John Chilton - "La pierna tatuada"

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Autor desconocido. Se cree que era estadounidense y por la temática del cuento y la fecha de publicación se especula con que fuera un excombatiente de la Primera Guerra Mundial. Este cuento, The Tattoed Leg, es, al parecer, el único relato que publicó. Apareció en la revista Overland Monthly en 1919. Esta revista estuvo dirigida en una etapa por Bret Harte y fue durante un tiempo una de las publicaciones más relevantes de su género en Estados Unidos (en ella publicaron autores de la talla de Mark Twain, Willa Cather, Ambrose Bierce o Jack London).
Puede leerse el original en Overland Monthly 1919-11: Vol 74 Iss 5, page 378.
La versión es la de Concha Cardeñoso Sáenz de Miera.


Yacía en la estrecha cama de un hospital y, entretanto, revivía constantemente dos escenas: una, cuando se despidió de Bess, y parecía que la besaba como nunca se había atrevido a hacerlo… Bess siempre era muy esquiva. Le veía el rostro y la figura con claridad sobre un fondo negro. Estaba inquietantemente bella, pero siempre desaparecía y él a continuación se veía tumbado en una mesa improvisada de cualquier manera en un almacén de mercancías, forcejeando con un hombre de mirada penetrante y labios finos que le apretaba una toalla contra la cara… y todo se esfumaba; sin embargo, mientras la vida se evaporaba oía una voz que decía:
—Por esta oportunidad he suplicado y voy a aprovecharla… total ¡se va a morir!
Una mañana se despertó. Se encontraba en una habitación pequeña, toda blanca y limpia, que olía mucho a antiséptico; una desconocida, una enfermera de cofia y delantal blancos, enrollaba vendas sentada al lado de la ventana. Intentó darse la vuelta pero descubrió que no podía moverse. La mujer lo miró.
—¡Ah! Ya se ha curado —exclamó; dejó lo que estaba haciendo y se puso de pie.
—Quiero levantarme —dijo él como si hablara desde lejos, con una voz trémula que no reconoció.
—Tenga paciencia; antes tiene que recuperar fuerzas. —La enfermera le tocó levemente la frente con una mano fresca y firme y sonrió—. Dentro de muy poco se encontrará mucho mejor. Me alegro de verlo consciente.
—Dígame…
—Beba esto.
Y se durmió, pero sin soñar esta vez, como un niño; se despertó fresco y lúcido y la vida empezó de nuevo.
Después vinieron los largos y felices días de la convalecencia y el gran día, el mejor de todos, cuando pudo sentarse por fin. Se encontraba fuerte, con vida y vigor renovados, al estirar los brazos por encima de la cama, y se rio de la enfermera, que le ofrecía el brazo.
—Le aseguro que no lamento librarme de esta escayola y ponerme de pie otra vez.
—Ha tenido usted una suerte maravillosa, jovencito, y la muchacha que ha rondado por el hospital está esperándolo abajo para decírselo —respondió la enfermera.
En ese momento se miró las piernas, que asomaban por debajo de las mantas de la cama.
—¡Aaah! ¿Qué me pasa en las piernas? ¿Qué es esa marca azul? ¿Quién me ha tatuado? ¡Dios mío! ¡Esta pierna no es mía! ¿Qué es?
Miró con una expresión de locura el rostro sereno que lo observaba.
—Perdió la pierna en el desastre y el doctor Amsden, el gran cirujano, le ha procurado otra. Es el trabajo más maravilloso que se ha hecho y…
—¿De quién es esta pierna que me han puesto? —preguntó con debilidad, palideciendo.
—Vamos, vamos, cálmese… Sea valiente. Ya no tiene de qué preocuparse; ya ha pasado todo y ha quedado usted como nuevo.
La debilidad pudo con él y se desplomó en la almohada, mareado de horror y sin atreverse a preguntar nada más; todavía no tenía la cabeza en condiciones para asimilar lo que había sucedido y, en tono quejumbroso, como un niño, insistió: «¡Quiero mi pierna! ¡Que me devuelvan mi pierna!», hasta que la enfermera se vio obligada a administrarle un sedante en polvo y a arroparlo de nuevo en la cama.
Necesitó unos cuantos días de cuidados para reconciliarse con el horror nervioso que lo invadía cada vez que pensaba en lo que le había pasado y, cuando Bess fue a verlo, lo habló con ella. Era una chica extraordinaria, tenía un gran sentido común y, pensara lo que pensara, lo quería tanto que sabía disimular y siempre le daba ánimos; y así se le pasaron el miedo y el horror y poco a poco se fortaleció hasta que pudo salir del hospital y volver a su antigua vida con el único lastre de una leve cojera, para que sus amigos no se olvidaran de su accidente.
Después se casó con Bess y esta nueva alegría casi le hizo olvidar las extrañas marcas azules que tanto lo confundieron al principio, aunque a veces, cuando se secaba después del baño, se paraba a descifrar el significado de las cruces y los círculos y la larga y recta línea que había en medio.
Un día le sucedió una cosa extraña que no quiso contarle a Bess porque le daba vergüenza. Iba por una callejuela de una parte poco respetable de la ciudad, atajando en dirección al ferry, cuando pasó por una tabernucha, un sitio siniestro con media puerta de celosía verde descolorida y sucia y, sin proponérselo, se sorprendió de pronto empujando la puerta con intención de entrar. Horrorizado, hizo un gran esfuerzo para dar media vuelta y casi echó a correr por la calle. Si alguien lo hubiera visto… ¡a él, un eminente miembro del Y. M. C. A.! Pocos días después se encontró siguiendo por un callejón a un ser desaliñado y pintarrajeado y tuvo que poner todo su empeño para volver atrás.
Le pasó lo mismo varias veces, hasta que decidió acudir a un especialista para que le diera un tratamiento. Estaba tan avergonzado que le cambió el carácter, incluso en casa. Bess lo advirtió y le preguntó. Como él reaccionó con reticencia, ella se lo reprochó y las cosas se enfriaron entre ellos. El medicamento que le recetó el médico no le hizo efecto. Tal vez podría decirse que logró controlar un poco mejor sus inclinaciones una breve temporada, pero enseguida dejó de funcionar y se puso peor que antes. Empezó a obsesionarse con una necesidad de bebidas fuertes y a inventarse excusas para salir de casa a altas horas de la noche. Tuvo una pelea con Bess. Ella lloró y le dijo que no podía creer que hubiera cambiado tanto, y entonces él se derrumbó y se lo contó y ella, con su sentido común, fue directa al grano y se preguntó cómo no se les había ocurrido pensarlo antes. Todo era por culpa de la pierna tatuada, sin la menor duda. Su antiguo dueño había sido un hombre malo, la influencia había cobrado fuerza y la sangre, esa sangre viciada, había envenenado a su querido, sincero y honrado marido; si no se trataba adecuadamente, sería su perdición mental y física. Lo primero que había que hacer era acudir al mejor especialista de la sangre, para que se la limpiara por completo y, si eso no funcionaba, en última instancia debía amputarse la pierna otra vez. Pero en realidad ¿se curaría? ¿Acaso no se le había envenenado todo el cuerpo y lo único que podría ayudarlos sería un tratamiento continuado de siete años? ¡Pobrecitos! Le dieron vueltas y más vueltas hasta que Bess consiguió convencerlo, y se dispusieron a consultar a un tal doctor Everett, que era una gran eminencia.
Al docto médico le interesó el caso inmediatamente, pero estaba ocupado con un gran y reputado inspector de policía con motivo de un caso muy importante y no pudo darles cita hasta la mañana siguiente, y por eso, mientras paseaban por un parquecito de camino al ferry, les sucedió una aventura que lo cambiaría todo.
Bess llevaba un bolso de fantasía, de red dorada, de los que hacían furor entre las mujeres; era un regalo de boda y le tenía aprecio; de pronto, un hombre menudo y de aspecto inquietante chocó con ella y se lo quitó de la mano de un tirón. Ella se volvió gritando y lo vio escabullirse por una esquina: fue tras él, seguida por su marido, que corría a ciegas, porque solo sabía que algo había pasado. Bess era una mujer atlética y al principio casi da alcance al ladrón, pero el hombre se perdió entre la multitud de la calle y logró escapar. Ella dejó de correr, muchas personas se juntaron alrededor y enseguida llegó un policía, que pidió explicaciones; Bess, entre lágrimas por lo que había perdido, le describió al ladrón y también todo lo que llevaba en el bolso.
Después se fueron por una calle secundaria, andando lentamente, de la mano, buscando consuelo el uno en el otro, hasta que vieron a un grupo de gente al lado de un hombre que estaba en el suelo. Al pasar, Bess lo miró.
—¡Es él! —exclamó, y se metió entre la gente hasta llegar al hombre—. ¡Ah! ¡Vergüenza tendría que darle! ¡Robarme el bolso a mí! Si se ha hecho daño, bien merecido lo tiene.
Todo el mundo la miró y su marido intentó que se apartara.
—No, yo no me voy de aquí hasta que le diga todo lo que tengo que decirle. ¿Por qué no viene ningún policía?
—Señora, este hombre está herido —dijo uno de los que miraban—. Iba corriendo por la calle y lo ha atropellado un automóvil, y creo que está bastante mal porque no ha dicho ni una palabra. Estamos esperando a la ambulancia… ¡Ahí viene!
La pareja fue al hospital en un coche de alquiler y, al llegar, les dijeron que el hombre estaba muy malherido y que habían encontrado el bolso de Bess en sus bolsillos. Al principio no querían devolvérselo, pero ella demostró que era la propietaria y al final dijeron que se arriesgarían, pero antes le pidieron la dirección y muchas cosas más.
Cuando se iban, se les acercó una enfermera a toda prisa.
—Buenos días —dijo—, tal vez no se acuerden de mí, pero yo lo cuidé a usted muchas veces cuando estaba aquí. ¿Qué tal la pierna?
Bess se acordaba de ella, pero su marido no.
—El pobre hombre al que han atropellado —les dijo— está consciente. No va a vivir y le he prometido llevarlos a ustedes con él. Quiere verlos.
—¿Quiere verme a mí? —exclamó Bess—. Pues yo no quiero verlo a él. Me robó el bolso y no tengo ninguna necesidad de volver a ver a ese hombre en la vida. Bueno, lamento que no se vaya a recuperar… —Pero enseguida se hizo cargo de lo que realmente significaba la petición y, avergonzada, añadió—: ¡Ay! En realidad no quería decir eso, ¡qué insensible! Está bien, vamos a verlo ahora mismo, tal vez podamos hacer algo.
Su marido sonrió con cierta tristeza. Estaba tan pendiente de su propia circunstancia que en ese momento no tenía tiempo para ninguna otra cosa, pero la enfermera lo devolvió al presente con un bombazo.
—Es el hombre que… el hombre, bueno, en fin, al que le quitaron la pierna… Resulta que no murió…
—¿Qué? ¡Dios Santo! Vamos… Lléveme a verlo ahora mismo… ¡rápido!
El hombre estaba postrado, pálido y demacrado entre las almohadas. Los ojos le brillaban de una forma extraña en medio del rostro contraído de dolor.
—Me alegro de que lo encontrara —dijo con un hilo de voz—. Creo que se me acaba el tiempo, no me queda mucho. Todo ha sido por culpa de esta maldita pierna de corcho… me ha hecho una jugarreta cuando más la necesitaba. Bueno, usted no me conoce, ¿verdad? Yo a usted sí… Lo he seguido bastante tiempo y sé muy bien de qué pie cojea; además, me he divertido a su costa: es usted un buen sujeto para la hipnosis, y me habría apoderado de usted de no haber sido por ella. —Soltó una carcajada ronca y sonora, sin alegría, que dejó helados a sus interlocutores—. A ver, enfermera, ¿cuánto tiempo me queda? Tengo mucho que contar…
—No debe usted excitarse, procure estar tranquilo —dijo la enfermera, humedeciéndole los labios con un algodón empapado—. Ya está. ¿Mejor ahora?
El hombre no contestó, pero no dejó de mirar a sus visitantes por turno con unos ojos cada vez más desvaídos.
—No sé para qué se lo cuento… por ella, supongo, siempre me pareció guapa y, desde luego, siempre está pendiente de usted, lo cuida mucho… De lo contrario, habría recuperado mi pierna hace tiempo —murmuró como para sí, y siguió hablando con una voz más clara—: Es una larga historia y no tengo tiempo para contársela entera, así que se la voy resumir y les digo que, hace un par de años, mi compañero se marchó de Colorado y, cosas del destino, cuando recorría las montañas encontró el yacimiento de oro más grande que había visto en su vida. Se veían enseguida pepitas de buen tamaño. Lo tapó todo y señaló el sitio para encontrarlo cuando quisiera volver pero, cuando pensamos en volver los dos juntos, le pareció que sería más seguro mandarme a mí, así que me dibujó el plano del sitio en un papel y, para mayor seguridad, me lo tatuó también en la pierna. Si perdía el papel o me lo robaban, podía consultarlo en la pierna, ¿entiende?
La voz dejó de oírse poco a poco y los ansiosos oyentes temieron que hubiera llegado el final.
—¡Vamos, dele algo! ¡Rápido! —exclamó Bess—. No entiende usted lo que significa esto; es más que la vida para mi marido. ¡Vamos, vamos! ¡Haga algo…!
Como respondiendo a los ruegos de la mujer, el moribundo abrió los ojos y empezó a hablar de nuevo:
—Cuando partí hacia Colorado, quedé atrapado en aquel desastre y el maldito médico me dio por muerto, aunque sabía muy bien que no, eso seguro, lo único que quería era hacer su maldito experimento y me gustaría vivir lo suficiente para pillarlo… Bueno, el caso es que le dio mi pierna a usted, de acuerdo, aunque supongo que usted no tiene la culpa. Pero a mí me partió por el eje. Desde entonces he tenido la peor suerte del mundo, me ha pasado de todo y no he podido ir a la mina de oro… y ahora ya nunca podré, así que voy a darle una oportunidad a usted. Por ella, por ella.
Se quedó mirando a Bess con una suerte de adoración perruna que, de alguna manera, dignificaba la maldad del pobre hombre.
—Es en pago por haberle robado el bolso. Lo que quería no era robárselo, lo hice por probar suerte… y pensaba darle su parte cuando recuperase el oro, es cierto, así que ayúdeme…
Escucharon las rotas palabras con teniendo la respiración, sin atreverse a preguntar, pero el marido de Bess notó que se le quitaba de encima el peso del horror y supo que se había librado del aborrecible vínculo.
—Los círculos son las peñas grandes del límite norte de la ciudad… Escuche con atención… Ya me voy… La línea recta va en dirección norte por la carretera del condado, un kilómetro y medio… Las cruces… ¡ay, Dios!… diez metros… al oeste.
—¿La ciudad? —dijo Bess sin aliento.
El hombre intentó contestar, pero solo se oyó un ruido gutural y a continuación, al exhalar el último suspiro, se le desencajó la mandíbula y se quedó con la boca abierta.

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