Ilse Aichinger - "Historia del espejo"

Posted by La mujer Quijote in ,

Novelista, ensayista, poeta y cuentista austriaca. Por su origen judío fue perseguida por los nazis y en su primer relato, “La cuarta puerta”, escribió sobre su experiencia durante ese periodo. Posteriormente escribió una novela, “La esperanza más grande”, una obra autobiográfica y una de las primeras obras sobre el Holocausto judío.
En los años 50 del siglo pasado fue habitual su presencia en los encuentros organizados por el llamado "Grupo 47", una agrupación informal de autores y críticos alemanes y austriacos que buscaban revitalizar la literatura germana de posguerra.
Su obra literaria destacó por su fuerza lírica y su profundidad analítica así como por un lenguaje enigmático.
Está considerada como la representante más destacada en lengua alemana de la literatura de posguerra.
Este cuento, considerado un clásico de la literatura austriaca moderna, fue escrito en 1949 y publicado en cuatro episodios en un diario de Viena en agosto del mismo año.
La versión es la de Rosario Vázquez Lozano.


Cuando alguien saca tu cama de la sala, cuando ves que el cielo se vuelve verde y cuando deseas ahorrarle al vicario la oración fúnebre, ése es el momento para levantarte, silenciosamente, como se levantan los niños cuando por la mañana la luz brilla a través de las persianas: en secreto, para que la hermana no te vea, ¡rápido!
Pero en ese momento el vicario ya ha comenzado. En ese momento escuchas su voz jovial, solícita e incontenible. En ese momento ya lo escuchas hablar. ¡Deja que ocurra! Deja que sus buenas palabras se sumerjan en la lluvia ciega. Tu tumba está abierta. Deja primero que su prematura esperanza se vuelva desamparo, para ayudarla. Si lo dejas seguir, al final él no sabrá más si había ya comenzado y, porque no lo sabe, da la señal a los sepultureros. Y los sepultureros no preguntan mucho y sacan de nuevo tu ataúd y retiran la corona de la cubierta y la devuelven al joven, quien cabizbajo está parado al borde de la tumba. El joven toma su corona y, ausente, alisa todas las cintas, por un momento levanta la frente y en eso la lluvia le arroja sobre las mejillas unas lágrimas. Luego el cortejo fúnebre retrocede de nuevo a lo largo de los muros. Las velas en la capilla pequeña y fea se encienden otra vez y el vicario dice las plegarias por los difuntos, para que puedas vivir. Le sacude fuertemente la mano al joven y a causa de su turbación le desea mucha suerte. Éste es su primer entierro, por eso enrojece hasta el cuello pero, antes de que pueda mejorarse, el joven ha desaparecido. ¿Qué queda ahora por hacer? Cuando uno ha deseado mucha suerte a un enlutado, a éste no le resta más que mandar al muerto de regreso a casa.
Pronto la carroza con tu ataúd sube de nuevo la larga calle. Las casas están a izquierda y derecha. Y en todas las ventanas hay narcisos amarillos, así como han sido entrelazados también en todas las coronas; contra esto nada se puede hacer. Los niños presionan sus caras contra las ventanas cerradas; llueve, pero a pesar de eso uno de ellos sale corriendo por la puerta de la casa. Se cuelga detrás de la carroza fúnebre, cae y queda atrás. El niño coloca ambas manos arriba de los ojos y, molesto, los ve alejarse. ¿A dónde, pues, puede uno arrojarse si vive en la calle del cementerio?
En el cruce tu carroza espera la luz verde. Llueve menos. Las gotas bailan sobre su techo. El heno huele a lo lejos. Las calles están recién bautizadas y el cielo pone su mano sobre todos los techos. Tu carroza, por pura cortesía, avanza un trecho al lado del tranvía. Al borde del camino, dos chicos apuestan por su honor. Pero quien apostó por el tranvía, perderá. Podrías habérselos advertido, pero por ese honor aún nadie se ha bajado de su ataúd.
Sé paciente. El verano es joven. Es el tiempo en que la mañana se extiende aún hasta muy entrada la noche. Ustedes llegan a tiempo. Antes de que oscurezca y de que todos los niños al borde de las calles desaparezcan, ya dobla también la carroza en el patio del hospital, a la vez que un rayo de luna cae sobre la entrada de la cochera. En seguida vienen los hombres y levantan tu ataúd. Y la carroza fúnebre vuelve a casa alegremente.
Por la segunda entrada y atravesando el patio ellos cargan tu alaúd hasta el depósito de cadáveres. Allí aguarda el negro pedestal vacío, inclinado y elevado, ponen el ataúd encima y vuelven a abrirlo, y uno de ellos maldice porque los clavos están demasiado hundidos. ¡Maldita profundidad!
Poco después de eso viene también el joven y trae la corona de vuelta. Ya era hora. Los hombres le acomodan las bandas y la ponen enfrente, ya puedes estar tranquila. La corona está bien puesta. Hasta mañana las flores marchitas estarán frescas y los capullos se cerrarán. Por la noche te quedas sola con la cruz entre las manos. Y también durante el día tendrás mucha tranquilidad. Luego durante mucho tiempo no podrás hacerlo: yacer tan quieta.
Al día siguiente, viene de nuevo el joven. Y como la lluvia no le concede lágrimas, mira fijamente al vacío y gira la gorra entre sus dedos. Sólo antes de que ellos coloquen otra vez el ataúd sobre la tabla, aprieta su cara con las manos. Llora. Ya no permaneces más en el depósito de cadáveres. ¿Por qué llora? La tapa del ataúd está floja y la mañana es clara. Los gorriones gritan alegremente. Ellos no saben que está prohibido resucitar a los muertos. El joven camina frente a tu ataúd, como si hubiera vasos de vidrio colocados entre sus pasos. El viento es frío y juguetón. Como un niño inmaduro.
Te traen a casa y suben las escaleras. Te sacan del ataúd. Tu cama fue arreglada recientemente. Por la ventana el joven mira fijamente abajo, hacia el patio, donde dos palomas se aparean y gorgojean fuertemente, y se voltea con repulsión.
En ese momento te han vuelto a colocar sobre la cama. Y otra vez te han amarrado la boca con el paño que te vuelve tan desconocida. El hombre comienza a gritar y se arroja sobre ti. Se lo llevan suavemente. «Guardad silencio», dice en las paredes; por ahora los hospitales están atestados, los muertos no deben despertar tan temprano.
Desde el puerto aúllan los barcos: ¿por la partida o por el arribo? ¿Quién puede saberlo? ¡Silencio! ¡Conserven la calma! No resuciten a los muertos antes de tiempo, los muertos tienen el sueño ligero. Aun así, los barcos siguen aullando. Y un poco más tarde deberán quitarte el paño de la cabeza, quieran o no. Y te lavarán y cambiarán tus ropas, y uno de ellos se inclinará rápido sobre tu corazón, rápido, en tanto aún estés muerta. Ya no queda mucho tiempo, y de eso son culpables los barcos. La mañana se está oscureciendo. Abren tus ojos y éstos destellan blancos. Por ahora ellos tampoco dicen nada sobre tu apariencia apacible, gracias al cielo: la palabra se les muere en la boca. ¡Espera un poco más! En seguida se habrán ido. Nadie quiere ser testigo, pues hoy en día todavía uno puede ser quemado por eso.
Te dejan sola. Te dejan tan sola que tú abres los ojos y ves el cielo verde; te dejan tan sola que comienzas a respirar con dificultad, estertórea, profunda y ruidosamente como cuando se suelta la cadena de un ancla. Te fortaleces y llamas a gritos a tu madre. ¡Qué verde está el cielo!
«Las pesadillas de la fiebre disminuyen —dice una voz detrás de ti—, comienza la agonía».
¡Ah ellos! ¿Ellos qué saben?
¡Vete ahora! ¡Ahora es el momento! Todos han sido llamados. Vete antes de que regresen y antes de que su susurro se vuelva otra vez más fuerte. Atraviesa la mañana que se vuelve noche, baja las escaleras, pasa el portero. Los pájaros gritan en la oscuridad, como si tus dolores hubieran comenzado a gritar de júbilo. ¡Vete a casa! Y vuelve a acostarte en tu propia cama, aunque le crujan las tablas y aún esté revuelta. ¡Allí te recuperarás más rápido! Allí sólo por tres días te enfureces contra ti misma y bebes del cielo verde hasta saciarte; allí, sólo durante tres días rechazas la sopa que te trae la mujer de arriba. Al cuarto, la tomas. Y el séptimo día es el de reposo. Al séptimo día te marchas. Los dolores te apresan, ya encontrarás el camino. Primero a la izquierda, luego a la derecha y otra vez a la izquierda, por entre las calles del puerto, que son tan miserables pero que no podrían ser otras que las que se dirigen al mar. Si tan sólo el joven estuviera cerca de ti, pero el joven no está contigo. En el ataúd estabas mucho más hermosa. Pero ahora tu cara está desfigurada por los dolores, los dolores acabaron con tu júbilo. Y ahora el sudor está otra vez en tu frente, durante todo el camino: no, ¡en el ataúd estabas mucho más hermosa!
Los niños en el camino juegan con canicas. Corres entre ellos, corres como si corrieras de espaldas, y ninguno es tu hijo, ¿cómo, pues, podría uno de ellos ser tu hijo, cuando vas a la casa de esa vieja, que vive cerca de la cantina? Todo el puerto sabe de dónde sale el dinero con el que la vieja paga su aguardiente.
Ya está parada al lado de la puerta. La puerta está abierta y ella alarga hacia ti su mano, que está sucia. Allí todo es sucio. En la chimenea están las flores amarillas que son las mismas con las que se tejen las coronas, son otra vez las mismas. Y la vieja se muestra demasiado amable. Y las escaleras también aquí crujen. Y los barcos aúllan, adonde quiera que vas, aúllan por todas partes. Y los dolores te sacuden, pero tú no debes gritar. Y los barcos deben aullar, pero tú no debes gritar. ¡Dale el dinero a la vieja para el aguardiente! Cuando ya le has dado el dinero, te tapa la boca con ambas manos. Está totalmente sobria de tanto aguardiente. Ella no sueña con los no nacidos. Los niños inocentes no se atreven a acusarla ante los santos, y los culpables tampoco se atreven. Pero tú… ¡tú te atreves!
«¡Haz que mi hijo vuelva a vivir!».
Eso aún ninguna se lo ha exigido a la vieja. Pero tú lo exiges. El espejo te da fuerza. El espejo opaco, con las manchas de las moscas, te deja exigir lo que aún ninguna ha exigido.
«Haz que viva, si no tiraré tus flores amarillas, si no te sacaré los ojos, si no abriré bruscamente tus ventanas y gritaré hacia la calle, para que ellos oigan lo que sé, gritaré…».
Y entonces la vieja se asusta. Y ante el gran susto, delante del espejo opaco, ella cumple tu súplica. No sabe lo que hace, pero en el espejo opaco funciona. El miedo se vuelve terrible y por fin los dolores comienzan otra vez a gritar de júbilo. Y antes de que grites, recuerdas la canción de cuna: «¡Duerme, pequeñín, duerme!». Y antes de que grites, el espejo te hace caer por las oscuras escaleras, y te dejas ir, te deja correr. ¡No corras tan rápido!
Mejor levanta la mirada del suelo, si no podría ser que choques, allá abajo entre los tablones que rodean el área de construcción, contra un hombre, contra un joven, que gira su gorra. En ese momento lo reconoces. Es el mismo que apenas junto a tu ataúd giraba la gorra. ¡Ya está él otra vez aquí! Aquí está parado, como si nunca se hubiera ido. Allí se apoya en los tablones. Caes en sus brazos. Otra vez no tiene lágrimas, dale de las tuyas. Y despídete, antes de que te agarres a su brazo. ¡Despídete de él! Tú no lo olvidarás; aun cuando él lo olvide: hay que comenzar por despedirse. Antes que seguir juntos, uno debe separarse para siempre junto a los tablones que rodean el área vacía de construcción. Luego ustedes siguen andando. Ahí hay un camino que pasa por los almacenes de carbón y se dirige al mar. Ustedes guardan silencio. Esperas la primera palabra, se la dejas a él, para que en ti no quede la última. ¿Qué dirá? ¡Rápido, antes de que estén cerca del mar, que lo vuelve a uno tan imprudente!
¿Qué dice? ¿Cuál es la primera palabra? ¿Es posible que esto sea tan difícil, haciéndolo tartamudear, obligándolo a bajar la mirada? ¿O son las montañas de carbón que se yerguen detrás de los tablones las que le arrojan sombras a los ojos y lo deslumbran con su negrura? La primera palabra, la ha dicho ahora, es el nombre de una calle. Así se llama la calle donde vive la vieja. ¿Es posible? Antes de que él sepa que esperas un hijo, te nombra a la vieja. ¡Guarda silencio! Él no sabe que ya estuviste con la vieja, ni puede saberlo, no sabe nada del espejo. Pero en cuanto lo dice, lo olvida. En el espejo todo se dice para que sea olvidado. Y cuando dices que esperas un hijo, estás callando. El espejo refleja todo. Las montañas de carbón quedan detrás de ustedes, para ese entonces están junto al mar y ven los botes blancos como preguntas en la frontera de sus miradas. Estén tranquilos, el mar saca respuestas de la boca, el mar devorará lo que ustedes quieren decir.
A partir de entonces ustedes recorren muchas veces un lado de la playa como si lo hicieran del otro. Dejan la casa como si huyeran corriendo, y huyen como yendo hacia el hogar.
¿Qué susurran esos con sus cofias claras? «Ésta es la agonía». Dejen que hablen.
Algún día el cielo estará suficientemente pálido, tan pálido que su palidez brillará ¿Hay pues otro brillo como el de la última palidez?
En este día el espejo opaco refleja la casa maldita. La gente llama maldita a una casa que va a ser demolida; ellos la llaman maldita; así es como mejor pueden nombrarla. Eso no debe asustarlos. Ahora el cielo está lo suficientemente pálido. Y como la palidez, la casa también espera el final de la maldición: la buenaventura. De tanto reír vienen fácilmente las lágrimas. Ya has llorado lo suficiente. Toma de vuelta tu corona. Pronto también podrás soltarte de nuevo las trenzas. Todo está en el espejo. Y detrás de todo lo que hacen, yace el mar verde frente a ustedes. Cuando vuelvan a salir por las ventanas hundidas, habrán olvidado.
En el espejo todo se hace para que sea perdonado.
A partir de este momento te insiste para que entres con él. Pero durante esa insistencia ustedes se alejan de la casa y dan la vuelta, yéndose de la playa, sin ver atrás. Y la casa maldita queda a sus espaldas. Van río arriba, y su propia fiebre les sale al encuentro y se sigue de largo.
Pronto su insistencia disminuye. Y en ese mismo instante dejas de estar dispuesta. Se vuelven más tímidos. Es la marea baja que retira el mar de todas las costas; incluso los ríos descienden durante bajamar. Y allí, del otro lado, las cimas sustituyen las copas. Abajo los techos blancos de teja duermen.
Pon atención, ahora pronto empieza a hablar del futuro, de los muchos niños y de una larga vida, y sus mejillas arden de fervor. Éstas encienden también las tuyas. Discutirán si quieren hijos o hijas; tú prefieres hijos. Y él preferiría cubrir su techo con ladrillos, y tú prefieres… pero en ese momento ya han ido demasiado lejos, río arriba. El susto los apresa. Del otro lado, los techos de teja han desaparecido; allá ya sólo hay más praderas y pastos húmedos. ¿Y aquí? Tengan cuidado en el camino. Alborea un crepúsculo tan sombrío como sólo lo es el crepúsculo de la mañana. El futuro pasó. El futuro es un camino junto al río que desemboca en las praderas. ¡Regresen!
¿Qué sucederá ahora?
Tres días más tarde él ya no se atreve a poner el brazo alrededor de tus hombros. Otros tres días más tarde te pregunta cómo te llamas, y tú le preguntas a él. Ahora ya no saben el uno del otro ni su nombre. Y ya tampoco lo preguntan. Así es más hermoso. ¿No se han convertido en un secreto?
Ahora van por fin, otra vez, uno al lado del otro en silencio. Y él pregunta algo, te pregunta si lloverá. ¿Quién puede saberlo? Cada vez se vuelven más desconocidos. Del futuro ya han terminado de hablar desde hace mucho tiempo. Se ven sólo raras veces, pero aún no son suficientemente desconocidos el uno para el otro. Esperen, sean pacientes. Un día eso sucederá. Un día él te será tan desconocido, que tú comenzarás a amarlo en una calle oscura frente a un portal abierto. Todo exige su tiempo, y ahora éste está aquí.
«¡No durará mucho más —dicen los que están detrás de ti—, se acerca el final!».
¿Qué saben ellos? ¿Qué acaso no está todo por comenzar?
Llegará un día en que lo verás por primera vez. Y él te verá a ti. «Por primera vez», quiere decir: «Nunca más». ¡Pero no se asusten! No deben despedirse uno del otro, eso lo hicieron hace mucho. ¡Qué bueno que ya lo hicieron!
Será un día de otoño; un día inundado de la expectación de que todos los frutos se vuelvan flores otra vez, como sucede en otoño, con este humo luminoso y con las sombras que yacen como espinas entre los pasos, al grado de que podrías pincharte los pies cuando te mandan al mercado por manzanas. Tropiezas y caes, caes por esperanza y por alegría. Un joven viene en tu ayuda. Tiene sólo sobrepuesta la chamarra, sonríe y gira su gorra sin saber qué decir. Pero ustedes están tan alegres en esta última luz. Y tú le das las gracias y echas un poco la cabeza hacia atrás, y en ese momento se sueltan las fijas trenzas y caen. «Ah —pronuncia él—, ¿verdad que todavía vas a la escuela?». Se da la vuelta y se va silbando una canción. Así se separan, sin tan sólo mirarse una vez más, sin dolor y sin saber siquiera que se separan. Ahora puedes jugar otra vez con tus hermanos pequeños y andar con ellos, junto al río, por el camino del río, bajo los alisos, y al otro lado están los techos blancos de teja, como siempre, entre las cimas. ¿Qué traerá el futuro? Ningún hijo, te trajo hermanos, trenzas para dejarlas bailar, pelotas para dejarlas volar. No te enojes con él, es lo mejor que tiene. La escuela puede empezar.
Todavía no eres tan grande, todavía debes andar en fila durante el recreo, por el camino a la escuela, cuchichear, enrojecer y reír entre tus dedos. Pero espera un año más y podrás saltar otra vez sobre las cuerdas y atrapar las ramas que cuelgan sobre los muros. Ya has aprendido las lenguas extranjeras, pero eso no seguirá siendo tan fácil. Tu propia lengua es mucho más difícil. Aún será más difícil aprender a leer y escribir, pero lo más difícil será olvidarlo todo. Y si tenías que saber todo para el primer examen, al final ya no debes saber nada. ¿Lo aprobarás? ¿Estarás lo suficientemente callada? Si tienes suficiente temor como para no abrir la boca, todo estará bien.
Cuelgas de nuevo en el clavo el sombrero azul que llevan puesto todos los niños de la escuela y sales de ella, la abandonas. Otra vez es otoño. Ya hace mucho que las flores se han vuelto capullos, los capullos nada y la nada otra vez frutos. Por todas partes van los niños pequeños a casa, los que aprobaron el examen como tú. Todos ustedes ya no saben nada. Te vas a casa, tu padre te espera, y tus hermanos pequeños gritan y jalan tu cabello.
Tú los calmas y consuelas a tu padre.
Pronto llega el verano con sus largos días. Pronto muere tu madre. Tú y tu padre, ambos la recogen del cementerio. Ella yace tres días más entre las velas crepitantes, como tú en aquel entonces. ¡Apaguen todas las velas, antes de que ella se despierte! Pero ella huele la cera y se yergue por encima de sus brazos y suavemente se queja del despilfarro. Luego se levanta y se cambia de ropa.
Está bien que haya muerto tu madre, pues no habrías podido haber estado sólo con tus hermanitos por mucho tiempo. Pero ahora ella está aquí. Ahora se hace cargo de todo y también te enseña todavía mucho mejor los juegos; nunca se sabe hacerlo lo suficientemente bien. No es ningún arte fácil. Pero esto no es todavía lo más difícil. Pues lo más difícil sigue siendo olvidarse de hablar y desaprender a caminar, balbucear desamparada y gatear para, por último, acabar envuelta en pañales. Lo más difícil será soportar las caricias y sólo observar. ¡Sé paciente! Pronto todo estará bien. Dios sabe el día en que serás lo suficientemente débil.
Ése es el día de tu nacimiento. Vienes al mundo y abres los ojos y los vuelves a cerrar por la luz intensa. La luz te calienta los miembros, tú te reavivas por el sol, aquí estás, estás viva. Tú padre se inclina sobre ti.
«Terminó —dicen detrás de ti—. ¡Está muerta!».
¡Silencio! ¡Déjalos hablar!

This entry was posted on 23 septiembre 2022 at 17:04 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

0 comentarios

Publicar un comentario