Osamu Dazai - "Femenino"

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Novelista y cuentista japonés. En su obra abundan las referencias autobiográficas y superó la rigidez de los valores de la sociedad japonesa de su época. Se le califica, junto a Mishima y algún otro, como el renovador y modernizador de la literatura japonesa.
El cuento pertence al volumen "Ocho escenas de Tokio" editado en España en 2022 que no sé si se corresponde exactamente con el "Escenas de Tokio" ("Hakkei Tokyo") de 1945.
La versión es la de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés



Cuentan que cuando un nativo de las islas Fiji se cansa de su mujer, aun habiendo estado muy enamorado de ella en el pasado, no duda en matarla y comérsela después. También se dice que cuando muere la mujer de un nativo de Tasmania, se la entierra junto a sus hijos, y que ciertos aborígenes de Australia despedazan los restos de sus mujeres fallecidas, separan la carne de los huesos y utilizan la grasa como cebo para la pesca.

Publicar una historia decrépita y sin esperanza como esta en una revista llamada Wakakusa, Hierba joven, no es ni un intento de ser considerado un excéntrico, ni una muestra de desprecio hacia los lectores. Lo hago, más bien, porque considero que sabrán apreciarla. Me he dado cuenta de que la mayor parte de la juventud de hoy en día es más madura de lo que suele creer la gente. No tendrán mayor problema en aceptarla. Es una historia para quienes han perdido la esperanza.
El veintiséis de febrero de este año, un grupo de jóvenes oficiales causaron bastante revuelo en Tokio. Aquel día, yo estaba sentado en un hibachi frente a un amigo. No habíamos escuchado nada del incidente y divagábamos sobre el quimono que cierta mujer utilizaba para dormir.
—Yo no lo he visto. ¿No podrías ser un poco más concreto? Pon algo más de realismo al hablar de mujeres. Es la técnica más apropiada para estos casos. ¿Qué clase de quimono era? ¿Un nagajyuban?
Era la clase de mujer que, en caso de existir, lo salvaría a uno de la muerte. Sondeábamos los rincones más profundos de nuestro corazón, allí donde albergábamos las respectivas figuraciones sobre esa mujer ideal. Mi invitado evocó una frágil y delicada amante de unos veintisiete o veintiocho años. Tendría alquilada la segunda planta de una casa en Mukôjima y viviría allí con su hija de cinco años y de padre desconocido. Él iría a visitarla una noche en la que se celebraría el festival de los fuegos artificiales junto al río y dibujaría algo para la niña; un círculo cuidadosamente trazado con lápiz amarillo. Se lo habría dado y esta le habría dicho: «Es la luna». La mujer vestiría un quimono de felpa azul pálido y un obi estampado con flores de glicinia. En cuanto mi amigo llegó a ese punto de su ensoñación, dijo que era mi turno y comencé a responder a sus comentarios y preguntas.
—El quimono no es de crepé. Eso seguro. Hay algo antihigiénico y deslucido en ese tejido. Supongo que tú y yo no somos demasiado elegantes.
—Entonces qué. ¿Pijamas?
—De ninguna manera. Vaya vestida o no, da lo mismo. Si fuera solo la parte de arriba, parecería una imagen sacada de una tira cómica.
—De acuerdo. ¿Entonces qué? ¿Felpa?
—No. Una yukata a rayas de hombre recién lavada. Y el obi del mismo material, atado por delante, como un cinturón de judo. Como esas yukatas que te dan en los hostales, ese es el tipo al que me refiero. La mujer debe transpirar un cierto aire de muchacho, creo.
—Ya entiendo. Para alguien que siempre se queja de lo derrotado y hundido que está, resultas de lo más imaginativo, ¿no te parece? Pareces uno de esos que aseguran que los funerales son los espectáculos más espléndidos de entre todos los rituales. Además, te estás decantando por el lado erótico. ¿Qué me dices de su pelo?
—No lleva un peinado japonés. Lo odio. Demasiado grasiento y rígido, con una forma que resulta grotesca.
—Lo sabía. Entonces un sencillo corte estilo occidental. Es una actriz. Una de las actrices titulares del antiguo teatro imperial.
—No. Las actrices están demasiado preocupadas por su preciada y pequeña reputación.
—No te lo tomes a la ligera. Es un asunto serio.
—Ya lo sé. Tampoco es un juego para mí. Amar a alguien es poner tu vida en la cuerda floja. No me lo tomo a la ligera.
—Está bien, pero no consigo formarme la imagen. Pongamos algo más de ese realismo. ¿Por qué no la llevas a alguna parte, de viaje por ejemplo? Si cambiamos de escenario y colocamos a la mujer en una situación distinta, quizás lo entendamos con mayor claridad.
—El asunto es que no se trata de una mujer demasiado activa. Ella es… es como si estuviera medio dormida.
—Eres demasiado tímido, ese es el problema. De acuerdo, no nos queda más remedio que seguir con esto. Antes de nada, pongámosle esa yukata de la que tan orgulloso te sientes.
—¿Por qué no empezamos desde el principio, en la estación de Tokio?
—De acuerdo. Entonces, le prometes que te encontrarás con ella en la estación.
—La noche anterior le digo: «Hagamos un viaje». Ella asiente. «Te esperaré a las dos en la estación de Tokio». Se limita a asentir de nuevo. Eso es todo lo que hubo de promesa.
—Espera, espera. ¿A qué se dedica ella? ¿Es escritora?
—No. Por alguna razón las escritoras no tienen muy buena opinión de mí. Es artista, una pintora que empieza a acusar cierto cansancio de la vida. Al parecer hay algunas artistas adineradas ahí fuera, ¿lo sabías?
—Artista, escritora, todo es lo mismo.
—¿Tú crees? Bueno, ¿entonces qué? ¿Una geisha? En cualquier caso, en tanto que mujer con cierta experiencia, no se siente abrumada por la presencia de un hombre.
—¿Has tenido relaciones con ella antes de esto?
—Quizás sí, quizás no. En caso afirmativo, tan solo conservo un recuerdo brumoso, como un sueño. No nos vemos más de tres veces al año.
—¿A dónde vais de viaje?
—A un lugar a dos o tres horas de Tokio. Un ornen en las montañas estaría bien.
—No te precipites. La mujer ni siquiera ha llegado aún a la estación.
—La promesa de la noche anterior parece tan irreal que ahora estoy seguro de que no vendrá. En fin, uno nunca sabe. Así es. Voy a la estación con una vaga esperanza. Ella no está, así que pienso: de acuerdo, viajaré solo. Pero decido esperar hasta cinco minutos antes de la hora acordada.
—Tienes equipaje, por supuesto.
—Una maleta pequeña. Justo en el último momento, cuando apenas faltan cinco minutos para las dos, vuelvo la cabeza por casualidad.
—Ahí está la mujer, sonriendo.
—No, no sonríe. Tiene una expresión sería. Dice en voz baja: «Lo siento, llego tarde».
—Trata de coger tu maleta.
—Le digo que yo la llevaré.
—¿Billetes de segunda clase?
—O primera o tercera. Bueno, supongo que tercera.
—Subís al tren.
—La llevo al vagón restaurante. Mantel blanco, flores sobre la mesa, el paisaje fluye en el exterior… Todo resulta muy agradable. Sorbo mi cerveza con aire ensoñador.
—Le ofreces también un vaso de cerveza.
—No, sugiero soda azucarada para ella.
—¿Es verano?
—No, otoño.
—¿Así que estás ahí sentado y sueñas despierto?
—La miro y digo: «Gracias». Incluso a mí me resulta honesto, natural. De todos modos, me conmueve.
—Llegáis al hostal. Se ha hecho tarde.
—Cuando llega el momento de entrar en los baños, ya es demasiado tarde.
—No os bañáis juntos. ¿O sí lo hacéis?
—De ninguna manera. Voy en primer lugar, me doy prisa y vuelvo a la habitación. La mujer se ha puesto un quimono.
—De acuerdo, déjame que continúe desde ahí. Si me equivoco, me corriges. Creo que ya me he hecho una idea clara de la escena. Tú te sientas en una silla de ratán en el engawa y fumas un cigarrillo. Te sientes bien. Te permites el lujo de fumar Camel. La luz del ocaso juega con las hojas del otoño en las montañas que tienes frente a ti. Al cabo de un rato, la mujer vuelve del baño. Desenrolla la toalla y la extiende sobre la barandilla del engawa. Luego se pone detrás de ti y mira con calma hacia el mismo lugar que tú contemplas. Empatiza contigo. Admira el paisaje con el que te deleitas. Continuáis así al menos durante cinco minutos.
—No. Un minuto basta. Cinco minutos así y nos hundimos.
—Llega la cena. Hay una botella de sake en la bandeja. ¿Te la vas a beber?
—Espera un momento. La mujer no ha dicho una palabra desde que salimos de la estación, cuando se disculpó por llegar tarde. No vendría mal que le hiciéramos decir algo en este momento.
—No, ahora no. Decir algo banal destruiría toda la escena.
—¿Tú crees? Bien, de acuerdo, lo dejamos así. Simplemente nos sentamos frente a las bandejas con la comida y… No sé, es extraño.
—No hay nada extraño en ello. Puedes intercambiar unas cuantas palabras con la camarera. Eso estará bien.
—No, espera. Esto es lo que pasará: la mujer le dice a la camarera que se retire. De manera abrupta, con la voz tranquila pero pronunciando las palabras con total claridad: «Ya me ocupo yo, gracias».
—Ya veo. Es de esa clase de mujeres.
—Después me sirve sake. Torpemente, como haría un chico joven. Se comporta con recato y compostura. El periódico de la tarde está en el suelo junto al cojín. Con la pequeña jarra de sake aún en su mano izquierda, abre el periódico y comienza a leer. Se apoya con la mano derecha sobre el tatami.
—Hay un artículo que habla de las inundaciones del río Kamo.
—No. Ahí es donde imprimimos la atmósfera del momento. Mejor un incendio en el zoo. Cerca de cien monos carbonizados en sus jaulas.
—Demasiado truculento. De todas formas, ¿no resultaría más natural que ella consultase el horóscopo?
—Aparto a un lado el sake y digo: «Comamos». Empezamos a comer. En uno de los platos hay tortilla. Resulta deprimente. De pronto, arrojo los palillos como si hubiera recordado algo y me acerco al escritorio. Saco papel de mi maleta y me pongo a escribir como un loco.
—¿Qué sentido tiene eso?
—Mostrar mi debilidad. No puedo retirarme sin darme aires. Debe de ser mi mal karma, algo así. En cualquier caso, estoy de un humor horrible.
—¡Anda ya! Estás empezando a flaquear.
—En realidad no tengo nada sobre lo que escribir. Por eso copio los cuarenta y siete caracteres del alfabeto iroha. Una y otra vez. Mientras lo hago, le digo a la mujer que acabo de acordarme de cierto trabajo que tenía pendiente y que no quiero posponerlo, no sea que lo olvide. Estamos en una ciudad pequeña, tranquila y encantadora. Le sugiero que vaya a visitarla.
—Esto se va a convertir en un verdadero desastre. Está bien. ¿Entonces qué? La mujer se muestra de acuerdo, se cambia de ropa y sale de la habitación.
—Me derrumbo en el suelo y me quedo ahí mirando el techo y las paredes.
—Lees el horóscopo en el periódico. Dice: «Evita los viajes».
—Me fumo uno de mis Camel de a tres céntimos de yen la unidad. Me siento extravagante y ligeramente agradecido. Siento cariño por mí mismo.
—Al cabo de un rato, entra la camarera y te pregunta si quieres que extienda el futón.
—Me incorporo y le digo con toda tranquilidad: «dos futones». De pronto, quiero beber más sake pero reprimo las ganas.
—La mujer está a punto de volver.
—Todavía no. En cuanto la camarera sale de la habitación, comienzo a hacer algo verdaderamente extraño.
—¿No me digas que vas a marcharte y a dejar a la mujer ahí plantada?
—Cuento mi dinero. Tres billetes de diez yenes. Dos o tres yenes en monedas.
—No hay problema. Cuando la mujer regresa, has empezado de nuevo con tu falsa escritura. Ella te pregunta tímidamente si debería haber vuelto más tarde.
—No, respondo. O le digo que no me importa, que se meta en la cama mientras yo acabo mi trabajo. Suena más bien como una orden. Sigo escribiendo: i-ro-ha-ni-ho-he-to
—Detrás de ti escuchas a la mujer que dice: «Me adelanto».
—Escribo: chi-ri-nu-ru-wo-wa-ka. Después: we-hi-mo-se-su. Más tarde rompo el papel.
—Esto se está poniendo cada vez peor.
—No puedo hacer nada por evitarlo.
—¿No te vas a la cama?
—Voy a darme un baño.
—Fuera empieza a hacer frío.
—Esa no es la razón. Me siento desorientado. Me quedo en el baño alrededor de una hora, sentado como un idiota. Cuando me decido a salir, soy como un borrón, un fantasma. Vuelvo a la habitación y la mujer ya está dormida. La lámpara junto a la almohada está encendida.
—¿Ya está dormida?
—No. Tiene los ojos abiertos. Su cara está pálida. Mira al techo y tiene los labios firmemente apretados. Me tomo unos somníferos y me tumbo sobre el futón.
—¿En el de la mujer?
—No. Cinco minutos después me levanto en silencio. Mejor, pego un salto.
—Estás llorando.
—No, estoy furioso. Miro a la mujer. Está rígida bajo la colcha. Al verla, me siento satisfecho. Saco un libro de la maleta. Sonrisa fría, de Kafû. Vuelvo al futón. Le doy la espalda a la mujer y me pongo a leer, completamente absorto.
—¿No resulta Kafû un tanto cursi?
—Muy bien. Entonces la Biblia.
—Sé lo que quieres decir, pero…
—Quizás sea más conveniente uno de esos viejos libros ilustrados.
—Escucha. Ese libro es un punto importante. Vamos a tomarnos nuestro tiempo y a seguir adelante. Un libro sobre fantasmas no estaría mal. No lo sé. Debe haber algo. Pensées es demasiado pesado… ¿Una colección de poemas de Haruo? No, demasiado cercano a casa. Debe haber algo adecuado.
—¡Lo tengo! Mi propio libro. Mi primera y única colección de relatos.
—Esto se está convirtiendo en algo espantosamente lúgubre.
—Empiezo por la primera página y sigo adelante. Cada vez me sumerjo más en la lectura. Espero fervientemente una salvación.
—¿La mujer está casada?
—Escucho algo, un sonido de agua que fluye detrás de mi. Solo ha sido un ruido tenue, pero un escalofrío me recorre la espalda. La mujer se ha dado la vuelta en silencio.
—¿Qué ha pasado?
—«Vamos a morir», digo. Ella también…
—Detente ahí. No te lo estás inventando.
Tenía razón. Al mediodía siguiente, la mujer y yo intentamos suicidarnos. No era geisha ni pintora. Era una chica de origen humilde que había servido en mi casa.
Murió porque se dio la vuelta en la cama. Yo sobreviví. Han pasado siete años desde entonces y aún sigo con vida.

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