Novelista, cuentista, dramaturga y ensayista inglesa. Fue hija del filósofo William Godwin (uno de los primeros teóricos del pensasamiento anarquista) y de la filósofa Mary Wllstoncraft (imprescindible leer su "Vindicación de los derechos de la mujer") y pareja del gran poeta romántico Percy Bysshe Shelley.16 de julio de 1833
Este cuento se publicó por primera vez en 1834 en la revista literaria The Keepsake, dieciséis años depués de la publicación de "Frankenstein, o el moderno Prometeo" (1818) que había sido publicada de manera anónima y había dado origen al género que hoy llamamos ciencia ficción.
La versión y las notas son de María Casas Robla.
Este es un aniversario memorable para mí. ¡En él he completado mi año de vida trescientos treinta y tres!
¿El judío errante? Ciertamente, no. Más de dieciocho siglos han pasado sobre su cabeza. En comparación con él, soy un inmortal muy joven.
Así pues, ¿soy inmortal? Me he hecho esta pregunta día y noche durante trescientos treinta y tres años, y aún no puedo responderla. Hoy me detecté una cana en las cejas; eso significa seguramente decadencia. Aunque puede haber estado allí oculta trescientos años, ya que el pelo de algunas personas se vuelve blanco del todo antes de los veinticinco.
Contaré mi historia y quien la lea podrá juzgarlo por mí. Contaré mi historia y eso me ayudará a pasar unas pocas horas de una larga eternidad que se está volviendo aburrida. ¡Para siempre! ¿Puede ser? ¡Vivir para siempre! He oído de encantamientos en los que las víctimas son inducidas a un sueño profundo para despertar, tras cientos de años, tan frescos como siempre. He oído hablar de los Siete Durmientes, por lo que ser inmortal no debería ser tan pesado, pero, ¡oh!, el peso del tiempo sin fin… ¡El tedioso pasar de las horas por venir! ¡Qué feliz fue el fabuloso Nourjahad!(1) Pero no es mi caso.
Todo el mundo sabe quién fue Cornelio Agripa (2). Su recuerdo es tan inmortal como sus artes me han hecho a mí. Todo el mundo ha tenido noticias también de su pupilo, quien, desprevenido, alimentó al loco demonio durante la ausencia de su maestro y fue destruido por él. La noticia, verdadera o falsa, de este accidente le causó muchos inconvenientes al renombrado filósofo. Todos sus estudiantes le abandonaron; sus sirvientes desaparecieron. No tenía a nadie que echara carbón a sus fuegos incesantes mientras dormía, ni a nadie que vigilara los colores cambiantes de sus medicamentos cuando estudiaba. Los experimentos fracasaron uno tras otro porque un par de manos eran insuficientes para completarlos. Los espíritus malignos se rieron de él por no ser capaz de conservar a un solo mortal a su servicio.
Yo era muy joven, y muy pobre, y estaba muy enamorado por aquel entonces. Había sido ayudante de Cornelio durante un año, aunque estaba ausente cuando el accidente ocurrió. A mi regreso, mis amigos me rogaron que no volviera a la morada del alquimista. Me estremecí al escuchar el terrible relato que contaban. No hizo falta una segunda advertencia, y cuando Cornelio vino a ofrecerme una bolsa de oro si me mantenía bajo su techo, sentí como si el mismo Satán me tentara. Mis dientes castañetearon, se me erizaron los cabellos y corrí tanto como mis rodillas temblorosas me lo permitieron.
Mis pasos vacilantes fueron directos al lugar adonde habían sido atraídos cada tarde durante dos años: un arroyo gentil y burbujeante de agua pura junto al que paseaba una muchacha de cabello negro cuyos ojos radiantes estaban fijos en el camino que yo acostumbraba a hollar. No recuerdo ni una hora en que no amara a Bertha. Habíamos sido vecinos y compañeros de juegos desde la infancia; sus padres, como los míos, eran humildes, pero llevaban una vida respetable, y nuestro cariño había sido una fuente de alegría para ellos. En una hora aciaga, una fiebre maligna se llevó a su padre y a su madre, y Bertha se quedó huérfana. Podría haber encontrado cobijo bajo el techo de mis padres, pero, por desgracia, la vieja dama del castillo cercano, rica, sin hijos y solitaria, manifestó su intención de adoptarla. Desde entonces, Bertha se vistió de seda, habitó en un palacio de mármol y se la consideró como alguien altamente favorecido por la fortuna. No obstante, en su nueva situación y entre sus nuevas relaciones, Bertha permaneció fiel al amigo de sus días más humildes. Visitaba a menudo la casita de campo de mi padre, y, cuando le prohibieron ir allí, iba directa al bosque cercano y se encontraba conmigo junto a la sombría fuente.
A menudo afirmaba no tener ningún deber hacia su nueva protectora que fuera tan inviolable como el que nos unía a nosotros. Con todo, yo era aún demasiado pobre para casarme, y en ella creció el cansancio de vivir atormentada por mi causa. Tenía un espíritu altivo e impaciente y se enfadaba por el obstáculo que impedía nuestra unión. Nos reunimos después de una ausencia durante la que fue acosada de continuo mientras yo estuve fuera. Se quejó de forma amarga y casi me reprochó que fuera pobre. Le respondí de modo precipitado:
—¡Soy pobre pero honrado! Si no lo fuera, ¡podría ser rico muy pronto!
Esta exclamación produjo un millar de preguntas. Temí impresionarla contándole la verdad, pero ella me la sacó, y después, mirándome con desdén, dijo:
—¡Finges amarme y tienes miedo de enfrentarte al diablo por mí! Aduje que solo tenía miedo de ofenderla, mientras ella insistía en la magnitud de la recompensa que yo iba a recibir. Así alentado, y avergonzado por ella, guiado por el amor y la esperanza, riéndome de mis miedos recientes, regresé con pasos rápidos y corazón ligero a aceptar la oferta del alquimista y me incorporé inmediatamente a mi puesto.
Transcurrió un año. Me convertí en el poseedor de una no poco considerable suma de dinero. La costumbre había disipado mis miedos. Y pese mis inquietos desvelos, nunca había detectado la huella de una pezuña, y el silencio estudioso de nuestra morada no había sido perturbado jamás por aullidos demoniacos. Mis encuentros clandestinos con Bertha siguieron y la esperanza surgió en mi mente. La esperanza, pero no la alegría total, porque Bertha creía que el amor y la seguridad eran enemigos y se complacía en separarlos en mi pecho. Aunque de corazón sincero, era como una coqueta en la actitud. Yo estaba celoso como un turco. Me despreciaba de mil maneras y nunca reconocía que estaba equivocada. Me ponía furioso, y después me obligaba a pedirle perdón. A veces consideraba que no era lo suficientemente sumiso y entonces mencionaba la historia de algún rival favorecido por su protectora. Estaba rodeaba de jóvenes envueltos en seda, ricos y alegres. ¿Qué oportunidad tenía el estudiante mal vestido de Cornelio en comparación con ellos?
En una ocasión, el filósofo me requirió durante tanto tiempo que me fue imposible verla, como era mi deseo. Estaba enfrascado en un trabajo complicado y fui obligado a permanecer día y noche alimentando sus hornos y vigilando sus preparados químicos. Bertha me esperó en vano en la fuente. Su espíritu altivo se encendió ante mi negligencia, y cuando por fin logré robar unos pocos minutos destinados al sueño y esperaba recibir su consuelo, ella me recibió con desdén, me despidió con desprecio y juró que ningún hombre tendría su mano a no ser que pudiera estar por ella en dos sitios a la vez. ¡Se vengaría! Y en verdad lo hizo. En mi sucio retiro, escuché que había ido a cazar en compañía de Albert Hoffer. Albert Hoffer era uno de los favoritos de su protectora, y los tres pasaron a caballo frente a mi ventana llena de humo. Creí oírles mencionar mi nombre, seguido por una risa burlona mientras los ojos oscuros de ella miraban desdeñosos hacia mi casa.
Los celos, con todo su veneno y su miseria, se adueñaron de mi pecho. Derramé un torrente de lágrimas al pensar que nunca podría considerarla mía, y luego solté mil maldiciones contra su inconstancia. A pesar de todo, seguí removiendo los fuegos del alquimista y vigilando los cambios de sus pócimas incomprensibles.
Cornelio había estado atento a ellas durante tres días y sus noches, sin cerrar los ojos. El progreso de sus alambiques era más lento del que esperaba y, pese a su ansiedad, los párpados le pesaban. Una vez y otra apartaba de sí la somnolencia con una energía sobrehumana, y una y otra vez, ella volvía a robarle los sentidos. El alquimista miraba sus crisoles con anhelo.
—Aún no está listo —murmuraba—. ¿Ha de pasar otra noche antes de que esté terminado? Winzy, estate atento; tú eres de fiar; has dormido, muchacho, dormiste la pasada noche. Mira el matraz de cristal. El líquido que contiene es de un rosa pálido: en el momento en que empiece a cambiar de tono, despiértame. Hasta entonces, debo cerrar los ojos. Primero, se volverá blanco, después emitirá destellos dorados; pero no esperes hasta entonces: cuando el color rosa empiece a desvanecerse, levántame.
Casi no oí las últimas palabras, atenuadas como estaban por el sueño. Ni siquiera entonces quiso rendirse a la naturaleza:
—Winzy, muchacho —dijo de nuevo—, no toques el matraz, no lo acerques a tus labios: es un filtro, un filtro para curar el amor… No querrás dejar de amar a tu Bertha… ¡Cuidado con beber!
Y se durmió. Su cabeza venerable se hundió en su pecho y yo apenas oía su respiración regular. Durante unos minutos, miré el matraz: el tono rosa del líquido permanecía inalterado. Entonces, mis pensamientos vagaron: visitaron la fuente y se recrearon en un millar de escenas encantadoras que ya nunca se repetirían… ¡Nunca! Serpientes y víboras acudían a mi corazón mientras la palabra «nunca» se formaba en mis labios. ¡Muchacha falsa! ¡Falsa y cruel! Nunca me sonreiría como aquella tarde había sonreído a Albert. ¡Mujer indigna y detestable! No podía seguir sin vengarme… Vería cómo Albert expiraba a sus pies… Ella moriría por mi venganza. Había sonreído con desdén, triunfante; ella conocía mi miseria y su poder. Pero ¿qué poder tenía? El de provocar mi odio, mi absoluto desprecio, mi… ¡Oh, todo menos la indiferencia! ¿Podría lograrlo, podría mirarla con ojos fríos y darle mi amor a otra más justa y sincera? ¡Eso sí que sería una victoria!
Un resplandor brillante surgió ante mis ojos. Había olvidado la pócima del experto. La contemplé con asombro: destellos de una belleza admirable, más brillantes que los que emiten los diamantes cuando les da el sol, surgían de la superficie del líquido y extendían una estela del más fragante y agradable de los aromas sobre mis sentidos. El matraz parecía un globo de radiación vivo, encantador a la vista y aún más atrayente para el gusto. El primer pensamiento, provocado instintivamente por los sentidos más groseros, fue: Quiero, debo beber. Me llevé el recipiente a los labios. ¡Me curará del amor, de la tortura! Había engullido la mitad del licor más delicioso jamás probado por el paladar humano cuando el filósofo se desperezó. Vacilé, dejé caer el matraz; el fluido ardió y rebotó por el suelo mientras sentía que Cornelio me agarraba por el cuello y gritaba:
—¡Desgraciado! ¡Has destruido el trabajo de mi vida!
El filósofo desconocía por completo que yo había bebido una porción de su droga. Tenía la idea, y yo asentí de forma tácita, de que yo había alzado el matraz por curiosidad y de que, asustado por su luminosidad y los rayos de luz intensa que emitía, lo había dejado caer. Nunca le desengañé. Las llamas de la pócima se habían apagado, y el aroma había desaparecido. Él se fue calmando, como debe hacer un filósofo en las pruebas más duras, y me envió a descansar.
No intentaré describir el sueño glorioso y feliz que sumergió mi alma en el paraíso durante las horas restantes de aquella noche inolvidable. Las palabras atenuarían y volverían superficial la felicidad y la exaltación que había en mi pecho cuando me desperté. Flotaba en el aire, mis pensamientos estaban en el cielo. La tierra parecía el cielo y mi herencia era vivir en un trance delicioso. «Así es estar curado del amor —pensé—. Veré hoy a Bertha y ella encontrará a su enamorado frío y despreocupado, demasiado feliz para mostrar desdén, pero ¡qué absolutamente indiferente!».
Pasaron las horas. El filósofo, convencido de que había tenido éxito una vez, y creyendo que podría tenerla de nuevo, cocinó de nuevo la misma medicina. Se encerró con sus libros y remedios y yo tuve el día libre. Me vestí con esmero; me miré en un escudo viejo, pero pulido, que me servía de espejo. Pensé para mí que mi aspecto había mejorado notablemente. Me apresuré más allá de los límites de la ciudad, con alegría en el alma y la belleza del cielo y la tierra a mi alrededor. Dirigí mis pasos hacia el castillo; podía mirar sus torres altivas con el corazón ligero, pues estaba curado de amor. Mi Bertha me vio llegar desde lejos mientras subía por el camino. No sé qué impulso súbito animó su pecho, pero, al verme, bajó los escalones de mármol con un salto grácil como el de una corza y se apresuró a mi encuentro. Sin embargo, otra persona se había apercibido de mi presencia. La vieja bruja de alta cuna que se llamaba a sí misma «su protectora», pero que era su tirana, también me había visto. Renqueó jadeante por la terraza; un paje, tan feo como ella, la ayudaba a caminar y la abanicaba mientras ella se apresuraba a detener a mi bella muchacha.
—¿Adónde vas tan deprisa, mi señorita imprudente? ¡Vuelve a tu jaula; los halcones merodean!
Bertha se apretó las manos; sus ojos fijos aún en mi figura, que se acercaba. Percibí su lucha interior. Cómo aborrecí a la vieja bruja que detenía los impulsos amables del blando corazón de mi Bertha. Hasta ese momento, el respeto por su rango me había hecho evitar a la dama del castillo, pero entonces desdeñé esa consideración tan trivial. Estaba curado de amor y me había elevado sobre todos los temores humanos. Corrí hacia adelante y pronto alcancé la terraza. ¡Qué bonita estaba Bertha! Sus ojos llameaban, sus mejillas brillaban de impaciencia e ira: estaba un millar de veces más elegante y atractiva que nunca. No la amaba, ¡oh, no! ¡La adoraba, la veneraba, la idolatraba!
Aquella mañana había sido acosada, con más vehemencia de la habitual, para que consintiera en casarse inmediatamente con mi rival. Le habían reprochado el aliento que ella le había infundido; la habían amenazado con echarla de la casa con deshonor y vergüenza. Su espíritu orgulloso se alzó en armas contra la amenaza, pero, cuando recordó el desprecio que había mostrado ante mí y cómo, quizá, había perdido por ello a aquel a quien consideraba ahora como su único amigo, rompió a llorar de remordimiento y rabia. En ese momento, aparecí yo.
—¡Oh, Winzy! —exclamó—. Llévame a la casita de tu madre, déjame que abandone enseguida los lujos detestables y la vida desdichada de esta noble casa… Llévame a la pobreza y a la felicidad.
La abracé con fuerza y éxtasis. La vieja dama se quedó muda de ira y empezó a lanzarnos insultos solo cuando ya estábamos lejos, camino de mi hogar. Mi madre recibió a la bella fugitiva, huida de su jaula dorada hacia la naturaleza y la libertad, con ternura y alegría. Mi padre, que la quería, le dio la bienvenida de todo corazón. Fue un día de regocijo que no necesitó el añadido de la poción celestial del alquimista para llenarme de dicha.
Poco después de aquel día memorable, me convertí en el marido de Bertha. Dejé de ser estudiante de Cornelio, pero seguí siendo su amigo. Siempre le estaré agradecido por haberme procurado, sin saberlo, aquel trago de un elixir divino que, en vez de curarme del amor (¡triste cura!, un remedio solitario y sin alegría para males que a la memoria le parecen bendiciones), me dio el coraje y la resolución que me consiguieron el tesoro inestimable de mi Bertha.
Recuerdo a menudo aquel periodo de ebriedad transitoria con asombro. La bebida de Cornelio no había cumplido con la tarea para la cual él afirmaba que había sido preparada, pero sus efectos habían sido más potentes y dichosos de lo que las palabras pueden expresar. Desaparecieron gradualmente, aunque permanecieron bastante tiempo y colorearon mi vida con matices de esplendor. Bertha se preguntaba a menudo por la ligereza de mi corazón y mi inusual alegría. Porque antes mi actitud había sido bastante seria, e incluso triste. Me quería mucho por mi temperamento alegre, y nuestros días estaban teñidos de gozo.
Cinco años después de aquello, fui convocado de repente a la cabecera del moribundo Cornelio. Envió a por mí con urgencia, solicitando mi presencia inmediata. Le encontré tendido en el lecho, mortalmente débil. Toda la vida que le restaba animaba sus ojos penetrantes, que estaban fijos en el matraz, lleno de líquido rosado.
—¡Observa la vanidad de los deseos humanos! —dijo con una voz rota y ronca—. Por segunda vez mis esperanzas estaban a punto de cumplirse y por segunda vez han sido destruidas. Mira ese licor: seguro que recuerdas que cinco años atrás preparé el mismo, con el mismo éxito. Entonces, como ahora, mis labios sedientos esperaban probar el elixir inmortal… ¡Y tú lo arruinaste! Y ahora es demasiado tarde.
Hablaba con dificultad y se hundió en la almohada. No pude evitar responderle.
—¿Cómo, reverendo maestro, puede una cura para el amor devolverte la vida?
Una sonrisa tenue brilló en su cara mientras yo escuchaba muy serio su respuesta apenas inteligible.
—Una cura para el amor y para todo lo demás: el elixir de la inmortalidad. ¡Ay, si ahora pudiera beber, viviría para siempre!
Mientras hablaba, un brillo dorado destelló en el líquido y una fragancia bien conocida se apoderó del aire. Se alzó, tan débil como estaba —la fuerza parecía haber vuelto a su cuerpo de manera milagrosa—, y tendió una mano. Una fuerte explosión me sobresaltó: una llama se disparó desde el elixir ¡y el matraz que lo contenía se hizo añicos! Volví mis ojos hacia el filósofo: se había vuelto a desplomar, sus ojos estaban vidriosos, sus rasgos rígidos… ¡Había muerto!
¡Pero yo vivía, e iba a vivir para siempre! Eso había dicho el desafortunado alquimista y, durante unos días, creí en sus palabras. Recordé la gloriosa intoxicación que había seguido al trago robado. Reflexioné sobre el cambio que había sentido en mi cuerpo, en mi alma. La elasticidad bailarina del primero, la alegre ligereza de la segunda. Me contemplé en un espejo sin poder percibir ningún cambio en mis rasgos tras los cinco años que habían pasado. Recordé los tonos brillantes y el agradable aroma de la deliciosa bebida, dignos del don que era capaz de otorgar… Era, pues, ¡INMORTAL!
Unos días después, me reía de mi credulidad. El viejo proverbio de que «nadie es profeta en su tierra» se cumplía conmigo y mi difunto maestro. Lo apreciaba como hombre, lo respetaba como sabio, pero me burlaba del hecho de que pudiera dominar los poderes de la oscuridad y me reía del miedo supersticioso que le tenía el vulgo. Aunque era un filósofo sabio, no tenía relaciones con ningún espíritu ajeno a los que están atrapados en carne y hueso. Su ciencia era simplemente humana, y la ciencia humana, me persuadí con rapidez, no puede conquistar las leyes de la naturaleza hasta tal punto de encerrar el alma para siempre en su cárcel carnal. Cornelio había fabricado una bebida que reanimaba el alma, más embriagadora que el vino y más dulce y fragante que cualquier fruta. Era probable que poseyera poderes medicinales que daban alegría al corazón y vigor a los miembros, pero estos efectos irían desapareciendo; en mi cuerpo, ya habían disminuido. Había sido un tipo con suerte al haber ingerido salud y júbilo y, quizá, una vida larga de manos de mi maestro; no obstante, mi buena fortuna acababa ahí: la longevidad era algo muy distinto de la inmortalidad.
Continué alimentando este pensamiento durante muchos años. A veces, un pensamiento me asaltaba: ¿De verdad estaba equivocado el alquimista? Sin embargo, mi creencia habitual era que yo tendría el mismo destino que todos los hijos de Adán a su debido tiempo, un poco más tarde, pero todavía a una edad normal. Con todo, era cierto que mantenía un aspecto asombrosamente juvenil. Me reía de mi vanidad por consultar a menudo al espejo. Pero lo consultaba en vano: no había arrugas en mi frente, mis mejillas o mis ojos… Toda mi persona continuaba tan sin mácula como cuando tenía veinte años.
Estaba preocupado. Miraba la belleza marchita de Bertha… Yo parecía más bien su hijo. Poco a poco nuestros vecinos empezaron a observar lo mismo, y pasado el tiempo descubrí que me conocían como «el discípulo embrujado». La propia Bertha estaba preocupada. Se volvió celosa e irascible y al final empezó a preguntarme. No teníamos hijos, lo éramos todo el uno para el otro y, aunque, a medida que envejecía, su espíritu vivaz se volvía enfermizo y su belleza disminuía tristemente, yo la atesoraba en mi corazón como la dama a la que había idolatrado, la esposa que había anhelado y conseguido con un amor tan perfecto.
Al final, nuestra situación se volvió intolerable: Bertha tenía cincuenta años… Yo, veinte. Avergonzado, había adoptado en cierta medida los hábitos de la edad avanzada. Nunca más me uní en el baile a los jóvenes y alegres, pero mi corazón saltaba con ellos mientras yo contenía mis pies; y, triste figura, me vi reducido a los Néstores (3) de nuestro pueblo. Pero, antes de esto, las cosas se habían deteriorado: nos evitaba todo el mundo, sin excepción. Nos acusaron, al menos, a mí, de haber mantenido una relación inmoral con uno de los presuntos amigos de mi antiguo maestro. Aunque se compadecían de Bertha, la rechazaban. A mí me miraban con miedo y odio.
¿Qué se podía hacer? Permanecíamos sentados junto a la chimenea. La pobreza se había hecho sentir, pues nadie quería comprar los productos de mi granja y a menudo me veía obligado a viajar más de treinta kilómetros a algún sitio donde no me conocieran para colocar nuestra mercancía. La verdad es que habíamos ahorrado algo para los días malos… y esos días ya habían llegado.
Nos sentábamos junto a nuestra solitaria chimenea, el joven de corazón anciano y su mujer envejecida. De nuevo, Bertha insistió en saber la verdad; recapituló todo lo que había escuchado de mí y añadió sus propias observaciones. Me conjuró a que revelara el hechizo, describió cuánto más atractivos eran los cabellos grises que los castaños, disertó sobre la reverencia y el respeto debidos a la edad, mucho más deseables que la consideración vaga que se tenía hacia los niños. ¿Acaso creía que los viles dones de la juventud y el buen aspecto podían superar el deshonor, el odio y el desprecio? ¡No! Al final, me acabarían quemando por negociar con las artes oscuras mientras ella, a quien no me había dignado transferir ninguna porción de mi buena fortuna, sería lapidada como mi cómplice. Por último, insinuó que debía compartir mi secreto con ella y concederle los beneficios de los que yo disfrutaba o me denunciaría… Y, luego, se echó a llorar.
Acosado por todo esto, me pareció que lo mejor era decirle la verdad. Se la revelé con tanta delicadeza como pude y le hablé solo de una «vida muy larga», no de inmortalidad, aunque, de hecho, esta coincidía mejor con mis propias ideas. Cuando hube terminado, me levanté y dije:
—Entonces, mi Bertha, ¿denunciarás a tu amor de juventud? No lo harás, lo sé. Pero es muy duro, mi pobre esposa, que tengas que sufrir por mi suerte aciaga y por las malditas artes de Cornelio. Te dejaré: tienes bastante salud y los amigos volverán en mi ausencia. Me iré; tan joven como parezco y fuerte como soy, puedo trabajar y ganarme el pan entre extraños, sin levantar sospechas y sin que nadie me conozca. Te quise en la juventud, Dios es testigo de que no podría abandonarte en la madurez, pero tu seguridad y felicidad lo requieren.
Tomé mi gorra y me dirigí a la puerta. En un instante, los brazos de Bertha me rodearon el cuello y sus labios se unieron a los míos.
—No, esposo mío, mi Winzy —dijo—. No te irás solo… Llévame contigo. Nos marcharemos de este sitio y, como tú dices, entre extraños no seremos sospechosos y estaremos seguros. No soy lo bastante vieja como para avergonzarte, mi Winzy, y me atrevería a afirmar que el hechizo desaparecerá pronto y, con la bendición de Dios, empezarás a parecer más viejo, como debe ser. No me dejes.
Le devolví de corazón el abrazo a aquella alma buena.
—No lo haré, Bertha mía, pero por tu bien no había pensado en tal cosa. Seré tu sincero y leal marido mientras nadie te separe de mí, y cumpliré con mi deber contigo hasta el final.
Al día siguiente preparamos nuestra marcha en secreto. Estábamos obligados a hacer grandes sacrificios económicos, era inevitable. Conseguimos una suma suficiente para mantenernos mientras Bertha viviera y, sin decirle adiós a nadie, dejamos nuestro país de origen para buscar refugio en un lugar remoto del oeste francés.
Fue una crueldad sacar a la pobre Bertha de su pueblo, sus amigos y su juventud para trasladarla a un país nuevo, un idioma nuevo y costumbres nuevas. El extraño secreto de mi destino convertía la mudanza en algo sin importancia para mí, pero me compadecía profundamente de ella y estaba contento de notar que encontraba compensación a sus desgracias en una gran variedad de circunstancias pequeñas y ridículas. Lejos de los chismosos, procuró disminuir la aparente disparidad de nuestras edades con un millar de artes femeninas: carmín, vestidos y maneras juveniles. No podía enfadarme. ¿No llevaba yo una máscara? ¿Por qué menospreciar la suya solo porque era menos satisfactoria? Me entristecía en lo más hondo cuando recordaba que esa anciana remilgada, tonta y celosa era mi Bertha, aquella muchacha de ojos y cabello oscuros, de sonrisa encantadora, que caminaba como una corza, a quien había amado tan profundamente y conseguido con tal arrebato. Habría venerado sin duda sus cabellos grises y sus mejillas marchitas, ¡pero esto!… Era mi tarea, lo sabía, pero no era el único en deplorar aquella suerte de debilidad humana.
Sus celos no conocían descanso. Su principal ocupación era intentar descubrir que, a pesar de nuestra apariencia externa, yo también envejecía. Ciertamente creo que aquella alma desgraciada me quería de verdad, pero ninguna mujer ha tenido jamás una manera más tortuosa de demostrar su amor. Era capaz de señalar arrugas en mi cara y decrepitud en mi caminar cuando yo paseaba por todas partes con vigor juvenil y el aspecto de la incomparable lozanía de veinte primaveras. Nunca osé dirigirme a otra mujer. En cierta ocasión, al darse cuenta de que la bella del lugar me miraba con buenos ojos, me compró una peluca gris. Su conversación recurrente con sus amistades era que, aunque se me viera tan joven, mi cuerpo se estaba consumiendo por dentro, y afirmaba que el peor síntoma que tenía era mi salud aparente. Mi juventud era una enfermedad, decía, y yo debía estar siempre preparado, si no para una muerte terrible y repentina, al menos para levantarme una mañana con el pelo blanco y encorvado, con todos los signos de la edad avanzada. La dejaba hablar; a menudo, me unía a sus conjeturas. Sus advertencias resonaban junto a mis incesantes especulaciones sobre mi estado, y me entró un serio, aunque doloroso, interés por escuchar todo lo que su rápido ingenio y su excitada imaginación podían decir sobre el asunto.
¿Para qué extenderse en estos detalles insignificantes? Vivimos muchos años. Bertha se quedó paralítica y postrada en cama. La cuidé como una madre cuidaría a un hijo. Se volvió malhumorada y aún seguía insistiendo en lo mismo: en cuánto tiempo la sobreviviría. Siempre ha sido una fuente de consuelo para mí que seguí cumpliendo mi deber para con ella de manera escrupulosa. Había sido mía en la juventud, era mía en la vejez y, al final, cuando arrojé tierra sobre su cadáver, lloré por sentir que había perdido todo lo que me ataba a la humanidad.
Desde entonces, ¡cuántos han sido mis preocupaciones y pesares, y qué pocas y vacías mis alegrías! Me detengo aquí en mi historia, no iré más lejos. Un marinero sin timón ni brújula, arrojado a un mar tormentoso —un viajero perdido en la inmensidad de un brezal, sin mojón ni piedra que le guíe—, eso he sido: más perdido y más desesperanzado que nadie. Un barco cercano o un destello desde alguna casa lejana pueden salvarlos, pero yo no tengo más baliza que la esperanza de morir.
¡La muerte, misteriosa, malcarada amiga de la débil humanidad! ¿Por qué, entre todos los mortales, me arrojaste a mí de tu seno acogedor? ¡Oh, la paz de la tumba, el profundo silencio de la tumba sellada con hierro! ¡Que este pensamiento deje de martillear mi cerebro y que mi corazón cese de latir por emociones que no difieren de nuevas formas de tristeza!
¿Soy inmortal? Vuelvo a mi primera pregunta. En primer lugar, ¿no es más probable que la pócima del alquimista estuviera llena de longevidad en vez de vida eterna? Esta es mi esperanza. Y ha de recordarse que solo bebí «la mitad» de la poción que él preparó. ¿No era necesaria la totalidad para completar el encanto? Haber bebido la mitad del elixir de la inmortalidad no es otra cosa que ser medio inmortal… Mi «eternidad» está, por esto, truncada, y es nula.
Pero, veamos, ¿quién puede enumerar los años de media eternidad? A menudo intento imaginar con qué fórmula puede dividirse el infinito. Algunas veces creo descubrir que la vejez avanza en mí. He encontrado una cana. ¡Estúpido! ¿He de lamentarme? Sí, el miedo a envejecer y morir se arrastra con frecuencia en mi corazón con frialdad, y, cuanto más vivo, más temo a la muerte, aunque aborrezca la vida. Tal enigma es el hombre, nacido para perecer, cuando lucha, como yo, contra las leyes establecidas de su naturaleza.
Sin embargo, por esta anomalía en el sentimiento, debo morir seguramente: la medicina del alquimista podría no ser a prueba de fuego, espada y aguas turbulentas. He contemplado las profundidades azules de muchos lagos apacibles y el discurrir tumultuoso de muchos ríos caudalosos, y he dicho: la paz habita en estas aguas. Sin embargo, he vuelto para vivir un día más. Me he preguntado si el suicidio sería un crimen para alguien a quien sería lo único que le podría abrir las puertas al otro mundo. He hecho de todo, excepto presentarme voluntario como soldado o duelista, no oponerme a mi propia destrucción, sino a la de mis semejantes, y por tanto me he retirado. No son mis semejantes. El poder inextinguible de la vida en mi cuerpo y la efímera existencia de ellos nos mantiene tan alejados como los polos. No podría levantar la mano contra el más insignificante o el más poderoso de entre ellos.
Así he seguido viviendo por muchos años, solo, cansado de mí mismo, deseando la muerte sin morir nunca: un mortal inmortal. Ni la ambición ni la avaricia caben en mi mente, y el amor ardiente que roe mi corazón no volverá jamás, ni ha de encontrar jamás un igual con quien compartirlo… El único sentido de la vida es el de atormentarme.
Hoy mismo he concebido un plan con el que debería acabar, sin encarnizarme conmigo mismo y sin convertir a ningún otro en Caín: una expedición en la que un mortal no pueda sobrevivir, ni siquiera con la juventud y la fortaleza que anidan en mí. Con esto pondré mi inmortalidad a prueba y descansaré para siempre, o volveré como el milagro y el benefactor de la especie humana.
Antes de irme, una vanidad miserable me ha llevado a escribir estas páginas. No podría morir sin dejar ningún nombre tras de mí. Tres siglos han pasado desde que bebí el líquido fatal. No pasará otro más antes de que, enfrentándome a peligros gigantescos —luchando contra los poderes del hielo en su terreno—, acosado por el hambre, la fatiga y las tempestades, rinda este cuerpo, una prisión demasiado tenaz para un espíritu sediento de libertad, a los elementos destructivos del aire y del agua. O, si sobrevivo, mi nombre será recordado como uno de los más famosos entre los hijos de los hombres. Una vez terminada la tarea, adoptaré medidas más resolutivas y, por disgregación y destrucción de los átomos que componen mi cuerpo, liberaré la vida prisionera en él, cruelmente impedida de remontarse, desde esta tierra sombría, a una esfera más compatible con su esencia inmortal.
(1) Los Siete Durmientes de Éfeso es una leyenda cristiana e islámica en la que siete jóvenes se ocultaron en una caverna bajo la ciudad alrededor del año 250 para escapar de las persecuciones religiosas, y despertaron trescientos años después. Nourjahad es el protagonista de la novela de Frances Sheridan The History of Nourjahad (1767), en la que el protagonista desea tanto la inmortalidad que el persa Schemzeddin le droga para hacerle creer que ya la posee.
(2) Heinrich Cornelius Agrippa o Enrique Cornelio Agripa de Nettesheim (1486-1535) es un personaje histórico de relevancia en el Renacimiento, un escritor, filósofo, alquimista, profesor, médico y nigromante que llegó a ser secretario de Carlos I y médico de Luis de Saboya. Su creencia en las fuerzas ocultas y en los experimentos para demostrarlas, experimentos que solo podían llevarse a cabo en secreto, le sitúan en el origen de la ciencia moderna.
(3) Néstor es, en la Ilíada y la Odisea, un anciano prudente y comprensivo, que habla por experiencia y cuyos consejos son relevantes.
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