Alfredo Molano Bravo - "Rosita, la Peligro"

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Cuentista, historiador, sociólogo y ensayista colombiano. Recorrió las zonas rurales de Colombia para conocer las otras realidades que la habitany en su obra muestra otra perspectiva sobre los orígenes y desarrollo de procesos sociales tan complejos como el de la violencia, el desplazamiento forzado y las problemáticas rurales. Carlos Arcos señaló que "las historias de Alfredo Molano son un recordatorio de que no hay víctimas anónimas de la violencia; todas tienen su historia, sus amores, sus fracasos; son historias de vida como la suya o la mía".
El cuento pertenece al volumen "Del otro lado" de 2011.


A Don Fermín, que tenía negocio de madera y pescado entre los Puertos —Leguízamo y Asís—, lo paró la banda de los Champas, por ahí abajito del Carmen, o sea en Tres Fronteras —Perú, Colombia y Ecuador— y lo aliviaron de cien kilos de cristal que llevaba listos y calienticos para entregar en La Tagua, al otro lado, sobre el río Caquetá, donde también el hombre tenía negocios y hacía cruces. Suponen las malas lenguas, que son siempre las buenas, que con armas también trataba. Cien kilitos valían tanta plata, que no se sabía contar. Los Champas, que eran gente de monte peruana y que antes se mentaban Sendero Luminoso, cometieron un error grande que muchos tuvimos que pagar: dejaron vivo a Don Fermín. No eran prácticos en la guerra o le tenían miedo al blanco. O, quizá, hasta gente temerosa de Dios era. O quién sabe qué les pasó, pero dejaron vivo al hombre, que para más veras era un paisa de Titiribí, Antioquia, muy echado para adelante, bravo y parado, pero peligroso como la misma culebra cuatronarices. Llegó escaldado al puerto, pero sin decir nada. Y siguió derecho para Urabá. Dicen unos que fue en Turbo, otros que en Chigorodó, no importa, lo cierto fue que contrató a un tal Vitamina, un cliente sin agüeros ni miedos ni querencias. Lo contrató al pormis, es decir, por la mitad de lo que los Champas le habían quitado: 50 kilos de espina de pescado, como llamaban la coca más pura.
El Vitamina llegó con sus cuatro pistolocos, todos expertos en sangre, detrás de los Champas, derecho a trochar monte. A encontrarlos a como diera lugar, guiados por ese mal que se les mete en la sangre a los quiñadores y que solo con otras sangres pueden aliviar. Los hombres contratados eran probados, nada se les daba cortando lenguas, mochando orejas, desprendiendo manos y patas, y, lo más cruel: sabían cortar los trapecios del cuello y echar al cristiano al río para que, sin esos músculos, no pudiera nadar y la sangre avispara las pirañas que al final daban cuenta del finado sin dejar huella. Cuando se contaba su maña, nadie creía hasta que veía los carramanes carcomidos. Revolotearon sus pistolas unos días por la montaña hasta que encontraron el trillo de los Champas y fueron descontando deudas uno a uno. Dar cuenta de sus muertes era la mitad del contrato. La otra mitad debía ser cobrada en Leguízamo y con guerreros de las FARC, porque siempre se había dicho que los senderos de allá y los farucos de acá eran los mismos. Este trabajo era más fácil que el que habían hecho en Perú porque la Armada de Leguízamo les dio la lista de milicianos o de gente que debían eliminar. Pero a cambio tenía que hacer la inteligencia que a los marinos no les gustaba hacer. Vitamina llegó con listado en mano: nombre del cliente, de su mujer, de sus hijos, de sus parientes y amigos; fotos del hombre y de su casa. Mejor dicho, ficha ubicada. Y comenzaron a liquidar, fueran o no enemigos, a dos manos. Lo mismo daba porque lo que contaba era que aumentaran los positivos, como se les llamaba a los finados hechos con esas mañas. La fórmula era la misma: necropsia, tiros por aquí o por allí, certificados por los mismos forenses de la Armada y al hueco como guerrilleros NN. Gente murió así, mucha gente.
2
A John Freddy le tocó administrar esa cara con que nació, en las buenas y en las otras, que son siempre las más. A las mujeres nos gustaban sus ojos y su trato, pero a la autoridad no le gustaba porque era parado y no se arrugaba. Así le pasó la vez que saliendo de aserrar, juagado en sudor y oliendo a monte, lo paró la Armada entrando a Leguízamo. Le pidieron papeles, pero ¿qué papeles puede tener un aserrador que anda con la mera camisa pegada al cuero y ensopada en sudor? ¡A ese ácido no hay plástico que le aguante! La cédula se le había derretido varias veces hasta que dejó de cargarla. Los infantes de marina no le entendieron. Y si le hubieran entendido, de todos modos se lo habrían cargado porque era una orden. Y se encontraron con ese negro, alzado como era. Les respondió en el mismo tono en que le preguntaron que dónde tenía los papeles:
—Los tengo debajo del colchón —y los miró a la cara.
No hay peor delito que mirar a la autoridad a la cara, se ofende, ella quiere que de entrada uno baje la cabeza, para llevarlo humillado al matadero. Él era moreno, como somos todos, pero más fuerte que muchos. Nada se le daba tumbando un cedro de 300 piezas. Por eso se le echó encima toda la patrulla entera. Todos querían dejarle la huella del puño en la cara y el culatazo en los riñones. Como perros envenenados se le fueron encima. Lo golpearon hasta que se desplomó y en el suelo lo seguían golpeando. Medio muerto le pusieron las esposas y al hombro lo metieron en el camión, atado de patas y manos como si fuera un marrano. Hasta ahí dieron cuenta los vecinos que vieron y que nunca hablaron. Se lo llevaron por desacato a la autoridad y por falta de papeles. A los tres días el expediente había cambiado y lo tenían preso por el traslado de siete fusiles de Sendero Luminoso a La Tagua para entregárselos a las FARC. El caso era grave. Todo se supo después, porque todo se sabe en este mundo de peleas. Como se supo que preso JF, maltratado, sangrando de la cara, sin comida, sin agua, sin poder pararse del suelo, una noche, noche ya, le vino un teniente de navío a decirle:
—Usted va a pagar por los fusiles, la pena de rebelión y terrorismo, que son treinta años; ya tienen listo todo para hundirlo: jueces, testigos, sentencia. Yo conozco el asunto porque soy abogado. Si usted no es de ellos, como dice, pues nada les debe y por ellos no va usted a pagar lo que no debe. Le dan la oportunidad de acogerse al programa de Justicia y Paz y entregarse. Por armas no se preocupe, que eso es lo que tenemos. Usted se entrega, se le declara reinsertado, se le fotografía y hasta una declaración a la radio puede dar. Total, sale usted libre de pelo y paja de este hueco. JF debió de mirarlo a la cara con esas lanzas y mandarlo para la mierda. En la escuela —contaba— el maestro se la tenía sentenciada porque dizque lo miraba como para matarlo. Él cerraba los ojos y entonces lo golpeaban con la regla para despertarlo. Con la primera plata que consiguió de niño pescando en los caños, compró unas gafas oscuras para ni mirar al maestro ni cerrar los ojos. De nada le sirvió el remedio porque en clase —decía el maestro— no se puede usar anteojos verdes porque dizque entonces el maestro no sabía si uno estaba haciendo mal uso de las manos. El niño no entendía. Sus ojos, que son, más que grandes, negros, han sido su caída. Eso de que los ojos son la ventana del alma ha sido para él una maldición porque la gente cree que, mirando como mira, está tramando algo o escondiendo lo de más allá. El caso fue que cada nada, en las calles de Asís o de Leguízamo o de La Tagua, la Policía, el Ejército o la Infantería de marina lo paraba, lo esculcaba, le pedía papeles a las malas y cuando él les levantaba la vista para mirarles los ojos, era ya hombre preso. No había nada que hacer. A la autoridad se le mete una cosa en la cabeza y de ahí no vuelve a salir, y como la cabeza de ella son los archivos de orden público, el que entra en ellos ahí se queda. Él no tenía nada que ver con las guerrillas, pero no iba a terminar su vida trabajando con la ley como cualquier sapo. Porque después de la reinserción vienen la colaboración, el señalamiento, el sapeo hasta de inocentes, porque la inteligencia echa mano de lo que puede y quiere. Dijo no. Firmó así su sentencia de muerte y alivió de pagos a Don Fermín, con quien JF había disgustado por negocios de madera.
3
Rosita es madrugadora y se despierta siempre antes de que suene el despertador, a las 4:30. Se sienta en la orilla de la cama, se recoge su pelo largo y negro sobre la nuca y se lo asegura con un caimán rojo. Aquel día algo le caminaba pierna arriba mientras buscaba con el dedo gordo las cotizas, porque no daba paso sin ellas. Les tenía asco a las culebras porque de miedos no conocía. Esa madrugada se sintió incómoda con un runruneo que se le encaracoleó en la cabeza sin mostrarle la cara. Más molesta porque aquel día, como todos los meses por la misma fecha, le iban a llegar a Leguízamo los mil galones de ACPM que entregaba en la base de la Armada y seiscientos para el motor que alimenta la planta eléctrica de la antena del celular. Siempre ese trámite la ponía nerviosa. Pero el barullo era más fuerte que el solo hecho de tener que ir a tratar con esa gente.
Ya había puesto el agua en la estufa para colar tinto cuando oyó que algo pasaba en el patio trasero, pero, como la perra no había ladrado, pensó que era el runrún. Esperó sin mover los ojos a ver si se trataba del meneo que hacía el animal con la cola al sentirla en la cocina. Un golpe seco y el grito de un «¡abra ya!» la sacaron de la ilusión. Largó al suelo la coladera con que iba a preparar el tinto, pero no abrió la puerta. Dio un par de pasos y miró por la hendija. Eran tres hombres malencarados que nunca había visto. El agua del tinto comenzó a hervir y ella, en vez de abrir la puerta que ya habían cogido a patadas, se puso a colar el café. Tumbaron la puerta y entraron los hombres engatillando sus pistolas.
—Identifíquese —gritaron.
—Esperen —dijo ella—, les estoy preparando el tinto.
—Nada —volvieron a gritar.
—Entonces, ¿para que soy buena? —les preguntó con picardía sorbiéndose el tinto.
—Para que firme este papelito, que es la orden de allanamiento declarando que no la hemos maltratado.
—Pero lo harán, como saben hacerlo —les reviró.
—Tiene derecho a una llamada, a un abogado y, recuerde —dijo uno de los hombres—: todo lo que diga podrá ser usado en su contra. Empaque un vestido y el cepillo de dientes porque nos vamos.
—Nos vamos no —les dijo ella—, me llevan, porque de aquí no salgo sino muerta o cargada.
Y cargada se la llevaron. ¡Quién no quería cargar esa mujer!
Rosita era llanerita, nacida en El Tablón de Támara, en Casanare, tierra cafetera. Había buscado el río Putumayo desde el día en que el Ejército bombardeó la vereda Cizareque, donde vivía con su familia. El viejo era uno de esos llaneros que todavía usaban bayetón para arriar una madrina de ganado y sabía darle consejos cantándole para amansurarla. Huyeron de las bombas con el mero encapullado. En El Yopal recuperaron el aire y se montaron en un bus para Sogamoso. El viejo tenía un hermano por los lados de Caquetá y se dio mañas de encontrarlo por teléfono aunque no supiera marcar los números. Así llegó primero a Florencia y por ahí se fue dejando llevar de las aguas hasta La Tagua, donde se estacionó y acabó de levantar la familia. Rosita se crio entre los cuentos del taita y los afanes de la selva. Vivía con John Freddy de vez en cuando. No eran pareja de asiento sino de ocasión, pero ella le había cuidado en cama la fractura de la cadera que le dejó un accidente de moto. Fueron seis meses de recuperación en los que Rosita le limpiaba la herida de la pierna todas las noches y cuando le quitaron el yeso al hombre, su mano fue subiendo hasta la cadera. O mejor dicho, hasta que se enamoró de él. Mientras se recuperaba, Rosita aprendió a manejar la moto del herido, aprendió a tramitar los papeles del combustible que entregaban en el río y tenía que subir hasta La Tagua para entregarlo. Aprendió a tratar con la Armada, a consignar, a cobrar y hasta hacerle el amor a JF sin molestarle la cadera.
En la Sijín le tenían el tamal preparado.
—Usted —le dijo un capitán— está acusada del delito de robo de combustible. ¿Qué tiene que decir?
—Nada —dijo ella—, yo tengo todos los papeles de la compra de combustible y puedo mostrárselos. No me la vengan a montar por ese lado porque se resbalan.
—Le damos una hora —le gritó el oficial— para que aparezcan esos papeles, certificados y sellados. Use la llamada a la que tiene derecho.
Rosita me marcó a mí, que soy su vecina y su amiga, porque JF no tiene teléfono. Yo busqué al hombre y saltando por el aire llevó el bulto de papeles rosados y verdes que le pedían. Todo en orden. Recibos de compra, permisos de transporte, sellos de entrega firmados por la gente que manejaba el motor de la antena como por el teniente que recibía la gasolina en el puesto de La Tagua. El capitán miró uno a uno los papeles, los manoseó y hasta los miraba de los dos lados. No encontró nada de qué prenderse. Acorralado, le dijo a Rosita:
—Lo que pasa y sucede, estimada señora, es que usted no solo le vende combustible a esta gente, sino a la otra. O, para ser exacto, a las FARC. Ahora, tráigame los recibos de esas entregas, o mejor, entréguese usted misma.
En la puerta estábamos JF y yo cuando la vimos salir esposada. La montaron en una camioneta blanca, blindada, con la que saben hacer sus porquerías. JF me miró como diciéndome le toca a usted seguirla para no perderla. Lo sabíamos. Era necesario que ellos se dieran cuenta de que alguien los seguía. Los seguí hasta que la encaramaron vendada en un helicóptero de la misma Policía y se la llevaron. En Asís la descargaron. Yo ya había llamado a una prima que tengo en ese puerto y ella, avisada, vio cuando la bajaban. Desde la malla gritó para que la oyeran:
—Rosita es inocente.
Más me demoré yo en llegar a la casa que la Policía en caerme. Estaba sacando la llave cuando me abrieron ellos mismos la puerta.
—Bienvenida —me dijo el capitán.
Eran cinco hombres armados hasta en los cachumbos; vestían con uniformes de combate, anteojos negros y botas de cuero. No se les veían los ojos y si supe el rango del capitán fue por la voz. Era el mismo que daba los zarpes para el transporte de combustible a La Tagua. Yo soy propietaria de una de las bombas de gasolina de La Tagua que todos conocen como «la de La Mona». Y con ese nombre comenzó el capitán.
—Mona: Usted y Rosita son socias de una línea de contrabando de gasolina y de venderle combustible a la guerrilla. Queda detenida.
No esperaron a que me cambiara de calzones ni que sacara una muda ni que pudiera avisarle a mi hermano. Nada. Me subieron a la misma camioneta en que habían llevado a Rosita y comenzaron a investigarme en una oficina oscura, sin ventilador, donde los pasos hacían eco. Temblé de miedo. De aquí no salgo viva. Me investigaron dos policías que se presentaron como el capitán Cortés de la Sijín y el teniente Pardo de la Armada. Me preguntaron por los negocios que tenía, por el dinero que tenía, por los carros que tenía, por los hijos que tenía, por los maridos que tenía. Les di razón de cada cosa. Razón y contrarrazón porque yo no tenía nada que esconder. Ellos fueron sintiéndose corridos; se inventaban una y otra cosa para martillar y para volver a martillar, porque hacían que yo les repitiera la historia no una, sino tres y cuatro veces. Me tenían soronga con tanta preguntadera. Ellos perdían la confianza que yo ganaba. A las tres de la tarde llamaron, me volvieron a esposar y me llevaron al aeropuerto de Caucayá. El Satena salía a las cuatro para Puerto Asís, Neiva y Bogotá, un vuelo que llega siempre a las nueve de la noche a su destino final porque siempre sale retrasado. En el avión todos me miraban porque todo el mundo me conoce. Yo les sonreía a todos como diciéndoles que miraran el atropello. El vuelo dura poco. En el Tres de Mayo me esperaba un operativo como si llevaran preso al mismísimo Mono Jojoy: agentes del DAS, infantes de marina, activos del Ejército, agentes de la Policía, dos tanquetas de la naval, tres camionetas blancas de vidrios polarizados de la Fiscalía. Un gran operativo. Me sentí honrada y me dio hasta risa. Desde entonces me llaman alias «La Mona». Se les excusa, los militares tienen que mostrar que trabajan, que hacen cosas muy delicadas, que les echan mano a grandes cabezas, que todos estamos infiltrados y que ellos saben hasta cuántas plumas tiene el Espíritu Santo.
A Rosita la habían llevado con una caravana igual a la base de la Policía en Asís. De entrada le volvieron a preguntar:
—¿Sabe usted por qué razón está detenida?
—No, señor, no sé —respondió Rosita mirándole los anteojos que hacían que el oficial pareciera una mosca gigante, cuya función es hacer más misterioso y peligroso el trato con un ser anónimo.
—Pues por rebelión. Usted es miembro del grupo terrorista Far.
—FARC, dirá usted —le corrigió ella con altanería.
—Llámela como se le dé su puta gana. Aquí son Far.
El militar la condujo a un cuarto pequeño, cerrado, donde no había ni un solo asiento, y le ordenó:
—Espere aquí a sus compañeros —acentuando el término con ironía.
Al rato oyó que me traían. Nos miramos y ella me saludó:
—Hola Mona, esta gente anda loca.
Nos dejaron solas. Pasaron las horas. Convenimos sin hablar de mantenernos calladas. Sabíamos que nos miraban y nos vigilaban. Pasaron horas.
Al anochecer solo habíamos comido un pan con gaseosa que nos trajo un infante. Al rato, un mando nos ordenó:
—Vamos a dormir al río.
Yo le dije a Rosita:
—Aquí fue, ahí vamos a quedar, ojalá balseemos al tercer día. Solté el llanto. Lloré a moco tendido. Cuando bajábamos por la plataforma que da al río, me dijo:
—Tranquila, Mona, que no se atreven. Están pagándole a Don Fermín. Él es el que los acosa.
Temblé. Rosita no murmuraba, le tenía recelo al río. Pero no nos dejaron a dormir en el playón sino que nos subieron a una cañonera de la Armada, con el argumento de ser nosotras dos personas de altísima peligrosidad. Dormimos en el suelo un rato antes del amanecer. Cada cual metida en su propio rollo.
A las ocho de la mañana fuimos entregadas a los fiscales que habían llegado de Bogotá. La rutina de siempre: nombres completos, edad, estado civil, hijos, ocupación, bienes, y la última pregunta de rigor:
—¿Es usted culpable o inocente de los cargos que se le formulen?
—Pero si no sabemos cuáles son —dijimos al tiempo.
—Rebelión —respondió uno de los fiscales, de anteojos él, ya mayor.
—¿Rebelión contra qué o por qué? —preguntó Rosita.
—Contra el Estado constitucional.
—¿Causa o razón? —preguntó otra vez.
Respondió el doctor, muy apacible sí:
—Colaboración con el terrorismo. Ustedes están acusadas de cambiarle a la guerrilla combustible por coca y de abastecerla de remesa, que a ustedes se la pagan también con clorhidrato de cocaína o «mercancía», que también llaman.
Quería hacer un chiste, o suavizar la situación, pero ni lo uno ni lo otro nos hizo sonreír. Nosotras no estábamos para juegos. Sin más vueltas nos llevaron al aeropuerto, nos montaron en un avioncito para seis pasajeros: dos tripulantes, dos presas y dos guardianes. Aterrizamos en Neiva a reabastecerse de combustible y al mediodía entrábamos al búnker de la Fiscalía. La acusación fue corta:
—Ustedes le venden a la guerrilla coca que sacan de vender combustible a los cocaleros en el río Caguán, en el río Orteguaza y en el río Caquetá.
—En qué quedamos, señor juez —le preguntó fuera del costal Rosita al fiscal—: ¿Les vendemos o nos venden? ¿Cuál es pues el trato con esa gente del que nos acusan?
El fiscal se limitó a decirle:
—Eso es lo que ustedes tienen que aclararle al Estado.
Mientras tanto, JF daba vueltas y revueltas para ayudarnos. Habló con medio pueblo. Hizo mil llamadas hasta que una ONG le aconsejó hablar con el doctor Carrascal, abogado experto en derecho penal. Había sido defensor de gente del ELN y del M-19. Sacó a muchos de la cárcel y a otros les evitó condenas de treinta años. El problema fue plata. Había que pagar sin remedio y sin tanto tire y afloje porque el doctor Carrascal era de pocas palabras: «Tanto». De ahí no se movía. Nos endeudamos a buena cuenta. Varios melones, uno sobre otro, hasta completar el guacal. Desde el Buen Pastor íbamos llevando las cuentas y asistiendo al juicio. La acusación no tenía mucha fuerza y la poca que tenía era la que Don Fermín le bombeaba para salir, él también, de su bollo. En Puerto Leguízamo y en La Tagua JF hizo una rifa de 10 millones que consiguió prestados. Todo el mundo sabía que no era una rifa sino una contribución para sacarnos de la cana y por eso la gente se tocó el bolsillo sin reparo. Ni boleta pedían, como diciendo: Si nos ganamos el billete, quédense ustedes con él para que esas mujeres salgan ligero. Salimos ligero, con deudas sí, pero sobre todo con el perro encima: Don Fermín.
4
Llevábamos tres meses libres y en paz, reponiéndonos del golpe. JF no convivía de plano con Rosita, ella es esquiva en amores. Él se quedaba alguna que otra noche en su cama. Por eso no lo echó de menos la noche que no arrimó. Cuando la planta del puerto se apagó, estaban matándolo de cinco tiros en la cara. Murió de rayo. La llamaron entre oscuro y claro para darle la noticia de que lo habían —dijo la voz— «desgraciado» en el río. Ella sintió en el pecho el golpe de la verdad, como si lo hubiera visto en sueños. Se medio vistió sin recogerse el pelo y temblando llegó a la base de la Armada.
—Nosotros aquí nada sabemos del caso. Busque en la Policía o si no, en La Tagua, puede que allá sepan. Aquí no ha entrado nadie con ese nombre.
Rosita, enloquecida, lo buscó donde le dijeron, pero no daban razón de nada ni de nadie. Encuelló a un policía y le gritó «malnacido» a un capitán, y nada. Por la tarde un infante de marina fue a decirle que el comandante de la base quería entrevistarse con ella. Estuvo a punto de mandarlo para la puta mierda, pero terminó corriendo al comando para saber lo que para ella había dejado de ser un presentimiento. El capitán de fragata no la miró de frente, le botó, mirando el río por la ventana:
—Está en el campo de básquet.
Ella le tiró la puerta y corrió por los corredores hasta donde encontró un cuerpo tirado en el piso, irreconocible porque los balazos le habían desfigurado la cara.
—¿Reconoce al occiso? —le preguntó un médico legista delante de los infantes que se agolpaban para gozarse la pena de la mujer. —No —dijo ella—, no reconozco ese pedazo de carne que dejaron ustedes muerto.
Rosita sí lo había reconocido por la ropa, pero se negó a darles el gusto. Les volteó la espalda y se fue. Regresó al día siguiente cuando fueron a buscarla de nuevo. Le habían lavado la cara con un cepillo de limpiar los pisos que estaba recostado al pie del tablero de básquet. Miró el cadáver, le levantó la camisa ensangrentada y les dijo:
—Sí, es él, reconozco la herida que le hice con mis propias uñas, malnacidos.
No dijo más. Desde ese día la llaman «La Peligro» y no por ella ni por su muerto, sino porque JF era un peligro con la moto, con la que ya se había se había dado contra el mundo matando gallinas, perros, marranos y hasta una danta, en la carretera que va de La Tagua a Puerto Leguízamo.
Al otro día, después de la necropsia y de las vueltas que yo le hice para enterrar a JF, que soltó ella misma en el hoyo, me dijo:
—Le dejo mi muerto a su cuidado. Me voy de esta mierda de país.
Y al Ecuador fue a dar.
No le habría quedado difícil viajar por agua hasta Puerto El Carmen, pero prefirió volar a Bogotá y de allí a Pasto para pasar por tierra la frontera en Ipiales. Tenía una prima hermana en ese pueblo de comerciantes y usureros y en casa de ella vivió unos días para orientarse y saber por dónde comenzar su nueva vida. La prima tenía amistades en Ibarra, una de ellas, la de un médico, propietario de una farmacia muy aprestigiada en el centro mismo de la ciudad. El hombre convino en emplearla, siempre y cuando fuera bien presentada. Por este lado Rosita las ganaba todas. Trampeó los papeles en Ipiales y pasó la aduana de Rumichaca como si fuera un pájaro. Llegó a Ibarra, la Ciudad Blanca, de nochecita y se encontró con su nuevo patrón, don Olegario Quiceno, en el parque Víctor Manuel Peñaherrera, donde funcionaba la farmacia, llamada de La Merced por dar cara a la basílica. El doctor Quiceno simpatizó con Rosita y al otro día estaba ya vestida con una bata blanca atendiendo a la clientela. Al principio el dueño la destinó a drogas menores, las que la gente pide para el dolor de cabeza, el dolor de muela, el dolor del cuerpo. Un medicamento con diferentes nombres que sirve para todo. Ella se fue amañando con los nuevos aires que respiraba en Ibarra. Dejaba atrás ese clima pesado, húmedo y oliendo siempre a sangre de Putumayo para vivir en un pueblo a donde se dice que todo viajero quiere volver. El patrón le ayudó mucho. Le adelantó el sueldo, le consiguió una alcoba donde unos parientes que le daban además desayuno y comida. Entraba a trabajar a las ocho de la mañana y llegaba caminando sin afán por las aceras. Le gustaba mirar el volcán Imbabura, visitar los domingos el monumento del arcángel san Miguel y con el tiempo la laguna de Yahuarcocha. No tenía gana de volver a tener más hombres en su vida y por eso a don Olegario no le atendió los perros que el tipo le soltaba. Quería vivir al escampado. Yo le manejaba el negocio de Leguízamo y de vez en cuando me pedía para comprarse una cosa u otra. Yo sabía que ella miraba, estudiaba la plaza y que cualquier día regresaría a hacer lo que tenía que hacer. No era mujer de rencores, pero a JF lo llevaba puesto.
Se fue familiarizando con el negocio. Al año, el patrón le soltó el mando y ella se le hizo irreemplazable. Era la prenda de la farmacia y muchos clientes llegaban a manosearla con los ojos. Ella lo sentía porque sentir era lo que sabía. Fue clasificando a los compradores, a los distribuidores de medicamentos; calibrando a don Olegario, a su familia; preparando el terreno. Despachaba pedidos a pueblitos cercanos: Urcuqui, Atuntaqui o Angochagua. Recibía cargamentos de «droga blanca» mandados desde Quito. Ella tenía las riendas de todo, hasta el día en que la mujer del patrón estalló en celos. Rosita se hizo a un lado y pegó para la capital a rebuscarse sin ayuda. No quería deberle a nadie porque lo que andaba calentando entre silencios era pesado. A Quito llegó derecho a un Internet. En la misma estación de buses entró directo a www.empleo.com.ec y allí encontró una oferta inmediata de trabajo en un colcénter. Esa misma tarde revoloteó alrededor de la oficina antes de presentarse. La atendieron con un «¿Tiene papeles? ¿Tiene hoja de vida?». Con eso no tenía problemas. Tuvo que hacer una entrevista, que, claro, Rosita pasó bien calificada. Al entrevistador le gustó el tono de la voz de ella, o quizás ella misma. La recibieron en el curso de inducción al que se presentaron veinticinco muchachas para concursar por dos puestos de trabajo. El curso duró ocho días y las aspirantes tenían que pagarlo. Les explicaron lo que debían hacer, paso por paso; la manera como tenían que modular la voz, las preguntas que les tocaba hacer según las respuestas. La clave era enredar al cliente, y el oficio, vender cursos de inglés de la Universidad de Inglaterra. A la gente había que convencerla de la importancia del idioma preguntándole si se sentía satisfecha en su trabajo, si aspiraba a ganar más, si tenía hijos, si quería triunfar. Había que hacerla entender que sin inglés y sin computador no era posible vivir la vida hoy día. La conversación comenzaba por un «¿Sabe usted cuál es la lengua más hablada en el mundo? El inglés. ¿Usted habla inglés? No. No todavía, se responde, porque con el curso que usted va a comprar hablará inglés en dos meses o se le devolverá el dinero todo, todito». No se podía suponer que la gente supiera de qué se estaba hablando, había que explicarle todo, así la respuesta a la pregunta que se le hacía fuera cierta. Al interlocutor «hay que dejarlo sin aliento, no hay que dejarle salida». Todo debe llevar a hacer indispensable la compra. Rosita no solo pasó el curso, sino que fue felicitada y comenzó a trabajar desde las seis de la mañana hasta las dos de la tarde. Le daban un listado de personas con nombre propio y teléfono. Cada llamada no podía pasar de tres minutos ni ser menor de uno y tenía que hacer por lo menos cincuenta cada día. Le daban diez minutos de descanso cada dos horas. Era controlada por una monitora que de tanto en tanto entraba en línea sin dejarse oír. Al mes Rosita notó que la monitora entraba cada cuarto de hora, lo que era raro porque a sus compañeras solo las escuchaba cada hora, cada dos horas. Se le hizo muy raro, pero quiso pasar de agache, hasta que la mujer se le declaró:
—Rosita, yo la quiero a usted.
Ella, que era ducha en propuestas, dijo «Pago por ver». Y se dejó llevar. Que vamos a comer juntas, que vamos al cine juntas, que paseemos juntas el domingo. Rosita se dejaba engatusar. Un día aceptó quedarse a dormir con la monitora sin compromiso. Pero el compromiso llegó porque no hay plazo que no se cumpla. Se hicieron amigas, Rosita buscaba y buscaba lo que quería encontrar, hasta que lo encontró: amistades y casa con comida. Vivió un tiempo de compañera; conoció al hermano de ella, cabo del Ejército: una corona. El hombre era explosivista, lo que quiere decir que sabía armar y desarmar minas quiebrapatas, bombas y demás artefactos mortales. Los que manejan explosivos con sus manos y su vida son personas muy nerviosas: brincan con cualquier ruido, oyen a kilómetros el sonido de un relojito de pulsera; huelen la pólvora, la dinamita y todos y cada uno de sus componentes, a metros. Saben orientarse vendados. Y sin embargo, saben controlarse. Son relojeros. Muy pocos mueren haciendo su oficio, todos mueren de infarto. Tienen las manos finas, los dedos muy finos, la piel muy sensible. Ella se enamoró de esa delicadeza. Él le fue abriendo camino para llegar a donde Rosita quería. No solo manejaba explosivos, sino que también negociaba con ellos. Y quien dice dinamita, dice munición, armas, contrabando, contactos, redes. Era lo que ella venía buscando con paciencia. La vida no podía negarle esa oportunidad, no habría sido justo. Había sufrido mucho, botado mucha lágrima. Quería armas para acercarse al negocio de Don Fermín. El problema fue la monitora. No era capaz de confesarle que se había enamorado de su hermano sin querer, que no quería hacerle daño, pero que era una realidad. La monitora le armó pataleta. Gritos, patadas, intentos de suicidio. Rosita, cansada de tanta escandola, le soltó la joya: ¿Preferirías que él —y lo repitió a gritos— se enterara de que somos amantes? Punto final. Sutura hecha. Rosita se dedicó con su nuevo amor a preparar el terreno: contrabando de armas y explosivos. Él manejaba una red de contactos y negocios que iba de Ecuador a Perú y de Perú a Putumayo. Ni mandada a hacer. La vida, como dicen, da muchas papayitas, pero una sola papaya y hay que saber cuál es.
Los primeros negocios fueron de ensayo. Como pisando cáscaras de huevo. Pasito a pasito. Un par de pistolas negociadas por mí en Leguízamo con unos bandidos, como para bajar bandera. Ellos se encargaron del resto y lo demás fue llegando. Tres, cuatro, cinco armas cortas, dos fusiles, unos cincuenta tacos de pentonita, doscientos. El negocio se hacía por la frontera con Perú, como si Rosita quisiera desenchipar el problema. Los pedidos se enviaban por el río Napo hasta Nueva Rocafuerte, donde el cabo tenía su parche. De ahí salía por un camino pasando por Puerto Cavero y Zúñiga hasta Güepi y de ahí por el Putumayo a Puerto Ospina. Unas veces con unos, otras veces con otros, pero siempre con alguien. La chipa se fue abriendo hasta que cayeron los propios de Don Fermín. A Vitamina lo habían licenciado, por lo que Don Fermín quedaba a tiro de as. La paciencia logra lo que la dicha no alcanza. Se quedó en llevarles munición 7.65 a un punto donde el viejo hacía sus cruces en el Caucayá. Al don ya se le había dado confianza y el hombre llegó tranquilo, inocente, a recibir lo que nunca esperó: Rosita armada. No lo dejó ni asustarse. Descargó dos proveedores enteros sobre el cadáver de Don Fermín y se perdió con su cabo en Perú. La volví a encontrar unos años después en Manaos. Me escribió invitándome a visitarla. Tenía una empresa de viajes y turismo por el Amazonas y dos hijos. Era feliz.

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