Anaïs Nin - "La intemporalidad perdida"

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Cuentista y novelista francesa (de ascendencia cubano-española y de nacionalidad estadounidense la mayor parte de su vida). Además, a lo largo de su vida fue publicando sus memorias escritas en forma de diarios y de los que se publicaron siete volúmenes. Sus orígenes están en el surrealismo y las vanguardias de principios del siglo XX aunque es muy conocida como autora de literatura erótica, género que cultivó por encargo y para pagar facturas. De algunos de sus diarios, su obra más conocida, existen dos versiones: las primeras ediciones que estaban censuradas por estar aún vivos en la fecha de la publicación muchas de las personas mencionadas en ellos y las ediciones revisadas, aquellas en las que, tras el fallecimiemitno de las personas mencionadas, iban publicándose ya sin censura.
Este cuento pertenece al volumen "La intemporalidad perdida" que recoge cuentos escritos entre 1929 y 1930 y que ella calificó de "tempranos e inmaduros", relatos que intentó publicar en diferentes revistas y que fueron rechazados. El conjunto de relatos, junto a otras obras de la misma etapa, terminaron almacenados en una biblioteca universitaria durante décadas y finalemnte fueron publicados en 1977 poco antes de su fallecimiento.
La versión es la de Raquel Marqués García.


Era la invitación de siempre a pasar el fin de semana de siempre con la gente de siempre y su marido de siempre. ¿Por qué tenían que ser los amigos del «gran escritor» Alain Roussel quienes los invitaran, en lugar del propio Alain Roussel?
Además, llovía.
Lo primero que dijo la señora Farinole fue:
—No ha caído una gota en todo el verano. ¡Qué pena que llueva justo hoy! Os será imposible imaginar lo maravilloso que puede llegar a ser este lugar.
—Oh, no, no me cuesta nada imaginarlo —respondió ella, y miró alrededor.
Contempló los montes, los pinos, el mar, que componían un marco incomparable, formando un rincón acogedor a resguardo del viento. Entonces imaginó una gigantesca ráfaga de viento que lo barría todo, y a la señora Farinole, que decía: «Lo siento muchísimo, nuestra casa ha salido volando, y no puedo invitaros a que paséis la noche. Tendré que llamar al carpintero. Debe solucionarlo cuanto antes».
Y entonces Alain Roussel pasaría casualmente por allí en busca de material, con una red de pescar cangrejos. Al verla en el camino, le diría: «¿Quiere venir conmigo? Podemos pasar el fin de semana en aquel barco de pesca que hay en la playa. Es un sitio magnífico». (Emplearía otra palabra, una mejor que magnífico, pero en aquel momento no se le ocurría ninguna).
Su marido diría: «Espere un momento. Voy a buscar su impermeable. Es propensa a la neuritis».
—Aquella es la casa de Roussel —indicó la señora Farinole—. Ha pintado la puerta de verde turquesa. No tardará en ponerse gris debido a la brisa del mar.
—¿Habéis leído todos sus libros? —preguntó ella.
—Los leeremos —contestó el señor Farinole—. ¿Sabes que los tres últimos los escribió aquí?
—Y encima, mientras le arreglaban la casa —intervino la señora Farinole—. No sé cómo pudo.
—Y la cocinera enfermó. La casa era un caos —agregó el señor Farinole.
—Le publicaron un texto muy excepcional para una revista —apuntó ella.
—Todo él es muy excepcional —recalcó el señor Farinole—. ¿Nunca os han contado cómo reparó su coche solo, después de que el mecánico no pudiera dar con el problema?
—Y esta es nuestra casa —anunció la señora Farinole—. Henry, enséñales la glicinia testaruda.
Se detuvieron delante de la puerta.
—¿Veis esa glicinia? Era una planta testaruda. Durante dos años se empeñó en crecer hacia la izquierda, pero al final conseguí que creciera hacia la derecha, por encima de la puerta, donde yo quería. Mientras su marido contaba esta historia, la señora Farinole resplandecía de orgullo.
—Así es Henry: de una tenacidad maravillosa.
—¿Crees que a mí también podría hacerme crecer hacia la derecha? —preguntó ella—. Quiero de verdad crecer hacia la derecha y por encima de la puerta, pero me resulta imposible.
—Tienes sangre irlandesa, ¿verdad? —preguntó el señor Farinole con una carcajada.
—No, ¿por qué?
—Siempre que Henry dice algo gracioso, preguntamos: «Tienes sangre irlandesa, ¿verdad?».
—¿En serio?
—Y él siempre contesta: «¡Y algo de escocés también!» —prosiguió la señora Farinole—. Ahora ya conocéis la broma de la casa.
—Es muy graciosa —repuso ella.
Estuvo un rato sin oír el resto de la conversación. Pensaba que le gustaría preguntar a Roussel qué pretendía decir con «razonamiento intuitivo». «Con razonamiento intuitivo —pensó— podrían hacerme crecer hacia la derecha y por encima de la puerta, pero solo con razonamiento, no».
Fueron hasta el final del jardín.
—¿Qué es eso? ¿Una barca? ¿Una barca en este jardín?
—Te la enseñaré —dijo el señor Farinole—. Ya estaba aquí cuando nos mudamos. Es una antigua barca de pesca normanda, que usamos como caseta de las herramientas. Mira: es negra porque le aplicaron alquitrán para protegerla. ¿Has visto qué forma tiene? Parece tan profunda, tan ancha, tan acogedora, tan segura...
—¿Puedo verla por dentro? ¿Puedo?
—Una vez vinieron unos invitados que tenían un niño y pusimos una cama en la barca para él. Se empeñó en dormir aquí. ¡Estaba loco de contento!
Dentro olía a alquitrán. Había una cama, unos cuantos baúles viejos, herramientas de jardín, tiestos, semillas y bulbos. Dos ventanucos cuadrados flanqueaban la puerta. El techo era achaparrado e inclinado.
—Oh, ¡a mí también me encantaría dormir aquí! —exclamó ella.
—¿Tienes sangre irlandesa? —le preguntó la señora Farinole.
—Acuérdate de tu neuritis —dijo su marido.
—Henry está más que orgulloso de esta barca —declaró la señora Farinole.
—Está sonando la campanilla, es la hora de cenar —repuso él, evasivo y modesto.

Todo fue mucho más fácil a partir de que supo de la existencia de aquella barca, más fácil saltar con vivacidad de un tema a otro, aunque cuidándose siempre de no sobrepasar cierto grado de moderación.
La barca esperaba en el oscuro jardín, al final del caminito estrecho; la barca, con su puerta pequeña y torcida, sus ventanucos diminutos, su tejado a dos aguas, su olor acre de brea; aquella vieja barca que había viajado tan lejos, ahora varada en un jardín oscuro y tranquilo.
El ambiente en la biblioteca de los Farinole rebosaba risas. No debía dejar de reír. Su marido había dicho: «Los Farinole tienen un sentido del humor de lo más encantador». No había nada que hacer.

La hora de dormir.
Los Farinole no creían que iba en serio lo de dormir en la barca hasta que ella llevaba medio sendero recorrido con el camisón bajo el brazo.
—¡Espera! ¡Espera! —gritaron entonces—. Te acompañamos.
—Ya conozco el camino —respondió ella, corriendo más deprisa.
—Necesitarás una vela.
—Da igual, hay media franja de luna, es suficiente.
Gritaron algo más, pero ella ya no los oyó.
Caminó alrededor de la barca. Estaba amarrada a un árbol viejo. Desató la soga mohosa.
—Y ahora, desaparezco —dijo mientras se metía en la barca y cerraba la puerta tras de sí.
Se asomó por un ventanuco.
Una nube cubría la luna creciente.
Una ráfaga de viento atravesó el jardín.
Se sentó en la cama y gritó:
—¡De veras que quiero marcharme! Me gustaría no volver a ver a los Farinole nunca más. Me gustaría poder pensar en voz alta, no siempre en susurros secretos. —Oyó el sonido del agua—. Tiene que haber un viaje del que se regrese cambiado para siempre. Tiene que haber muchos modos de empezar una vida desde cero si se ha tenido un mal comienzo. No, no quiero empezar de cero. Quiero mantenerme alejada de todo lo que he visto hasta ahora. Ya sé que no sirve de nada, que yo no sirvo de nada, que hay un error gigante en alguna parte. Estoy cansada de buscar una filosofía que concuerde conmigo y con mi mundo. Quiero encontrar un mundo que concuerde conmigo y con mi filosofía. Seguro que en esta barca podría alejarme de este mundo y navegar por un río extraño y sabio y llegar a lugares extraños y sabios...

Por la mañana, la barca ya no estaba en el jardín.
Su marido regresó a casa en el tren de las 14.25 para hablar del problema con su socio.

La barca navegaba por un río oscuro.
El río no tenía fin.
En las riberas había muchos sitios donde desembarcar, pero todos le parecían muy ordinarios.
Roussel tenía una casa en la orilla. Cuando hizo ademán de bajar a visitarlo, él le preguntó: —¿Me admiras?
—Adoro tu obra —respondió ella.
—¿Y la de nadie más?
—Me gustan la poesía de Curran y las críticas de Josiam.
—No te detengas aquí —dijo Roussel.
Y vio que estaba rodeado de adoradores extáticos, de modo que empujó la barca hacia la corriente.
Un día vio a su marido en la orilla. Le hacía señales.
—¿Cuándo volverás a casa?
—¿Qué vas a hacer esta noche? —le preguntó ella.
—Cenar con los Park.
—Eso no es un destino —replicó ella.
—¿Adónde te diriges? —gritó él.
—A algo grande —contestó ella mientras se alejaba.
Aparecieron otras costas tranquilas. No había nada espléndido ni maravilloso que ver en ellas. Casitas por todas partes. De vez en cuando, botes atados a estacas. La gente daba paseos cortos en ellos.
—¿Adónde vais? —les preguntó ella.
—A descansar de la vida cotidiana —dijeron—. Salimos unas horas solo para fantasear un poco.
—Pero ¿adónde vais?
—Dentro de un rato, a casa.
—¿No hay nada mejor más adelante?
—Qué testaruda eres —le dijeron con frialdad.
Ella reanudó la navegación.
En el río, unos días eran soleados y otros brumosos, como en todos los ríos. En ocasiones había magia: momentos de extraña quietud en los que sentía la misma exaltación intensa que experimentara la primera noche que pasó en la barca, como si por fin estuviera navegando en una vida inefable.
Miró por el ventanuco. La barca se movía muy despacio y no iba a ninguna parte. Empezó a impacientarse.
En las orillas vio a todos sus amigos. La llamaron con tono alegre pero formal. Se dio cuenta de que estaban dolidos. «No me extraña —pensó—. Deben de haberme enviado muchas invitaciones y no les he contestado».
Entonces volvió a pasar frente a la casa de Roussel. En ese instante estuvo segura de que había viajado en círculo.
—¡¿Cuándo volverás a casa?! —le gritó él—. ¡Los Farinole necesitan las herramientas de jardín y también los baúles!
—Me gustaría saber —le replicó ella— qué quieres decir con «razonamiento intuitivo».
—¡No lo puedes entender! —le gritó él—. ¡Has huido de la vida!
—Fue la barca la que echó a navegar.
—No seas sofista. Echó a navegar porque tú lo deseaste.
—¿Crees que, si desembarcara, podríamos tener una conversación de verdad? Quizá ya no me apetezca viajar.
—Oh —dijo Roussel—, pero quizá a mí sí que me apetezca. No me gusta el exceso de intimidad; podrías escribir un artículo sobre eso.
—No sabes lo que te pierdes —replicó ella—. Sería un artículo interesante. —Y se alejó.
Las riberas seguían ofreciendo escenarios vulgares y corrientes, y no había un mundo más allá.
—¡¿Cuándo volverás a casa?! —le gritó su marido.
—Me gustaría estar ya en casa —respondió ella.
La barca estaba en el jardín. Amarró la soga al viejo árbol.
—Espero que hayas pasado buena noche —le dijo la señora Farinole—. Ven a ver la glicinia. A pesar de todo, al final ha crecido hacia la izquierda.
—¿Durante la noche? —preguntó ella.
—¿Tienes sangre irlandesa? ¿No te acuerdas de cómo estaba la glicinia hace veinte años, cuando viniste por primera vez a nuestra casa?
—He perdido muchísimo tiempo —repuso ella.

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