Myriam Warner-Vieyra - "Pasaporte al paraíso"

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Novelista, poeta y cuentista guadalupeña. Sin embargo, de acuerdo con lo mantenido por Elena Causante, la autora debe de ser estudiada dentro de la literatura africana ya que Myrriam vivió más de cuarenta años en Senegal y en alguna ocasión declaró sentirse más cerca de sus raíces africanas que de las antillanas. Esto ocurre también con autores como René Maran, Leon Damas o Aimé Césaire, caribeños ellos, pero que son estudiados como autores africanos (es muy recomendable leerse "Historia de la literatura africana. Una visión panorámica desde la francofonía" de Lilyan Kesteloot),
Este cuento se encuentra en la obra Les Naufragés, publicado dentro del volumen Femmes Échouées de 1988,
La versión es la de Amelia Hernández (las notas son de la traductora).


Éloise era una buena mujer de mucho ánimo, infatigable y alegre como un atardecer de carnaval. A sus treinta años, tenía una hermosa familia de cuatro muchachos y otras tantas muchachas, radiantes de salud. Sus embarazos nunca le impidieron darle duro al trabajo; ignoraba las molestias que en otras mujeres acompañan ese estado. La mayor de sus hijas, Florette, iba a cumplir nueve años y ya la ayudaba eficazmente en la casa. Cuando Éloise iba al campo, se llevaba a su último retoño de tres meses acostado en una cesta que cargaba encima de la cabeza, bien encajada en un rodete de trapo. Luego colocaba su carga bien a la vista, a la sombra, bajo la vigilancia de alguno de los mayorcitos requerido para esa tarea, y acometía su labor.
La víspera, la zafra de caña había finalizado, así que aquel día Éloise se puso a escardar su conuco. Canturreaba, como siempre, una de esas tonadas que resurgían de su memoria, rebotaban en sus labios y ponían ritmo en el azadón con el que cortaba la yerba de raíz. Ella quería a su hombre, a sus hijos saludables, a su choza limpia; tenía fuerza y coraje para trabajar. Para ella, eso era la verdadera felicidad.
Eugenio por su parte, acababa de entregar a la fábrica Derousier la última carretada de su zafra de caña de azúcar. Aún tendría que esperar varios días para poder cambiar por algunos billetes el bono que le habían dado; apenas bastaría para saldar la deuda que le iban anotando en la tienda y para mantener a su familia, pobremente, a la buena de Dios, hasta la próxima zafra. Se sentía cansado. A sus cuarenta años, tenía a sus espaldas treinta años de dura faena en el campo, y seguro que el aguardiente de caña, ese líquido límpido del que abusaba, algo tenía que ver con su estado de envejecimiento precoz. Pero él no lo sabía. Y, desde luego, su fatiga no era ningún impedimento para su alegría de vivir. Su mujer le evitaba toda preocupación doméstica, por lo organizada que era y el empeño que ponía en el trabajo. Él la quería mucho, pero cuando le ponían un ponche (1) por delante no dejaba de ser un hombre. Como ferviente discípulo del dios Tafia, había pedido, a manera de testamento, que a la hora de dejar este mundo Éloise pusiera un barrilito del agua de fuego en su ataúd.
Aquel día, al llegar a eso de las cinco de la tarde frente a la cantina de doña Adelaide, Eugenio gritó «¡Oh oooh!» a su yunta de becerros y saltó de su carreta para ir a echarse algunos tragos con sus compañeros habituales, antes de la cena. Cena de cuyo sabor no solía acordarse por estar, para entonces, tan borracho que se quedaba dormido, con los ojos abiertos y fijos, encima de cualquier montón de piedras. Pero la desgracia no anuncia su día: apenas si le había dado tiempo de apurar un primer trago cuando se produjo un altercado entre dos antagonistas. Eugenio, quien se hallaba aún bien lúcido, contrariamente a los demás, intentó en vano calmar los ánimos. La discordia iba creciendo, se fueron a las manos. El primer golpe resultó mortal, un botellazo como para romper un cráneo: Eugenio lo recibió en el suyo. Se desplomó sin un grito, la vida se le fue en una última boqueada, con un hilillo de sangre aromada de ron saliéndole de la boca ...
Los amigos de Eugenio le hicieron un velorio memorable, bien rociado con su bebida predilecta ...
Al día siguiente, a primera hora, Éloise despachó a una vecina y amiga junto al señor cura del burgo, para pedirle que tuviera a bien venir y dar la bendición de cuerpo presente. Ella no tenía recursos para hacer funerales de primera o segunda clase, ni siquiera de tercera. No obstante, siendo creyente, para ella era muy importante que los restos mortales recibieran la bendición y que el cura rezara una de sus plegarias en latín, la llave para entrar al paraíso.
La vecina regresó con la respuesta del cura, tan solemne como injusta: Eugenio, alcohólico notorio que vivía en concubinato, había fallecido sin confesarse. Y sin un acto de contrición no había absolución, ni extremaunción, ni bendición.
A Éloise se le subió la sangre a la cabeza cuando se enteró de la noticia. Un velo jaspeado en el que dominaban el rojo y el negro le nubló la vista. Hasta perdió el habla por un rato. Su hombre iba a achicharrarse en el infierno no por culpa de sus pecados sino porque era un pobre negro. Los ricos békés de la comarca mantenían a varias concubinas a la vista de todo el mundo, su piel y su mirada tenían los reflejos verdosos del ajenjo que se tomaban como agua de coco, quedando consumidos tan rápido como los carreteros con el ron blanco; y sin embargo, cuando moría alguno de ellos, le organizaban grandiosas exequias. Todo el clero en traje de ceremonia precedía el coche fúnebre con cruces y ciriales. Se celebraban misas en latín durante varios meses para el descanso de su alma . . .
Ante el profundo desánimo de Éloise, la vecina Eunice se acordó de un forastero recién llegado de Asia. En el mercado se decía que él tenía poderes para fabricar amuletos que eran pasaportes al paraíso. Bastaba colocar el amuleto en el pecho del difunto para asegurarle la subida al cielo. Éloise estaba dispuesta a intentar cualquier cosa con tal de salvar el alma de su hombre, aunque a cambio tuviera que vender la suya al diablo. Entregó a Eunice su bien más preciado, una sortija que Eugenio le había regalado el día en que ambos se pusieron a vivir juntos, diez años atrás.
Eunice se fue en busca del mago, y una hora después trajo el preciado viático. Era un trozo de cuero de chivo con unos signos extraños: que fueran caracteres chinos o árabes, para las dos mujeres era lo mismo. Éloise besó el pergamino sagrado, entregándole su amor para ser llevado junto con el amado. Lo colocó en el pecho de Eugenio, debajo de la única camisa blanca que él había poseído en toda su vida. Entonces, con el alivio del deber cumplido, ella se sintió casi feliz. El alma de Eugenio echaría a volar hacia los cielos a pesar del cura, y el día en que ella también se fuera, se encontraría con él allá arriba . . .
Una semana después del entierro, todos los habitantes de la pequeña comuna de Grand-Font-de-Sainte-Agnes se enteraron, consternados, de que el vendedor de boletos al más allá había sido arrestado por los gendarmes que lo acusaban de defraudación. Una palabra que nadie conocía y que costaba mucho pronunciar, algo así como: deflaudación, defadación, defatación, defraución. Lo cierto es que un alto funcionario llegó de la ciudad e interrogó al hombre acerca de sus artes. No se le había ocurrido que para establecer el delito había que demostrar que la mercancía vendida, en este caso los talismanes, era ineficaz. Cosa que nadie podía demostrar, pues ningún muerto había regresado para quejarse de que las puertas del cielo se le quedaran cerradas. Así que, a falta de alguna prueba tangible, no había ningún hecho delictivo y se vio obligado a soltar al acusado. Todo el pueblo llano aplaudió con ganas. El forastero se puso a trabajar sin descanso para que todos los habitantes del burgo tuvieran listo su salvoconducto celestial a la hora de la despedida. Aquellos que de día clamaban a voces que no creían en nada de eso, al caer la noche se iban a escondidas, rozando las empalizadas, a comprar su amuleto por si acaso. Hasta el brujo del pueblo, tras invocar a los dioses de África, pensó que sería bueno adquirir discretamente ese seguro adicional para conseguir un buen puesto en el velero del gran retomo a Guinea (2).
Según las últimas noticias, se dice que nuestro Merlín de las islas está mezclando sangre de cordero con la tinta china para aumentar la eficacia del divino pase. Y que los únicos habitantes irreductibles son los miembros del clero porque, claro está, ya nadie va a pedirles que celebren misas de réquiem.
El camino al cielo accesible para todos, y los pecados cayendo en desuso . . . Hay que ver en qué insondables honduras se inspira la imaginación del hombre ...

(1) Bebida hecha con ron, melaza de caña y limón u otra fruta.
(2) Los descendientes de africanos creían que, al morir, sus almas cruzaban el océano para regresar a África.

This entry was posted on 08 septiembre 2022 at 18:57 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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