Elizabeth Geoghegan - "El Chico del Críquet"

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Novelista, cuentista y ensayista estadounidense. Autora dentro de la línea realista de cuentistas americanas como A.M. Homes, Lucia Berlin, Deborah Eisenberg o Mary Robison.
El cuento pertence al volumen "Bola ocho" de 2019.
La versión es la de Blanca Gago.



El Chico del Críquet ha mirado a la muerte a los ojos, y eso lo pone cachondo. Me llama «la reina de la mamada» y me advierte: «Las chicas de Mánchester no tienen nada que recriminarte».
A las cuatro de la mañana me despierta el teléfono.
Me levanto y me acerco hasta la ventana, veo al Chico del Críquet sosteniendo el móvil en la mano mientras los primeros copos de nieve del invierno inevitable ondean a su alrededor. Cuando quito el cerrojo de la puerta, entra a trompicones en el estrecho pasillo de mi casa para chocar de frente con las obras de arte colocadas por todas partes, mientras yo me escabullo y regreso bajo los edredones.
Él se arrodilla junto a la cama.
—Solo te he llamado porque quería follar.
—Yo solo he abierto la puerta para decirte que te follen, pero bueno, ya que estás aquí…
La cosa es que al Chico del Críquet no se le pone dura. He empezado a darle vueltas al asunto, tratando de comprender las razones de su dolor. Su padre murió de un infarto hace tres semanas, y su hermana murió de cáncer cuatro días después. Cuando lo conocí, acababa de bajar del avión después de los dos funerales en Inglaterra. Pero no es el dolor. Es la Guinness.
Del aeropuerto se fue derechito al bar de su barrio. Yo estaba allí con un colega, un escritor que escribe sobre los pies de las mujeres.
—¿Tienes mierda inglesa? —me preguntó arrastrando las palabras.
Sacudí la cabeza.
—¿Quieres un poco de la mía?
Garabateé el número del escritor en un posavasos y se lo tiré por la barra.
—Genial —dijo.
Al cabo de unos días, el Chico del Críquet llamó, estuvo charlando con el fetichista de pies y consiguió agenciarse mi verdadero número de teléfono.
—Tu novio me ha dicho que a estas horas ya habrías salido del trabajo.
Yo ya sabía que era él, por el acento y todo lo demás.
—No es mi novio.
—Qué bien. Pues vamos a tomar algo.
No es que me hubiera pedido una cita formal, pero tampoco me esperaba que, al llegar, lo encontrara rodeado de cuatro amigos. Todos eran artistas, lo cual quiere decir que todos eran carpinteros. Siempre he tenido debilidad por los trabajadores de la construcción —me encantan sus poderosas herramientas, su olor a serrín, sus Ford F250 destartalados—, y menos mal, porque me pasé toda la noche aguantando que los carpinteros artistas me tiraran los trastos mientras el Chico del Críquet me daba la espalda sin dejar de charlar con la camarera.
Dan me invitó a unas rondas y Riley me encendió los cigarros. Boris me tentó en el baño, cuando nos metimos juntos para hacernos una raya. Wesley intentó flirtear conmigo mientras disculpaba a su amigo.
—Está pasando una mala racha —dijo acercándose demasiado y apartándome el pelo detrás de la oreja para empezar a detallar el díptico de muertes entre susurros.
Cuando ya estábamos a punto de irnos, le di un golpecito en el hombro: —Bueno, ¿y tú a qué te dedicas?
—Antes jugaba al críquet. Ahora me lo monto por mi cuenta.
—Guay —dije.
—Salgamos de aquí.
—Vale.


El Chico del Críquet da unos pasos de baile y agita un burrito de carne delante de mi perro. Se ha pasado una semana sin dar señales de vida, hasta que por fin asoma con una bolsa de papel grasienta en la mano y hablando de su viaje a Nueva York. Por la pinta que tiene, se nota que no ha ido más allá del barrio chino.
El del críquet tiene grandes ideas sobre Nueva York.
—Allí están los mejores taxistas del mundo —me dice mientras da un enorme bocado al burrito, y la crema agria le chorrea por la cara hasta caer al suelo—. A todos les gusta el críquet. Aquí, en Chicago, nadie sabe siquiera qué es el críquet.
—Bueno, ¿y qué es? —le pregunto.
Luego me cuenta que, si en casa de Boris pudiera ver cuadros como los que había en el Metropolitano, no necesitaría drogarse. Me cuenta que pasó tantas horas en el museo que tuvo que pagarle un baile erótico a su amigo para compensarlo.
—Qué generoso.
—Anda ya —dice mientras tantea para desabrocharme los vaqueros.
Más tarde, en la cama, me explica que si no fuera por el alquiler, viviría en Manhattan.
Yo le contesto que si no fuera por la vida, viviría.


La primera vez que follamos, no hicimos nada.
Le pregunté si le apetecía hablar.
—¿De qué?
—Exacto —dije.
Estaba tendida en la cama junto a él, pensando en la muerte. El Chico del Críquet nunca mencionaba ni a su padre ni a su hermana. Me pregunté si ese era el modo en que él y sus amigos hooligans se llevaban a las tías a la cama. Uno cuenta una historia de lo más triste mientras el otro se las lleva a casa. Pero tanto si se trataba de una muerte reciente como si no, el Chico del Críquet y yo teníamos un trato pendiente.
Al despertar entre la luz turgente de la mañana, todo parecía posible, de modo que el Chico del Críquet volvió a intentarlo. Hasta que llegó un momento, ya medio empalmado, en que perdió la erección, y con ella se perdió también el condón. Después de veinte minutos hurgando en mi interior, totalmente enfrascado en la búsqueda, el Chico del Críquet me sacó el condón, flácido y patético, con sus grandes manos de obrero.
Yo también me las he visto con la muerte alguna vez, pero no se lo cuento.


El Chico del Críquet vacía la papelina hecha con un trozo de periódico en la mesita de café de Boris, una mesita feísima y ochentera a base de vidrio cromado, y se entretiene haciendo las rayas con una maltrecha tarjeta de crédito. Boris agarra la papelina y empieza a lamerla. Se pasa tanto tiempo lamiendo el papel brillante que me da la impresión de que las letras van a desprenderse hasta pegársele en la lengua, pero al final lo arruga formando una bola y lo arroja sobre una pila de revistas. La de encima de todo tiene unas tetas inmensas en la portada. Mientras señala el gran surtido de revistas porno, Boris explica que las compra únicamente porque se dedica a pintar las formas femeninas.
El Chico del Críquet se enrolla un billete de veinte en la nariz y se ríe tan fuerte que acaba atragantándose y esparciendo la coca por toda la alfombra. Su rostro pasa de la palidez de resaca británica al carmesí, mientras tose y escupe y hace aspavientos con los brazos, se echa hacia atrás en el sillón reclinable de piel falsa, ya totalmente despellejado, y se marca una especie de Len Bias —o su equivalente en críquet— en el asiento[6]. Boris sigue hablando sobre la figura femenina mientras repta por la alfombra de rodillas, intentando rescatar lo que puede de la droga esparcida, arrancando algunos flecos y examinando las fibras con su audaz mirada de artista.
Cuando estoy razonablemente segura de que no hay necesidad de llamar a emergencias, echo un vistazo a los lienzos clavados en las paredes, todos ellos pintados por Boris y pienso, quizá por primera vez, que acaso el Chico del Críquet tenga razón. Aun así, intento imaginarlo deambulando por las salas del Museo Metropolitano y me resulta muy difícil evocar la imagen, teniendo en cuenta la escena que está montando en ese preciso momento: bañado en sudor, en pleno mono, se dedica a teclear todos los números de sus contactos en el móvil a una velocidad sorprendente.
El Chico del Críquet acabará llevándome a ninguna parte, que sospecho que es justo donde quiero ir.


La segunda vez que lo intentamos fue exactamente igual que la primera.
Le pregunté si le apetecía hablar.
—¿Te estás quedando conmigo?
—¿Quedando con qué?
—Me cago en los putos americanos, ni siquiera son capaces de hablar inglés.
El escritor y yo nos tomamos un café, y me pregunta qué ha sido del del fútbol.
—El del críquet, querrás decir.
—Sí, ese.
Miro por la ventana del bar a una pareja abrazada, con los abrigos a juego. El chico lleva un gorro de lana violeta y parece un mamarracho con una bola de nieve en las manos, amenazando en broma a la mujer con lanzársela a la cara. Saco un cigarrillo del paquete y lo enciendo. Cuando vuelvo a mirar, la mujer se ha puesto el gorro y están besándose.
—Bueno, digamos que no ha pasado nada —replico.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que no hay nada peor que tener una polla floja en la boca.
—¿En serio? —pregunta garabateando algo en la libreta.
La verdad es que no sé por qué he dedicado tantas horas a ese tío del críquet. Quizá por su acento. Quizá espero oírlo hablar de todas esas muertes. Muertes con acento.


El Chico del Críquet nunca quiere hablar a menos que esté dormida. Me llama en mitad de la noche mientras come algo del chino frente al televisor. Yo me fumo un cigarro a oscuras y miro por la ventana, intentando descifrar su revoltijo de palabras.
Cuando sale el anuncio del 803-CHARLAS-HÚMEDAS, me dice que tiene que colgar.
Fuera, en la calle, hay nieve amontonada sobre los coches aparcados y arremolinada bajo el resplandor azul de las farolas. Ahora mismo es bonito. Mañana, los madrugadores tendrán que desenterrar los coches con palas y escobas y resucitarlos con unas pinzas antes de ir a trabajar. Se adentrarán en las calles dejando atrás el hueco excavado, y luego rellenado con cajas azules de leche, tumbonas plegables y acaso una tabla de planchar, trastos de mercadillo callejero para asegurarse el aparcamiento a su regreso. Confiados en exceso por el crujido de la sal bajo las ruedas, buscarán alguna emisora de radio mientras aceleran para llegar a la autopista, una sábana de hielo negro bajo la nívea superficie.

This entry was posted on 25 septiembre 2022 at 10:00 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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