Marcelo Lillo - "Hielo"

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Cuentista y novelista chileno. Aunque escribió desde muy joven y obtuvo varios premios, publica por primera vez cuando ya había cumplido los cincuenta. Además, en 1999 quemó la mayoría de sus textos. Él lo explicó así: "Tal vez era una cosa de madurez, hasta los 35 años tú puedes escribir de una manera, pero después ya no. Un cuento es un cuento, pero no cualquiera te puede contar un cuento. El problema es que los escritores confunden las cosas. Hay escritores que creen que un chiste o una anécdota es un cuento. Entonces yo escribía chistes y anécdotas en vez de cuentos. Y así y todo ganaba premios, porque el jurado pensaba que el chiste y la anécdota eran cuentos. Yo no".
En palabras de Ignacio Echevarría “Lillo deja testimonio de un mundo sórdido, poblado por perdedores, hombres y mujeres que asumen unas veces con resignación, otras con aturdimiento, otras sin dejarse abatir por él, un destino miserable o doliente, en ocasiones calamitoso, o sencillamente tedioso”.
El cuento pertenece al volumen "El fumador y otros relatos" de 2008.


El jueves mamá no pudo más. Los pies se le amorataron y perdió la conciencia. Vino el médico y dijo que era normal, que después de algunos meses de buena cara al final el cáncer muestra la auténtica.
Cuando el médico se fue mi mujer y yo nos miramos. Ella sonrió derrotada y yo levanté las cejas.
—¿Le podremos comprar un ramo de flores? —preguntó después.
Yo estaba cesante hacía casi un año y, excepto por algún trabajo de horas o días, no había encontrado nada estable.
—Más que eso. Un par de coronas bien bonitas.
Mi mujer y yo nos volvimos a mirar. Desde que mamá enfermó administrábamos nosotros su montepío y apenas nos alcanzaba para comer y pagar las cuentas.
—Tengo una plata ahí —dije—. Poca. La había escondido para esto.
—¿Alcanzará?
—No sé cuánto vale una corona.
Esa misma tarde hablé con una persona de la funeraria. Me hizo media docena de preguntas y dijo que no me preocupara porque la institución encargada del montepío pagaría los gastos del entierro de mamá, que para eso le habían descontado todos los meses durante muchos años. Yo ya lo sabía. Y también que los de la funeraria tramitarían todo.
Subí. Mi mujer estaba con mamá. La miré como diciéndole ¿y?
—Se le helaron las manos —dijo ella.
—¿No ha dicho nada? ¿No ha abierto los ojos?
—No.
Mi mujer salió y volvió con unos guantes de lana que usaba en invierno. Se los puso a mamá; eran de un color amarillo chillón. La pieza estaba en penumbras, la tarde culminaba, alguien se moría, pero los guantes rompían toda esa atmósfera. Era cruel pensarlo, pero alegraban el ambiente. Se lo dije a mi mujer.
—Estás loco —dijo ella.
—No puedo evitar pensarlo.
Estuvimos con mamá hasta pasada la medianoche, luego apagamos la luz. No habíamos comido desde el almuerzo, pero igual nos lavamos los dientes. Acostados, prendí la televisión. La miramos con el volumen casi al mínimo, haciendo zapping todo el rato.
—¡Chit! —dijo de pronto mi mujer.
Apreté un botón y en la pantalla apareció la palabra MUDO.
—Se queja —dijo ella, y levantó un poco la cabeza para escuchar mejor. Se sentó en la cama después—. ¿La oyes?
Permanecimos en silencio.
—Es como un ronquido —dije.
—Un lamento.
Desnudos fuimos a verla. Mamá se quejaba con la boca cerrada, sin palabras igual que la televisión. Sus manos ahora se agitaban como si quisieran agarrar algo, como una guagua en su cuna; un ser de manos amarillas que pretendía tomar su móvil. Era cierto entonces que la vejez o la muerte te volvían niño. Mi mujer le acomodó las frazadas y le metió los brazos bajo éstas antes de volver a la televisión muda.
—Déjala así —dijo, recostándose.
—¿Sin audio? No vamos a entender nada.
—No tengo ganas de entender nada.
Pasamos la noche levantándonos y acostándonos. Mamá volvía a sacar los brazos y sus manos volvían a querer algo. El quejido varió con las horas; de lamentos aislados, en la madrugada se tornó una letanía sorda. Mi mujer y yo nos servimos café abajo. El sueño interrumpido nos había dejado un frío que nos recorría la espalda.
—¿Está limpio tu terno? —preguntó ella luego de un silencio en que nos dedicamos a mirarnos las manos.
—No lo he usado desde el casamiento de tu sobrina.
—¿No estaban rotos tus zapatos?
—Estaban —dije sin ganas, y la miré—. ¿Y tu traje de dos piezas?
Movió la cabeza. Apoyaba el mentón en la mano y tenía los dedos estirados como si sostuviese un cigarro. Nunca había fumado. Miró hacia fuera, las ciruelas que empezaban a brotar, creo; o el cielo azul por encima de los techos de los vecinos. Dos patios más allá había ropa tendida, toda blanca.
—¿Te acuerdas de la mujer de anoche? —dijo, todavía mirando más allá—. La de los helados.
—Ajá.
Sonrió, sus ojos volvieron a la cocina y con ambas manos se agarró el pelo y lo estiró hacia atrás. Se mantuvo así un rato, un raro ejercicio de placer. Había hecho desaparecer sus arrugas de la frente. Después lo fue soltando de a poco.
—Yo desperté igual que ella —dijo mientras su pelo se derramaba sobre la mesa—. Te lo juro. Se me hacía la boca agua por un helado. Un helado bien helado, de esos que te hacen picar la garganta. ¿Los has comido? —No respondí. Su pelo cubrió la taza—. Cuando éramos chicas mi hermana y yo los comíamos, eran helados de agua, con colorante. Frutilla, piña… Eran unos verdaderos hielos. Nos gustaba eso, pero no nos gustaba el verano… Cosas de cabras tontas. Me acuerdo que el día que murió mi abuela salimos las dos a buscar helados de ésos. Recorrimos casi toda la ciudad, quiosco por quiosco, y no los pudimos pillar. Pensamos que habían dejado de hacerlos o que la fábrica había quebrado. —Se calló un momento y me miró—. Nunca se nos ocurrió pensar que estábamos en invierno. Mi hermana se puso a llorar. Imagínate, llorando en la calle por un helado. —Echó violentamente la cabeza para atrás y el pelo se ordenó solo—. Eran tan ricos.
El café se había enfriado.
—Sabes hacer toda una historia de eso.
—Quería decirte que desperté así. Eso es todo. —Apartó la taza—. Antojada como la mujer de la televisión, como cuando era chica. No sé si me entiendes. —Estiró el brazo y me revolvió el pelo.
Cerca del mediodía apareció la madre de mi mujer, asustada. Subió inmediatamente y estuvo un largo rato con mamá, hablándole al oído mientras le sostenía la mano enguantada. Mi mujer y yo mirábamos desde la puerta, y de vez en cuando mi suegra volvía la cabeza y nos miraba a los dos.
—Está respirando cada vez más despacito —dijo finalmente, y se separó de mamá—. Venga, escúchela.
Fui. La frecuencia de circulación del aire se alargaba cada vez más. Algo se estaba cerrando dentro de ella.
—Pobrecita —dijo mi mujer.
Murió pasadas las cuatro. Con mi mujer lloramos en silencio y después le acercamos un espejo a la boca. Sonó el teléfono, pero no contestamos. Le amarramos la mandíbula y comenzamos a vestirla. El teléfono volvió a sonar. Decidimos ponerle zapatos. Mi mujer le pasó una peineta por el pelo. Llamé a la funeraria; quedaron de venir con el furgón y el ataúd en quince minutos. No dijeron sentido pésame.
—¿Y su anillo de casada? —preguntó ella—. ¿Se lo sacamos o no?
Miramos la mano muerta.
—Voy a llamar a mi mamá y a mi hermana —dijo al rato—. Vamos a tener que colocar un aviso en el diario.
Mamá se fue en una urna burdeos. Con mi mujer estuvimos llamando a conocidos hasta casi las seis. Después me afeité y más tarde salimos a comprar una corbata negra; también encargamos dos coronas. Casi estaba oscuro cuando llegamos a la iglesia. Ya habían instalado a mamá. La luz de los cirios se desparramaba por las partes altas de la pieza de cemento.
—Esto parece un refrigerador.
Apareció una pareja de mucha edad con un ramo de flores. Me dieron la mano y besaron a mi mujer en la cara. Se acordaron de tiempos prehistóricos, miraron a mamá y se despidieron entumidos. Nadie más. Llegaron las coronas cuando la iglesia estaba por cerrar. De vuelta a casa mi mujer me tomó la mano.
—Cuando te estabas afeitando me probé el traje de dos piezas —dijo—. Más lo que sufrí, parecía que me iba a ahogar.
—Entonces estás más ancha.
—¿Sííí?
—Los huesos se ensanchan después de los cuarenta.
Un aire tibio corría a veces. En un negocio de compraventa un hombre bajaba la cortina metálica. Los autos iban todos hacia arriba; pocos eran los que bajaban hacia el centro. El cielo se ponía de un azul cada vez más opaco. Varios tomates habían sido reventados en la vereda y de un restorán escapó un olor a legumbres hervidas. Mi mujer me apretó la mano. Su sobrina llevaba dos años de casada y yo todavía no me había probado el terno.
En la casa sacamos algunas cuentas mientras mi mujer masticaba hielo. Se echaba los pedazos directamente de la cubeta; blancos de tan fríos. El ruido del hielo triturándose en su boca se parecía al de una batidora a baja velocidad.
—Mi mamá recibió una plata cuando mi papá llevaba más de seis meses enterrado —dijo.
—A las montepiadas sólo les pagan el funeral.
Otra vez vimos televisión sin audio.
—¿Qué crees que hablan? —dije.
—De política. Todos tienen corbata y mueven las manos.
Mi mujer fue al baño. Cuando regresó venía llorando.
—Me olvidé que tu mamá había muerto. Pensé que todavía estaba en su pieza y pasé a ver si ya estaba durmiendo.
Al rato fui yo al baño y me ocurrió lo mismo. No le conté porque ella se había quedado dormida. Con cuidado saqué el terno de la bolsa y me lo probé. La televisión seguía prendida. Miré a mi mujer durmiendo con los ojos húmedos; volví a mirar la pantalla, a los hombres que continuaban moviendo las manos. De nuevo me miré en el espejo, descalzo, sin camisa, pero con el terno puesto. Abajo sonó una vez el teléfono. Ella se movió en la cama sin despertar. Yo pasé casi toda la noche con el terno encima.
Temprano en la mañana recibimos gente en la iglesia. Parientes, amigos, ancianos desconocidos. La mayoría llegaba con flores, tarjetas, ternos, corbatas, trajes y los zapatos lustrados. Los velorios se confunden con los casamientos. La urna de mamá estaba abierta y todos iban a mirarla; después movían la cabeza, se arrinconaban y hablaban en susurros. No sé de qué.
Más tarde acercamos la urna al altar. Tres hombres y yo, aunque no era un peso exagerado. Mamá había terminado pesando treinta y ocho. Un hombre de la funeraria acarreó los cirios, otro las coronas y ramos de flores. Nadie hablaba. Conté las personas: setenta y ocho. Y algunos niños que miraban los vitrales y las figuras en relieve de las estaciones de Jesucristo. Sobrinos de mi mujer que nunca habían oído la palabra martirio. Los tacos de alguien atrasado. El cura apareció vestido de blanco y amarillo, se inclinó e inició la misa. Nombró a mamá un par de veces. El perfume de mi mujer me llegaba a ratos, dulzón, agresivo. Algunos rezaban en voz alta, otros ayudaban a cantar, los menos gritaban el amén. El cura modulaba las frases como un actor; era español pero casi no se le notaba. Se acercó a la urna y esparció agua con un hisopo enorme. Era casi el fin. La gente se puso tensa. Toses, carraspeos, movimientos de pies. Una mujer lloraba agitando los omóplatos igual que un pájaro.
—La tía Fran —me dijo mi mujer, tomándome del brazo.
Pensé que la televisión sin volumen no mostraba los velorios.
El cura nos dio el pésame. Los mismos tres hombres y yo salimos con la urna por el pasillo. Al fondo, tras una puerta de vaivén, se adivinaba un sol pálido. En la televisión sin audio los políticos hablan con las manos; los deportistas con exageradas muecas. ¿Cómo hablará la gente en un velorio sin audio?
—Nosotros nos vamos de aquí —dijo mi mujer apenas depositamos la urna en el furgón.
Mirábamos hacia la vereda, mi mujer apretada en su ropa, yo en la mía y ella apretada contra mí. Los hombres que llevaban sombrero se lo sacaban; los niños observaban con sorpresa. Algunos negocios recién abrían, carnicerías sobre todo, vulcanizaciones y botillerías. El chofer iba con la vista fija adelante, hipnotizado por la costumbre. Y mamá atrás, no sabiendo nada o sabiéndolo todo. Y más atrás todavía los pocos autos y la micro con gente.
—A mí me vas a quemar —dijo de repente mi mujer.
—¿Ah? —Me di vuelta hacia ella y nuestros labios casi se rozaron—. No te entendí…
—Que a mí me vas a quemar. Quiero que me incineren.
Moví la cabeza. El zapping de la calle mostraba un perro sin cola.
—¿Y si yo muero antes? —dije.
—¿Qué es lo que quieres?
—Lo mismo que tú —contesté luego de dudar.
—¿Y dónde quieres que eche tus cenizas? —Hablaba con una tremenda seguridad, como si tuviese todo pensado desde hacía tiempo.
—En una playa.
—¿Y si no tengo plata para quemarte? —dijo—. Porque eso cuesta plata.
—¿Y si no tengo plata para quemarte yo a ti?
—Llegamos —dijo el chofer.
Bajamos la urna, las flores y nos alineamos. La sobrina de mi mujer esperaba su primer hijo y cuando nuestras miradas se cruzaron sonrió desabrida. ¿No les prohibían a las embarazadas venir a los cementerios? Pasamos bajo unos cipreses, junto a tumbas en las que crecía el musgo y las malezas, con caracoles adosados al cemento. Nombres de difuntos que nada nos decían.
Cinco minutos después mirábamos bajar el ataúd; luego cubrirse de tierra. Mi mujer apretó su cara contra mi pecho y lloró. La tierra sobrante formó un montículo sobre el que depositamos las coronas y los ramos. Yo tenía un nudo en la garganta.
—Le tengo miedo a la muerte —confesó mi mujer después, cuando ya salíamos del cementerio.
Íbamos abrazados.
—No quiero hablar de eso —dije.
—Nadie sabe qué es lo que pasa.
Subimos a una micro. En la casa llegamos derecho al dormitorio y sin sacarnos la ropa nos tendimos en la cama y vimos la televisión sin volumen. Yo me quedé dormido primero. Cuando desperté mi mujer no estaba. Miré hacia la ventana: era de noche, no se escuchaban ruidos. El televisor seguía encendido.
La hallé sentada en el sillón que ocupaba mamá, esperándome porque miraba directamente hacia la escalera hasta que nuestros ojos se encontraron.
—No quiero morir —dijo después de un largo rato, pero fue más un pensamiento.
Quise acariciarle la nuca pero me arrepentí. Empezaba a disfrutar viéndola así, indefensa, temerosa, la blusa estrecha, la falda a punto de reventar, los dedos de los pies tensos.
—No vas a morir todavía —dije.
Abrió una de sus manos y me mostró un frasco de antidepresivos con píldoras hasta la mitad.
—Eran de tu mamá —dijo y lloró igual que en el cementerio. La luz de la lámpara iluminaba el lado derecho de su cara y yo veía bajar las lágrimas brillantes hacia su mentón. Lágrimas mezcladas con hebras de pelo—. ¿Por qué nadie sabe nada? —Me miró y luego tragó sus mocos. Me encogí de hombros. Empezaba a sentir los pies helados y la cabeza me dolía—. Me tomé dos de éstas. —Y volvió a mostrar el frasco.
—Me estoy congelando aquí.
Subimos hacia el dormitorio. Ahora sí nos desnudamos y sin hablar nos metimos en la cama; mi mujer puso la cabeza en mi hombro. Cuando ella ya hacía rato que dormía, le robé cuatro pastillas al frasco y las tragué con saliva. En silencio, los cuatro blancos seguían apaleando al negro.

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