Carme Riera - "Contra el amor en compañía"

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Novelista, cuantista, ensayista y guionista mallorquina. También ha escrito literatura infantil. Como ensayista, sus principales obras se centran especialmente a la poesía española del siglo XX y en la literatura escrita por mujeres.
Es miembro de la Real Academia Española.
El cuento pertenece al volumen Contra el amor en compañía y otros relatos (Contra l'amor en companyia i altres relats) de 1991. También está recogido enla antología El hotel de los cuentos y otros relatos neuróticos de 2008.
El cuento fue escrito originalmente en catalán pero en ninguna de las dos obras en español indicadas antes figura el traductor, así que imagino que la traducción al español es de la propia autora.


Coral Flora Gaudiosa no tenía inconveniente en contar su vida. Al contrario. Había llegado al hotel con unos sobrinos que propiciaban sus dotes de narradora oral siempre que se terciaba, así ellos podían descansar un rato, alejándose de la anciana que había nacido en Argelers un mediodía de otoño recién acabada la guerra civil. La llamaron Coral Flora Gaudiosa por puro gusto. No imaginaban que de esta manera habrían de ahorrarle la necesidad de buscarse seudónimos para los primeros concursos literarios en los que habría de participar, pues nadie iba a creer que un nombre tan estrafalario no fuera inventado.
De su madre heredó un cuerpo de valquiria y la perdición por los dulces; del padre, la misma mirada pasmada y la facilidad versificadora. A los tres años sorprendía a los refugiados con rodolins patrióticos y a los siete los componía de encargo para recitarlos en las reuniones de exiliados que habían recalado en México. Su fama de poetisa entre la colonia catalana le hizo aspirar a la englantina en los juegos florales recién restaurados. Compuso para la ocasión un ardoroso soneto patriótico muy alabado por su padre y durante veinte noches se dejó los ojos en un traje de terciopelo negro que pensaba llevar, si ganaba, en la fiesta de celebración. Pero no ganó. Probó fortuna con la viola d’or al año siguiente, con igual resultado, y al otro envió poemas para optar también a la flor natural. En sus mejores sueños ya se veía maestra en gay saber.
Mientras esperaba el veredicto, muriéndose de hambre, a causa de un estricto régimen adelgazante, intentó ensanchar el vestido aún no estrenado. Consiguió ponérselo y esperó el fallo: no obtuvo siquiera una mención. Pero gracias a un amigo de la familia, antiguo cajista, como su padre, y que mantenía estrechos contactos con los círculos catalanes de Suiza, supo que había estado a punto de ganar la viola d’or. Sin embargo en el último momento la composición pareció demasiado atrevida y dos miembros del jurado votaron en contra.
La noticia le resultó tan alentadora que decidió celebrarla. Pidió hacer horas extraordinarias en el taller de costura en que trabajaba y dio una fiesta. Recibió a sus amistades un domingo por la tarde literalmente embutida en el traje negro, por cuyo escote desbordaban unas formas más teutonas que catalanas (aunque ese desvío biológico-geográfico de la naturaleza, en apariencia inexplicable, quizá no lo fuera en relación a la afición wagneriana de los catalanes, no en vano fue el Liceu el primer teatro del mundo, después de Bayreuth, en el que se estrenó Parsifal). Y con voz que hacía juego con su traje, eso es, también aterciopelada y casi nocturna, Coral sorprendió a la concurrencia con un encendido poema erótico envuelto en perfectos endecasílabos blancos. Los aplausos, sin embargo, no fueron unánimes. Tímidos, discretísimos los de las señoras, y mucho más fervorosos los de sus maridos, que intuían las posibilidades que los versos de la autora dejaban entrever en relación a su propio cuerpo.
Aquella misma noche Coral Flora —nadie añadía su tercer nombre, una imposición materna, quizá en atención a sus orígenes maños o, quizá, para paliar algo la laicidad absoluta de su consorte— recibió un ramo de rosas con una nota pidiéndole una cita.
Llevaba el mismo traje y la misma expresión de pasmo que el día anterior cuando se sentó en el Café Colombia, no lejos de la plaza de las Tres Culturas. Una hora después, cansada de esperar, volvió a casa sin comprender por qué gastaba en flores quien no era siquiera capaz de cumplir con su palabra.
Tres días más tarde un muchachito le trajo una tórtola en una jaula dorada junto a un lacónico mensaje: «Trátala con cariño». En la colonia catalana sólo Albert Masdeu i Boixereu era conocido por sus aficiones colombófilas. De manera que Coral obtuvo con el regalo la primera pista que revirtió en una auténtica catarata de versos, alusivos a las propiedades amatorias de las palomas, que leyó en la primera ocasión en que volvió a reunirse con los exiliados para ver el efecto que harían en el antedicho. Pero el destinatario escuchó los versos con aburrimiento. Bostezó tres o cuatro veces y acabó por entablar conversación con el vecino, desatendiendo el apoteósico final en que la tórtola enjaulada era comparada, en un alarde metafórico, a la dulce patria lejana, humillada y prisionera. No cabía la menor duda de que el regalo no procedía de Masdeu. Coral se alegró. Al fin y al cabo Masdeu estaba casado, y eso ponía las cosas difíciles. Ella pretendía formar una familia, como todas las muchachas decentes, aunque fuera poetisa. Claro, que solteros sólo había dos en el círculo: Martí Baixeres, un antiguo cajista, y Roger Collbató, de quien se cuchicheaban desvíos homosexuales.
El correo trajo una semana después una carta fechada tres días antes en Ciudad de México. Estaba escrita a máquina, a un solo espacio, sin la más leve falta o errata y denotaba instrucción. En ella, alguien que firmaba con el seudónimo de lo gaiter del Tapultepec le declaraba amor eterno, amor más allá de la muerte, y aludía a la paloma como la blanca mano de la poetisa que un día vería posarse sobre su sexo que ya la esperaba en apremiante turgencia. Coral Flora no quiso compartir el contenido del papel con sus padres, despreciando así las posibles pistas que pudieran darle, y se dedicó con fruición al endecasílabo.
Al alba había compuesto varios sonetos lúbricos, quizá un poco chirriantes en los tercetos, que, tras diversas correcciones, dio por válidos. Antes de ir al trabajo, escogió el que le pareció más apropiado y lo envió al apartado de correos que su corresponsal le indicaba. La ansiedad de la espera se hizo doblemente angustiosa porque, a la excitación natural —no cabía duda de que estaba viviendo su primera aventura amorosa y, por qué no, la definitiva—, debía añadir la urgente necesidad de comer que aquel estado le provocaba. En diez días engordó casi ocho kilos, que sumados a lo que había ido anexionando en los últimos tiempos la acercaban a la bonita suma de cien, que, pese a su altura —casi metro setenta y cinco—, no dejaban de ser excesivos. Además, cuando versificaba, solía hacerlo acompañada por una caja de bombones. Y últimamente pasaba las noches en vela componiendo poemas eróticos que, al día siguiente, metía en un sobre y echaba al correo en espera de alguna contestación. Pues su corresponsal, desde que recibiera el primer soneto, parecía haberse volatilizado. Después de más de un mes llegó una carta larguísima en la que lo gaiter pretendía justificar su silencio con el ánimo de acusar en ella la necesidad del poema y acuciar su deseo para rentabilizarlo en versos. La estratagema enfadó a Coral, que había adquirido tal virtuosismo que componía obscenidades versificadas como quien hace calceta, sin esfuerzo. De manera que esta vez decidió darle un ultimátum: o le veía o se dedicaría para siempre a la poesía religiosa. La respuesta llegó con celeridad a través del telégrafo: Café Colombia a las siete de la tarde, de negro.
Coral pretendió enfundarse de nuevo en el traje de terciopelo sin conseguirlo. Casi rajó las costuras y estropeó la cremallera. Por fin optó por una falda y una blusa de anchas mangas abombadas. Sin duda el color rosa-palo le daba un aire doblemente aniñado que con el negro se desbarataba. «Mejor así —pensó—. Quizá creerá que me rebelo a sus deseos, aunque a lo peor adivina que es por la gordura. Adelgazaré», se prometió resuelta, mientras sorbía un helado doble cubierto de jarabe de caramelo, ante un velador del café, cinco minutos después de la hora prevista, inquieta, oteando la puerta del local. Tampoco esta vez apareció nadie. Un cuarto de hora más tarde se le acercó Martí Baixeres, que jugaba una partida de dominó con unos amigos.
—Permíteme que te invite —le dijo solícito, un tanto azorado—. Si no supiera que esperas a alguien, te pediría que me dejaras sentarme a tu lado…
—Siéntate, haz el favor, y dime, ¿cómo sabes que me han dado plantón? —preguntó ella un tanto decepcionada.
—Te vi en cuanto entraste. Jugaba allí con unos amigos. Tus versos son maravillosos, criatura. Si me fuera permitido…
—¿Qué? —dijo Coral en un susurro.
—Editarlos —contestó el cajista, que tenía imprenta propia.
—Encantada —terció enrojecida—. Es mi mayor ilusión. El problema es que no tengo copias. Envié los originales a un amigo para ver si eran de su gusto, y no me los ha devuelto.
Martí Baixeres la miraba arrobado.
—Deberías pedírselos —impuso mientras se levantaba para marcharse, incapaz de confesarle que ya había tirado las primeras pruebas.
—Quédate, por favor —pidió ella tras comprenderlo todo, de golpe.
—Me dijiste que esperabas a alguien… No quisiera ser un estorbo.
—Ya no —aseguró dulcificando el pasmo de sus ojos de vaca—. En cuanto al traje negro, te diré la verdad: lo desbordo. Me pondré a régimen si lo prefieres.
—En absoluto, pichona. Te prefiero tal cual… Me gustas tanto que te comería —dijo Martí Baixeres en un arrebato, casi perdiendo el oremus por la emoción—. Mañana mismo hablaré con tu padre. No sabes cuánto temí este momento. Te vi huir despavorida, enfadada, qué sé yo… Dime, ¿me dejarás que te haga feliz?
Coral Flora sonreía sumisa. Al fin y al cabo Martí Baixeres era de confianza, la admiraba como poetisa, tenía un buen pasar y era soltero. Hubiera podido ser peor…
La boda reunió a toda la colonia. El novio se acercaba a los setenta aunque aparentaba menos edad, y la novia apenas había cumplido los dieciocho. Sin embargo, a tenor del libro editado por Martí artesanalmente, listo para ser repartido entre los invitados después del banquete, la edad algo avanzada del esposo no suponía merma ninguna para la pasión desbocada —al menos sobre el papel— que su cuerpo producía en el de la joven desposada. «Cuando tú me posees —había escrito en la primera página, quizá como lema dedicatoria— cien potros se desbocan por mis ingles. Como un tigre me penetra el infinito en su polvo de estrellas».
Pese a las apariencias versificadas, Coral Flora se casó virgen. Martí Baixeres, que era vegetariano y ecologista avant la lettre como buen anarquista, aceptó con sumo gusto guardarle el respeto que su cuerpo de morsa protegida merecía, pues se preparaba para el do de pecho de la noche de bodas, intentando ahorrar el máximo posible de energía. A ella, en cambio, le sobraba por los cuatro costados, aunque a pesar de la desenvoltura que podía deducirse de sus poemas se mostró tímida como una monja adoratriz, a la espera de que por fin él desatara sobre sus ingles los potros que ella había puesto en el poema y la cabalgara más allá de las fronteras del amanecer.
Martí Baixeres cumplió con sus deberes maritales con cierta premura y muy pronto se durmió en brazos de su mujer, mientras insistía en que siguiera recitándole sus verdulerías. Coral Flora descubrió de improviso, a las tantas de la madrugada de su noche de bodas, que tenía la más portentosa imaginación del mundo y una auténtica miseria de intuición. En sucesivas noches tuvo tiempo para comprobar que en su descubrimiento quedaba escaso margen para el error. Martí Baixeres, después de pedirle que le declamara sus versos afrodisíacos, solía quedarse exhausto tras un único y rápido seísmo que para nada la afectaba a ella, pese a estar en el mismo epicentro. Con timidez consultó a su madre, que la consoló con buenas palabras: su caso no tenía nada de particular.
A los nueve meses de matrimonio dio a luz a un niño que heredó sus ojos de pasmo y la nariz prominente de su padre, y para quien compuso una serie de poemas maternales que obligó a aprender a la sirvienta india para que se los cantara al pequeño a modo de nanas. Pese a la insistencia de su marido en que volviera a la poesía erótica, Coral Flora le aseguraba que no tenía tiempo ni humor. Llevar la casa y ocuparse del niño era carga suficiente. Para escribir se necesitaba un relajo del que carecía. Martí Baixeres se sentía más inquieto aún que su mujer. «Quizá en la cama la he decepcionado —se torturaba sin querer admitirlo del todo—, y por eso es incapaz de escribir más versos. No me quiere mentir». Aquella misma tarde le propuso que se marchara de vacaciones a la costa. «Escribirás cuando me añores —le dijo—. No encuentro mejor solución».
Coral Flora, el niño y la sirvienta se instalaron en una cabaña cerca de Cancún. El cambio le sentó bien al pequeño y fortaleció el ánimo de su madre, que solía despertarse al alba para dar largos paseos por la playa, que, por otra parte, resultaban perniciosos para su voracidad de gorda infeliz.
Por las tardes, a la caída del sol, tumbada en su hamaca contemplaba los cuerpos curtidos de los pescadores tendiendo las redes y observaba paciente su musculatura. A veces incluso imaginaba delicuescencias que hasta el momento sólo habían aflorado entre las líneas de sus poemas. Más de una vez se les acercó insinuante pidiendo guerra, pero ninguno aceptó el envite. «Parezco una fragata —se dijo a sí misma—. Debo de causar pavor». Aunque ni por asomo renunció a los dulces ni desterró las golosinas con que a todas horas se regalaba. Frecuentemente, en sueños, sin embargo, se veía poseída por los pescadores en una especie de violación pactada, puesto que ella no oponía ninguna resistencia, pero en ningún caso llegaba a buen puerto ni conseguía sentir la más mínima de las voluptuosidades maravillosas que en sus poemas había sido capaz de describir. «Debo de ser frígida», concluyó al despertarse de una siesta, pero aquella misma tarde inició un largo poema que fragmentado iba enviando a su marido por correo urgente. Martí Baixeres, que lo recibió, feliz, atribuyendo a su persona la inspiración, se apresuró a editarlo en cuanto le llegó la última entrega. Pretendía que estuviera listo el día de la vuelta de Coral.
De su estancia en Cancún trajo las mejillas más sonrosadas, un pasmo aún más profundo en la mirada y una inquietud distinta. Ni siquiera la buena acogida del libro, que sobrepasó la admiración de la colonia catalana y llegó hasta la mismísima Barcelona, donde fue elogiado por la crítica (en la montserratina Serra d’Or fue saludada como la nueva Alfonsina Storni en catalán), pudo arrebatarle su melancolía, quizá porque sólo ella sabía que la mercancía con que traficaban sus palabras era falsa y que además había sido robada. Sus versos no eran otra cosa que pura estafa, una estafa que cotidianamente se hacía a sí misma, obligada por Martí Baixeres, a quien comenzaba a odiar. Por entonces su peso se acercaba a los ciento cincuenta kilos y le costaba moverse. Se pasaba el día en una mecedora tomando dulces, a la espera de que algo distinto y definitivo aconteciera, porque a su marido le habían diagnosticado un cáncer de próstata en avanzado estado. «Siento no poderte hacer feliz, pichona», repetía el desgraciado en su agonía.
La viuda de Baixeres guardó un luto riguroso por el difunto, del que incluso hizo partícipe a su hijo tiñéndole de negro los pañales. Su marido se lo dejó todo con tal de que no volviera a casarse.
Coral Flora no tuvo otro remedio que ponerse al frente de la imprenta. El trabajo le sentó bien y dio al traste con sus melancolías, aunque siguió gorda y sin amantes.
Un buen día, tras una jornada agotadora, encerrada en su alcoba se miró al espejo mientras se desnudaba. Su cuerpo le recordó las Venus rubensianas y le pareció atractivo. «Para nadie», pensó, mientras recitaba en voz alta sus propios poemas, como solía hacer para Martí Baixeres. Entre versos comenzó a acariciarse. Vio crecer sus pezones al contacto de sus hábiles yemas. Se demoró en sus anchos muslos. Luego sus dedos excitados se entretuvieron en deshacer los caracolillos del vello púbico hasta que finalmente, en el momento preciso, su mano se adentró en la hendidura y se tomó a sí misma. Pletórica de aciertos se durmió por fin admirando la propia destreza oculta tanto tiempo. A partir de aquel día cuidó con mil ungüentos sus manos y usó guantes. Enamorada de sí misma y en paz, descubrió la felicidad del onanismo, que practicó hasta la muerte. Vio crecer con orgullo a su hijo y en la madurez se autopublicó otro libro que fue recibido con gran escándalo. Se titulaba Contra el amor en compañía, y se abría con el siguiente texto:
Cuantos potros
puse en los poemas
en mis manos están.
Únicamente
mis dedos son los tigres
que me llevan a conocer
el infinito.

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