Heinz von Lichberg - "Lolita"

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Novelista, cuentista y periodista alemán cuyo nombre real fue Heinz von Eschwege. Fue un autor con cierto renombre en el periodismo nazi de entreguerras, pero desconocido en el mundo de la literatura. Su fama actual se debe a este cuento gótico escrito en 1916 y publicado en el volumen "Die verfluchte Gioconda" (La Gioconda maldita), y esto debido a que en los primeros años 2000, el germanista y crítico literario Michael Maar argumentó en varios artículos y posteriormente en un libro que Nabokov había plagiado los personajes, argumento y estructura de este cuento en su "Lolita" (aunque Rosa Montero mantiene "no entiendo por qué se dice que este relato ha podido servir de idea germinal para Lolita", dice que es un escándalo artificial y que la única coincidencia es el nombre de la niña).
La versión es la de Carmen Torregrosa y Oliver Spranger.


Alguien mencionó en la conversación a E.T.A. Hoffmann y sus cuentos musicales. Beate, la joven señora de la casa, se dirigió al poeta mientras depositaba en el plato la naranja que se disponía a pelar:
—¿Podrá usted creer que sus relatos (y la verdad es que lo leo poco) consiguen robarme el sueño durante noches enteras?
El sentido común me dice que son sólo imaginaciones; y sin embargo…
—¡Es que no lo son, señora condesa!
El consejero de legación sonrió afablemente.
—¡No estará usted insinuando que Hoffmann vivía realmente todas esas aprensiones!
—No lo insinúo —replicó el poeta—, lo afirmo. No que las viviera en carne propia, desde luego; pero, como poeta que era, experimentaba lo que escribía, o, mejor dicho, escribía sólo lo que vivía en su espíritu. Ésa es la diferencia entre el poeta y el simple escritor: ¡en la mente del poeta, la imaginación se encarna por medio de la reflexión!
Se hizo el silencio en el comedor estilo Imperio de la hermosa condesa Beate.
—No le falta a usted razón —dijo el profesor, de aspecto muy joven y gusto refinado—; me gustaría contarles algo que desde hace años llevo dentro, y todavía hoy no sé a ciencia cierta si viví o imaginé; pero me llevaría unos minutos…
—Adelante —dijo la señora de la casa.
El erudito comenzó así su relato:


Hacia finales del siglo pasado, estudiaba yo en la Universidad de una ciudad grande y muy antigua del sur de Alemania.
Hará de esto unos veinte años.
Había fijado mi residencia en un angosto callejón de casas antiquísimas. En las inmediaciones se hallaba una pequeña taberna que no dudaría en describir como una de las cosas más extraordinarias que jamás han visto ni verán mis ojos.
Solía frecuentarla en otoño, cuando al atardecer hacía un alto en mi trabajo.
La taberna consistía en una sola estancia muy mal construida, de techos bajos, hundidos y sombríos. Junto a las ventanas que daban a la calle había dos mesas muy fregoteadas escoltadas por rígidas sillas de madera. En un rincón oscuro, junto a la estufa de azulejos, se hallaba una tercera mesita con dos extrañas butacas tapizadas con un estampado de algodón profusamente colorido. Sobre el respaldo de una de ellas podía verse una mantilla de encaje negro como las que, según creo, llevan las españolas los días de fiesta. Nunca vi por aquel lugar más parroquianos que yo mismo, y todavía hoy me pregunto si en verdad se trataba de un local público. De cualquier modo, sus puertas y contraventanas se cerraban todas las tardes puntualmente a las siete. Nunca pregunté por qué, pues pronto empecé a sentir un agudo e inexplicable interés por los taberneros.
Se llamaban Aloys y Anton Walzer, y parecían de edad muy avanzada. Ambos eran increíblemente altos y delgados; estaban completamente calvos y lucían unas barbas largas y desgreñadas de color gris rojizo. Nunca les vi vestidos de otra forma que no fuera con unos pantalones amarillentos y unas negras chaquetas largas y holgadas. Debían de ser gemelos, pues guardaban entre sí un notable parecido y me llevó un tiempo distinguirlos, lo que conseguía gracias al timbre algo más grave de la voz de Anton.
Cuando entraba en la taberna me servían invariablemente, con una sonrisa amable y sin mediar palabra, una copa de un extraordinario vino dulce español en la mesa que estaba junto a la estufa. Aloys se sentaba siempre a mi lado, y Anton solía apoyarse en el alféizar de la ventana dándome la espalda. Ambos fumaban un tabaco muy aromático en una de esas pipas que suelen verse en los grabados flamencos. Parecían estar esperando algo.
Mentiría si dijera que los dos viejos me resultaban grotescos, porque la palabra «grotesco» esconde un matiz de burla. En realidad, la impresión que los Walzer me causaban era más bien la de un hastío y una angustia indecibles, rayando en lo trágico.
No parecía que en la casa viviera una mujer; yo, al menos, nunca vi nada que así lo hiciera sospechar.
Mi visita a la estancia envuelta en humo se convirtió pronto en una necesidad; sobre todo cuando llegó el invierno con sus atardeceres prematuros y sus largas veladas. Empezaba a intimar con los taberneros, que de vez en cuando me daban algo de conversación. Parecían haber perdido completamente la noción del presente, pues hablaban siempre de tiempos remotos y sus voces tenían un curioso timbre marchito y reseco como un crujido. Les contaba de mis viajes, y cada vez que mencionaba países del Sur veía brotar en sus ojos un brillo de desasosiego e impaciencia que, a veces, tenía un trasfondo de melancólica esperanza. Parecían instalados en el recuerdo de algo. Yo salía de allí cada vez con la vaga sensación de que algo espeluznante estaba por ocurrir, y al mismo tiempo no podía dejar de sonreírme por estos pensamientos.
Una noche en que pasaba por allí relativamente tarde, oí tras las ventanas cerradas una tenue música de violín de una delicadeza celestial, tan cautivadora que me retuvo parado en la calle un buen rato. Al día siguiente pregunté a los ancianos qué había sido aquello; pero ellos se limitaron a mover la cabeza mientras sonreían.
Pasaron algunas semanas y otra noche volví a pasar junto a las ventanas; puede que fuese incluso más tarde que la primera. De pronto, escuché tras los postigos tan salvaje griterío, tan increíbles maldiciones e injurias que me detuve aterrorizado. No cabía duda: las voces procedían de la estancia que yo conocía perfectamente, pero no eran los dos ancianos quienes mantenían la violenta discusión, pues ellos nunca hubieran podido producir sonidos tan graves, vigorosos y airados. Tenían que ser dos hombres jóvenes y fuertes enzarzados en una disputa. Los gritos redoblaron su volumen; la excitación fue subiendo de tono desmesuradamente, y de cuando en cuando se oía el golpear violento de un puño contra la mesa.
De pronto sonó una risa cristalina de mujer, y segundos después las excitadas voces se tornaron un rugido de locura.
La sangre se me heló en las venas. Ni por un instante se me pasó por la cabeza abrir la puerta para averiguar qué pasaba.
La voz femenina emitió un grito, un solo gritito, pero tan aterrado y de un pánico tan atroz que aún hoy no he conseguido olvidarlo. Después, se hizo el silencio.
Cuando al día siguiente entré en la taberna, Anton, sonriente como de costumbre, me sirvió una copa de vino en la mesa; todo permanecía tan igual que empecé a dudar si no lo habría soñado, y no me atreví a preguntar a los viejos.
El invierno tocaba a su fin cuando, una tarde, les comuniqué a los dos hermanos que no seguiría acudiendo a mi cita porque me marchaba a España al día siguiente.
Tal manifestación pareció ejercer un extraño efecto sobre Anton y Aloys, pues al punto se les mudó el semblante y sus ojos buscaron el suelo. Salieron de la habitación y los oí murmurar afuera.
Al cabo volvió a entrar Anton y me preguntó con nerviosismo si pasaría por Alicante. Ante mi respuesta afirmativa, se apresuró a salir con paso ridículo para reunirse nuevamente con su hermano.
Luego volvieron a entrar, actuando como si nada hubiera sucedido.
Ocupado en los preparativos del viaje, pronto me olvidé de los dos ancianos; pero esa noche tuve un sueño confuso en el que se me aparecía una casita inclinada de color salmón en uno de los barrios de mala nota del puerto de Alicante.
Cuando al día siguiente me dirigí a la estación, me llamó la atención que Anton y Aloys tuvieran cerradas las contraventanas en pleno día.
El viaje y los estudios me hicieron olvidar rápidamente estas experiencias menores que había vivido en el sur de Alemania. Es tan fácil olvidar en los viajes.
Pasé unos días en París, que dediqué a visitar a amigos y a deambular por el Louvre. Una noche, cansado de cuadros, me dirigí a un cabaret del Barrio Latino para escuchar a un singular bardo, de cuyo arte se hacía lenguas un conocido mío. Resultó ser un anciano ciego que cantaba francamente bien con voz solemne y melancólica. Su hija, una hermosa joven, lo acompañaba al violín con maestría.
A continuación ella tocaba un solo, en el que súbitamente reconocí la delicada melodía que semanas antes me había sorprendido al pasar junto a la casa de los Walzer. Pregunté: se trataba de una gavota de Giovanni Lully, de la época de Luis XIV.
Días después puse rumbo a Lisboa, y a principios de febrero llegué a Alicante pasando por Madrid.
Siempre he sentido debilidad por el Sur, y muy especialmente por España. Allí se vive, por así decirlo, «al máximo exponente»: todas las vivencias se multiplican por sí mismas. El sol torna cálida e indómita cualquier forma de vida.
Su gente es como su vino: fuerte, ardiente y dulce; pero también colérica y peligrosamente iracunda cuando fermenta.
Yo tengo para mí que todos ellos llevan dentro algunas gotas de la sangre de Don Quijote.
En realidad, no tenía nada especial que hacer en Alicante, pero me gustan las noches inefablemente dulces del puerto, cuando la luna se detiene sobre el castillo de Santa Bárbara creando contrastes súbitos y espectrales. Será que todo alemán esconde un poeta romántico en su fuero interno.
En el mismo instante en que entré en la ciudad a lomos de mi cabalgadura se apoderó de mí con ridícula intensidad el recuerdo de los hermanos Walzer y su singular morada. Pudo ser, claro está, una ilusión o una reconstrucción de la memoria, pero tengo la impresión de haber guiado mi mula casi maquinalmente hasta el puerto, pasando por el palacete de Algorfa. Allí, en una de las viejas calles donde viven los marineros, encontré el alojamiento que andaba buscando.
La posada de Severo Ancosta era un inmueble pequeño e inclinado con grandes balcones, apostado entre otros del mismo estilo. El amable y locuaz posadero me asignó una habitación con espléndidas vistas al mar, promesa cierta de una semana de paz y belleza imperturbables.
Hasta que el segundo día apareció Lolita, la hija de Severo.
Era, para nuestra mentalidad nórdica, casi una niña; tenía los ojos oscuros de las mujeres del Sur y el cabello de un inusitado tono cobrizo. Su cuerpo era delgado y ágil como el de un muchacho, su voz llena y profunda.
Pero no fue sólo su belleza lo que me cautivó, sino el halo de misterio que emanaba, sobrecogedor como un enigma en las noches de luna.
A veces, limpiando mi cuarto, se detenía en mitad de la labor; fruncía los labios carmesíes y risueños hasta convertirlos en dos finos trazos y se quedaba absorta mirando al sol con los ojos llenos de inquietud. Tenía el ademán de una gran actriz trágica en el papel de Ifigenia. En esos momentos, yo sentía una imperiosa necesidad de tomar a la niña en mis brazos para protegerla de algún peligro desconocido.
Había días en que los grandes ojos de Lolita me miraban tímidamente esbozando una pregunta muda, y noches en que la veía romper en desconsolados sollozos.
Nunca pensé por aquel entonces en irme. El Sur y Lolita me tenían cautivo.
Días cálidos y dorados, noches plateadas y melancólicas.
Y entonces llegó aquella tarde entre inolvidable realidad y caprichosa ensoñación, en que Lolita como tantas otras veces estaba sentada en mi balcón, cantándome en voz baja. De pronto dejó la guitarra en el suelo y se acercó con pasos vacilantes a la barandilla en la que me apoyaba. Y al tiempo que sus ojos buscaban la luz refulgente de la luna en el agua, me echó al cuello sus bracitos temblorosos como un niño suplicante, reclinó su cabeza en mi pecho y comenzó a sollozar con desconsuelo. En sus ojos había lágrimas, pero su dulce boca reía.
El milagro se había producido.
—Eres tan fuerte —susurró.
Los días y las noches se iban como llegaban. El misterio de la belleza la mantenía investida de una serenidad imperturbable y melodiosa.
Los días se habían convertido en semanas y yo empezaba a ser consciente de que había llegado el momento de partir; no porque me reclamara obligación alguna, sino porque el amor excesivo y peligroso de Lolita empezaba a infundirme terror. Al anunciarle mi partida me miró de forma indescriptible e inclinó la cabeza sin decir palabra. Luego se apoderó rápidamente de mi mano y la mordió, con toda la fuerza de su boca chica. Ni los veinticinco años transcurridos desde entonces han logrado borrar estas cicatrices del amor.
Antes de que pudiera decir nada, Lolita había desaparecido dentro de la casa. Sólo volvería a verla una vez más…
Esa tarde, en el banco de la entrada, mantuve con Severo una conversación muy seria sobre su hija.
—Ven —me dijo—, te voy a enseñar algo y te lo contaré todo…
Me llevó arriba, a una habitación separada de la mía tan sólo por una puerta. Me detuve sorprendido.
En la habitación, baja y rectangular, había únicamente una mesita y tres butacas. Pero eran las mismas, o casi las mismas, que las de la taberna de los hermanos Walzer. ¡Y en ese instante comprendí que era la casa de Severo Ancosta la que había visto en sueños la víspera de mi partida de Alemania!
De la pared colgaba un dibujo que representaba a Lolita con una perfección tal que no pude por menos que acercarme para observarlo.
—Crees que es Lolita —dijo Severo sonriendo—, pero es Lola, la abuela de la bisabuela de Lolita, ¡que hace cien años fue estrangulada por sus amantes en una reyerta!
Nos sentamos, y Severo empezó a hablar con su acostumbrada amabilidad. Contó que Lola había sido en su época la mujer más hermosa de la ciudad: tanto que llevaba a la muerte a los hombres que la amaban. Hasta que, poco después de dar a luz a su hija, dos de sus amantes que ella martirizaba hasta la locura acabaron con su vida.
Desde entonces pesa una maldición sobre la familia: las mujeres tienen una hija e, invariablemente, semanas después del parto sucumben a la locura. Pero todas ellas son hermosas, ¡tan hermosas como Lolita!
—Mi mujer murió así —musitó gravemente—, ¡y así morirá mi hija!
Apenas pude encontrar palabras de consuelo, tan intenso era el miedo que me asaltó por la suerte de mi Lolita.
Cuando por la tarde entré en mi habitación encontré sobre la almohada una florecilla roja de una especie para mí desconocida.
Regalo de despedida de Lolita, pensé, y la tomé entre mis manos. Entonces me di cuenta de que en realidad era blanca, teñida por la sangre de Lolita.
Era su forma de amar.
Esa noche no pude dormir. Un tropel de sueños me asaltaba. Y de pronto, hacia mitad de la noche, el horror se consumó.
Vi cómo se abría de golpe la puerta de la habitación contigua. En las butacas de la mesa del centro de la pieza estaban sentadas tres personas: a la derecha y a la izquierda dos jóvenes rubios y fuertes, y entre ambos Lolita. Pero no era Lolita: era Lola. ¿O tal vez sí era Lolita?
Tenían frente a sí sendas copas de vino tinto. La chica reía a carcajadas con desenvoltura, pero su boca esbozaba una rígida mueca de desdén.
Los dos hombres tomaron sus violines y empezaron a tocar. Sentí cómo la sangre se me agolpaba con furia en las sienes: había reconocido en la melodía la antigua gavota de la época del Rey Sol.
Cuando terminaron, la mujer arrojó su copa al suelo con un gesto entre arrogante y juguetón, y volvió a escucharse su cristalina risa de paloma.
Uno de los mozos, el que tenía de frente, gritó mientras dejaba el violín en la mesa:
—¡Y ahora dinos con cuál de los dos te quedas!
Ella se echó a reír.
—¡Con el más guapo! ¡Pero sois tan guapos los dos! Tenéis una belleza insólita y fría desconocida por estos lares.
El otro gritó con mayor intensidad:
—¿Le quieres a él o me quieres a mí? ¡Responde, mujer! O te juro por Dios que…
—Me queréis —dijo ella expectante—. ¡Los dos me queréis! Pero si vuestro amor es de verdad tan grande, lucharéis por mí con todas vuestras fuerzas, y yo le pido a María Santísima que con un milagro me ayude a saber quién de los dos siente un amor más intenso. ¿Estáis de acuerdo?
—Sí —respondieron los mozos, mirándose con hostilidad a los ojos.
—¡Elegiré, pues, al más fuerte de los dos!
Al oír estas palabras ambos hinchieron los músculos con tal virulencia que reventaron las mangas de sus chaquetas: pero resultaron ser tan fuertes el uno como el otro.
—¡Elegiré al más alto de los dos! —Y al decirlo, sus ojos centelleaban.
Los hombres crecieron y crecieron; sus cuellos se estiraron; las mangas de las chaquetas les quedaban por los codos. Los rostros se afearon y desfiguraron hasta tal punto que se podía oír el crujir de sus huesos. Pero ninguno de los dos resultó un centímetro más alto que el otro.
Con los puños deformes golpearon la mesa; cayeron por tierra los violines y comenzaron a blasfemar.
—¡¡Elegiré al más viejo de los dos…!! —bramó ella.
Cayó de las cabezas el cabello; en los rostros se dibujaron surcos profundos, las manos perdieron en fuerza y ganaron en temblor; y al alzarse trabajosamente y entre espumarajos de rabia, presas de una intensa agitación, les temblaban las rodillas. De sus miradas furiosas había desaparecido el brillo, y sus alaridos de rabia y decepción no eran ya sino graznidos.
—¡Por el amor de Dios, mujer —aulló uno de ellos—, pide una última cosa, una última, o irás de cabeza al infierno con tu belleza tres veces maldita!
Doblada en dos por la risa, bañados los ojos en lágrimas, la mujer les espetó:
—Elegiré… ¡elijo al que tenga la barba más larga y fea!
De los rostros descompuestos de los hombres brotaron largos cabellos rojos; de sus gargantas gritos bestiales y dementes de rabia y desesperación. Se hallaban cara a cara, los puños en alto. La mujer intentó huir.
Pero ambos se abalanzaron sobre ella a un tiempo, estrangulándola con sus largos dedos huesudos.
Yo era incapaz de moverme; un escalofrío me recorría la espalda y me obligó a cerrar los ojos. Cuando volví a abrirlos me di cuenta de que los dos hombres de la estancia contigua, que acababan de alzar la mirada del objeto de su venganza, eran Anton y Aloys Walzer.
Supongo que entonces me desmayé.
Me desperté cuando el sol había alcanzado su cenit, y vi que la puerta que daba a la habitación estaba cerrada. La abrí rápidamente y encontré todo tal y como estaba la tarde anterior. Me pareció advertir apenas que había desaparecido la fina capa de polvo que cubría antes los muebles. Además, creí percibir un vago olor a vino en el aire.
Una hora más tarde salí a la calle. Severo se me acercó trastornado y pálido, con lágrimas en los ojos.
—Lolita ha muerto esta noche —dijo en voz baja.
No puedo describir lo que pasó por mi interior al escuchar estas palabras; e incluso si pudiera, me parecería un sacrilegio.
Mi adorada chiquilla estaba tumbada en su camita estrecha con los ojos abiertos de par en par. Tenía mordido el labio inferior, y su cabello rubio y perfumado caía en desorden.
No sé de qué murió: en mi infinita turbación se me olvidó preguntarlo. En cualquier caso, no del cortecito que tenía en el brazo izquierdo: con él sólo había teñido de rojo la blanca flor con que me había obsequiado.
Cerré sus tiernos párpados y, arrodillado, hundí mi cabeza en su fría manita; no sé cuánto tiempo permanecí así.
Hasta que irrumpió Severo para recordarme que el barco que había de llevarme a Marsella partía en una hora.
Sólo entonces me fui.
Cuando el barco ya se había adentrado en alta mar reconocí otra vez la silueta de Santa Bárbara. Caí en la cuenta de que aquel castillo anguloso era mudo testigo de cómo se daba tierra al cuerpecito amado. No pude evitar que mis ojos y mi corazón suplicaran a las altas torres con un ansia para mí desconocida: «¡Despedidla de mi parte, abrazadla en sus últimos momentos y siempre, siempre!».
Pero el alma de Lolita la llevé conmigo.
Años más tarde volví a visitar aquella antigua ciudad del sur de Alemania. En la pequeña taberna de los Walzer vivía ahora una mujer poco agraciada que vendía semillas.
Le pregunté por los hermanos, y así fue como me enteré de que la mañana siguiente a la noche en que murió Lolita los habían encontrado muertos y sonriendo apaciblemente en sus butacas junto a la estufa.


El erudito, que no había levantado la mirada del plato mientras hablaba, alzó la vista.
Instantes después, la condesa Beate abrió los ojos.
—Es usted un poeta —dijo. Y le estrechó la mano con un movimiento tan rápido que tintinearon las pulseras en su grácil muñeca.

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