Patrick Chamoiseau - "La última dentellada de un ladrón de bananas"

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Novelista, cuentista y ensayista martiniqués. Es un autor interesado en las formas culturales en riesgo de desaparición de su isla natal y en el uso de su lengua materna, el criollo, lengua que debió de abandonar y sustituir por el francés cuando comenzó en la escuela. Esto es una seña de identidad de su estilo lingüístico, el uso de un lenguaje híbrido accesible para los lectores de la metrópoli pero cargado de los valores socio-simbólicos criollos.
La versión y las notas son de Amelía Hemández.


Si Cestor Livenaj no hubiera tenido aquella mata de bananas amarillas, digo que nadie lo habría envidiado. Yo no quiero malhablar de él, y si mi palabra afecta será con toda inocencia ya que es palabra lavada por el silencio de medianoche, bien limpia, bien lustrada, y la suelto con la fe puesta en Dios. Pero, verdaderamente, es que Cestor Livenaj no tenía buena presencia. La gente de nuestra barriada (una barriada cerro arriba, donde el viento se amanceba con el pájaro malfini (1) no era gente de mucha pinta pero, por más que sea y por más que se diga, hay que guardar un mínimo de apariencia cuando uno existe en este mundo: una camisa blanca para salir y bajar al burgo cuando llaman a misa, un calzado reluciente que uno lleva en la mano por encima del barro, un sombrero bien puesto, un paraguas negro, un pañuelo perfumado con agua de Colonia ... Minucias, todas estas cosas, pero en esta vida nada fácil son la señal de que una persona enfrenta su destino siguiendo un eje. En fin, hablo y hablo y no digo lo que hay que decir, y siempre es así para describir a este Cestor Livenaj. Ya no está entre nosotros hoy día, pero cuando sí estaba, bien vivo como todos nosotros, no le importaban ni la misa, ni los entierros, ni las vísperas, ni las serenatas a las que subían los cantores desde el burgo, ni nada. No se tomaba la molestia de quitarse el barro de entre los dedos de los pies, ni de ponerse en días de asueto un traje comprado al marchante árabe. Uno lo miraba y siempre parecía estar como cuando sudaba en las escarpaduras de sus conucos, que nadie había visto pero que al parecer estaban ubicados hacia Mome-Caco,justo después de Fond-Blanchi. Tampoco se tomaba el tiempo de quitarse las legañas de los ojos, ni de peinarse el pajar que le servía de cabellera. A la hora de las cuatro, los domingos en la tarde, cuando las mamás de la barriada reunían en sus regazos a las damitas para tejerles loanguitos (2), él, Cestor Livenaj, se ponía a gritar que les dejaran crecer el cabello en libertad, como el suyo, sobre el que se desplomaba un sombrero bakuá (3) hasta el borde de las cejas. Aquel pajar llevaba una vida de desbarajuste y cada quien podía constatarlo cuando, ante alguna persona estimada, Cestor Livenaj, con modales pulidos como piedra de río, se quitaba el viejo sombrero amarillento, inclinándose bajo el peso de un saludo. Y no era sólo su ropa sudada y su cabello granoso; era también que nuestro hombre vivía más solo que una mangosta, en una cabaña de palo-bomba empalmado según alguna misteriosa técnica. Nadie veía que esa cabaña tuviera algún arranque contra la vida, como para agarrarse al destino. Era, mejor dicho, una cabaña «detenida»; parecía que quería hundirse hasta el fondo de la tierra roja surcada por las lluvias acá y allá, con largos rasguños sangrientos, casi trágicos; parecía que quería ponerse como la corteza de esas tres grandes matas de mango que le aumentaban la sombra, o la de esas ceibas que ningún viento mecía, no por falta de viento sino por ser demasiado añosas. Seguro, y no es palabra ociosa, que los árboles demasiado añosos desalientan al viento. Quien no lo sepa, nada sabe de la vida. En las barriadas de estas alturas sabemos observar, pero sobre todo sabemos oír las palabras que se dicen, y fue Cestor Livenaj, sí, él mismo, quien declaró un día que los árboles no se mueven cuando tienen más allá de mil años. Eso nos permitió saber la edad de nuestros viejos árboles y comprender que nuestra barriada, con su arboleda de pan de fruta (4), caimitos, chirimoyas y palo-bomba, venía de un tiempo mucho más remoto de lo que nosotros podíamos tratar de imaginar; nosotros, pero no Cestor Livenaj, quizás . . . En sus soledades, nunca parecía que lamentara no tener a alguna mulata para calentarle las hojas secas de su colchón, o que echara de menos una cantidad de chiquillería capaz de demostrar al mundo entero que él era de buena raza. Estaba entre nosotros pero sin parecerse a nosotros y sin moverse ni hacia el burgo ni hacia la ciudad, solamente aquí, entre nosotros, hablando con él mismo más que hablándonos, y viviendo un tiempo más remoto que el nuestro, mucho más mágico también, como si él pudiera ver mejor que los gusanos de luz en esa especie de oscurana que nos apremiaba, no a la hora en que se pone el sol sino precisamente a la hora en que sale, cuando hay que sacudirse la pesadez del sueño para hacer un intento de vivir. Él, Cestor Livenaj, no parecía tener ese problema, o entonces parecía que se las arreglaba mejor. Los domingos, a cierta hora, en el silencio del trapiche y el adormecimiento de las cañas, mientras todos estábamos ahí recostados y sintiendo venir las ganas de quedarnos quietos, atrapados bajo el peso del cielo y el viento que pasaba sin tocar nuestros árboles, él, Cestor Livenaj, vestido con su sudor, su sombrero viejo, su barro en las piernas, su pajar granoso, y rechupando su vieja pipa de bambú ennegrecido, sacaba fuerzas para caminar, subir y bajar, no por un lugar preciso y para algo preciso sino, visiblemente, para zanquear algún espacio que todos ignorábamos y que, sin embargo, se extendía aparentemente en medio de nosotros, con grandes horizontes y vientos zumbantes. Y si le decíamos: «Pero Cestor, ¿adónde vas?, ¿cuál es el asunto?, ¿en qué andas metido?», él contestaba: «Ando metido, metido, mis negros, metido, metido . . . ». También había una inquietud que salía en palabras por su boca; palabras nunca ociosas pero tampoco muy sensatas, como si él no dominara el habla y utilizara su créole (5) o su francés como piedritas calientes que reunía raudo y veloz, para dejártelas ahí más rápido aún, con una mueca de bribón muy avieso. Siempre repetía alguna palabra de la frase que le habíamos dicho y te la volteaba de varias maneras: o repitiéndola sin cesar (le decías: «Eh, Cestor, ¿qué tal, chico? . . . », y él contestaba: «Chico, chico, chico, chico, chico . . . », sin parar y en trece tonos), o descomponiéndola en sílabas y petrificándolas en la punta de la lengua, sin quitarte los ojos de encima. Y daba la impresión, como una angustia, de que la frase que habías soltado con espontánea gentileza, sin pensarlo, se te devolvía más cargada y misteriosa que esos árboles inmóviles que, desde el señalamiento de Cestor, habitaban nuestros sueños aunque sin convertirlos en pesadilla, más bien insuflándoles la paciente quemazón de esos hornos de carbón de los que nadie sabe qué maderas estarán rumiando. Todo lo cual se agregaba a lo demás (pero si hay que hablar de lo demás, cómo hablarlo sin malhablar de él. . . Cómo hablar de su presencia nocturna en el umbral de su casa, mirando la luna . . . Cómo hablar de los gusanos de luz amontonados por encima de su cabaña como moscas encima de un jarabe, y que se ponían a relucir hasta contrariar nuestro dormir como los relumbrones de una tormenta . . . Y de qué servía ese miedo nuestro a las serpientes, que él no compartía pues lo veíamos surcar los barrancos sin hacer los gestos que hay que hacer, ni apartarse de los sitios propicios que favorecen a la Bestia, ni siquiera hacer una señal de la cruz para pasmar esas vidas inquietas en las hondonadas oscuras . . . ); entonces todo eso, digo, hacía que nadie lo envidiara. Tampoco se le temía: él no se había destacado por ser agorero, ni curandero, ni palabrero (6) como esos insignificantes que se lucen en las veladas mientras destilan sus cuentos, transformando de golpe su existencia en llamarada de luz. No. En nada se había destacado. Nada nos aportaba y nada parecía esperar de esta tierra. Y eso era lo fastidioso porque, aquí donde estábamos, batiendo y debatiendo, luchando contra nosotros mismos y luchando contra la vida, era difícil soportar junto a uno a alguien que nada enfrentaba y que parecía estar a gusto sin nada pedir a Dios ni al Diablo. Eso era algo fastidioso, algo difícil de entender, pero sobre todo difícil de envidiar, por eso lo digo sin temor a malhablar de él. Y sin embargo hubo un cambio, que fue aquella mata de bananas amarillas. La vimos crecer en las inmediaciones de su cabaña, del lado del río, en un sitio con agua, sombra y sol. Un lugar donde habitualmente sólo echaban tallo unos berros endebles. Vimos surgir, un día, una escultura de verdor. Vimos esa cosa en forma de huso ansiando el sol, prometiendo desarrollarse y desplegando de repente grandes hojas lustrosas. El rocío les entregaba sus gotitas que la luz convertía en alhajas y que la furia del sol no lograba secar. Especulábamos acerca de esa variedad de banana: ¿Banana-manzano o banana-bejuco? ¿Banana-tisana o banana- topocho que te pone la lengua áspera? ¿O esa banana dulcísima que se deshace en la boca como crema suave y te da la impresión de estar tomando leche de savia . . . ? Ésas fueron las primeras preguntas y las primeras apetencias a medida que la mata de banana se impulsaba hacia el cielo. Se abría con una majestuosidad tan asombrosa que empezamos ( de repente) a darnos cuenta de que en nuestra barriada, bajo los árboles inmóviles, bajo las matas de pan de fruta y otros frutos seleccionados según confusas leyes, nada se había exigido a nuestras negras perfidias, ni siquiera que produjeran una mata de bananas. Y todo eso empezó a contrariar nuestros sueños, sobre todo cuando vimos que Cestor Livenaj había encontrado algo así como un interés en su vida; no es que se puso a existir, sino que empezó a tener gestos mejor dirigidos en función de la existencia. Por ejemplo, por fin pudimos ver el trabajo de su machete cuando cortaba los retoñitos del banano que surgían de noche y se estiraban, egoístas impacientes, contrariando la propia crecida del tronco; también lo vimos hurgar la tierra alrededor de la mata de banana cuando tuvo que dejarla respirar; lo vimos atento, acechando las grandes hojas que se volvían andrajosas al frecuentar el viento; lo vimos enfrentar bichos invisibles afanados en las raíces; lo vimos transportar tobos de bosta de vaca cuando algunas hojas se pusieron pardas y empezaron a secarse; y lo vimos bregar para apuntalar el tronco cuando se combaba bajo el peso de la flor y luego bajo la gloriosa carga del racimo. La envidia se nos hizo cruel cuando a todos nos quedó claro que se trataba de una mata de bananas amarillas y de buena calidad, de ésas que te aromatizan por siempre el recuerdo cuando te las encuentras metidas en un hervido de treinta y dos pescados rojos, o cuando las mezclas con la excelencia cremosa de un ocumo-bocoyí y sabes agregarle la buena sazón de un ragú de cerdo. El racimo de bananas empezó a engordar a medida que nuestros sueños se quedaban inmóviles y decaían cada día más ante la idea de los árboles inmóviles y ante esos faros nocturnos operados por los gusanos de luz. Nos pusimos a dar los muy buenos días a Cestor, a mostrarnos un poco más amables, e incluso a reflexionar acerca de las palabras que nos devolvía, e incluso a decirle: «¿Cómo dices, Cestor?», siendo que antes lo dejábamos tranquilo con su misterio. Todos esperábamos estar ahí cuando descolgara su racimo de frutos benditos. Todos nos veíamos regresando a nuestras cabañas con dos o tres bananas y poniéndonos a vivir de una manera diferente. Y todas las mañanas, al salir el sol, a medida que la mata de banana iba madurando su racimo, nos pusimos a envidiar a Cestor Livenaj, a percibir mejor el ritmo de su vida, a comprender mejor su ir y venir incesante, a apreciar mejor la ubicación de su cabaña entre sombras y luces, y a percibir de manera increíble una especie de justo sentido de lo que hay que vivir en esta vida insensata. El día de la cosecha fue acercándose. Todos reducíamos nuestras horas de sueño. Todos recortábamos nuestros desplazamientos con el fin de estar ahí en el momento adecuado y de poder merodear por la cabaña dando los buenos días que incitan a compartir. Pero nadie pudo ver madurar el racimo. Sólo oímos, al despertar una mañana, el grito desesperado de Cestor Livenaj . En la noche, un canalla se había llevado el racimo. La mata de bananas amarillas estaba decapitada. Cestor daba vueltas y más vueltas alrededor, no más contrariado que lo usual. Entonces nos entró la duda de que el grito lo hubiera dado él. Tal vez habíamos sido nosotros, ya que él, con su vieja pipa en la boca, no hacía sino dar vueltas alrededor del banano, mirándolo y mirándolo. Le murmuraba palabras que parecían no agotarse jamás ni nunca. Podó el banano tan pronto como un nuevo retoño se elevó desde las raíces. Y otra vez el mismo trajín: nuestros sueños contrariados, y nuestras apetencias, y esa oleada de palabras que él derramaba ante el banano cada vez que el racimo a punto de madurar desaparecía de repente, una vez, dos veces, tres veces, hasta la cuarta vez, que resultó tremendamente mortal. Aunque era de esperarse, el hecho es que todos nos quedamos sorprendidos. Había gran sobresalto en la barriada al ver cómo iban desapareciendo las bananas. Y en cada desaparición, acudíamos presurosos junto a Cestor para clamar nuestra indignación, pero sobre todo para ver mejor la mata de banana que parecía provenir de un lugar distinto a esta tierra. También queríamos oír lo que él rezaba ante la mata pero aunque nos acercáramos, aunque oyéramos su voz, nos era imposible entender su murmullo. Parecían palabras más allá de las palabras. Lo que decía nos salpicaba como un rocío frío. En realidad, aquel lenguaje se nutría de nuestras propias carnes y nuestras propias sombras. Por eso es que al tercer robo nos quedamos junto a Cestor silenciosos y amargados. Nos callábamos para participar mejor en su hablar al banano, y para hallar en lo hondo de nuestro corazón un resto de lenguaje, no meras palabras sino las de adentro, las que latían en nosotros desde el año de la nana, las que nublaban nuestros sueños y embadurnaban nuestras vidas, las que nos atormentaban sin saberlo, salvo en ciertas horas, cuando alguien aferrado a algún vestigio se ponía a gritar una palabra que no era un grito. Fue quizás después del tercer robo cuando participamos verdaderamente en lo que decía Cestor alrededor de la gran mata. Ésta absorbió todo lo que le lanzamos desde nuestra desesperanza de nunca poder saborear sus promesas. Todo se lo tragó, como agua, como luz, como sol. Su tronco se puso de un verde diferente que debió habernos alertado y, sin siquiera cambiar de retoño, en un dos por tres volvió a despacharnos un nuevo racimo imposible, una nueva esperanza, un portento de bananas amarillas inconcebibles que, justo la noche en que quedaron en su punto, el ladrón volvió a robarse. Pero esta vez Cestor Livenaj no brindó palabra alguna a su mata majestuosa. Nosotros, reunidos, nos quedamos mudos por no saber hablar como él sabía hablar. Se limitó a mirar el banano y volvió a sus quehaceres acostumbrados. Nos habíamos quedado en silencio, con la sensación de una fatalidad irremediable, imposible de nombrar. Fue una semana después cuando se descubrió a un cercano vecino de Cestor Livenaj, un tal Fabrice Silistin, muerto dentro de su casa, con lo que quedaba del racimo de bananas colgado por encima de su cama. Fabrice Silistin era una buena persona, alguien como es debido, y nadie habóí sospechado que se levantaba de noche para concretar nuestras apetencias, cargando, él solo, con nuestras ganas de ese racimo, y comiéndoselo en nuestro nombre y por todos nosotros. No dejaba ningún deudo, ya que su mujer culí (7) se había largado hacía tiempo a la ciudad con sus siete hijos; sólo dejaba su cabaña y lo que quedaba del racimo, que nadie tocó. La mata de bananas amarillas siguió echando otras cargas de frutas que Cestor ignoró, y nosotros más aún, ya que nadie se atrevía a correr el riesgo de hincar el diente en aquella maravilla que nuestra verdadera palabra, nuestra imposible palabra, había envenenado por los siglos de los siglos.


(l) El pájaro malfini o mansfenil es el gavilán de las Antillas.
(2) Pequeñas y apretadas trenzas africanas.
(3) Bakuá o abaca, especie de banano cuya fibra sirve para tejer cuerdas, alfombras, sombreros, etcétera.
(4) Planta morácea de grandes frutos harinosos comestibles, que forman parte integral de la comida caribeña; según las regiones, se llama también fruta de pan, pan de palo, pan de pobre o pan del año.
(5) El créole (criollo) es la lengua tradicional que se habla en las antillas francófonas.
(6) En las islas del Caribe, el palabrero (o «cuentacuentos», como se dice actualmente) es el que transmite la tradición oral: los cuentos, las anécdotas y las crónicas. No tiene que ver con el palabrero de ciertas comunidades indígenas del continente americano, que es un mediador en los conflictos vecinales o familiares.
(7) Término peyorativo para designar a la gente de origen asiático.

This entry was posted on 15 octubre 2023 at 18:30 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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