Wladimir Chávez Vaca - "Quemar periódicos, publicar libros"

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Cuentista, periodista y ensayista ecuatoriano.
En una entrevista en la revista cultural Mito resumió los temas de su obra en "relaciones amorosas, vínculos de amistad, los alcances de la soledad, de la incomunicación".
Su tesis doctoral (Un ladrón de literatura. El plagio a partir de la transtextualidad) de 2010 trata el interesante tema del plagio en la literatura.
Este cuento pertenece al volumen "Díos mío, ¡qué guapo es el asesino de papá!" de 2018.


Las palabras constituyen la droga más potente que haya inventado la humanidad.
Rudyard Kipling


Pilar nunca llegó a imaginarse que se encontraría con su exnovio en Nueva York y menos aún que lo vería llegar acompañado de Mercedes. Fue entonces víctima del comportamiento de esa pareja, de ese entusiasmo exagerado al abrazarla, de esa forma en que se atropellaron para darle las felicitaciones por el lanzamiento del libro. Pilar, sin reponerse aún, escuchó pasivamente los elogios de Mercedes por la ventaja cualitativa de publicar “en las entrañas mismas de Gringolandia, no como una chola cualquiera”. Rieron ella y Leonel, mientras la autora apenas esbozaba una tibia sonrisa. Tomando uno de los ejemplares, Leonel quiso recalcar que Neoyorquinos era un buen título y se puso a rememorar una historia que demostraba el talento de Pilar desde aquellos tiempos suyos de reportera. En medio de esa falsa camaradería, Mercedes se dio tiempo de mirar en torno suyo, calculando que no habría ni veinte personas en el local.
Pilar los había conocido cuatro años antes, en Quito, durante su primera experiencia de trabajo. En aquel entonces Mercedes cubría eventos culturales, y Leonel y Pilar escribían notas en la sección de Negocios bajo las órdenes de Albertina, la mejor editora del país. A pesar de la diferencia de edad —Leonel era diez años mayor—, Pilar y él habían sido novios por un lapso de siete meses. Tras la ruptura, ella renunció al trabajo y se escurrió de la vida social de sus antiguos compañeros. Ahora Mercedes y Leonel no sabían hasta qué punto Pilar estaba al tanto de los últimos cotilleos del periódico. En cualquier caso, confiaban que no hubiese llegado a sus oídos lo del asunto Buitrago.
La pareja llevaba apenas cinco semanas en Nueva York y el dinero ya había comenzado a escasear. Entre las raíces del problema estaba el desmedido optimismo de Mercedes: sus contactos en el portal de noticias nunca le habían garantizado un trabajo en Estados Unidos, pero ella había convencido a Leonel de que era el momento ideal de abandonarlo todo. Durante las dos primeras semanas vivieron en Queens, en casa de unos conocidos, y luego alquilaron un pequeño departamento en Brooklyn. Pero los ahorros se escurrían como un grifo abierto y Mercedes había recibido la confirmación, dos días antes, de que no conseguiría el empleo del portal. Leonel se descubría maniatado: era vasta su experiencia como periodista, pero aún se encontraban frescos los detalles del caso Buitrago. Mercedes pensaba que Leonel jamás volvería a laborar en un medio de comunicación, aunque nunca verbalizaba su smiedos. Para rematar, ambos tenían visitor’s visa, inaplicable para conseguir empleo.
Aquella mañana Mercedes recibió un correo electrónico de la librería McNally Jackson: Pilar publicaría su primer libro. Entonces rememoró una charla en Quito, en la cual le contaron de Pilar y de la beca que había obtenido para estudiar Humanidades en Manhattan. Se sintió osada. Si bien había sido la expareja de Leonel, recordaba a Pilar como una chica agradable. Cuando le propuso asistir al lanzamiento, su novio se mostró animado: “¿Por qué no?”, dijo “A lo mejor podemos reírnos un rato”. A Mercedes le había chocado un poco lo de “reírnos”, aunque sabía que el humor algo pesado de Leonel siempre terminaba por conquistarla.
Leonel le contó a Pilar que pasaba los días como freelancer y que Mercedes estaba por recibir un trabajo en un portal de noticias. Pilar sonreía ante todo, sin interrumpirlos, y él no pudo sino revivir la época de noviazgo, cuando sus palabras enamoraban... Convencían. Causaban estragos. De a poco monopolizó la conversación y, en su locuacidad hubo de mencionar a los colegas conocidos, para luego mentir sobre sus propios trabajos, cosas sin importancia al inicio, luego sobredimensionando los logros desde el 2010 —Mercedes lo miraba silenciosa, neutral, pero Leonel sentía ese desconcierto escondido suyo; instantes más tarde, ella se disculpó para ir a los lavabos—. Pilar se limitaba a asentir con la cabeza. Por dos ocasiones fueron interrumpidos por personas que querían saludar a la autora antes de empezar el acto, pero como Leonel se aferraba a ella, estos terminaron por alejarse, persiguiendo la bandeja de jamones y quesos o intentando identificar otros rostros. Y en el entretiempo, Mercedes no volvía del baño.
-Creo que podemos empezar —soltó Pilar de pronto, hablando más consigo misma, mientras miraba tomar asiento a quienes serían sus dos entrevistadores.
-Podemos también meternos a un motel en Chinatown —insinuó Leonel, sonriendo. La expresión recordaba un código compartido hacía años: “Meternos a un motel en San Blas”. Su romance había comenzado luego de una cobertura en el Palacio de Carondelet. Cuando novios, recordaron muchas veces esas palabras y el desparpajo con que él las había dicho y la naturalidad con que Pilar hubo de aceptarlas, en un impulso tan impropio de ella.
-¿Perdona? —se puso alerta.
-Era solo un chiste.
Lo observó sin sonreír. Mercedes volvió abruptamente:
-¿Y de qué hablan por acá?
-De nada importante —intervino él—. De parejas.
-Entonces le habrás contado que pensamos casarnos —mintió Mercedes, sonriendo, mientras tomaba del brazo a Leonel, calculando que esta provocación divertiría a su novio.
-Felicidades a lo tortolitos —su sonrisa pareció franca. Advirtió, antes de dar media vuelta—: Vamos a empezar.
***
Pilar guardaba recuerdos contradictorios sobre su paso por el diario, y no solo porque había tenido que colaborar unos días con el insoportable de Fonseca, editor de noticias amazónicas. En algún momento hubo de confesarle a Leonel que aquellas primeras semanas en el diario habían sido el período más bizarro de su vida, produciendo textos a un ritmo desquiciante, recibiendo por las prácticas un sueldo mísero que apenas cubría el transporte desde su casa al periódico o hacia las oficinas de los entrevistados. Con frecuencia visitaba el Palacio de Carondelet o las sedes ministeriales. Su contrato como pasante era de medio tiempo, pero normalmente se refundía doce horas diarias o más en los cubículos de los redactores, incapaz de abandonar el periódico sin terminar su snotas. En ocasiones las fuentes rechazaban sus llamadas, dándose inicio al juego del gato y el ratón, donde entraban en funcionamiento los engranajes de sus propios contactos o la lista de apoyo brindada por Albertina. Además de ejecutar una pesada tarea de archivo y contextualización, Pilar entrevistaba personalidades de la política y la economía local, y llegó a conocer a colegas agudos y desprendidos como la misma Albertina. También creyó en Leonel. Primero buscó refugio en sus palabras, y luego, tras jornadas agotadoras, encontró placer en acomodar su cabeza y sus brazos en la hospitalidad de aquel otro cuerpo.
También hubo espacio para la frustración. No solo que gastaba su tiempo en los cubículos o en las ruedas de prensa hasta entrada la noche, sino que su labor también fue requerida los fines de semana. En los primeros meses de trabajo, sus amigos se comunicaban con ella por teléfono y, como Pilar carecía de tiempo para encontrarlos, solían reprochar con bromas lo ocupada e importante que se había vuelto. Luego dejaron de llamarla. Entonces Pilar entendió la razón por la que tantos reporteros mantenían parejas estables o incluso amantes en el mismo periódico. El lugar de trabajo era su espacio social: allí pasaban más de la mitad de sus horas de vigilia. Y le iba a resultar difícil sacarse de la cabeza los llantos de Adelaida o Rocío, las editoras de Cultura y Sociedad. Con más de cuarenta años, nunca habían conseguido formar familias propias —aunque se rumoraban amoríos con algunos colegas— y, tras emborracharse en una fiesta, ambas le admitieron que el periódico se había llevado lo mejor de sus vidas. Rocío recomendó a Pilar no quedarse más de dos años. Y para cerrar el consejo, Adelaida completó entre sollozos: “El periódico te chupa la sangre. Te seca”.
A ella la había deslumbrado, aunque sonara frívolo, la mirada de Leonel. Porque esa barba de náufrago la descubrió luego, opacada por la inocencia y claridad de aquellos ojos que se habían vuelto legendarios entre sus colegas. Leonel también supo impresionarla con sus anécdotas personales y, desde luego, con el Premio Nacional de Periodismo, concedido años atrás por su reportaje Periódicos Quemados. El texto narraba un suceso relativo a la poderosa familia Chiriboga Pardez, dueña de dos matutinos quiteños: El Regenerador y La Verdad. Con una considerable tradición y una línea editorial de derechas, El Regenerador se había posicionado como uno de los dos periódicos más influyentes del país, bajo la administración de doña Marcela Chiriboga de Castro. El ahora desaparecido La Verdad, en cambio, estaba impulsado por el renegado de la familia —y primo de doña Marcela—, Pedro “El Loco” Pardez. La Verdad se había convertido en un ambicioso proyecto que hubo de enganchar al público de izquierda moderada. Mas el parentesco en esta coyuntura de negocios dio paso al menosprecio: la relación entre “El Loco” y su prima era pésima.
Cuando en octubre de 1999 el volcán Guagua Pichincha despertó de su largo sueño y Quito se vio cubierta por una gruesa manta de ceniza, el techo que resguardaba la imprenta de La Verdad colapsó, dejando inutilizable la maquinaria por varios días. “El Loco” Pardez se puso en contacto con su prima y acordaron que él pagaría un alquiler temporal para hacer uso de los equipos y del taller de El Regenerador.
Entonces esta historia comenzó a adquirir tintes esquizofrénicos. “El Loco” Pardez llevaba años inflando el dato del tiraje para obtener mejores ganancias en las negociaciones con sus sponsors. Supuestamente, La Verdad circulaba a diario con quince mil ejemplares, pero en la práctica solo se imprimía un tercio. Doña Marcela ignoraba la triquiñuela, y sobre la marcha “El Loco” tomó medidas para evitar ser descubierto. Durante las jomadas posteriores a la erupción del Guagua Pichincha se imprimieron quince mil periódicos, despachados en camiones que a su vez se dividieron en dos grupos: la caravana más pequeña se dirigía hacia los distribuidores, mientras que los otros vehículos —con una carga de diez mil ejemplares— llegaban a las instalaciones de La Verdad. ¿Qué hacer con tantos diarios? Imposible venderlos a los recicladores: la cantidad resultaba tan voluminosa que fácilmente se correría la voz sobre la naturaleza del material. Así que, por las tardes, en los dos patios interiores, amplios e inaccesibles para los reporteros, “El Loco” Pardez y su círculo más próximo quemaron los periódicos sobrantes. El olor llegaba hasta los cubículos de trabajo y la cercana columna de humo se divisaba perfectamente desde las oficinas. A merced del capricho del viento, esas emanaciones oscuras amenazaban incluso con inundar la redacción. “El Loco” murmuró que se trataba de basura de las bodegas y que se habían visto obligados a quemarla para ganar espacio. Luego de tres días las circunstancias los forzaron a ser más discretos, y se pusieron a incinerar los diarios por las noches.
Una versión parcial de lo ocurrido había llegado hasta Leonel, quien consiguió testimonios, dio con las piezas que completaban el rompecabezas y publicó su reportaje. A partir de entonces se desató su racha de gloria. Recibió el Premio Nacional, supo aprovechar esa soltería suya —pocas veces formalizaba noviazgos—, y consolidó su carrera de reportero —especializándose en periodismo económico— junto a su reputación como bromista y colega leal en momentos peliagudos. La sombra de lo ocurrido con la gringa Renata planeó sobre él como ave de presa, pero supo resolver el conflicto con tacto. Cuando ya estaba en el declive de su ola, quiso reinventarse publicando una novela —de la cual consiguió vender contados ejemplares— sobre la Cueva de los Tayos, con un detective practicante del reiki como protagonista.
En abril del 2014 conoció el infierno. Había escalado hasta la posición de editor de Negocios y su nombre sonaba incluso para reemplazar al editor general cuando le fue requerida una nota con Fermín Buitrago, el reputado economista. Buitrago era argentino y, a pesar de las múltiples llamadas, nadie contestaba al otro lado de la línea, ni en Buenos Aires ni en Villa Molí donde vivía su madre. Debido a la coyuntura política y económica —la restricción a las importaciones en la Comunidad Andina—, resultaba vital publicar una entrevista con él, antiguo asesor en Lima y Caracas. Dos días más tarde, durante la reunión de editores, Buitrago permanecía en paradero desconocido y hubo una solicitud formal para que Leonel consiguiera otra fuente. Él se negó, casi furioso, jurando que todo estaba bajo control, que esperaba noticias positivas en cualquier momento. Intentó comunicarse con Buitrago por Facebook, Twitter y por medio de unos colegas de La Nación, pero sin resultados. Entonces le llegó un mensaje sugiriendo que Buitrago estaría en los bosques noruegos durante semanas, con su hija y su cuñado, sin acceso a internet. Y resolvió el problema con lo que sería su hundimiento. Había leído los trabajos de Buitrago. Guardaba entrevistas suyas en francés de periódicos que, estaba seguro, nadie leía en Ecuador. Basándose en todos esos datos y en su propia imaginación, publicó una nota al día siguiente.
El mismo Buitrago retuiteó el texto días más tarde, aclarando que jamás había concedido entrevista alguna. El despido de Leonel fue fulminante. Y llevaba un poco más de cuatro meses sin trabajo cuando a Mercedes se le ocurrió la idea de probar fortuna en Nueva York.
***
Los entrevistadores eran docentes del Departamento de Cultura Ibérica y Latinoamericana de la Universidad de Columbia. Uno de ellos se acercó al micrófono para ejecutar una compleja pregunta que fraccionó en dos partes: primero, sobre el origen de Neoyorquinos; segundo, sobre la memoria y la realidad en la ficción. Pilar dijo:
-Recuerdo que mi padre se compró el libro Soy un delincuente, que contenía memorias de un criminal venezolano. ¿Por qué?, me pregunté entonces. Bueno, tal vez ahora yo ya sea capaz de responder. Creo que en la cabeza de mi padre, Venezuela y el resto de países de Sudamérica son lo mismo, al fin y al cabo. Para empezar, no encuentra una distinción nacionalista. Pero hay algo más profundo, me parece, y lo digo porque esta historia tiene que ver con viajes y descubrimientos. Mi padre era y es un tipo recto, honesto de obrar y de pensar, que paga sus impuestos, va de voluntario a los trabajos comunales, da limosna los fines de semana. Vive en una casa sin jardín, pero sin goteras en el techo. Cancela la hipoteca al Biess, religiosamente, todos los meses. Conoce la pobreza porque la ha visto en televisión y en las calles. Esa pobreza que tiene el olor de los autobuses populares o las reuniones campesinas... —aquí hizo un gesto brusco con la cabeza, como si saliese de un trance—. Pero nunca la ha experimentado, porque siempre hubo un plato de frijoles en su mesa. Entonces su conocimiento de la pobreza es relativo. El de la delincuencia, nulo. Por eso se compró el libro, para empaparse de los detalles. Es como la gente que devora guías de turismo y nunca salen de casa. Para ellos, las fotografías de la Gran Muralla China o de los corales en el Caribe son la quintaesencia de la aventura. Tantear el exotismo es un proceso que sublima. Así es mi padre, quien quiso saber cómo vivía un delincuente. Pero yo no me aferró a la suposición, yo tengo la posibilidad de la vivencia: llegué a Nueva York porque quería respirar esta urbe, averiguar qué pasaba con todas estas personas que viven apiñadas en boroughs, aunque en el fondo no sean tan distintas al resto...
-Espero que no se ponga a llorar —Mercedes se había acercado al oído de su novio. La súbita sonrisa de Leonel, que mostraba complicidad, antecedió a una respuesta también entre susurros:
-Mientras no hable de Roald Dahl o de su abuelita.
Leonel había sido testigo del llanto de Pilar en tres ocasiones. La última había ocurrido el día mismo de la ruptura. Pero semanas antes, cierta tarde de domingo, la había visto llorar durante un programa de conferencias sobre literatura infantil. El ponente era Santiago Páez, profesor de la Universidad Católica y uno de los escritores favoritos de Pilar. En determinado momento, Páez llevó su charla hacia Las Brujas, de Roald Dahl: “En esta novela un niño y su abuela luchan contra una hermandad de brujas y las vencen, las matan a todas. Las brujas esas son malvadas: asesinan niños de las maneras más horrendas, y son horribles; pies cuadrados, saliva azul, y cráneos calvos como huevos. La novela termina con un diálogo conmovedor entre la abuela y el nieto. El niño ha sido convertido en ratón por las brujas y no puede volver a ser humano, así que le pregunta a su abuela, el único ser que le queda sobre el mundo: ‘Abuela, ¿cuánto vive un ratón?’ La abuela le contesta: ‘Como siete u ocho años’. El niño convertido en ratón vuelve a preguntar: ‘Y abuela, ¿cuánto vas a vivir tú?’ La mujer, que ya es muy vieja, responde: ‘Como siete, ocho años como mucho’. Y el niño-ratón, dándose cuenta de que morirán más o menos al mismo tiempo, concluye: ‘Bien, no me gustaría que me cuidara otra persona que no fueras tú, abuela’ (...)”. Cuando Leonel hubo de regresar la vista, descubrió a Pilar pasándose un pañuelo por unos ojos arrasados en lágrimas. No atinó a reaccionar. Ni siquiera se animó a atraerla hacia sí, por miedo a que se sintiera respaldada para soltar un lloriqueo más audible. Y aunque le hubiera gustado, descartó también susurrarle al oído palabras de aliento, porque las desconocía. Se quedó mudo, incapaz de dar con las frases apropiadas. Pilar le había contado en múltiples ocasiones sobre su difunta abuela, pero solo ahora comenzaba a entender la dimensión de la pérdida, de aquel vínculo roto.
-A lo mejor se niega a autografiarte el texto —Mercedes volvió a acercarse al oído de Leonel; el otro se encogió de hombros, divertido. Ella continuó: Tal vez nunca te perdonó lo de la planta—. Ambos contuvieron la risa. Pilar, quien contestaba una pregunta sobre la importancia de la literatura en la sociedad, los miró susurrar y divertirse.
Tras cuatro meses de noviazgo, Leonel vio llorar a Pilar por primera vez. En aquel tiempo ella fue designada para una cobertura en Loja y estaría ausente doce días. Le encargó su única y querida planta, con maceta y todo. Podía haberla dejado con sus padres, pero lo eligió a él. Y Leonel nunca sabría explicar lo ocurrido. Depositó a la plantita junto a la ventana para que recibiera el sol. Le ponía agua todo el tiempo, le hablaba por las noches, y por las mañanas le cantaba Metallica o Guns & Roses, que durante aquellas semanas era lo que normalmente solía escuchar antes del desayuno. A los dos días la hoja más grande comenzó a doblarse, a los cinco el color carbón se apoderaba del verde como si fuera gangrena. Cuando Pilar volvió, no había mucha plantita qué salvar. Le dio la espalda a su novio y se enjugó un par de lágrimas. No fue un llanto en sentido estricto, pero Leonel imaginaba que los días venideros serían complicados. Mientras ella permanecía silenciosa, Leonel quiso romper el hielo y señaló el cadáver vegetal: “Para mí que se suicidó. No toleraba que los dos te amáramos”. Y como Pilar no reaccionaba, el pensamiento de Leonel se dejó llevar por la frustración: “Planta puta”.
A Mercedes le divertían estas historias a pesar de que las había escuchado varias veces. A inicios del 2014, para celebrar los diez años de la olvidada novela de Leonel, le regaló a su novio un tipo especial de planta capaz de sobrevivir a las pruebas más duras de la intemperie. Leonel sugirió llamarla “Pilar”.
***
Terminada la presentación, Mercedes y Leonel hicieron fila para recibir un autógrafo.
-No te lo va a firmar —le insistía Mercedes, burlona, en el oído.
Leonel, con Neoyorquinos en la mano, no paraba de sonreírle, aunque en su interior crecía un sentimiento indomable, esa envidia que daba cabriolas y mordía el vacío como un dóberman encadenado. Aunque el libro había sido impreso en una pequeña editorial, era bilingüe, de pasta dura y papel beige. Además, resultaba obvio que Pilar no había tenido que pagar un solo centavo por la impresión. Su vieja novela sobre la Cueva de los Tayos, en cambio, había sido financiada por él mismo. Todas las editoriales a las que se había acercado le pidieron dinero. Al final, Joaquín y él armaron juntos la edición.
Por aquellos días, Leonel había pasado vacaciones en la playa de El Murciélago con sus padres. Cierta mañana desayunaron en un comedor abierto, atrayendo el interés de los vendedores de artículos piratas: películas, cedés y ropa. Uno de ellos se acercó a su mesa con libros. Les ofreció uno de Vargas Llosa autografiado. "¿Autografiado?", inquirió Leonel. "Yo me encargo de imitarle la firma. Diez dólares”, respondió el otro. Se llamaba Joaquín. Entre los diversos textos Leonel se topó con uno original, publicado por un sello de Manta. Joaquín le explicó entonces que los libros locales no eran sujetos de piratería: los falsificadores con conciencia social respetaban el producto ecuatoriano, en una excepción que años después se extendería a las películas. Leonel también dio con un ejemplar único, perturbador y apócrifo. Se trataba de una antología de cuentos de Alice Munro, supuestamente publicada por una editorial ibérica que Leonel —bien lo sabía— solo se dedicaba a la difusión de novelas detectivescas. La portada tenía la foto de un beduino sobre un camello, una imagen que alguien había valorado como suficientemente artística para merecer el puesto de gráfico central. Detrás del beduino flotaban naves espaciales. La primera página carecía de datos —ni autor, ni isbn, ni sello, ni ciudad—, y el texto eran meras fotocopias privadas de diagramación. Resultaba evidente, además, que habían secuestrado y reproducido el código de barras de otra obra para incrustarlo en la cubierta. Mirar el libro movía a la risa, pero Leonel se contuvo para preguntar: “¿Puedes hacer uno de estos por mí?” Joaquín asintió. “Pero no lo quiero exactamente igual. Te daré unas ideas”. Y ese fue el germen de su obra, impresa en papel periódico, sobre la Cueva de los Tayos.
Cuando les llegó el turno, Mercedes y Leonel reiteraron sus felicitaciones y Pilar hubo de repetir el agradecimiento por esa sorpresiva presencia. Conforme ella tomaba el libro y garabateaba algo en la segunda página, Leonel le recordó que ahora eran colegas, y Pilar le preguntó, devolviéndole Neoyorquinos y con voz desinteresada, si el relato sobre el detective del reiki y los tayos había sido reimpreso. Leonel encadenó entonces una mentira tras otra. Pilar preguntó por el sello editorial, y si ellos planeaban volver a Quito para la fecha del relanzamiento. Leonel justificó su historia con más mentiras antes de que Mercedes sugiriese un futuro encuentro. Intercambiaron teléfonos como un acto de cortesía, conscientes de que esa reunión nunca tendría lugar.
Ambos caminaron el trecho que los separaba hacia la puerta de McNally Jackson, riendo disimuladamente y luego, ya en la calle, olvidando pudor alguno. “Patético”, dijo ella al fin, enganchada al brazo del otro, y continuó: “¡Tan poca gente! Si hasta sobraron bocaditos”. Leonel asentía antes de completar: “No tuvimos ni tiempo para hablar sobre Albertina o Fonseca”. “¿Fonseca? Si solo trabajaron unos días, ella pasó el resto del tiempo arrejuntada a ustedes”. “Fue corto, pero duro para Pilar. Fonseca le tenía pisado el poncho” “Pobre Pilar, ese Fonseca era el peor editor del mundo”. “¿Sabes que Fonseca le preguntó una vez a Adelaida si le olían los pies” “¿No? Qué imbécil” “Ya. ¿Pero qué le pasó luego? ¿Está jubilado?” “¿No te enteraste? Lo sacaron del periódico. Oye, ¿y qué nos escribió en la dedicatoria?” “A ver, acerquémonos a la luz... Dice ‘A Meche y Leonel, con aprecio’. Eso es todo. Ni siquiera me puso ‘Leo’”.
Se refugiaron del frío en un café-bar de Broadway, pidieron un par de capuchinos y charlaron sobre la época del periódico. Era un tema casi inagotable, y Leonel hizo el intento por recordar los detalles accesorios de tantos amoríos, peleas y despidos. De las fiestas y los escándalos. Luego volvieron a Pilar y la despellejaron por su “timidez insensata”. Casi sin pensarlo, Leonel añadió: “Me alegra que ella me terminara, y no al revés. Creo que así le resultó menos traumatizante”. Mercedes lo miró con fijeza. “Me habías dicho que fuiste tú. Que tú la terminaste”. Una fugaz sombra de pánico cubrió el rostro de Leonel, quien recompuso el semblante. “Sí, eso. Me confundí”.
Mercedes lo miró con severidad. “Bueno”, retomó él, dubitativo, “Si fue ella o fui yo. ¿Qué importa eso ahora, amorcito?”. La seriedad del rostro de Mercedes no sufrió variación alguna. “¿Está bravita, mi Meche?”, inquirió él, forzando la sonrisa, solo para obtener de Mercedes un gesto difícil de interpretar. Luego ella se dejó vencer por la apatía, sus ojos se pusieron mudos, inexpresivos, y su novio también hubo de recogerse en un silencio que solo fue roto por el tintinear apagado de las cucharitas girando en los capuchinos. Pasaron casi dos minutos sin dirigirse la palabra y entonces Leonel supo que ya no habría escape, que había llegado el momento de contar aquella historia.
-Te puedo decir lo que pasó. Pero no te va a gustar.-
Empieza
-¿Alguna vez te conté que me operaron de la rodilla?
-¿Por qué cambias la conversación?
-Me operaron después de la ruptura con Pilar. El asunto fue así...—tomó aire—. Yo tuve un affaire con la gringa Renata.
-¡Dios! —apenas alcanzó a decir ella, tapándose la boca.
-Te dije que no te iba a gustar.
Desde el primer día en el periódico, Mercedes sintió un profundo desprecio por la gringa Renata. Se tratab a de una periodista de la sección Espectáculos, madre soltera, protegida del editor general —algunos decían, de hecho, que el hijo era suyo—, que solía comportarse como una señorona a la cual había que lustrarle los zapatos de tacón; de su boca salían órdenes incontestables para fotógrafos e infógrafos. Durante su primer encuentro aprovechó para burlarse del vestuario de Mercedes (“Cariño, tu vestido parece una pijama”), y ella nunca llegó a perdonárselo. Aunque el editor general defendía a la gringa bajo el argumento de que su sección venía a ser la más leída luego de Deportes, esas exculpaciones entusiastas solo despertaban las sospechas de los demás.
El camarero —un muchacho portugués que había bromeado con ellos antes de llevarlos a la mesa— se acercó a preguntar si necesitaban algo adicional. Ambos negaron con la cabeza. Apenas estuvieron solos, Leonel continuó:
-Ella y yo salimos poco tiempo. Menos de dos meses. Nunca supe de quién era el niño, no hablaba de eso. Pero sí me dijo que estaba enamorada de mí. Que siempre lo había estado. Me presionaba para dejar a Pilar —se pasó la mano por la cabeza—. ¡Dios, esa mujer estaba loca! Quedó embarazada de mí —se hizo el silencio y vio que Mercedes estaba a punto de ponerse a llorar—. Le dije que yo no quería ser padre. Al día siguiente se encerró en su oficina con Pilar y le contó lo de su embarazo. Pilar salió de la oficina a los diez minutos, rompió conmigo y al día siguiente renunció. Fue una temporada horrible —se miraron en silencio y Leonel supo que debía aprovechar la viada y largar toda la historia para no repetirla jamás—. Aún no entiendo cómo todo esto nunca salió a la luz. La gringa Renata estuvo dos semanas de baja médica. ¿Te acuerdas? Una infección severa en las vías urinarias, y después una gripe, dijo. La verdad es que se había ido a un dentista para que le practicaran un aborto, y en medio del proceso había sufrido complicaciones. Por esos días yo fui al Café Tolstói, me habían pedido leer algunas páginas de mi novela —en este punto, Leonel vio innecesario aclarar que había presionado al dueño del Café Tolstói para ser invitado—. En una pausa de la lectura, descubrí entre los asistentes a un grupo de muchachos que permanecía de pie. Me resultó llamativo, porque había mesas libres. Los meseros se les acercaban, pero por gestos ellos se negaban a tomar asiento. Entonces reconocí a uno. Era el hermano de Renata. Ella me había dicho, por otras razones, que se trataba de un tipo violento. Intuí que me encontraba en peligro, que me estaba haciendo una visita con su pandilla de matoncitos de mierda. Bajé con calma del estrado y dejé la novela sobre la mesa, como si fuese a volver al rato, y tomé dirección a la cocina. Nadie me detuvo. Los otros intentaron seguirme, pero fueron frenados, o eso supongo, porque escuché un bullicio a mis espaldas. Salí por la puerta de atrás y paré al primer taxi que vi. Estaba subiendo al auto cuando esos salvajes me dieron alcance. Los pateé, pero no soltaban la puerta. Fueron pocos segundos de intenso pánico. No sé cómo describir sus ojos, Meche, te juro, parecía que no iban a encontrar paz hasta despedazarme. El chofer solo voceaba, el muy imbécil, sin acelerar ni salir del auto. Tomaron mi pierna y cerraron la puerta a la altura de la rodilla, y mientras estaba así me propinaron un par de patadas más. Creí que me iba a morir. Al taxista se le ocurrió arrancar mientras yo me quejaba en los asientos traseros, echado como piltrafa, llorando y retorciéndome. Hasta orinado en los pantalones estaba, Meche. Es la experiencia más aterradora que he tenido en mi vida. Me operaron unos días después, y corrí la voz en el periódico de que había sido por jugar al fútbol. Hablé con la gringa. Le pedí disculpas. Le pregunté por su salud, le lloré para que tranquilizara a su hermano. Quise disculparme también con Pilar, pero ella nunca contestó mis llamadas.
Mercedes no pudo contener los sollozos. Leonel nunca la había visto así. La había hecho llorar. Por algún extraño mecanismo de la memoria, rememoró el rostro de aquella otra mujer, Pilar, y de sus momentos de desconsuelo. Buscó la mano de Mercedes, pero ella lo rechazó.
Y entonces Leonel también sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas y no pudo sino revivir aquella otra ocasión, hacía ya algunos años, en que se vio alterado por un sentimiento diáfano y profundo. No se había tratado de la tristeza pura, como ahora, sino más bien de una mezcla de asombro y desesperanza. Ocurrió unos días después de la charla de Santiago Páez. Estaban en una sala de teatro pequeña clavada junto a la Iglesia de El Belén, disfrutando de una obra que destacaba por su fuerza interpretativa y una cuidadosa puesta en escena. Leonel, sin embargo, la recordaría más bien por un suceso menor ocurrido poco después del intermedio. Una actriz de unos 70 años daba voz a una mujer que vivía sola y reflexionaba sobre el paso del tiempo. En cierto pasaje se puso a declamar un texto lírico, y Leonel cerró los ojos para concentrarse. El último verso era "Pero en verdad te amaba". Cuando Leonel abrió los ojos, la mirada de la actriz estaba clavada en él. Sus ojos no estaban perdidos entre el público, como es costumbre entre actores, ni tampoco se dirigían a Pilar o a sus vecinos. Esos ojos húmedos se engarzaron con los suyos. Pilar se aferró a su brazo, advirtiendo el instante místico, sin que por unos segundos nadie se atreviese a respirar o toser. Después algunos asistentes se movieron expectantes, giraron curiosos la cabeza. Lo miraron. "Pero en verdad te amaba", dijo de nuevo, y a pesar de que Leonel no pudo encajar el rostro de ninguna mujer con esa afirmación, los ojos se le humedecieron. “Me afectó”, diría más tarde. Pilar se atrevió a deslizar cierto paralelismo, señalando que aquella obra rescataba los mismos rasgos que la habían estremecido en la ponencia de Santiago Páez: el amor, el tiempo y la lucha contra el infortunio. Para Leonel, sin embargo, tenía relación ante todo con el efecto desconocido de las palabras, con esos milagros que de vez en cuando podían cristalizar escritores o charlatanes.
-No lo puedo creer —consiguió musitar Mercedes, mientras se secaba los ojos con la servilleta—. ¿Y nadie nunca supo de esto?
-¿En el periódico? No que yo sepa. Fui afortunado.
Mercedes continuaba sollozando, y él continuó:
-Tú has estado conmigo en este tiempo tan difícil. El peor de mi vida. Yo no sabría qué hacerme sin tu apoyo. Ahora pude haberte dicho cualquier mentira. Justificarme de otra forma. Pero mereces la verdad. Lo siento, en serio —quiso buscarle la mano de nuevo, pero ella lo volvió a rechazar con un gesto brusco—. Amor, yo entonces era otra persona.
-No lo puedo creer —y tras el murmullo de esa repetición suya, le volvió el llanto como una ola que le naciera desde muy dentro, incontenible, obligándola a estirar los dedos con prontitud y hacerse de la servilleta de Leonel—. Y además, con esa p... —se contuvo, tal vez afectada por la noticia aquella del aborto. De pronto se puso de pie—. Nos vemos en casa —y se marchó con premura, dejando a modo de estela un gesto tímido de Leonel que apenas estiraba la mano, sin despegarse de la silla, y en cuya voz moría a mitad de la garganta un “espera” poco convincente.
Abrumado, Leonel pidió dos whiskies de marca distinta. Los saboreó con la cabeza gacha, hundido en sus recuerdos. Parecía la imagen del hombre que trata de acostumbrarse a la derrota.
* * *
Estuvo de vuelta en casa poco antes de medianoche. Encontró la luz encendida e ingresó con sigilo, semejante a un ladrón. Mercedes le había dejado sobre el sofá la pijama, dos cobijas y una almohada. Se aproximó al dormitorio sólo para comprobar que estaba con llave.
-¡Lárgate! —se escuchó del otro lado de la puerta.
Cuando Leonel se acercó al sofá, notó que Neoyorquinos aún estaba en su mano, algo caliente, como un panecito mañanero que aguardara ser consumido. Se sentó. Ni siquiera se había molestado en hojearlo durante la travesía del metro. Releyó el autógrafo sólo para descubrir que la fecha era errónea. Decía 2004, una década íntegra de diferencia con el año en curso. Miró el índice: cada relato se identificaba con el nombre de un lugar o de una estación de Nueva York. Eligió “Bronx”. Apenas necesitó unos pocos renglones para descubrir que la historia era sobre un tal Leonel, plomero quiteño con aires de Casanova que vivía a pocas cuadras del Departamento de Comunicación del Manhattan College. Sintió como si la punta de un cuchillo le recorriera la espalda. Continuó la lectura. El susto de verse parcialmente retratado fue sustituido por el asombro: Pilar navegaba con absoluto control entre las palabras. Pasaba del intimismo a la crítica social. Invitaba al llanto sin hundirse en el melodrama.
Agobiado por una mezcla de tristeza y disgusto, cerró el libro como quien da un portazo. Era consciente que él nunca llegaría a escribir a ese nivel. Jamás.

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