Marina Closs - "Adriana o del amor verdadero"

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Novelista y cuentista argentina. Sobre la temática de su obra ella ha dicho: "solo puedo escribir sobre excéntricos, locos, marginados, excluidos, seres fantásticos, mutantes. La normalidad me resulta muy incómoda, casi inenarrable".
Este cuento pertenece al volumen "Tres truenos" de 2021.

Cuando se abre el telón, yo casi me araño los ojos y escupo. Espero un segundo, para ver qué estoy haciendo. Nada. Veo que se abre el telón. Veo que se abre el telón y hay una cabaña y de la cabaña sale una bailarina. Me toco con la uña la mejilla y me rasco los ojos. No me estoy hiriendo. Cuando la bailarina danza, parece que la música la dejara triste y débil.
Un harapo blanco de la música. Me siento y me acomodo. Yo bordé el espacio entre la cintura y el tutú. Después bordé en el pecho una línea de perlas. Usé hilo blanco y corté al final con un mordisco. Sentí el hilo sobre la lengua y esperé un minuto antes de escupirlo. Sentí, con el hilo en la boca, muchas ganas de tragármelo.
Quiero ahogarme siempre, trago algo para toser y ahogarme. Si me duele la cabeza, el hilo blanco se me desaparece entre los dedos y la garganta se me seca, entonces yo inmediatamente trago algo. Quiero toser. Toser me saca el aire, suelto el hilo entre los dedos, salgo de la silla, no bordo. Cuando estoy tosiendo me acuesto en el piso y me quedo tosiendo. Si hubiera alguien en casa, me podría preguntar: ¿qué pasa?
No sé qué me pasa. Creo que estoy temblando sin que me pase nada. Creo que también quiero a propósito toser. Toso para levantarme de la silla. La tos, me ahogo. Si hubiera alguien en casa, yo gritaría: ¡vino la tos!, ¡me ahogo! No me lo digo a mí misma porque no hablo sola. Toso, toso. Hola a todos, yo me llamo Adriana.
Hola, soy Adriana, toso, toso. Vengo de otra parte. No voy a decir de dónde. No sé si quieren saber. Estoy sentada en una butaca y pensé que iba a escupir y arañarme. No me pasa nada. Estoy sentada, estoy conforme. Bordé los vestidos de este espectáculo.
Todas las bailarinas en este teatro me dan lástima. Pienso que caminan como si el cerebro les pesase hasta la punta de los dedos. Me entristece la fuerza mental con la que usan el cuerpo. Pienso que la danza es un obstáculo entre ellas y la música. Pero yo las veo y es verdad que también me gustan. Ellas tienen las piernas como un cuello de cisne. Tienen el tobillo blanco y la pierna blanca hasta donde se puede mirarles. Yo soy baja, flaca, de nariz en punta. Así:
«¿Cómo sos?», me preguntan: «Baja, flaca, de nariz…». Meto la cabeza adentro de la computadora, cierro la conversación y dejo de hablarles.
Pero no soy fea. Mi cara me gusta. Es rara. Tengo los ojos rasgados. Lo que no me gusta es que me vean mirándome. O mejor: no me gusta que alguien mire en un espejo en el que yo me estoy mirando. Los dos reflejos juntos me dan vergüenza. Me veo un gesto de vergüenza, y me escondo. No soporto ver mi cara mientras alguien me mira. Tampoco soporto mirar con alguien un video de mí misma.
Llego después del teatro a mi casa y miro cómo cerré la ventana. Pienso, adentro mío: «Hoy cerré la ventana con miedo. Lo mismo habré cerrado ayer». Hace mucho tiempo que veo cómo están hechas las cosas, así: si algo está puesto con cuidado, con maldad, con rabia. Sé, cuando miro a la bailarina, que un pie está estirado con odio o que un pie está estirado con lástima. Entro a casa y empiezo a escribir en un cuaderno una historia en la que las bailarinas danzan como si la música las aturdiese.
Después, pongo música y me siento a bordar.
—Adriana, vos tenés que ir al teatro y ver cómo bailan. Porque si no, no sabés para qué estás bordando —⁠me dice por teléfono mi mamá.
Pido a mi jefe que me regalen una entrada. No hay problema, ¿para alguien más? Dos, me regalan. Invito a una persona que está ocupada. No importa, voy sola.
Estoy allá. Ahora sé para qué bordo. Cómo es el ballet: un montón de gente, tratando de no apoyar jamás los pies en el suelo. Una mujer bailando con una rodilla rota, algo que cruje. Un pedazo de vidrio clavado en la planta de un pie. Por todas partes, el aire caluroso, casi óseo.
Pies amarrados. En los vestuarios, donde el aire es caluroso, algo cruje.
—Esta es Adriana, la que borda.
Me saludan. «Hola, yo soy Adriana. No, no soy de acá».
Alguien y yo nos miramos un rato en un espejo.
—¿Querés irte?
—Sí.
Salgo y me siento sola en una butaca.
—¿Vos sos la que borda?
—Sí.
—Yo soy el que toca el piano en los ensayos.
Cuando salgo del teatro, él y yo nos besamos. No sé por qué. Nos pasamos los números, pero no volvemos a hablarnos.
Una vez me dice un conocido:
—Adriana, vos besás mal.
—Vos pintás mal —le digo.
Él es pintor.
«Está sobre mí, sin que yo sea su amor», anoto en mi diario.
Suena por segunda vez el teléfono. Me levanto y lo empujo.
—¡Adriana!, ¿qué estás haciendo? —⁠pregunta mi mamá, en el teléfono.
—Hola, mamá. Estoy bordando.
Me gusta bordar escuchando música.
Anteanoche no pude dormirme porque tosí. Tosí hasta las cuatro de la mañana. No podía pensar en nada, porque tosía. Me tapaba la boca con la sábana. Tosía. ¿Será que me estaba ahogando un hilo? Nunca trago, a último momento escupo. Pero a veces pienso que, sin querer, trago cuando estoy por escupir. Escupo y no sale nada. No sale el hilo. ¿Qué me pasa? Escupo otra vez. ¿Puede ser que me lo haya tragado?
Anteanoche tosí como si algo se parara sobre mi garganta y me picara, y yo no me lo sacara pero me pasase la noche rascándome. El cuerpo ya me temblaba. Debajo de la sábana me traspiraba de seguir así.
El pintor que conozco me invita a visitarlo en su taller, en su casa.
—No te sintás incómoda —me dice y se ríe.
Yo me siento en un sillón y me pica mucho la garganta. No sé qué hacer y toso:
—Me dijeron en la clínica que tengo tos nerviosa.
—¿Y qué?, ¿es grave?
—No es grave, pero no hay cura.
Se ríe.
—Por favor, si empiezo a toser —⁠le digo⁠—, disculpame.
Él, esa noche, antes de besarme, me saca el pantalón y me mete un dedo en la vagina. Yo respiro ancho, me caigo para atrás, lo abrazo.
—Ah —grita él—, te gusta.
Yo no sé qué hacer y lo beso.
—Adriana, ¿querés que nos sigamos viendo?
—No quiero.
Cuando yo me estoy por ir:
—Mirá —el dedo otra vez—, ¿te gusta así?
No sé qué hacer. Me tiro para adelante y lo abrazo.
Me muerdo la boca para no decirle nada. Pero digo:
—Mi amor. Mi amor.
—¿Qué?
Me acomodo el pantalón, me busco el botón y lo abrocho.
—¿Qué?
—No quiero que nos sigamos viendo.
Él me pregunta por qué. Respondo cualquier cosa:
—Estoy embarazada.
—Ah —me mira él, con asco—. Bueno, que estés bien, entonces. Suerte.
—Adriana, ¿vos tuviste alguna vez un novio? —⁠Él, me llama por teléfono.
—No, nunca.
—Con razón besás mal.
—Vos pintás mal —mastico yo—. Yo hago bien mi trabajo. Me pagan. Me regalan entradas para ver el espectáculo. ¿No querés venir conmigo?
No me contesta nada. Me pregunta:
—¿Y qué hacés con la plata?
—Nada, la tengo ahí, por si me sirve.
—¿No querés ir de viaje?
—No. No me gusta.
—¿No estás embarazada?
—No, tampoco.
—¿Por qué me mentiste?
—Ya te dije: porque no quería verte más.
Esa vez cortamos. Fui tan clara que casi nos entendimos. Me asombra lo que me tranquiliza habérselo dicho. Decir lo que tengo que decir y listo. Me siento de noche a bordar en la casa, porque estoy muy tranquila, después de haber hablado.
Al otro día, ando por la calle sola. De pronto veo, en una tienda de ropa vieja, un vestido blanco con encaje, no blanco como el hilo, sino blanco viejo, blanco lleno de polvo. Me lo pruebo y tengo, parece, el polvo subido sobre mí. No me miro de más. No toso. Directamente compro.
Yo sé por qué hago las cosas, por qué compré este vestido. Me digo a mí misma: «Me compré este vestido para ahorcarme».
Ahora me imagino: yo, colgada. Yo, con polvo en los ojos. La sensación fría de tener el aire bajo los pies.
¿Qué hago ahora? Llego a mi casa y lo guardo. Yo sé por qué lo guardo, cómo. No me llega a dar angustia, pero sí vergüenza, si alguien viene de visita. No quiero que alguien como yo se dé cuenta de que compré este vestido para ahorcarme.
El vestido es largo y me cubriría hasta los pies. No sé si me pondría zapatos. El vestido es largo, va a taparme todo.
Tengo vergüenza. Pongo el vaso sobre la mesa y me parece que lo puse como si, después de tomar agua, ya quisiese ahorcarme. Nadie toca el timbre. Me quedo en la cama. Toso dos veces y, no sé por qué, en vez de ahorcarme, me duermo.
Cuando me pagan el mes, pido otra vez entradas para ver la obra.
—¿Giselle?
—Sí, otra vez. Dame una sola, así me queda otra para después.
Me da una sola, para ir a ver esa misma noche. El que tocaba el piano se sienta cerca, pero no nos miramos. Esa noche tampoco nos besamos. Casi ya me olvidé de que nos conocemos.
Todo el escenario, un silencio grandioso. Un oscuro artificial, un teatro.
Se levanta el telón. Otra vez la bailarina enfrente de su cabaña. Ahora me doy cuenta: no solo no quiere nunca tocar el piso, sino que hace sonar la música solo para que no se escuche el ruido de cuando el pie golpea contra el suelo.
Pobre. Bailando me parece una ciega; saltando, una tartamuda. Después se sube al zapato de punta y es como si caminara con la garganta.
Enseguida aparece flotando el grupo de bailarinas. Me imagino que voy entre ellas, que me tiro de un lugar muy alto, que el viento me pega en las mejillas, y me quedo a medio camino, con los zapatos bailando en el aire y el pelo caído, chorreado sobre mí.
Las bailarinas hacen como si formasen parte de otro mundo. Me dan otra vez muchísima lástima. No sé qué hace en su casa una bailarina. ¿Llora, porque no usa su zapatilla de punta? No sé qué hace. Ahora entiendo por qué bordo los trajes. Bordo estos trajes porque el ballet me gusta y porque, como las bailarinas, yo también me doy lástima.
Me siento mejor cuando salgo del teatro. No beso a nadie, pero apenas llego a la casa, llamo al pintor. Le digo:
—Vení a casa. Quiero verte.
Escribo en un cuaderno:
«Giran con el tutú largo y sigiloso. Cada cierto tiempo, se quedan estáticas y altísimas, como animales deslumbrados».
Él toca el timbre. Yo escondo el cuaderno. Lo pongo junto con el vestido. Después cambio de opinión y me saco la ropa. Me pongo el vestido. Lo atiendo. Él me dice: —¿Qué te pusiste? Parece un camisón.
Yo:
—Me lo compré ayer.
Yo beso mal y él no sabe hacer el amor, así estamos en el piso. Me levanto, dolorida, y le pido que no me mire. Me pongo el vestido.
—Parecés una vieja con eso puesto.
Se levanta él. Se va a la cocina a buscar servilletas. Abre y cierra los cajones. De pronto, se pone a buscar entre los cubiertos. El ruido de las cucharas, los tenedores, me hace a mí que tiemble.
—¡Vení! —le pido—. Prendé la luz. No te quedes allá.
Le cuento que después de escuchar el sonido de los cubiertos entrechocándose, yo de chica pensaba que iba a venir a buscarme la Virgen.
—¿La Virgen? —me pregunta él, desorientado.
—Sí, ¿qué pasa?
Se ríe:
—La Virgen no existe.
Respondo:
—Ya sé.
A la Virgen, le digo, me la imagino con la cara negra porque vive en el aire oscuro.
Pero él está en otro lado. Deja de prestarme atención. Pone la música del celular y baila. Me dice que baile, y bailo, pero solo porque no quiero que se ofenda.
Me siento mal, me da una gran tristeza lo que estamos haciendo: no es hermoso. No vale la pena que sigamos viéndonos si vamos a bailar así.
Le cuento:
—Ahora me gusta mucho el ballet.
Él me dice:
—Bailas hermoso.
A mí me da odio. Rabia. Pienso otra vez: no verlo a él. No verlo nunca más.
Y él me arrastra contra una pared y me pregunta:
—Decime tu fantasía.
Yo:
—No ver con quién hago el amor.
—¿Eso? —Se despabila un poco—. No me gusta. Es demasiado fácil.
En los días siguientes, pregunto a mi jefe si puedo ir a ver un ensayo.
—Claro que podés. ¿Te gustó el espectáculo?
—Sí —le digo. No sé por qué.
Miro el ensayo, escribo en el cuaderno que llevo junto. Termino un poco mareada. El pianista me mira entrar y no me saluda. Me siento en el piso y lo miro un rato, rígido, todo el tiempo a la cara.
Ya ni sé por qué no me habla. Cuando nos besamos, él me miraba los dientes.
—¿Qué tengo? —le pregunto.
—Me gusta cómo sonreís.
Yo no sonrío más. Me da la sensación de que miente.
—Chau.
—Nos vemos.
Escucho que la directora grita porque las bailarinas se salen de música.
«¡Adormézcanse, hasta oír!», anoto en un papel. Pongo una cara, estiro el cuello y cierro los ojos. ¿Algo así?
En medio del ensayo, yo escucho una melodía y me digo: esto es lo que voy a oír antes de volverme loca.
A los dos días me compro otros dos vestidos viejos largos. No puedo ahorcarme con tres vestidos. Los voy a tener que usar. Los voy a usar, los uso, los usé. Me miraron en la calle. Me admiraron.
Conozco en el colectivo a alguien nuevo. Un pintor, otra vez. Sube conmigo en la facultad.
—Vos venís a pocas clases, ¿no?
—Sí, porque trabajo.
—¿Qué hacés?
—Bordo para un teatro.
No le conté que iba a los ensayos, no le conté que a la noche no había dormido por un ataque de tos. Pensé en los tres vestidos que compré para usar. Eran como la imagen de lo que yo había decidido: no ahorcarme, por ahora.
Me pregunta:
—¿No sos de acá, no?
Le respondo:
—No, pero vivo hace un tiempo —⁠me impaciento⁠—. ¿Querés venir a mi casa?
Él no se resiste:
—Bueno.
Nos bajamos juntos. Vamos de la mano. Lo llevo. Llegamos y yo de pronto: no quiero que nos besemos. Me da vergüenza y miedo, pienso en otras personas, en lo que ya pasó.
—¿Querés ir a la terraza?
Es un lugar chiquito y sucio, al que nunca llamo terraza. En el momento, invento. Vamos allá. Él me besa en el cuello y yo, por primera vez, me asusto. Me voy un poco lejos, pero después vuelvo y lo beso en el cuello. Le digo en el oído: —Vamos abajo.
Está atardeciendo, nos quedamos de pie. Él no me saca el vestido. Me pone la mano por debajo y me aprieta. Me gusta la sensación de que el vestido se quede arriba mío y él igual, contra mí. Y el vestido arriba de nosotros. Me gira. Lo que no quiero es que me bese la boca. Porque no beso bien, y él me gusta. No quiero, me da terror que me bese en la boca. Me pone nerviosa, no sé qué hacer de miedo.
Él termina y yo apoyo la cara contra la pared para que él no me gire otra vez y me dé un beso. Nos sentamos, muy cansados, porque él va a mostrarme sus pinturas en la computadora. Yo veo de pronto algo insólito. Es muy talentoso, me sorprendo de haberlo conocido.
—Vas a ser famoso —le digo.
Se queda contento, mirando su archivo de fotos. Yo ya no miro más, limpio una cosa en la cocina, busco otra. Voy para acariciarlo y hacemos el amor otra vez contra el monitor encendido. Yo siento la electricidad empujándome, y él empujándome contra el escritorio.
Al ratito se va. Yo me enamoro más. A los pocos minutos le escribo: «Te amo», y él no me contesta nada.
Le escribo «te amo» otra vez y así, siete veces en total.
«Adriana», contesta él, «yo no quiero lastimarte».
Le escribo que quiero que nos veamos pronto.
Después de esa vez, pienso muchísimo en él. No puedo gritar, mi mano me da asco. Al quinto día, pienso que no nos vamos a ver nunca más.
«Ey!», le escribo al otro pintor, «cuándo podés pasar?». «Si querés, ahora».
«Venís?».
«Voy, sí, ahora».
Yo espero ya contra la puerta cerrada. Estoy, otra vez, vibrando como una lámpara. Cuando él entra, tengo la ropa puesta, pero estoy sin corpiño ni bombacha. Parece que voy a gritar de la tela que me raspa. Él me pregunta: —¿Querés acá, en el recibidor?
—No —le digo yo—, está sucio. Vamos debajo de la mesa, en la sala.
No le importa dónde. Pero…
—Debajo de la mesa; de todas maneras, es chico —⁠dice⁠—. Es una mesa bajita.
Me desnuda allá. Yo me quedo con la cabeza debajo de la mesa y él apoya una parte del brazo en mi garganta.
—¿Así está bien?
—No sé.
Comenzamos. Me gusta no estar viéndole la cara. Después de un rato, me suelto.
—¿Te pasa algo? —Todavía me habla con mi cabeza debajo de la mesa y su cabeza arriba. Lo veo hasta el mentón.
—Me lastima un poco.
Me visto, se viste y ya no hablamos por un rato.
—No te sintás incómodo —le digo⁠—. Creo que no nos llevamos bien.
—Es que estaba pensando en otra cosa. —⁠Él se da la vuelta y yo me pongo nerviosa. Parece que ya no va a volver a hablarme.
—Disculpame, disculpame. —Otra vez me desvisto.
—¿A ver?
Yo grito muchas veces, de miedo que me lastime.
—¿Te gusta, eh? ¿A ver?
—Me… —toso dos veces juntas—. Ahora ya está, basta.
Comemos algo. Al rato, volvemos a intentarlo. Él está más nervioso. Me arrastra. Yo me estoy lastimando, pero siento algo. Por lo que siento, aguardo. De pronto, me besa los labios. No sé por qué me da vergüenza y, al final, tengo un orgasmo de verdad. Toda la convulsión. Ahí estoy a punto de morderle, pero me hago apenas pis. Él no se da cuenta. Me quedo acurrucada en el piso. Espero un minuto y me levanto.
—¿Te vas ya a tu casa?
—Sí.
—Chau.
—Chau.
«Te amo, podemos vernos?», le escribo por octava vez al otro pintor.
No me contesta nada. Al otro día:
«Tengo dos entradas para ver Giselle, querés que vayamos?».
Él aparece de pronto. Dice: «Sí».
Yo no digo nada. Después pienso, sí: pongo «Gracias!».
Antes de salir, empiezo a escribir en mi cuaderno:
«Hola, soy Giselle. Salto sobre una pierna con el cerebro maltratado. Me alzo hasta la punta de mis nervios como si fueran las puntas de mis pies. Hago que mis ojos brillen cuando el director me avisa. Estoy en el centro, saltando, sacudiéndome. Salen espectros torcidos de mi pollera. Arrojo una mirada triste y sufro. Giselle, Giselle. En mi piel, en mi tul, me inclino para saludar al público. Soy tan feliz que… sufro. Soy tan feliz que… me da hipo. Soy tan feliz que… me cortaría la cabeza. Voy a hundirme el metal blanco de esta espada hasta lo más hondo. Bailarán todos mis huesos. Bailará el rocío sobre mi cadáver».
Y ya se me hace casi tarde, así que salgo para encontrarme con él. Apenas lo veo, enfrente del teatro, tengo miedo de confesarle, por nerviosa, todo lo que hice con el otro. Pienso en Giselle. «Voy a bailar, hasta que mi corazón se ahorque». Tengo un terrible ataque de tos nerviosa: «Ya está. Se ahorcó».
—Ayer quería hacer el amor y llamé…
Por suerte, la tos no me permite hablar de nada.
Él sabe tratarme, me mira y me sonríe.
—¿Estás resfriada?
Me da unos caramelos que tiene en el bolsillo. No estoy resfriada pero, al final, de todas maneras, me sirve. Lo que me gusta de él es que sea amable. Yo tenía el cemento de la pared contra la cara y sin embargo, con él arriba, solo sentía el vestido y una de sus manos.
Miramos la función y yo le digo en el oído, durante el segundo acto: —Esas son las Willis. Son como unos fantasmas de las chicas que se mueren antes de casarse.
Él se incomoda y baja la mirada. Ahora mismo quiero irme. Le restriego el pantalón. ¡Vamos!, ¿por qué no?
Esperamos hasta el final y recién entonces nos paramos.
—Si podés, poneme la mano en el mismo lugar que la otra vez.
Despacio.
—Me gusta mucho estar con vos.
Él:
—Me gusta cómo me acariciás.
Yo:
—Nunca acaricié a otro.
—¿Cómo? —se preocupa—, ¿por qué?, ¿a tu mamá?, ¿a tu papá?
—No sé —le digo. Casi estoy gritando⁠—. Si acaricio a alguien un rato, después me dan ganas de empezar a lamerlo.
No me acuerdo bien de qué más hablamos. Yo decía y me empezaba a olvidar. Parecía un perro, un gato, que hablaba solo para hacer un ruido. Todas las veces que él me apretaba, yo gritaba entera y me sacudía. Después me dormía un rato. Despertaba y me gustaba verlo al lado mío. Estar con él me gustaba. Le pedí que, mientras me apretaba, me ahorque. Él me dijo que esas cosas lo ponían incómodo.
La última vez me sacudí tanto que me hice pis y por un rato no pude levantarme del suelo. A él, cuando me vio, le dio impresión. Le pedí perdón y le dije que nunca me había pasado.
—Tuve la sensación, pero nunca me hice así.
—¿Pero hiciste el amor?
—Sí. Solo que diferente.
Me quedé callada un rato y después dije:
—Cuando los hombres no están enamorados, son un asco.
Volví a decirle que él era distinto. Que él era mejor.
—Yo no estoy enamorado, Adriana.
Lo besé con miedo:
—¿Cómo? ¿Nos vemos otra vez, pronto? ¿Mañana?
—No, Adriana. No.
—¿Pasado mañana? Te invito a comer algo.
Lo dejo que se vaya y me tranquilizo un poco.
Escribo en mi cuaderno:
«Soy Giselle, hola. Mi tutú está hecho de nervios. No soy más una mujer. Soy un fantasma. Porque quiero hacer el amor, extiendo mis sesos como brazos largos. La música me asesina. Yo, con mi vestido que cuelga de la estrella del cerebro, camino. Los brazos se me desbordan. Arriba, arriba de los zapatos y las cintas: ¡me quedo parada, floto sobre mis pies!».
«Nos vemos otra vez?».
«Voy para allá?».
«Sí, ahora».
Nos vemos otra vez. Mi amor, hola…: abro la puerta y no le digo nada.
—Me gusta ese vestido.
—Sí, tengo tres. No me los suelo poner. ¿Vamos a comer afuera?
—Adriana, no tengo plata.
—Yo tengo.
Salimos de la casa. No nos besamos. No rodamos por el piso. Me acuerdo de pronto que no me desenredé el cabello. Tengo solamente mi vestido y el día está gris.
—¿Estoy muy despeinada?
—No, para nada. Solo que parece que saliste en camisón. —⁠Nos reímos los dos juntos.
Hablamos de muchísimas cosas sin importancia. Yo estoy incómoda. Incómoda y feliz. No puedo agarrarle la mano. Tampoco sabría cómo. Bajo la cabeza y pienso. Después de la comida tengo que pagar la cuenta y se me va toda la plata. No importa, tengo más adentro.
—Bueno —dice él cuando llegamos a la puerta.
—Entrá, por favor, entrá.
—Bueno —dice él, exactamente igual que antes.
Cuando entramos sí, lo beso. No sé cómo. Con amor incómodo.
—Disculpame —le pido, y sigo subiendo la escalera hasta mi casa⁠—. Me gustás mucho.
No sé por qué, le agarro la mano.
—Gracias por la comida —me dice él, pensando⁠—. Cuando tenga plata, te devuelvo todo.
No sé por qué, otra vez, lo beso. Estoy media hora solo persiguiéndolo y besándolo. No sé qué quiero hacer. Le pido que me saque la ropa.
—El vestido no, después. Dame un beso —⁠le pido.
Me tiro al piso.
—Vení. Poneme la mano alrededor de la garganta, ¿puedo pedirte? ¿Hacés como que vas a ahorcarme?
Él se acuesta sobre mí, me pone la mano alrededor de la garganta. Me sube el vestido y no me dice nada.
—¡Mierda!, ¡mierda! —grito yo.
—¿Qué?, ¿qué pasa?
—No, seguí. No, nada. ¡Ah! —⁠espero⁠—. La mano adentro del vestido —⁠le pido. Él no entiende nada y me lo saca. No puedo más y lo abrazo⁠—. Ay. Ah. ¡Seguí!
Algo hermoso y físico, como un ahogo. Una arcada y después, algo expandiéndose.
—¿Ya?
—Sí, ya. —Me caigo para atrás, me tuerzo. Otra vez, voy a hacerme pis.
Él se levanta rápido.
—No te hagas problema, ahora limpio —⁠le digo.
Él busca su ropa por el piso. No me pregunta qué pasa.
—¿Qué pasa? —le pregunto yo, desde el suelo.
Él responde, asustado y molesto:
—Me da asco.
Lo miro desde el piso y sigo acostada.
—Por favor, no te vayas. Hicimos el amor.
Pasa un minuto y le pregunto:
—¿No me ponés la ropa?
Me da vergüenza lo que estoy pidiendo. Él busca el vestido en el suelo y me lo pasa. Cuando está pasándomelo, le doy lástima y se agacha. Yo siento la vergüenza de su mano que me roza estrictamente, sin acariciarme.
—Disculpame, es la primera vez que me pasó.
Él me ayuda a levantarme, pero casi no me toca.
—¿Es porque te gusta?
—Sí, muchísimo.
Nos quedamos los dos mudos, mirando un poco a cualquier lugar, casi todo el tiempo al suelo.
—Bueno, me voy.
—Llamá un taxi.
—Un taxi. —Se queda parado. De pronto, se decide y llama.
—Esperá —le digo antes de que baje la escalera⁠—. ¿Tenés plata?
—No.
Busco en el cajoncito y le doy doscientos pesos.
Cuando él se va, yo me pongo a escribir:
«Tenemos el pelo enredado y los tutús se nos sonrojan. Tenemos el rostro sereno y viejo, de muchachas a punto de ir a acostarse. Vagamos por la noche entre los troncos, buscando hombres a los que distraer. Somos Willis, muchachas con ojos blanquísimos que esperan detrás de las tumbas para vengarse de los hombres. Las Willis, asesinas de brazos largos, blancos pies atados con cintas… Nadie escapa de nuestro abrazo. Nos ponemos helada la sangre, como un vestido extraño, que se abotona solamente en el cuello».
Después de escribir, me duermo. No pienso casi en nada. Solo en cuánto me gustaría estar con él. En cuanto tiempo me quedaría tirada al lado suyo. Vuelvo a pensar en él y me masturbo. A pesar de que me da vergüenza, antes de dormirme, le escribo un mensaje.
«Te amo, te amo».
Me levanto al otro día y tengo en el celular:
«Adriana, no me sigas escribiendo. Disculpame. No quiero lastimarte».
Me cepillo el cabello con furia.
«¿Qué es lo que no te gusta?», le escribo. Él no me responde nada. En un segundo mensaje: «¿No me contestás?».
«Disculpame», le pongo entre dos clases. Tampoco me contesta nada.
A la noche me dan otra vez ganas de ahorcarme. ¿Para qué voy a escribir? ¿Por qué no salto ya de una vez y me ahorco?
No sé cómo explicar. Me siento a pensar y no puedo. Lo que me gusta de él es que sea amable. Creo que va a ser famoso. Quiero escribirle otra vez. Quiero acariciarle las manos. Pienso en que él está sentado en una silla y yo me inclino. Él me mira, distante, indiferente. Yo le pongo la nariz contra la rodilla y le pido perdón. «No sé por qué me pasa eso…», le digo. Y después me incomodo: «Es por amor».
«Si me hago pis, es porque me gustás mucho», le pongo.
Él no me contesta nada. Me llama por teléfono al rato y me responde: —No es porque te hayas hecho pis —⁠y me dice⁠—: Es porque ahora no quiero estar con nadie.
Corto, casi estoy arañándome. ¿No me ponés otra vez la ropa?, me imagino que le estoy diciendo. ¿No me sacás primero la ropa, la besás y me la volvés a poner? ¿No, eh? ¿Por qué? ¿No venís todos los días, hasta pasado mañana, y me visitás, y me hacés el amor muchas veces seguidas, y me tapás la boca para que no grite? Sufro tos nerviosa. No me dejes respirar. Ahorcame cuando ves que estoy torcida. Si no, toso, ¿eh? Se arruina. Si me ahorcás, me calmo, puedo esperarte un rato, quiero gritar cuando vos grites. Si querés acostarte conmigo, tenes que desabotonarme la ropa, después besármela y después volver a ponérmela.
Giselle se muere virgen, y se hace más salvaje. ¿Quién es para vos más salvaje?, ¿el cuerpo o el espíritu? Para mí, el espíritu. Para mí, Giselle.
Voy a mi cuaderno y anoto:
«Las Willis, todas juntas, como si los pies quemasen. Como si los nervios ardiesen. Corren en enjambres, siete veces. Las muy jóvenes muertas merodeadoras. Las tímidas muchachas con sus camisones de viento. Todo lo que viene con ellas avanza sobre las puntas de sus pies. No sé qué traen, caminan todas increíblemente juntas.
Juega una cosa olvidada contra la boca. Un beso, y permanecen juntas. Otro, y se ponen de pie. Giselle camina hacia ellas: vestida, bordada, huesuda de sus ropas».
—¿Qué es ese cuaderno, Adriana? —⁠Mi mamá, la única vez en el año que viene de visita.
—Anoto mis cosas.
—¿Una agenda?
—Sí. ¿Me pasás la tijera? El hilo se me quedó enredado.
«Mi amor», le escribo en un mensaje. Me acuerdo de él en mi casa y estoy siempre a punto de matarme. «¿No querés que nos metamos debajo de la mesa? Me gusta estar como encerrada. Parece una tumba, quiero estar con vos». Borro todo. Dejo solamente «Mi amor». Él no me contesta.
—Mamá, vos cuando te casaste con papá, ¿se amaban?
—Sí.
—¿Desde la primera vez?
—Sí.
—¿Cómo?
—¿Y vos?
Dejo de bordar. Tengo el doble de trabajo. Me pagan una plata que nunca se me termina. Ando en taxi. No me gusta gastar en pavadas. Ando en taxi y miro a la gente apretada en los colectivos.
—Mamá, perdón, ¿qué?
—Vos ¿conociste a alguien? Me habías contado que había un chico…
—Él no me quiere, mamá.
Toso con la tos nerviosa. Me arde la garganta. Parece que voy a escupir un pedazo seco de papel escrito.
—Pero sos jovencita. Tenés tiempo para volver a probar…
—Probar es raro, porque también a vos te están probando —⁠le respondo.
—Quedate tranquila. Yo sé que vas a encontrar a alguien.
Miro una perlita chiquitita y facetada. Tiene mucho brillo. Toso varias veces y escupo. Me imagino que es la piedrita esa lo que tengo que hacer pasar por mi garganta.
En el cuaderno, escribo:
«Vamos a quedar paralizadas. ¡Nieva, en la punta de nuestros pies!».
—Mamá, ¿vos amás a papá hasta hoy?
—Sí.
—¿Y lo amabas?
—Sí.
—¿Y él?
—¿Él qué?
—¿Te amaba?
—También.
Me quedo mirándola, como si estuviera loca.
—Sí. El amor es, ¿cómo puedo explicarte…? Una coincidencia entre dos personas.
—No creo. A veces solamente es algo de una.
—Puede ser… —Mira para otro lado.
Me imagino que le estoy contando todo, pero me callo. Digo, en cambio: —¿Puede pasarle a una sola de las personas sentir un gran amor por la otra?
Ella se concentra en lo que va a decirme. Finalmente lo admite: —Sí.
Yo estoy a punto de toser y se me pasa. La respiración me arde y se me acorta.
—¿Te pasa algo?
La miro a la cara, junto fuerzas y trago.
Escribo en el cuaderno:
«El verdadero amor no es una persona, sino un gesto en el cuerpo. Cuando Giselle estira los brazos, cuando yo trato de tragarme algo, siento verdadero amor».
Mi mamá, a la tarde:
—Adri, es hermoso lo que estás escribiendo. Hoy abrí tu agenda y lo leí. No sabía que escribías, me hubiera gustado que me lo dijeses.
No digo nada. Guardo bien la agenda. Después, me arrepiento. Vuelvo a sacarla y escribo en el último renglón de todo: «La única vez que hice el amor, me hice pis».
Así, y mi mamá se va a los dos días, sin decirme nada de eso que había escrito para ella.
Ya no tengo ganas de nada. Solo me despierto, bordo un rato. Pero cuando estoy sola parece que estoy vibrando. Llamo al peor pintor.
—¿Venís a mi casa? Quiero preguntarte una cosa. Tocá el timbre cuando llegás.
Vuelvo a llamarlo cuando toca el timbre.
—¿Estás en la puerta? —pregunto.
—Sí, bajá a abrirme.
—Cuando entres, sé delicado.
—¿Qué? —me dice.
—Por favor, tocame despacio. No me saques el vestido. Solo la ropa de abajo. Y si querés sacarme, después volvé a ponerme.
Entra, me toca todo por abajo. Me obedece.
—¿Qué querés que haga ahora?
—Ahorcame.
Así, él me pone las manos en el cuello, yo respiro ancho, siento que no tosí nunca, me nublo. Pienso que hago el amor con el otro pintor y grito como por diez minutos. Grito y me retuerzo y me nublo.
—Ahí está. Tuviste al fin un orgasmo.
Me quedo acostada, perdida, olvidándome de todo. Nos quedamos un rato los dos separados. Después yo me levanto y lo beso: —Ya está. Ahora haceme el amor como a vos te guste.
«Te odio y me das asco», le escribo por celular al pintor que no me quiere. No me dice nada. Al que todavía está en mi casa le pregunto: —¿Hasta qué hora te quedás?
—Lo que vos quieras. Puedo irme ahora.
No le digo nada. Él tampoco entiende nada.
—Escuchame —le digo de pronto. Y comienzo a leerle el cuaderno de las bailarinas: «El cielo se llena de humo. Giselle se va, y las Willis se despiertan. Colgadas de los relámpagos, todas vuelven, danzan su debilidad. La música, ¡un compás humeante y una mordedura! Las muertas dan un alarido. El dolor se despierta en el cuerpo de todas, pero arde y gime en la cabeza de Giselle».
—¿Qué es eso?
—Algo que estoy escribiendo.
Él se queda sorprendido:
—¡Escribís bien!
Yo me pongo nerviosa y cierro la agenda. Si toso, toso ya sin odio.
Por teléfono:
—Mamá, ¿viste lo que te conté el otro día?
—¿Qué?
—Lo de que alguien me gusta.
—Me acuerdo.
—Yo no le gusto.
—Me habías dicho. Esperá. Ya va a pasarte con otro.
—No sé.
No corto el teléfono, pero me quedo callada un buen rato.
—Chau —digo de pronto.
—Chau.
Escribí en el cuaderno:
«Las Willis subimos sobre las puntas y estiramos los brazos. Antes de retirarnos, arañamos el piso con los dedos, bailamos sobre las uñas de los pies.
La música ha venido de los dedos de la música, no de ninguna voz. Ha venido de los dedos de una mano en llamas. Nosotras estamos en sombra, a un costado del salón. Miramos el piso y vemos a dos hombres ovillados y metidos entre nuestras piernas. Un efecto, es ya de día, el sol sale: aparecen en la oscuridad del fondo unos focos. La sangre sale casi blanca por un lado de la cabeza de Giselle. Giselle baila, sin música. Por un costado vamos las Willis. De pronto, estiramos todas juntas los brazos y luego desaparecemos en una luz grisácea. Giselle alza los brazos hacia el novio y se desangra. Todas nos retiramos».
Cierro el cuaderno y me quedo pensando: ¿para qué escribo todo esto? Me rasco con las uñas los bordes de la boca. Para sentir cómo trago, me aprieto la mano contra la garganta. Siento que voy a tener que esforzarme mucho. Me rasco. Toso un poco. Tragué.
El pintor viene a tocarme a la noche la puerta, y me grita desde abajo: —Adriana. Vamos a hacer el amor como a vos te gusta.
Tiemblo, arriba de mi cama. Ahora él sabe cómo.
—Dale. —Me asomo para avisarle. Le abro la puerta y cierro los ojos como si me apuñalaran.
—Te amo —le digo en la boca, cuando lo beso. Parece que no, pero en vez de toser, trago.
—Estoy loco —me dice en la boca⁠—. Estuve todo el día loco por venir otra vez.
—Yo estoy más loca, porque creo en algo mucho menos posible.
Cuando digo eso, no sé por qué, en la oscuridad, me parece ver a la Virgen.
Y no me acuerdo más nada. Esa noche grito todo junto, como las que gritan de amor en los entierros.

This entry was posted on 10 agosto 2023 at 20:17 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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