Roland Topor - "La clase en el abismo"

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Novelista, cuentista, dramaturgo, pintor y ensayista francés. Fue cofundador con el dramaturgo Fernando Arrabal y con A. Jodorowsky del Movimiento Pánico, ese movimiento, surgido en los años sesenta del siglo pasado, heredero del surrealismo, el dadaísmo, la patafísica y del teatro de la crueldad propuesto por Antonin Artaud.
Entre otras muchas cosas, trabajó en la revista satírica Hara-Kiri, compendio del humor más negro y cruel.
Uno de los procedimientos mediante los cuales Topor consigue desestabilizar al lector es la desautomatización del lenguaje desmontando expresiones figuradas o tomando en sentido literal frases hechas o que constituyen referentes culturales. De esa deconstrucción nace el relato que nos sumerge en una realidad perturbadora.
Este cuento pertenece al volumen "Acostarse con la Reina y otras delicias" de 1996.
La versión es la de Juan Gabriel López Guix.


(Un autobús con niños de una escuela se ha caído por un barranco. Hay varios niños muertos; otros están heridos de gravedad. El conductor yace sobre el volante, con el pecho destrozado. El maestro, el señor Laurent, decide dar la clase mientras esperan los servicios de socorro).
—¡Vamos, vamos, niños, calma, por favor! ¡Silencio, silencio, chis!… Vamos, calma. Gracias. Vamos a conversar un poco. No nos hará ningún daño. La conversación es excelente para el vocabulario y para los nervios. Bien, ¿de acuerdo? No quiero ninguna queja ni ningún gemido. Si no, me veré obligado a castigarlos. No me obliguen a hacerlo. No es agradable ni para ustedes ni para mí.
»Perfecto, voy a comenzar. No respondan todos a la vez. Levanten la mano antes de hablar. Bien. ¿Dónde estamos? ¿Estamos en el interior o en el exterior?
(Un niño que está con la cabeza al otro lado del parabrisas chilla: «¡No lo sé!»).
—Estamos en el interior. ¿De qué? De un autobús. ¿Qué es un autobús? Un vehículo. Joven, ¿está usted sentado o de pie?
—Señor, un trozo de este cristal de seguridad del que hace un rato nos ha explicado las propiedades me ha cortado las piernas a la altura de las rodillas.
—Bien. No está usted ni sentado ni de pie. Entonces, ¿cómo está? Hable, hable sin reparo.
—¿Se puede decir que estoy de rodillas, señor?
—Sí, en realidad, se puede. ¿En qué circunstancia precisa solemos ponemos de rodillas?
—Cuando rezamos, señor.
—Eso es. ¿Y a quién rezamos, joven?
—Rezamos a Dios.
—Bien. ¿Por qué nos ponemos de rodillas para rezar a Dios?
—Porque es bajito, señor. Y así le hablamos al oído.
—¡No, no y no! Deje de hacer el payaso y póngase en pie.
(Un niño, aplastado bajo un asiento al fondo del autobús, se queja en voz baja: «Mamá… pupa… pupa…». El señor Laurent le lanza una mirada de reproche).
—¡Aquí tenemos a un llorón que llama a su mamá! ¿Considera que sufre más que sus compañeros? Piense más bien en su padre. Intente mostrarse digno del amor que siente por usted. Dé ejemplo.
(Un proyectil golpea la cara del señor Laurent y deja en ella una marca sanguinolenta. Se agacha para recogerlo. Se trata de un dedo).
—¿Quién ha lanzado este dedo? Vamos, estoy esperando. Tengo todo el tiempo del mundo.
(Un lamento se oye desde el fondo del autobús: «Ag… agua…»).
—Bien, lo he reconocido, Georges. Si no confiesa nadie, lo castigaré a usted. Ya avisé que no quería oír ninguna queja. Vamos a ver, ¿nadie confiesa? Muy bien. Pues entonces Georges recibirá el castigo. Y, para empezar, se va a quedar sin agua. Y luego me ocuparé personalmente de que lo curen el último. Incidente cerrado. Pero que no vuelva a ocurrir.
(Muestra el dedo).
—Esto es un dedo. Miren mis dedos. Tengo cinco dedos: este es el índice; este, el corazón; este, el anular; este, el meñique; y este, el pulgar. ¿Quién tiene solo cuatro dedos?
(Un niño cuyo rostro está en carne viva levanta la mano derecha con ayuda de la izquierda, porque tiene la primera cortada. «Yo», dice).
—Bien. Chupémonos los dedos. Es agradable e impide que salga la sangre. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez. Nos chupamos los diez dedos. Tengo diez dedos, ustedes tienen diez dedos, ¿cuántos dedos tiene Georges?
—Georges no tiene ningún dedo, señor. Y tampoco brazos.
—Lo que pido es una cifra, respóndame una cifra.
—Cero, señor.
—Muy bien, joven. Pero eso de contar las cosas de los demás no está bien. Que nos lo diga Georges. Vamos, Georges, no sea tímido. Bueno, Georges ya no quiere hablar. ¡Tanta prisa que tenía hace un momento por pedir agua! ¡Pues peor para él! Nos las arreglaremos sin su ayuda. ¿Cuáles son los órganos de la vista? ¿Los animales ven? ¿El búho ve? ¿Ve mejor al anochecer o al amanecer? ¿Y la lechuza? ¿Y el mochuelo común? ¿Y el gato común, joven? ¿Ve el topo? ¿Tiene un perro? ¿Un bastón? ¿Le gustan los hombres búho? ¿Y los hombres topo? ¿Tiene el lince buena vista?
»¿Y el águila? ¿Tenía Napoleón un ojo de águila? ¿Y el cardenal Richelieu? ¿Y el conde de Cavour? ¿Qué diferencia hay entre el hombre que tiene ojo de águila y el que tiene un ojo de lince? ¿A cuál envidia más?
(Los quejidos de los niños no dejan de crecer. El señor Laurent se ha visto obligado a gritar las últimas preguntas para hacerse oír. Furioso, recorre el pasillo central para castigar a los alborotadores. La posición inclinada del autobús dificulta su avance. Una pierna estirada lo hace tropezar. El señor Laurent propina una bofetada al alumno. La cabeza se desprende y rueda hasta el fondo del autobús. El señor Laurent, preocupado, vuelve con mucho esfuerzo a su lugar. De pasada, se hace con algo que un alumno se está llevando a la boca. «Confiscado», dice. Mira el objeto y lo tira. Es una lengua. Fuera, la vida de la naturaleza retoma su curso. Se oye cantar a un pájaro, mugir a una vaca. Las moscas, que han entrado por las ventanas de vidrios rotos, vuelan alegremente de un escolar a otro).
—Prosigamos. ¿Le es lícito al anciano hablar de su edad y de la muerte que se acerca? ¿Es adecuado que le hablemos nosotros? ¿No es entristecer sus últimos días? ¿No es para nosotros un dulce espectáculo ver a un octogenario plantando? ¿Qué sentimiento y qué pensamiento hace nacer en ustedes? ¿Pertenecen al anciano la loca esperanza y las vastas ideas? ¿Pertenecen al joven? ¿A quién pertenecen? ¿Hay algún momento que pueda garantizamos siquiera un segundo? ¿Estamos seguros del mañana? ¿Sobreviven los jóvenes al anciano? ¿Cómo mueren? ¿Qué sentimiento le inspira su muerte al octogenario? ¿El mañana es suyo, jovencito? ¿Le da derecho a un largo porvenir su corto pasado de doce años?
(El niño al cual se dirigía esa última pregunta levanta un muñón sanguinolento. A una seña del maestro, pregunta: «¿Puedo salir, señor?». El señor Laurent se lo permite. El niño se arrastra hasta la puerta medio arrancada y salta al vacío. Los gritos resuenan ya más espaciados. Ello permite distinguir a lo lejos las sirenas de las ambulancias que se acercan. Más tarde, los médicos y enfermeros proceden a extraer a los niños. Uno de los enfermeros se acerca al señor Laurent, que reconoce en él a uno de sus antiguos alumnos).
—¡Qué espectáculo, señor!
—Sí, el más dulce que conozco. Nunca he visto sus campos silenciosos, sus cielos sin voz cantarina; nunca los he visto sin el canto de la alondra.
—¿De verdad, señor?
—Vayan a buscar la alondra a Europa. ¿No han hecho venir al gorrión para defender sus árboles contra los enemigos que los devoraban? Lo bello, la poesía, ¿no es tan útil como lo útil?
—Sí, señor.
—Pues bien, tienen los campos más bellos del mundo, y un cielo resplandeciente con un sol magnífico. Su país debería ser el país de la alondra.
—Espero que la tengamos algún día.
—No es posible dudarlo. Han llamado Madame Lucca a sus ciudades, acabarán llamando a la alondra a sus campos.
(Colocan al señor Laurent en una camilla. Se le cierran los ojos a su pesar. Sin embargo, antes de quedarse inconsciente, tiene fuerzas suficientes para decir: «Son unos niños valientes. Menos Georges. Hay que hacer que las pase moradas»).

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