y el hombre se salvara.
Esa noche durmió gracias a una botella de vino tinto que tenía abierta en la heladera y al día siguiente no fue a trabajar. Suponía que iban a entender que estaba enfermo. El encargado lo mandó a su casa, él no se lo había pedido. Resuelto eso, se dedicó a lidiar con el recuerdo de ella.
Se quedó en su casa tres días, y salió apenas para ir al supermercado a comprar algo de comida.
Intentaba dormir la mayor parte del día y de la noche, porque cuando se encontraba despierto o desvelado, su mente trabajaba en forma independiente, dando vueltas alrededor de esa mujer, aceptando y aborreciendo esa pelusa que no llegaba a ser pelo, los ojos, el perfume dulce, su pequeño rostro al darse la vuelta. Se autoexigía una definición que, él lo sabía bien, iba a resultar imposible.
Sus temores, sus fobias, sus desgracias, estaban todas juntas y lo estaban empujando hacia algo desconocido que él temía más por esa cualidad que por lo que pudiera ser en sí mismo.
Llegó el fin de semana y fue a ver una obra de teatro gratis en el hall del Teatro San Martín. Sentado en la alfombra, entre gente entusiasta a la cual él se había desacostumbrado, se sintió tranquilo.
No entendió demasiado la trama, ni la necesidad de invertir los roles entre los hombres y las mujeres que parecía ser el tema de la obra pero le bastó estar allí para darse el alta. Mientras caminaba hacia su departamento, se convencía de que la crisis había terminado. El lunes volvería a trabajar. Estaba preparado para seguir con su vida, a pesar de ella y su pelo corto, o tal vez con ella y con su pelo corto.

4
No fue a trabajar ni el lunes ni el martes, porque desde la tibieza de las sábanas consideró que aún no estaba en condiciones de enfrentarse a lo que aún no podía imaginar.
Le resultaba cómodo mantenerse en su departamento, ordenando cosas inútiles para no pensar. Sacó todos los fósforos de la caja de la cocina y los alineó en la mesa, uno al lado de otro, como íes infinitas. Luego hizo un caracol, una serpiente, cuadros y triángulos. Le gustó un triángulo doble perfectamente simétrico y lo dejó sobre la mesa, total podía comer sentado en el sillón o de pie en la cocina.
Luego buscó papelitos, boletos de colectivo, volantes de publicidad, tiras de cajas registradoras, post-it olvidados, cosas de esas y compuso un collage en la esquina más alejada del living.
Mientras lo hacía levantaba la vista y podía ver por un hueco el cruce de su calle con la avenida. Los autos pasaban más rápido a la mañana que al mediodía. Se quedó cerca de cuatro horas contando frecuencias de colectivo, identificándolos por el color. Le gustó el collage y también lo dejó. Le pareció alegre, y le hizo acordar a las cosas que hacía cuando lo mandaban a la Escuela Municipal de Artes allá en Pujato.
El martes a la noche se compró dos botellas de vino y se las tomó despacio, mientras hacía papel picado con unos Clarín viejos que había amontonado en el bidet. Cuando tuvo una bolsa lo suficientemente llena, salió a la ventana y la tiró, lentamente, mientras saludaba imaginariamente a una multitud que lo ovacionaba a la distancia.
Los papelitos se fueron enganchando en las copas de los árboles, en los cables de teléfono, depositándose finalmente en el suelo, formando un nuevo estrato de basura en la ciudad, basura que se fue transformando hasta confundirse con la calle.
Consiguió dormir bien y el miércoles se levantó a una hora prudente, antes de las once, para llegar a tiempo al inicio de su turno, a las dos de la tarde. Se afeitó con cuidado, pero no pudo evitar hacerse un pequeño corte al borde derecho de la boca. Le quedó un punto oscuro.
Fue caminando al trabajo y aunque todavía tenía una leve resaca por el vino de la noche anterior, sentía que esa pequeña alteración en su estado de ánimo lo iba a ayudar a pasar el día.
Se presentó en la casilla de la guardia y Silva, que estaba de turno, se sorprendió al verlo.
–¿A vos no te habían despedido? –le dijo, a modo de saludo.
–No, dijo él, sin comprender la pregunta, mientras iba a los vestuarios a cambiarse.
Se estaba sacando el pantalón cuando entró Berlanga, el encargado y le dijo que no podía estar allí porque ya no pertenecía más a la empresa.
–¿Que pasó? –preguntó, sorprendido.
–Te despidieron macho, si hace una semana que no venís a laburar.
–Pero vos sabías que estaba enfermo, si hasta me dijiste que me fuera a mi casa.
–Sí, pero las cosas no son así, tenías que haber justificado la falta con un certificado médico.
–No tengo, además nadie me avisó.
–Me dijeron que te mandaron dos telegramas para que volvieras al trabajo.
–Yo no recibí ningún telegrama.
–Qué sé yo, macho, eso me dicen de Central, yo no te puedo dejar entrar a laburar, me cagan a mí también.
–Está bien, está bien, no te voy a traer quilombo a vos, pero ¿ahora qué mierda hago?
–Y qué sé yo, hacele un juicio, no sé…
–Pero no tengo abogado, ¿no puedo hablar con alguien?
–Acá no, si querés ir a Central allá está el negro Ruiz, el delegado, por ahí te da una mano. Decile que te mando yo.
Berlanga encendió un cigarrillo y lo miró, aburrido, ponerse la ropa de nuevo.
–Bueno, me voy entonces.
– Cualquier cosa…
–Sí, gracias.
Salió a la calle y se paró en la vereda, sin saber adónde ir. Creyó ver detrás de una de las puertas de vidrio a la mujer de pelo corto.
Fue un fugaz destello, casi como si una leve cortina se corriera sobre el universo, tanto que no pudo precisar si había ocurrido o era el reflejo de un recuerdo que había quedado en su mente.
Caminó hacia la esquina. Quería alejarse de allí porque se estaba dando cuenta de lo que pasaba y había comenzado a sentirse un poco inquieto.
Ella, mientras tanto, se examinaba el largo de sus cabellos frente al espejo del baño de mujeres, en una costumbre que había ido adquiriendo en esos días. Ya no tenía imagen de enferma, y en unas semanas hasta podría volver a sentirse una mujer atractiva.
En dos o tres meses más iba a tener una melenita de lo más linda. Además, su hija estaba contenta con el cambio. Le gustaba Buenos Aires y aún más que la abuela estuviera viviendo con ellas. La llevaba a la escuela y la iba a buscar. Después comían juntas y salían a pasear por el barrio o a dar vueltas por algún shopping. Estaban lejos de su papá, pero gracias al teléfono se dieron cuenta de que esa ausencia no era tan profunda. Los miedos habían dejado lugar a módicas certezas.
Ella no sabía bien cuánto iba a durar la armonía, aunque sabía que iba a tener que disminuir el grado de su resentimiento con su madre porque habían pasado a otra fase de la relación. Iba a ser bueno dejar de hurgar en la historia de las dos, para vivir mejor las tres.
La noche anterior, después de bañarse y mientras le secaba el pelo, su hija le había preguntado si se había dado cuenta de que con la abuela eran un equipo, un equipo de mujeres.
La amó por eso y después durmieron abrazadas.

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