Ethel Lina White - "Una ventana sin cerrar"

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Cuentista, novelista y dramaturga inglesa. Aunque en su momento fue tan famosa como Dorothy Sayers y Agatha Christie, hoy aunque es una de las maestras de la novela de suspense inglesa está prácticamente olvidada. Su novela The Wheel Spins de 1933 fue llevada al cine en 1938 por Alfred Hitchcock con el título The Lady Vanishes (en España se tituló Alarma en el expreso). Otra de sus novelas, Some Must Watch de 1934, también se convirtió en película en 1945, Spiral Staircase (en España La escalera de caracol), de la mano de Robert Siodmak.
Este cuento fue publicado por primera vez en la revista Pearson's en mazo de 1926 y luego en The Saturday Journal en julio de 1926 y en The Novel Magazine en abril de 1934. Ha estado recogido también en diferentes antologías como My Best Mystery Story de 1939 o Murder at the Manor de 2016. También fue adaptado por Hitchcock para la televisión en la serie Alfred Hitchcock presenta.
La traducción es la de Carme Camps y la versión del cuento corresponde a la recogida en la antología English Country House Murders (en español se publicó como Cuentos de la pérfida Albión) de 1989.


—¿Lo ha cerrado todo, enfermera Cherry?
—Sí, enfermera Silver.
—¿Todas las puertas? ¿Todas las ventanas?
-Sí, sí.
Sin embargo, mientras corría el último cerrojo de la puerta principal, en lo más remoto de la mente de la enfermera Cherry había un vago recelo.
Había olvidado algo.
Era una mujer joven y bonita, pero su expresión era ansiosa. Aunque poseía casi todas las cualidades que le aseguraban el éxito profesional, siempre estaba en guardia contra un serio obstáculo.
Tenía mala memoria.
Hasta ahora, sólo la había traicionado en el caso del quemado Benger y en una ocasión en que se le había inundado el cuarto de baño. Pero el error de ayer era casi una calamidad.
A última hora de aquella tarde había encontrado el cilindro de oxígeno, que ella había sido la última en utilizar, vacío; tenía la tapa abierta.
Este desastre requería remedio inmediato, pues el paciente, el profesor Glendower Baker, sufría los efectos de un envenenamiento por gas. Aunque caía la noche, el hombre, Iles, tuvo que enjaezar el caballo para emprender el largo trayecto por las montañas e ir en busca de un nuevo suministro.
La enfermera Cherry le despidió con una sensación de pérdida, Iles era un ser alegre y un torrente de energía.
Hacía mal tiempo y empezaba a caer una lluvia fina que cubría las colinas circundantes. La carretera del valle sería una espiral llena de barro entre helechos empapados y robles enanos.
Iles meneó la cabeza contemplando el salvaje aislamiento del paisaje.
—No me gusta dejarlas solas rondando él por aquí. Cierren todas las puertas y ventanas, enfermera, y no dejen entrar a nadie hasta que yo regrese.
Se marchó, los faroles del carruaje como luciérnagas en la oscuridad.
Oscuridad y lluvia. Y la maleza empapada pareció temblar y empañarse, y los árboles adoptaron las formas de hombres agazapados que avanzaban hacia la casa.
La enfermera Cherry se apresuró a hacer la ronda para cerrar las ventanas. Mientras iba con la vela de habitación en habitación por los pisos superiores tenía la inquietante sensación de que era visible para cualquier observador.
Su mente no paraba de recordar el triste asunto del cilindro olvidado. La había sumido en un mar de desconfianza en sí misma y de vergüenza. Estaba agotada, pues había cuidado al paciente ella sola hasta la llegada, tres días atrás, de la segunda enfermera. Pero ese hecho no le restaba culpa.
—No sirvo para ser enfermera —se autorreprochó con amargura.
La aparición de la enfermera Silver le inspiró confianza pues era de complexión robusta, con las facciones firmes y el pelo negro muy corto. Sin embargo, a pesar de su aspecto voluminoso, parecía tener la naturaleza de Job.
—¿Se ha ido? —preguntó con voz áspera.
—¿Iles? Sí.
La enfermera Cherry repitió lo que éste le había advertido.
—Regresará lo antes que pueda —añadió—, pero probablemente no será hasta el amanecer.
—Entonces —dijo la enfermera Silver sombría—, estamos solas.
La enfermera Cherry se echó a reír.
—¿Solas? Tres mujeres fuertes, todas capaces de defenderse bien.
—Yo no tengo miedo. —La enfermera Silver la miró de un modo bastante extraño—. Me siento segura.
—¿Por qué?
—Por usted. Él no me hará nada si usted está aquí.
La enfermera Cherry trató de quitar importancia a su atractivo aspecto con una carcajada.
—En ese caso —dijo—, todas estamos seguras.
—¿Eso cree? Una casa solitaria. Ningún hombre. Y dos de nosotras.
La enfermera Cherry se miró el almidonado delantal de enfermera. Las palabras de la enfermera Silver le hicieron sentirse como un anzuelo especial, una cabra atada con una cuerda en la jungla para atraer al tigre.
—No diga tonterías —dijo con aspereza.
Últimamente, en aquella zona, se había producido una serie de asesinatos. En todos los casos, la víctima era enfermera. La policía buscaba a un estudiante de medicina: Sylvester Leek. Se suponía que se había trastornado como consecuencia de haber recibido calabazas de una guapa auxiliar de enfermera. Había desaparecido del hospital después de una violenta crisis durante una operación.
A la mañana siguiente, habían descubierto a una enfermera de noche en la lavandería, estrangulada. Cuatro días más tarde, una segunda enfermera había sido brutalmente asesinada en el jardín de un chalet de las afueras de la pequeña ciudad agrícola. Transcurridos quince días, una de las enfermeras que cuidaban de sir Thomas Jones había sido hallada en su propio dormitorio, estrangulada.
El último asesinato había tenido lugar en una gran mansión en el corazón mismo del campo. El pánico se apoderó de los moradores de todas las granjas y casas de campo aisladas. Las mujeres atrancaban las puertas y ninguna muchacha se retrasaba por los caminos sin su amante.
La enfermera Cherry deseaba poder olvidar los detalles que había leído en los periódicos. La ingenuidad con que las pobres víctimas habían sido atraídas a su fatal destino y la ferocidad de los ataques demostraban un cerebro enfermo impulsado por motivos malignos.
La idea de que ella y la enfermera Silver fueran localizadas era inquietante. El profesor Baker había sido víctima de un envenenamiento por gas mientras se hallaba trabajando en un asunto de importancia nacional y su enfermedad había salido publicada en la prensa.
—De todos modos —argumentó—, ¿cómo podría saber el asesino que esta noche estamos solas?
La enfermera Silver meneó la cabeza.
—Siempre lo saben.
—¡Tonterías! Y probablemente ya se ha suicidado. Hace más de un mes que no ha habido ningún asesinato.
—Exactamente. Es probable que haya otro pronto.
La enfermera Cherry se imaginó la maleza avanzando hacia la casa. Sus nervios cedieron:
—¿Pretende asustarme?
—Sí —dijo la enfermera Silver—. No confío en usted. Se olvida de las cosas.
La enfermera Cherry se sonrojó airada.
—Podría ayudarme a olvidar ese maldito cilindro.
—Pero podría olvidarlo otra vez.
—No es probable.
Mientras pronunciaba esas palabras —como aceite dispersándose en agua, la duda ensombreció su mente.
Olvidaba algo.
Se estremeció al mirar el hueco de la escalera circular, que estaba poco iluminada por una lámpara de aceite suspendida de un travesaño. Las som­bras llenaban las paredes y borraban el techo como una manada de murciélagos negros como el hollín.
Un lugar misterioso. Escondrijos en cada rellano.
La casa era alta y estrecha, con dos o tres habitaciones en cada piso. Era más bien como una torre. El semisótano estaba ocupado por la cocina y las dependencias domésticas. En la planta baja se encontraban la sala de estar, el comedor y el estudio del profesor. El primer piso estaba dedicado al paciente. En el segundo piso se hallaban los dormitorios de las enfermeras y el del matrimonio Iles. Los pisos superiores estaban destinados al trabajo de laboratorio del profesor.
La enfermera Cherry recordó las sólidas contraventanas y los pasadores de seguridad. Había sido una satisfacción convertir la casa en una fortaleza.
Pero ahora, en lugar de sentir seguridad, tenía la sensación de estar enjaulada.
Avanzó hacia la escalera.
—Mientras estamos aquí charlando no nos ocupamos del paciente.
La enfermera Silver la llamó.
—Ahora es mi turno.
La etiqueta profesional prohibía cualquier protesta. Pero la enfermera Cherry miró a su colega con franca envidia.
Pensó con ansia en la fina frente del profesor, sus demacradas facciones bien definidas. Después de tres años de cuidar niños, con alguna ocasional madre o tía, el amor había entrado en su vida.
Desde el principio, su paciente le había interesado. Apenas comió o durmió hasta que la crisis hubo pasado. También se dio cuenta de que sus ojos la seguían por la habitación y que él apenas podía soportar tenerla fuera del alcance de su vista.
Ayer le había retenido la mano entre sus delgados dedos.
—Cásate conmigo, Stella —le susurró.
—No, a menos que te pongas bien —respondió ella sin pensar.
Desde entonces, él la llamaba «Stella». Este nombre era como música a los oídos de ella hasta que su éxtasis fue roto por el episodio fatal del cilindro. Tenía que hacer frente al hecho de que, en caso de otra recaída, la vida de Glendower pendería de un hilo.
Era demasiado sensata para pensar más, así que se puso a especular acerca del carácter de la enfermera Silver. Hasta entonces sólo se habían visto a la hora de las comidas y se mostraba taciturna y malhumorada.
Esta noche había demostrado un odio personal contra ella, y la enfermera Cherry creía adivinar su causa.
La situación era un semillero para los celos. Dos mujeres en íntimo contacto con un paciente y un médico, ambos solteros. Aunque la enfermera Silver era la menos favorecida, era evidente que poseía su parte de vanidad personal. La enfermera Cherry observó, por su andar penoso, que llevaba zapatos demasiado pequeños. Más que eso, la había pillado examinándose el rostro ante el espejo.
Estas breves visiones del oscuro corazón de la fea mujer intranquilizaron a la enfermera Cherry.
La casa estaba silenciosa; echaba de menos los sonidos de la naturaleza como la lluvia o el viento golpeando los cristales de las ventanas y las alegres voces de los Iles. El silencio podría ser un fondo para sonidos que ella no deseaba oír.
Habló en voz alta, para oír su propia voz.
—Ánimo si Silver quiere causar problemas esta noche. ¡Bien, bien! Iré a dar prisa a la señora Iles con la cena.
Se animó al abrir la puerta que conducía al sótano. El cálido olor a especias procedente de la cocina flotaba en la corta escalera y la enfermera vio una franja de luz amarilla en la puerta entreabierta.
Cuando entró, no vio señales de la cena. La señora Iles —una robusta rubia con mejillas sonrojadas— estaba sentada ante la mesa de la cocina, con la cabeza escondida en sus enormes brazos.
Cuando la enfermera Cherry la zarandeó ligeramente, levantó la cabeza.
—¿Qué? —dijo con aire estúpido.
—Dios mío, señora Iles. ¿Está usted enferma?
—¿Eh? Estoy hecha un cuero.
—¿Qué demonios quiere decir?
—Lo que se llama «borracha». Tengo la cabeza...
La enfermera Cherry miró con recelo el vaso vacío que había sobre la mesa cuando la cabeza de la señora Iles cayó como un mazo.
La enfermera Silver la oyó subir precipitada la escalera. Se encontraron en el rellano.
—¿Ocurre algo?
—La señora Iles. Creo que está bebida. Venga a ver.
Cuando la enfermera Silver llegó a la cocina cogió a la señora Iles por las axilas y la puso de pie.
—Es evidente —dijo—. Ayúdeme a subirla.
No fue tarea fácil arrastrar a la señora Iles, que no paraba de protestar, los tres tramos de escalera.
—Se siente como un ciempiés, y cada par de pies va en una dirección diferente —dijo jadeante la enfermera Cherry cuando llegaron a la puerta del dormitorio de los Iles—. Ya puedo ocuparme de ella, gracias.
Deseó que la enfermera Silver volviera con el paciente en lugar de mirarla fijamente a ella con aquella expresión.
—¿Qué está mirando? —preguntó áspera.
—¿No le parece extraño?
—¿Qué?
En la penumbra, los ojos de la enfermera Silver parecían dos huecos negros.
—Hoy —dijo—, éramos cuatro. Primero se marcha Iles. Ahora, la señora Iles. Quedamos sólo dos. Si algo me ocurre a mi o a usted, sólo quedará una.
Mientras la enfermera Cherry metía a la señora Iles en la cama reflexionó que la enfermera Silver decididamente no era una compañera alegre. Hacía parecer una conspiración siniestra lo que no era más que una secuencia natural de acontecimientos.
La enfermera Cherry se recordó a si misma que la ausencia de Iles se debía a su propio descuido mientras que la esposa de aquél era adicta a la botella.
Aun así, quedaba una sombra desagradable, como el sedimento de un charco de agua lodosa. Se encontró imaginando con horror que le sucedía alguna calamidad a la enfermera Silver. Si se quedaba sola, creía que perdería la cabeza de tanto miedo.
Era un cuadro nada agradable. La casa vacía, una oscura concha para sombras indefinibles. Nadie en quien confiar. Su paciente... una amada carga y responsabilidad.
Era mejor no pensar en ello. Pero ella no dejaba de pensar. La oscuridad del exterior parecía oprimir las paredes, doblarlas hacia adentro. Mientras sus temores se multiplicaban, la estudiante de medicina se transformó de un ser humano con el cerebro muy turbado a una fuerza, taimada e insaciable, un salvaje monstruo sangriento.
Las palabras de la enfermera Silver acudieron a ella: «Siempre lo saben».
Aun así, las puertas podían atrancarse, pero ellos encontrarían la manera de entrar.
Sus nervios zumbaron al oír el timbre del teléfono que sonaba muy abajo, en el vestíbulo.
La enfermera Cherry no paró de mirar hacia atrás mientras corría escaleras abajo. Cogió el receptor con auténtico pánico de ser saludada por la carcajada de un maníaco.
Sintió un gran alivio al oír el conocido acento gales del doctor Jones.
El hombre tenía noticias graves para ella. Mientras escuchaba, el corazón empezó a latirle con fuerza.
—Gracias, doctor, por hacermelo saber —dijo—. Por favor, llámeme si sabe alguna cosa más.
—¿Alguna cosa más de qué?
La enfermera Cherry se sobresaltó al oír la áspera voz de la enfermera Silver. Ésta había bajado sin hacer ruido calzada con sus suaves zapatillas de enfermera.
—Es el doctor —dijo, tratando de hablar con naturalidad—. Está pensando en cambiar la medicina. —Entonces, ¿por qué está tan pálida? Está temblando.
La enfermera Cherry decidió que sería mejor decir la verdad.
—Para serle sincera —dijo—, acaban de darme malas noticias. Algo espantoso. No quería que usted lo supiera, pues no tiene sentido que las dos estemos asustadas. Pero ahora que lo pienso, se tranquilizará.
Esbozó una sonrisa forzada.
—Ha dicho que pronto tendría que haber otro asesinato. Bien, ya se ha producido.
—¿Dónde? ¿Quién? Rápido.
La enfermera Cherry comprendió lo que se quiere decir al hablar de la infección del miedo cuando la enfermera Silver le aferró el brazo.
A pesar de su esfuerzo por dominarse, la voz le tembló.
—Es... una enfermera del hospital. Estrangulada. Acaban de encontrar el cuerpo en una cantera y han enviado a buscar al doctor Jones para examinarla. La policía está intentando establecer su identidad.
La enfermera Silver tenía los ojos abiertos de par en par y miraba fijamente.
—¿Otra enfermera de hospital? Con esta ya son cuatro.
Se volvió a la mujer más joven con repentino recelo.
—¿Por qué ha telefoneado?
La enfermera Cherry no quería que le hiciera esa pregunta.
—Para decirnos que estemos especialmente en guardia —respondió.
—¿Quiere decir... que está cerca?
—Claro que no. El doctor ha dicho que la mujer llevaba tres o cuatro días muerta. Ahora el asesino debe de estar muy lejos.
—O tal vez está más cerca de lo que cree.
La enfermera Cherry miró involuntariamente la puerta atrancada de la calle. Le parecía que la cabeza le iba a estallar. Era imposible pensar de manera coherente. Pero... en algún lugar... batiendo las alas como un pájaro enjaulado se encontraba el incesante recordatorio.
Había olvidado algo.
Al ver los labios crispados de la mujer mayor recordó que ella tenía que estar calmada por las dos.
—Vuelva con el paciente —dijo—, mientras yo preparo la cena. Las dos nos sentiremos mejor después de comer algo.
A pesar de su valor recién adquirido, necesitó efectuar un esfuerzo para descender al sótano. Tantas puertas que llevaban a la trascocina, a la despensa y a la carbonera, el olor a ratones... tantos escondrijos...
La cocina resultó ser un alegre antídoto contra la depresión. El fuego aterronado del fogón abierto arrojaba un resplandor rojo al aparador galés y los botes con etiquetas que decían «Azúcar» y «Té». Un gato dorado dormía sobre la alfombrilla. Todo parecía seguro y hogareño.
Cogió deprisa pan, queso, unas rodajas de buey, una figura blanca de jalea y compota de ciruelas, y lo colocó todo en una bandeja. Añadió cerveza negra para la enfermera Silver y se preparó cacao para ella. Mientras contemplaba la leche formar espuma en la oscura mezcla y aspiraba su humeante olor, sintió que sus temores no tenían fundamento y eran absurdos.
Subió la escalera cantando. Iba a casarse con Glendower.
Las enfermeras utilizaban el dormitorio que se comunicaba con la cámara del enfermo para sus comidas, para estar cerca del paciente. Cuando entró la enfermera de noche, la enfermera Cherry aguzó los oídos para oír la voz de Glendower. Ansiaba verle. Una sonrisa le iría muy bien.
—¿Cómo se encuentra el paciente? —preguntó.
—Bien.
—¿Podría echarle una mirada?
—No. No es su turno.
Cuando las dos mujeres se sentaron, a la enfermera Cherry le divirtió advertir que la enfermera Silver se quitaba los estrechos zapatos.
—Al parecer se interesa mucho por el paciente, enfermera Cherry —observó con acritud.
—Tengo derecho a interesarme. —La enfermera Cherry sonrió mientras cortaba pan—. El doctor dice que está vivo gracias a mi.
—¡Ah! Pero el doctor piensa maravillas de usted.
La enfermera Cherry no era engreída, pero si lo bastante humana para saber que había conquistado al voluminoso galés.
El brillo de los celos en los ojos de la enfermera Silver le hizo responder con precaución.
—El doctor Jones es amable con todo el mundo.
Pero era una mujer de naturaleza demasiado amistosa e impulsiva para guardar su secreto. Se recordó a si misma que había dos mujeres compartiendo una gran prueba e intentó establecer algún vínculo de amistad.
—Tengo la sensación de que me desprecia —dijo—. Cree que no tengo control de mi misma. Y no puede olvidar lo de ese cilindro. Pero, realmente, he pasado por una tensión espantosa. Durante cuatro noches ni siquiera me he cambiado de ropa.
—¿Por qué no tenía una segunda enfermera?
—Por el gasto que representa. El profesor entrega su vida entera a enriquecer a la nación y él es pobre. También me pareció que debía hacerlo todo yo. No quería que usted viniera, pero el doctor Jones me dijo que sufriría un colapso nervioso.
Se miró la mano izquierda donde vio el contorno sombreado de un anillo de casada.
—No me considere una sentimental, pero he de decírselo a alguien. El profesor y yo vamos a casarnos.
—Si es que él vive.
—Ya ha salido de peligro.
—No cante victoria todavía.
La enfermera Cherry sintió una punzada de temor.
—¿Me oculta algo? ¿Está... peor?
—No. Está igual. Estaba pensando que el doctor Jones podría interferir. Usted le ha dado esperanzas. La he visto sonreírle. Las mujeres ligeras como usted son las que causan los problemas del mundo.
La enfermera Cherry se sorprendió por este ataque injusto. Pero al mirar la cara de la mujer mayor, vio que estaba consumida por los celos. Una vida permanecía en la sombra y la otra al sol. El contraste era demasiado fuerte.
—No vamos a discutir esta noche —dijo con amabilidad—. Estamos pasando unos malos momentos juntas y sólo nos tenemos la una a la otra. Me estoy aferrando a usted. Si le pasara algo, igual que a la señora Iles, me moriría de miedo.
La enfermera Silver permaneció un minuto callada.
—No había pensado en ello —dijo después—. Sólo estamos nosotras dos. Y todas estas habitaciones vacías, arriba y abajo. ¿Qué es eso?
Se oían unos golpes apagados procedentes del vestíbulo.
La enfermera Cherry se puso de pie de un salto.
—Alguien llama a la puerta delantera.
Los dedos de la enfermera Silver se cerraron en torno a su brazo como aros de hierro.
—Siéntese. Es él.
Las dos mujeres se miraron fijamente mientras seguían los golpes en la puerta. Eran fuertes e insistentes. Para la enfermera Cherry transmitían un mensaje de urgencia.
—Voy a bajar —dijo—. Puede que sea el doctor Jones.
—¿Cómo lo sabrá?
—Por la voz.
—Estúpida. Cualquiera podría imitar su acento.
La enfermera Cherry vio las gotas de sudor alrededor de la boca de la enfermera Silver. El miedo de ésta produjo el efecto de calmar sus propios nervios.
—Voy a bajar, para averiguar quién es —dijo—. Puede ser una noticia importante referente al asesinato.
La enfermera Silver la apartó de la puerta.
—¿Qué le he dicho? Usted es el peligro. Ya lo ha olvidado.
—¿Olvidado... qué?.
—¿No le ha dicho Iles que no abriéramos a nadie? ¿A nadie?
La enfermera Cherry bajó la cabeza. Se sentó en silencio, avergonzada.
Los golpes cesaron. Después los oyeran en la puerta trasera.
La enfermera Silver se secó el rostro.
—Quiere entrar. —Puso una mano sobre el brazo de la enfermera Cherry—. Ni siquiera tiembla. ¿Nunca tiene miedo?
—Sólo de los fantasmas.
A pesar de su valiente apariencia, la enfermera Cherry estaba temblando interiormente por la desesperada decisión que había tomado. La enfermera Silver la había acusado con justicia de poner en peligro la casa. Por lo tanto, su obligación era repetir la ronda de la casa para ver qué había olvidado o para salir de dudas.
—Voy arriba —dijo—. Quiero mirar por la ventana.
—¿Abrir una ventana? —dijo excitada la enfermera Silver—. No lo hará. Es una locura. ¡Piense! Una de las enfermeras fue hallada muerta dentro de su dormitorio.
—Está bien. No lo haré.
—Será mejor que vaya con cuidado. Ha estado tratando de prescindir de mí, pero quizá yo he tratado de prescindir de usted. Sólo diré una cosa: en esta casa está sucediendo algo extraño.
La enfermera Cherry sintió un escalofrío en el corazón. Sólo que, como era enfermera, sabía que en realidad era la boca del estómago. ¿Algo iba mal? Si por su mala memoria volvía a ser culpable, debía expiar su crimen protegiendo a los demás aún a riesgo suyo.
Tuvo que obligarse a subir la escalera. La vela, vacilante la llama en la corriente, poblaba las paredes de formas distorsionadas. Cuando llegó al último rellano de arriba, sin pararse a pensar, entró decidida en el laboratorio y en la habitación contigua.
Ambas estaban vacías y las ventanas bien cerradas. Cobrando coraje, entro en la buhardilla. Bajo su ventana había un tejado en pendiente sin canalón o tubería del agua a la que asirse. Sabiendo que sería imposible que nadie entrara, abrió el postigo y la ventana.
El aire frío la refrescó y le devolvió la calma. Se dio cuenta de que hasta cierto punto había sufrido claustrofobia.
La lluvia había cesado y soplaba viento. Vio una joven luna que flotaba entre las nubes. Las colinas, oscuros montículos, eran visibles en la oscuridad, pero nada más.
Permaneció un rato en la ventana, pensando en Glendower. Era un consuelo recordar la felicidad que le esperaba una vez transcurrida esta noche de terror.
Después, la necesidad de verle se hizo demasiado fuerte para resistirse. Las palabras de la enfermera Silver la habían inquietado. Aun cuando quebrantara las leyes de la etiqueta profesional, estaba decidida a ver por sí misma que todo iba bien.
Dejó la ventana abierta para que se filtrara un poco de aire en la casa, y bajó la escalera sin hacer ruido. Se detuvo en el segundo piso para visitar su habitación y la de la enfermera Silver. Todo estaba en calma y bien cerrado. En su dormitorio, la señora Iles dormía aún el sueño de los injustos.
Había dos puertas que daban a la habitación del paciente. Una llevaba a la habitación de las enfermeras donde la enfermera Silver aún comía. La otra se abría al rellano.
La enfermera Cherry entró directamente, sabía que su temor había sido la premonición del amor. Algo iba mal. Glendower movía la cabeza inquieto en la almohada. Tenía el rostro enrojecido. Cuando ella le llamó por el nombre, él la miró, brillantes sus luminosos ojos grises.
No la reconoció, pues en lugar de «Stella» la llamó «Enfermera».
—Enfermera. Enfermera.
Murmuró algo como «hombre» y luego quedó inconsciente, resbalando en los brazos de la enfermera Cherry.
La enfermera Silver entró en la habitación al oír el grito de la enfermera Cherry. Cuando le tomó el pulso al paciente, habló con sequedad.
—Ahora nos iría bien el oxígeno.
La enfermera Cherry sólo pudo mirarla con ojos lastimeros.
—¿Telefoneo al doctor Jones? —preguntó sumisa.
—Sí.
Cuando no recibió respuesta a su llamada, pareció la continuación de una pesadilla. Desesperada, intentó una y otra vez galvanizar el instrumento.
Después, la enfermera Silver apareció en el rellano.
—¿Viene el doctor?
—No... no funciona. —La enfermera Cherry contuvo las lágrimas—. Oh, ¿qué puede suceder?
—Probablemente una enredadera mojada que se ha enrollado al cable. Pero ahora no importa. El paciente duerme.
La enfermera Cherry no demostró alivio. Como si los sustos de los últimos minutos hubieran puesto en movimiento la maquinaria detenida de su cerebro, recordó de pronto lo que había olvidado.
La ventana de la despensa.
Ahora recordaba lo que había ocurrido. Cuando había entrado en la despensa, al efectuar su ronda para cerrarlo todo, una rata le había pasado por encima de los pies. Ella había corrido a buscar al gato, que la persiguió hasta que logró meterse en un agujero de la cocina. Con la excitación producida por el incidente, había olvidado volver para cerrar la ventana.
El corazón empezó a latirle con violencia al darse cuenta de que todas aquellas horas la casa había estado abierta a cualquier merodeador. Incluso cuando ella y la enfermera Silver habían escuchado, temblando, los golpes en la puerta, la casa ya no era una fortaleza, por su culpa.
—¿Qué ocurre? —preguntó la enfermera Silver.
—Nada. Nada.
No se atrevió a decírselo a la mujer mayor. No era demasiado tarde para remediar su omisión.
Con la prisa, ya no tuvo miedo al descender al sótano. Apenas podía bajar la escalera con suficiente rapidez. Al entrar en la despensa, la ventana con mosquitera golpeaba movida por la brisa. La cerró y, cuando entraba en la cocina, sus ojos se fijaron en una mancha oscura del pasillo.
Era la huella de un hombre.
La enfermera Cherry recordó que Iles estaba bajando carbón al sótano cuando fue requerido para salir. No había tenido tiempo de limpiar y el suelo aún estaba sucio de polvo empapado de lluvia.
Cuando levantó la vela, la huella relució débilmente. Se agachó rápida y la tocó.
Todavía estaba mojada.
Al principio se puso de pie, petrificada, y se quedó mirándola estúpidamente. Luego, cuando se dio cuenta de que frente a ella se encontraba una huella recién hecha, sus nervios estallaron por completo. Con un grito, soltó la vela y corrió escaleras arriba llamando a la enfermera Silver.
Fue respondida por una voz extraña. Una voz gruesa, indistinta. Una voz que jamás había oído.
Sin saber qué la esperaba al otro lado de la puerta, aunque impulsada por el coraje del miedo último, se precipitó a la habitación de las enfermeras.
Allí no había nadie más que la enfermera Silver. Ésta se recostó en la silla, con los ojos entrecerrados y la boca abierta.
De sus labios brotó un segundo grito grosero.
La enfermera Cherry la rodeó con un brazo.
—¿Qué sucede? Intente decírmelo.
Era evidente que la enfermera Silver trataba de advertirle de algún peligro. Señaló su vaso y se esforzó por hablar.
—Drogas. Escuche. Cuando se cierra todo, para que no entre nadie, tampoco puede salir nadie.
Al hablar, sus ojos se pusieron en blanco de un modo horrible, exponiendo los globos oculares con una mirada ciega.
Casi loca de terror, la enfermera Cherry trató de reanimarla. Misteriosamente, por alguna acción desconocida, lo que tanto temía había sucedido.
Estaba sola.
Y en alguna parte, dentro de las paredes de la casa, acechaba un ser, cruel y astuto, que, uno a uno, había eliminado todos los obstáculos entre él y su objetivo.
Había señalado a su víctima: ella.
En aquel momento, traspasó el límite del miedo. Sintió que no era ella misma, Stella Cherry, sino un extraño vestido con el uniforme azul de una enfermera de hospital que especulaba con calma respecto a lo que debía hacer.
Era imposible encerrarse con llave en la habitación del paciente, pues la llave estaba inutilizada a causa del desuso. Y no tenía fuerza para mover el mobiliario que era suficientemente pesado para impedir que abrieran la puerta.
Descartó de inmediato la idea de huir. Para recibir ayuda, tendría que correr quilómetros. No podía dejar a Glendower y a dos mujeres indefensas a merced del maníaco.
No podía hacer nada. Su sitio estaba junto a Glendower. Se sentó al lado de su cama y le cogió la mano.
El tiempo parecía interminable. Su reloj a veces parecía saltarse una hora y después arrastrar los minutos lentamente, mientras ella esperaba... escuchando los mil y un sonidos de una casa al caer la noche. Se oían débiles crujidos, ruidos de la madera, las carreras de los ratones.
Y cien veces, pareció que alguien subía la escalera y se quedaba justo fuera de la puerta.
Eran casi las tres de la madrugada cuando, de repente, un gong comenzó a golpearle las sienes. En la habitación contigua se oían los pasos inconfundibles de un hombre.
No eran imaginaciones suyas. Dieron la vuelta a la habitación y luego avanzaron pausados hacia la puerta de comunicación.
Vio que el pomo de la puerta giraba lentamente.
De un salto, llegó a la puerta y salió al rellano, corriendo escaleras arriba. Por un segundo se detuvo ante su propia habitación. Pero las ventanas de ésta estaban atrancadas y la puerta no tenía llave. No podrían matarla allí, en la oscuridad.
Al detenerse, oyó que los pasos subían la escalera. Avanzaban lentamente, acercándose a ella. Loca de terror, se abalanzó escaleras arriba hasta el último piso, buscando instintivamente la ventana abierta.
No podía ir más arriba. En la puerta de la buhardilla, esperó.
Algo negro apareció en la pared de la escalera. Era la sombra de su perseguidor... un grotesco y deformado heraldo del crimen.
La enfermera Cherry se agarró a la balaustrada para no caerse. Todo empezó a hacerse oscuro. Sabía que estaba a punto de desmayarse cuando el asombro y la alegría la reanimaron.
Sobre la balaustrada apareció la cabeza de la enfermera Silver.
La enfermera Cherry le gritó para advertirle.
—Vamos, rápido. Hay un hombre en la casa.
Vio que la enfermera Silver se sobresaltaba y echaba la cabeza hacia atrás, como alarmada. Luego, se produjo la culminación del horror de una noche de pánico.
Una rata cruzó el pasillo. La enfermera Silver levantó su pesado zapato y la pisó, haciendo girar el tacón sobre la cabeza de la pequeña criatura.
En aquel momento, la enfermera Cherry supo la verdad. La enfermera Silver era un hombre.
El cerebro le funcionó a la velocidad del rayo. Fue como un reflector que horadara las sombras y aclarara el misterio.
Comprendió que la auténtica enfermera Silver había sido asesinada por Sylvester Leek, cuando se encontraba de camino. Era el cuerpo estrangulado que acababan de encontrar en la cantera. Y el asesino había ocupado su lugar. La descripción que había dado la policía era la de un joven de complexión ligera, con facciones refinadas. Le resultaría fácil disfrazarse de mujer. Poseía los conocimientos médicos necesarios para pasar por enfermera. Además, como efectuaba el turno de noche, nadie de la casa había mantenido contacto íntimo con él salvo el paciente.
Pero el paciente había adivinado la verdad.
Para silenciar su lengua, el asesino le había drogado, igual que se había deshecho de la presencia de la señora Iles. También fue él quien vació el cilindro de oxígeno para librarse de Iles.
Sí, aunque había estado solo con su víctima durante horas, se había contenido.
La enfermera Cherry, con la lucidez mental que acababa de adquirir, supo la razón. Existe una fábula en que la serpiente babea a su víctima antes de tragársela. De igual manera, el maníaco, antes de la destrucción final, había querido recubrir a su víctima con la saliva del miedo.
Toda la noche había procurado aterrorizarla, pulsando cada nervio hasta culminar en su falso desvanecimiento.
Sin embargo, ella sabía que él, a su vez, tenía miedo de ver frustrado su crimen. Como el cuerpo de su víctima había sido descubierto en la cantera, cuando establecieran su identidad conocerían dónde se escondía él. Mientras la enfermera Cherry se encontraba en la ventana de la buhardilla, el asesino había cortado el cable del teléfono y se había puesto sus zapatos para ir más de prisa.
La enfermera Cherry recordó la emoción que había demostrado el asesino al oír que llamaban a la puerta. Era probable que se tratara del doctor Jones, que había ido a la casa para asegurarse de que todo estaba en orden. De haber sido la policía, habrían entrado. El incidente demostraba que no habían descubierto nada y que era inútil contar con ayuda del exterior.
Tenía que hacer frente a la situación... ella sola.
A la débil luz de la luna, vio que el asesino entraba en la buhardilla. La grotesca parodia de su disfraz de enfermera se sumaba al terror de la situación.
Los ojos del hombre estaban fijos en la ventana abierta. Era evidente que fingía relacionarla con el supuesto intruso. Ella, a su vez, le había engañado sin darse cuenta. Probablemente no sabía nada de la huella que había dejado en el pasillo del sótano.
—Cierre la ventana, insensata —gritó.
Cuando se inclinó sobre el bajo antepecho para alcanzar la hoja de la ventana, que se abría hacia afuera, la enfermera Cherry se abalanzó sobre él con la locura instintiva de la autodefensa... arrojándole por encima del alféizar.
Por un momento un rostro oscuro y deformado tapó la luna y unos brazos aletearon, como una estrella de mar, en un desesperado intento de equilibrarse.
Al instante siguiente, no había nada.
La enfermera Cherry se dejó caer al suelo, tapándose los oídos con las manos para amortiguar el ruido del repugnante deslizamiento del cuerpo por el tejado.
Tardó mucho en poder bajar a la habitación del paciente. Entró directamente y la paz que en ella reinaba la alivió como un bálsamo. Glendower dormía con placidez, con una media sonrisa en los labios como si soñara con ella.
Dando gracias, la enfermera Cherry fue de habitación en habitación abriendo todas las ventanas y todas las puertas... para que entrara el amanecer.

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