Arturo Barea - "Bajo la piel (una historia de tiempos futuros)"

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Novelista, cuentista y ensayista pacense. Abandonó España tras la Guerra Civil y su trilogía autobiográfica "La forja de un rebelde" (publicada en inglés entre 1941 y 1946 y en español en 1951) está considerada una de las grandes obras de la literatura del exilio español. Todos sus libros (excepto el volumen de cuentos "Valor y miedo" de 1938) fueron publicados primero en inglés y más tarde en castellano.
Este cuento pertenece al volumen "El centro de la pista" publicado en 1960 tras su muerte en el que la periodista Ílse Kulcsar (esposa de Barea) recogió varios cuentos inéditos que Arturo había ido escribiendo a lo largo de su vida.
Cuando Smilton llegó a casa, el techo luminoso de la sala daba sólo un levísimo resplandor crepuscular; lo que en realidad iluminaba la habitación eran los reflejos de la pared del fondo, que era, a la vez, la pantalla del estereofono. Smilton, a pesar de su tensión interna, se detuvo por un momento en el umbral y miró, fascinado, la danza de destellos rojo, blanco y azul sobre la encendida pared.
El estereofono, con su ilusión de profundidad, convertía el cuadrado de la habitación en un pasaje infinito que se extendía en el espacio, un tercio de su extensión, sombra y quietud, dos tercios, luz y movimiento, el todo lleno de música. May estaba en medio del quieto lago de sombra, casi oculta por el respaldo de su asiento. Sintió su presencia y volvió la cabeza hacia él. Al tomar su mano en las suyas, Smilton la encontró húmeda, palpitando de fiebre. Arrastró otro asiento junto al de ella y se reclinó en él, sin soltar sus dedos, sin atreverse a ajustar a placer los almohadones pneumáticos.
—Siempre lo mismo. No dan noticias —dijo May.
Tarde o temprano tienen que darlas. Por fuerza. Hay demasiados minores y... —tartamudeó un poco—, tú... tú sabes, el nuevo oficial, Frantz Hem, me llamó hace un rato al laboratorio. Quería saber dónde podía encontrar a Miria.
May se sentó erecta con un respingo.
A mí también me hizo saltar. Naturalmente, le dije que tenía la menor idea de adonde había ido la muchacha. Y entonces me dijo con estas mismas palabras: «Una lástima que no ha podido usted retenerla, ahora nos sería muy útil. Es la única negra que conozco que entiende el viejo bantú, y ahora podría contarme qué es lo que están diciendo esos monos sucios del Programa Negro. Han recaído en su vieja jerga y no hay quien los entienda.» Parece que el Programa Negro ha estado emitiendo escenas de motines. Frantz está desesperado. El pobre idiota no tiene instrucciones y no consigue comunicación ni con Dakar, ni con Nueva York; todo el sistema está desarticulado. Ha ocurrido lo que yo pensaba... No estés tan tensa, May. No pueden tapar la cosa para siempre y tienen que resolver inmediatamente.
—Tensa, dices. Sí, lo estoy. Para ti es mucho más fácil en el laboratorio; tienes trabajo que hacer, ves gente. Pero yo no me atrevo a ver a nadie, ni a despegar los ojos del estéreo. Y no dejo de pensar un momento, no puedo —con un movimiento suave se deslizó a través de su asiento y se recostó pesadamente contra él—. Estoy asustada, Ken. ¿Crees que has tenido razón haciéndolo?
—«Hemos tenido», querrás decir —y sintió su cuerpo ponerse rígido.
—Sí, es verdad —murmuró—. He aceptado tu punto de vista de que era lo único que debía hacerse cuando mataron al pobre Bakuko. Pero ahora no estoy tan segura de que fuera acertado —dijo, elevando la voz.
—Estás nerviosa. Es lo que te pasa. Merecen una lección —dijo ligeramente, a sabiendas de que sus palabras no tenían sentido, porque su mente era exacta y honesta y era incapaz de mentirse a sí mismo. Pero May también era honesta a su manera. Ella le contestó:
—La cosa no es tan simple como tú la pintas.
—Ya lo sé.
—Puedes creer que lo sabes, pero la realidad es que no lo entiendes, Ken. Para ti, Miria ha dejado de existir, pero está aquí, aquí, bajo mi piel. Tú nunca has sido un negro. Yo aún lo soy.
—Claro que lo eres, y bien está que lo seas. Esto —tocó su cabello castaño rojizo— y esto —tocó su hombro blanco ligeramente dorado— no eres tú. Siempre lo he sabido y nunca lo he olvidado. Precisamente por esta razón pensé que hacías bien cuando me ayudaste en el laboratorio. Fue una decisión justa. Si puedo llamarla así, una decisión negra.
—Sigues sin entenderlo, Ken. Yo tampoco lo entendía antes. Todo me parecía tan claro y simple. Habían matado a Bakuko, porque de alguna manera que nadie podía explicar, de la noche a la mañana, se había transformado de negro en blanco, y estas cosas no podían ocurrir, ni permitirse, si eran ellos los que iban a seguir reteniendo el poder. Pero esto debíamos haberlo previsto nosotros también. No es que yo te eche la culpa de nuestra ceguera. Y, desde luego, es verdad que a mí me matarían lo mismo que a Bakuko, si estuvieran enterados. ¿Qué son dos negros?... Pero —y siguió hablando como si fueran las sombras mismas las que emitieran su voz— tú has vuelto muchos miles de negros en blancos con Biotic 209. Y los van a matar a todos, a todos. Harán nuevas leyes, usarán la fuerza, no se detendrán en nada que sirva para evitar que nosotros nos volvamos del mismo color que ellos. Ken, ¡nos hemos equivocado!
Habían desaparecido de la pantalla las bailarinas vestidas de rojo, blanco y amarillo y en una procesión lenta desfilaban paisajes de suaves verdes al compás de una dulce melodía.
—Al fin y al cabo, Ken, hemos tenido más de cien años de paz. Hablo de nosotros, los negros. Nunca hemos tenido los mismos derechos que vosotros, pero, ¿qué importa? Tenemos nuestras comunidades y nuestras leyes, nuestra propia belleza y alegría de vivir. Podemos aprender lo mismo que vosotros aprendéis, vivir como vosotros vivís, si así lo queremos. Si somos inteligentes, podemos hasta trabajar junto con vosotros, como cuando yo era tu ayudante. Y así, ¿qué importaba que ellos en su, llamémoslo prejuicio de raza o autodefensa eugéníca, decretaran que dos enamorados, blanco y negro, no podían casarse y tener hijos? Al fin y al cabo, no convirtieron en crimen el que se acostaran juntos o el que se enamoraran. No hay mucha gente que precise más para ser felices. Y ¿qué diferencia hay en que ninguno de nosotros pueda sentarse en el Consejo Intercontinental o en la dirección de una central de energía? Tampoco hay muchos blancos que lleguen a ello. Y estamos libres de miedo, de ignorancia, de hambre, de miserias.
—Sí, bajo condiciones, lo que significa que..., no, ¡no tiene importancia! Nunca podía imaginar, Miria, que te volvieras partidaria de las cosas como eran.
Exclamó atropelladamente:
—Pero, ¿es que no te das cuenta de lo que va a pasar? Lo que has hecho, le da al Consejo Supremo la justificación perfecta para volver a esclavizar a los negros en castigo de su rebelión. Si nosotros, ellos..., no, ¡quiero decir nosotros!..., volvemos a ser esclavos, no tienen por qué tener miedo de que un esclavo transformado en blanco pueda dominar sobre ellos. Porque mientras la separación no se haga absoluta por esclavitud, ellos mismos no pueden estar seguros de su propio color: ¡piénsalo! No saben qué es lo que transmuta la piel, sólo saben que está ocurriendo aquí y allá.
—Eso es precisamente lo que yo quiero —dijo Ken en voz baja.
—Oh, sí, ya lo sé, hay muchos blancos, tal vez la mayoría, que odian las leyes raciales tanto como tú. Pero no harán nada por salvarnos si el consejo decreta la separación y la esclavitud. Se sentirán impotentes e inseguros. Hasta aliviados secretamente de que las cosas se arreglen sin que nada les pueda pasar a ellos. Después, está el lado nuestro. Los negros se defenderán. Volverán las guerras, las sucias guerras, como las del siglo XX. ¡Es tan fácil dejar suelta a la bestia que llevamos dentro! Está aquí en nosotros, en vosotros, no sólo en los libros de historia. Y somos más, muchos más, los hombres de color que vosotros los blancos. Hasta podría pasar que surgiera un imperio negro y fuerais vosotros los derrotados y los esclavos. Quiero decir nosotros... ¡Oh!, no sé lo que quiero decir, ni lo que soy ya. Ken, ¿no entiendes lo que hemos hecho?
—Lo que entiendo es que deberíamos ver qué hay en el Programa Negro.
Smilton hizo girar el mando en el cuadro de control del estéreo, tan rápidamente que el revuelo de ráfagas de color y la cacofonía estridente no duró más que un instante, hasta que la pared se convirtió de pronto en una amplia plaza inundada de luz, desbordante de gentes frenéticas y delirantes —negros—, que formaban en procesión y de pronto se dispersaban bajo el impacto de una explosión cuya luz rebotaba en la sala. May gritó:
—¡Están matándolos en Dakar, nos están matando, a todos, a todos!
Smilton cortó la emisión y la sala quedó en penumbra, iluminada sólo por el tenue fulgor del techo. La cara de May era una máscara ceniza de miedo, su boca abierta para otro grito. Smilton la abofeteó. Se dejó caer hacia atrás en el asiento y comenzó a sollozar.
Tras un corto intervalo él tomó su cabeza entre las manos:
—Mírame a la cara. Te has dejado llevar de la histeria. Basta ya. May —Miria—, no puedes escapar de ti misma así. Lo sabes perfectamente. Murmuró ella:
—¿Por qué? ¿Porque tengo una mente entrenada científicamente? Tienes razón, Ken, perdóname. Pon el Programa Blanco, es hora de las noticias.
Desde el punto más distante del espacio se proyectaban ondulando hacia ellos anillos de brillantes colores que se fundían y alineaban hasta formar un arco iris en la pantalla. El noticiario daba comienzo. Las primeras noticias, noticias de todos los días, se sucedían una a otra.
—Nada, nada —repetía May monótona. Cuando lo repitió una vez más, la visión del campo de deportes y de la multitud entusiasta desapareció. En silencio, sobre un fondo blanco, se erguía un hombre que parecía estar en la misma sala frente a ellos. Sin un preámbulo comenzó a leer un pliego de papel:
«El Director del Consejo Intercontinental de Salud Pública anuncia que entre las poblaciones negras de América, África y Europa se han producido casos de una enfermedad cutánea de tipo desconocido y al parecer infecciosa. La hospitalización de las personas afectadas se declara obligatoria. Desgraciadamente, muchos casos producen la muerte del enfermo y se ha dispuesto el aislamiento más riguroso en salas especiales. En vista de algunas explosiones injustificadas de miedo, se han tomado medidas para el mantenimiento del orden público.»
El noticiario terminó aquí con una brusquedad inusitada. Smilton comenzó inmediatamente a sintonizar con el Programa Negro, esta vez con dificultad; al fin, sobre la pared apareció una escena en blanco y negro, en dos dimensiones, fantasmagórica, como las viejas emisiones de hacía siglo y medio. Volvieron a aparecer multitudes vociferadoras, gesticulantes, pero su tumulto estaba dominado por la voz de un locutor invisible. De vez en cuando la visión y el sonido se distorsionaban como bajo una tormenta. En sentencias truncadas, May traducía:
—... Consejo sólo para los blancos..., mentiras..., epidemia..., uso de eutanasia en las salas de aislamiento es asesinato..., no entregarán a los de su propia raza..., cientos de víctimas en el distrito negro de Jersey..., hacen un llamamiento a vosotros..., responsable para todo...
Se interrumpió la emisión, y la pared apareció sombría y vacía. May repitió:
—¡Responsable para todo!
Cuando él oyó la inflexión de su voz subir de tono, se levantó y se dirigió al conmutador de la luz. Lo hizo girar completamente y la luz blanca y fría disipó las sombras de la habitación. Era un cuarto pequeño, limpio y fresco, y por un solo momento lleno de silencio.
Ken hizo un movimiento brusco:
—Esto no puede seguir así. ¿Quieres una tableta para dormir?
—No.
—Claro que no. Tonto de mí ofrecértela. Pero los dos necesitamos algo. Espera un momento.
Salió y volvió con dos vasos:
—No me gusta recurrir a estas cosas, pero hoy puede ser una ayuda. Bébete esto, May. Nos dejará hablar y pensar sin emocionarnos.
—Pero no quiero suprimir mis emociones. Sería una mentira.
—Las emociones también mienten, y ¡cómo! —replicó Smilton secamente—. No hagas las cosas más difíciles de lo que son, es decir, mi responsabilidad.
May se quedó mirándole y dijo despacio:
—No había pensado que, desde luego, tú debes de estar más cerca de estañar que yo, porque tienes que contenerte forzosamente. Sí, debemos hablar.
Ella misma redujo la luz del techo hasta hacerla de nuevo crepuscular, pero un poco más fuerte que antes, menos fantasmal. Apuraron el líquido verde de los vasos y escogieron un asiento en el que cabían ambos.
—Antes de que se vayan las emociones —dijo May, y le besó.
En el sopor que comenzaba a envolverlos, empezaron a hablar, sin prisa, sin miedos, como si estuvieran viendo sus propios pensamientos al través de un limpio cristal. Dijo ella:
—Dime, Ken, cuando hiciste tu primer experimento con Biotic 209 y con Bakuko como conejo de Indias, ¿lo hiciste porque tenías miedo de perderme o porque querías hacer algo nuevo, algo que nunca se había hecho? ¿Estabas enamorado de mí o yo no era más que una justificación para tu conciencia? Muchas veces he pensado en ello.
—No lo sé. Yo también lo he pensado a veces. Cuando me hicieron director de los laboratorios del Sahara, sabía que no podía continuar teniéndote..., teniendo a una negra como querida. Perdería el puesto y la posibilidad de seguir mi trabajo, que era mi ilusión. Estaba furioso. Y tampoco quería perderte, sino tenerte conmigo. Odiaba intensamente el sistema que hacía todo esto imposible, pero no sabía qué hacer. Fue entonces cuando tú dijiste que mejor era romper y separarnos inmediatamente, ya que no podía convertir una negra en blanca. Esta observación tuya fue lo que me lanzó. Era un desafío. Al fin y al cabo soy el primer biólogo que hoy existe. Había cambiado los genes de plantas, el color de flores, la piel de animales. Hace ya ciento cuarenta años que otro biólogo, Muller, había transmutado moscas sometiéndolas a los rayos X y había producido albinos. Era tiempo de que alguien tratara de dar un paso más hacia adelante.
—Entonces, yo fui el paso lógico. ¿O lo fue el pobre Bakuko?
—Sí, lo fuiste tú. Pero tú eras tú, y yo no quería perderte.
—Y ¿fue por eso por lo que me cambiaste en otra persona distinta?
—Ah, ya veo que te duele eso. Y tu resentimiento estaba detrás de tu histerismo de hace poco... Pero, si sientes así, ¿por qué aceptaste tu transmutación tan pronto como Biotic 209 obró en Bakuko? ¿Fue porque querías convertirte en una blanca? Esta idea me ha perseguido a veces.
—No lo sé. Más que nada fue por ti, pero no sólo por ti. Cuando aceptaste el nombramiento sin pena alguna, a pesar de saber que significaba nuestra separación, me sentí herida. Era una prueba de que yo no era nada para ti, sólo una muchacha negra que era buena en la cama y una buena ayudante en el laboratorio.
—Eso no es verdad, no lo ha sido nunca. No como tú lo pintas.
—Pero no puedes pretender que entonces estabas enamorado de mí. Ahora sí, ¿no? No, no respondas, déjame terminar, ahora nada me hiere. Ken, yo estaba enamorada de ti, pero al mismo tiempo odiaba vuestra superioridad. Así, cuando me contaste tu plan dije, desde luego, que sí. Quería derrotar a las mujeres blancas en su propio campo y demostrarte a ti que yo valía más que ninguna de ellas, una vez que tuviera su misma pigmentación, su misma piel. Y hasta me divertí con la idea de serte infiel más tarde con un negro. Nunca tuve la tentación después, estaba demasiado absorta tratando de averiguar cuáles eran tus sentimientos hacia mí, aunque nunca he llegado a averiguarlo realmente. Ken, cuando me dejaste que me mirara en el espejo, que viera mi propia carne tan cambiada bajo una piel blanca, temí que nunca más me quisieras. Después tuve la sensación de que comenzabas a amarme. Y me amas, Ken. ¿Es porque ahora soy blanca? Dímelo.
—Miria, antes de que despertaras de la crisis, mientras el cuarto estaba aún en la oscuridad, me pregunté yo mismo por qué había sido tan estúpido que había cambiado una muchacha negra, maravillosa, en una mujer blanca artificial. Sí, tenía miedo de que me iba a disgustar tu nuevo olor, el contacto de tu nueva piel. Abrí entonces las ventanas y tú te despertaste; y eras tú, diferente, pero tú. Me acometió entonces el deseo hondo de poseerte, de destrozar la barrera entre nosotros. Por completo, como jamás humano lo logró. Esto fue lo que me pasó. Ya no existía la barrera de tu piel, tenía que romper las barreras de tu mente. ¿Tú crees que es esto lo que tú siempre llamas amor? Es una palabra muy grande y traicionera.
—Ken, ¿nos recordaremos de lo que estamos diciendo ahora cuando pase el efecto de la droga? ¡Quisiera que fuera así!
—Tal vez, pero de todos modos lo hemos dicho, y esto es bueno para nosotros; al menos eso dicen los neurólogos. No importa. Quiero hablar; hace mucho que no me desahogo. Te siento siempre tan remota.
—Tenía miedo.
—Miedo... Creo, en verdad, que lo que he hecho eliminará un miedo más en el mundo. La cosa ha crecido y es mucho más importante que tú o yo, o que los dos juntos. Cuando puse el Bio–tic 209 en el primer cargamento de conservas de fruta del Sahara de que pude disponer, no pensé en ello. Lo hice simplemente porque estaba desesperado pensando que tu actitud extraña acabaría por descubrirte, y entonces te matarían como mataron a Bakuko. Mi idea fue que los casos de transmutación debían ocurrir en todas partes; aquí, allá, en el mundo entero, en los sitios más extraños; que nadie pudiera pensar que las plantaciones del Sahara tenían que ver con ello. Al menos, esto fue lo primero que pensé. También quería que tuvieras compañía; yo te había robado de tu comunidad, de tu raza, de tus raíces. Estabas terriblemente sola en el mundo. También creo, espero, que en lo hondo de mí quería destruir las grandes barreras entre los diferentes grupos de hombres; que pudieran ser y obrar como simples seres humanos. Todos.
—Los blancos harán esas barreras más altas aún, Ken. Lo que hiciste por nosotros, o por tu idealismo, si lo prefieres, conducirá al terror, Ken. Tus experimentos han causado ya la muerte de cientos.
Smilton contestó con una calma desapasionada, pareja de la de ella:
—No. No creo que haya más terror ni más muertos. No pueden seguir matando. Escucha, Miria. En cuanto me di cuenta de lo que intentaban hacer comencé a trabajar furiosamente. Un paso más allá del Biotic 209. Desde hace ya cuatro semanas, cada cargamento que sale de los almacenes del Sahara —y ¡no olvides que proveemos al mundo entero!— ha sido tratado con Biotic 210. Y a estas horas, miles y miles de negros y blancos, y blancos, ¿oyes?, se han transmutado. Y cada día habrá más. Ser blanco o ser negro no quiere ya decir nada. Ah, sí, en el Consejo Supremo no sabrán qué hacer, pero tendrán que hacer algo. Será hoy, mañana, pasado mañana, el otro...
Entraba en la segunda fase de los efectos de la droga, un estado de trance embriagador, en el que las visiones asaltaban su mente como batallones de nubes brillantes de sol.
—La Constitución Racial se desmorona en pedazos. Hemos estado viviendo en un mundo estancado, cuyas aguas ahora comienzan a correr. Tendremos que aprender de nuevo a vivir, a vivir con nuestro yo, el real, el que vive bajo la piel, y a vivir con los otros sin las viejas barreras, y empezar a ser...
Las palabras perdían su forma y su significado. Se levantó, se acercó a la pared de la derecha y oprimió un botón.
La pared se volvió transparente, y ya no hubo más barrera visible entre los dos seres quietos en la habitación silenciosa y la llanura sin fin que fue desierto, húmeda bajo los arqueados surtidores con cuyos diamantes de agua jugaba la luna africana, majestuosa en el cielo luminoso.
Miraban el juego de luz y sombras bajo la brisa, quietamente reclinados, muy juntos los cuerpos. Y así se hundieron en la paz del sueño.

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