Novelista, cuentista, dramaturga, poeta y ensayista de Martinica. Se define a sí misma como criolla "kalazaza", es decir, "un mestizo de blanco y negro de piel clara y pelo claro". Ha hecho de la lucha contra todo tipo de discriminación racial, sexual o social el tema y tema de sus escritos.Yo no sé si Emma está enamorada de Émile. Pero ése no es el problema. Esta mulata tiene dieciséis años. Es clara como la pulpa de la guanábana, tierna como un palmito, y todavía faltan dos días para que, en legítimas nupcias, se convierta en mi tía-abuela Emma B.
En su obra se hace eco de la permanencia y vigencia de ciertas estratificaciones que tuvieron su origen en el periodo colonial, cuando en lo alto de la pirámide estaba el colono blanco, en la zona intermedia irrumpía el mulato con ciertos recursos económicos, y en la base quedaba el negro, generalmente esclavo.
También suele aparecer la represión y violencia contra la mujer, de forma literal o simbólica, mostrando la atribución de roles y comportamientos específicos a la mujer, como la maternidad, la fidelidad, la domesticidad, mientras el esposo ejerce ciertas licencias.
El cuento, fechado en 1992, está recogido en la antología de autores caribeños "Le Grand Cri Caraibe" de 1995 y en español apareció en otra antología, "Krik... krak... Cuentos de las antillas" de 2010.
La versión y las notas son las de Amelia Hernández .
Es que Emma debe casarse pasado mañana con el licenciado Émile B., notable y notario en Fort-de-France. Todo está listo: las flores de lis, el organdí, el espeso damasco y el tul, la vertiginosa muselina, y hasta las orquídeas reales traídas de Balata, palpitantes aún de selva húmeda, todo ello blanco, inmaculado. De lo único que se habla en torno a Emma es del ajuar, el tocado, el velo, las sesiones de ensayo, la cola del vestido, el ceremonial, y otra vez el ajuar . . .
Emma zozobró en esa boda como en un remolino blanco.
Tres días después de sus nupcias, el licenciado Émile B. le posó un beso fugaz en los labios y se fue, recomendándole sobre todo no aventurarse por los lados de la destilería.
Además de su despacho notarial ubicado en la calle Perrinon, en el centro de la ciudad, el licenciado Émile había heredado una pequeña y vieja destilería empeñada en sobrevivir mal que bien, allá arriba, en la meseta Didier. Como la propiedad es tan vasta, mandó restaurar la antigua casa de habitación hecha de piedras antiguas y maderas de Guyana. Ahora, es en esta severa casona, con paredes cubiertas de retratos de los antepasados, donde vive Emma junto a su flamante esposo, que es para ella solita pero que ya está bastante desgastado: hay un buen lote de mulatitos, por Morne Coco, que pueden jactarse de ser los bastardos B. Pero Emma nunca se ha topado con ninguno de esos niños-de-afuera. La recién casada nunca se acerca a Morne Coco, aunque quede al otro lado de la carretera. Ése no es un lugar para ella, como dice la gordita Sonson.
El caso es que cada día que Dios nos concede, el licenciado Émile se va en auto a su notaria, dejándola sola en la casona de Haut-Didier, con las mujeres de la domesticidad: la cocinera Mamá Sonson, y la joven sirvienta Sirisia. Emma no ha considerado necesario tener más domesticidad. Ya se aburre bastante así ... Pues bien, una mañana tras otra, recibe el mismo abrazo evasivo, el mismo deseo de que pase «un buen día» y la misma recomendación de «no pasearse por los lados de la destilería».
«¿Qué se estará imaginando él?», piensa Emma, protestando para sus adentros (reclamar abiertamente, ni pensarlo ...). «¿Quién se cree que soy? ¿Qué es lo que le preocupa, que me emborrache con ese ron? ¡Ya no soy una niña! Además, todos esos frascos de licor están al alcance de la mano, aquí encima de la mesita de la sala, ni siquiera están guardados bajo llave. Si yo necesitara embriagarme, sólo tendría que alargar la mano ...».
Quiz.ás lo que preocupa al licenciado Émile es la poderosa carga erótica que emana de esos cuerpos esbeltos, esos músculos alargados y resaltantes, esa piel irisada por el sudor ... A los obreros de la destilería, Emma sólo los vio un instante cuando vinieron a presentar sus parabienes a la pareja recién casada, un domingo, al día siguiente de la boda, todos ellos con sus cabellos bien ondulados, engominados, llevando corbata, perfumados con al agua de Colonia extrasuperfina L'Étoile (1) que se habían echado abundantemente, manoseando, intimidados, el ala de sus sombreros de Panamá, con la mirada clavada en el suelo. Y se escabulleron tan rápido como habían llegado.
A la fiesta, no fueron. Nadie los había invitado.
Y así pasaron los primeros tiempos del matrimonio. Noche tras noche, al punto de cada madrugada, Emma se despierta sobresaltada por los clamores lancinantes del alba. ¿Qué gritos son esos, empezando el día? ¿Serán los gallos? ¿Las garzas? Abriendo bien los ojos para ver las sombras desdibujadas por el mosquitero, Emma se pregunta qué sorpresas le traerá este día que empieza. Sudorosa, sale de la cama. Se apresura, trémula, deseosa de escudriñar el jardín.
En la mañana del octavo día, mientras Émile se concentraba en su aseo cotidiano, que siempre se hacía tan largo como un día sin pan (Emma había verificado de un vistazo previo que, en el cuarto de baño, su esposo estaba muy ocupado pasándose la navaja de afeitar por su barba azulosa de mulato, siempre tercamente visible a través de la diafanidad de su piel de trigueño claro pese a las afeitadas casi maniáticas para rectificar con gesto amoroso el contorno de esa barbita que, sorpresivamente, en ese preciso instante a ella le pareció una pizca ridícula), la joven desposada aún medio dormida voló como en un sueño hasta la veranda del lado opuesto al cuarto de baño, donde, protegida por las frondosidades de la «flor de seis meses» (2) y por la cortina carmesí de los hibiscos de Barbados, sabía que podía observar cuanto quisiera dos o tres recodos del largo trazado que llevaba hasta la destilería. Era imposible abarcar todo el camino con una sola mirada, lo sabía: la mayor parte estaba oculta tras una fronda de bambús gigantes. Pero ahí donde esas cabelleras encrespadas consentían en abrirse, surgía un boquete de luz que descubría parte del sendero. Emma no necesitaba más.
Los velos de la mañana naciente se descorrían en silencio. Los pájaros, en los filaos, ya empezaban su alboroto: piando y cotorreando, quisquillando y regateando, con volteos glotones y voluptuosos arrullos, los mirlos y los colibrís estaban ocupados hasta el próximo crepúsculo, enzarzándose con las currucas amarillas.
Ruidoso y aureolado de quietud, el sereno del nuevo día devolvía una vida palpitante a los árboles, agitados allá arriba por el balanceo de unos tórtolos, aventando el goloso aleteo de los colibrís que desafiaban las leyes de la gravedad. Hacía revivir los gallos, presurosos de ser los primeros en kikirikear para clamar su supremacía de volátiles machos y adelantarse así al cacareo de las gallinas; las acrobáticas lagartijas que ya andaban a la caza, explayándose en una palma datilera enana; y también a Emma, que había salido de su lecho nupcial de un brinco, descalza por las lozas rezumantes de humedad, llevándose la mano al pecho para retener los encajes de su bata.
«¡Qué frío hace en la mañanita!», murmura Emma, estremeciéndose. ¿De frío? ¿De miedo? ¿De saber que no debería estar ahí?
De repente, desgarrando el aire, se oye la voz nítida de un varón al que Emma, desafortunadamente, no logra ver.
Emma cierra los ojos, aguza el oído:
-I pé ké ni siklon, man di'w! Pafe lafet epi mwen! Asé bétizé, ou ka plen tet mwen épi tout sé kouyonnad-la ... (¡No habrá ningún ciclón, yo que te lo digo! ¡Déjame en paz! ¡Deja la tontería, no me llenes la cabeza con tus exageraciones!)
Una segunda voz se impacienta, insiste en repiquetear:
-Fé sa ou/él Mwen, man za paré. Zalimet, luil, pétrol, bouji, man zafe tout pravizyon mwen. Kité Misyé Siklon vini! (¡Haz lo que tú quieras! Yo ya me preparé. Fósforos, aceite, kerosén, velas, ya hice todas mis provisiones. ¡Que venga ese señor Ciclón ...).
-Gadé'y! I pa ka menm kouté. Yen ki chonjé i ka chonjé toubonman, dépi jou-a i we fanm-tala, /asumen pasé ... Yo sé di Misyé ni an gwo pwel ... ? Pies siklon pé pa tjerbolizé 'y! (¡Mírenlo, pues! Ni siquiera escucha. No hace más que pensar y pensar desde el día en que vio a esa mujer, hace una semana ... Parece que tiene un despecho ... ¿Este muchacho está enamorado , o qué ...? No le importa ni el ciclón ...).
Ésta es una voz nueva, que trata de imponerse sobre la otra. No le cuesta lograrlo. El que habla es un tercer hombre. Emma no reconoce ni el timbre ni el lenguaje de los otros dos. Éste habla un créole más grueso, erizado de rocallas. ¡Ajá, es un hombre del norte!, piensa ella, sin saber exactamente por qué ... (Lo que sus palabras sugerían la dejó perturbada.)
-Sa ou ni an ka-kabech ou, neg? Asé dépotjolé ko-kow! Ou ka sanm an t-toupi mabyal ... (¿Pero qué tienes tú en la ca-cabeza, mi negro? ¡Deja de romperte el co-coco! Pareces un tr-trompo de mabí ...), se burla una voz atiplada.
¿Cuál de ellos acaba de hablar? Es que Emma se confunde. No habló el primer hombre, de eso está segura: esa voz, ahora que la había escuchado traspasar la humedad del alba, la reconocería entre mil.
La humedad se insinúa, se apodera poco a poco de ella. Emma se estremece. ¿De fiebre, esta vez? ¿De qué otra cosa podría ser? Un rubor arde en su rostro. ¡Ay, que lleguen rápido al boquete para poder verlos!
Pero cuando lleguen ahí, Emma ya no podrá escucharlos. Ya sus voces se disuelven, las palabras se pierden en el aire. No se distingue lo que dicen. Ahora sólo le llega una ráfaga de sílabas machacadas, siempre las mismas, incoherentes (té-té-ké-ké-ka-pou-pouki ...); son los ladridos laboriosos del que gaguea y articula más fuerte que los demás. Será para compensar, piensa Emma.
-El aire de Haut-Didier es muy saludable, pero en esta época hay que tener cuidado con las invasiones de arañas, las polillas comerropa y las cucarachas que vienen a poner toda clase de cagarrutas y güevitos en los pliegues de tu lencería ... -le explica la joven sirvienta.
Emma, sobresaltada, deja enseguida su puesto secreto de observación. Y entonces se sienta dócilmente a la mesa, previendo las sentencias matutinas de Mamá Sonson, sus grandes teorías sobre la higiene alimenticia (por cierto, llenas de sentido común) que prescriben, con loable intuición etimológica, que hay que comer copiosamente por la mañana:
-¡Acabas de ayunar, hay que desayunar, mi niña!
Y reanuda:
-Si dejas tu ropa guardada una eternidad de tiempo en el armario, la perderás. ¡Pero Sirisia, mija, deja de agitarte tanto para nada! ¡Querida, por Dios, así no vas a poder planchar, pues! Ajá, ¿tú como que andas buscando un resfrío? Porque tú crees que puedes manejar ese hierro caliente, con esa bata toda empapada y además todo ese sudor enfriado en el cuerpo ...
En respuesta, una pequeña lagartija insolente brinca de pronto desde las ramas de papiro hasta la mesa del sacrosanto desayuno, y se pone a lamer golosamente unas gotitas de miel que quedaban en una bandeja de plata.
Hoy, por tercera vez se produce el fenómeno. Emma se queda enternecida ante la original idea de tener un pequeño lagarto de alguna manera domesticado (o más bien una pequeña lagartija). Siente toda una emoción al descubrir ahí tan cerca, a dos dedos de su propia mano, esa lengua en miniatura que brota, súbita, del morrito travieso, rosa fuerte sobre verde suave bajo el sol. ¡Muy bien! Cuando ya no quede miel, atrapará los mosquitos. Es un animalito útil, eso lo aprendió Emma en la escuela. Ella no quiere hacerle daño, y el animalito así lo percibe. (Pero ella tampoco quiere que el animalito la toque, ni éste ni otro. Ese contacto sería insoportable; de sólo imaginarlo, se estremece ...) Pero sí que es extraño: una lagartija que se aventure tan cerca de Emma, corriendo el peligro de quedar atrapada ...
«Si la lagartija tuviera buena carne, no se pasearía tranquila por ahí ...», transmite la sabiduría popular por intermedio de Mamá Sonson.
¡Cuántas emociones con los animalitos, en estos días! Este repertorio rústico de Haut-Didier es un cambio para ella, comparado con el centro de la ciudad y la calle Isambert. Anoche, fue un murciélago atolondrado que se enredó en el mosquitero, en el preciso instante en que ella iba a acostarse ... ¡Y ningún esposo valiente a la vista! Émile estaba ausente, por supuesto, muy ocupado con algún «asunto», con quién sabe qué «obligación» ... Ningún arrojado caballero andante para salvarla del monstruo ... A falta de un blanco corcel, un palo de escoba de latania, cabalgado por la siempre presente Mamá Sonson. La sirvienta providencial, manejándolo valerosamente al oír los gritos de terror, espantó la fea sabandija -útil, también, pero tan fea-. ¿ Qué sería de Emma sin su vieja nodriza, su valiente paladina ...?
Y ahora, desde hace tres días, esta lagartija tan confiada, casi amistosa, que ya ni siquiera huye cuando Emma esboza un gesto hacia ella; que se acerca y se acerca cada día más. ¿Será alguna señal? ¿Algún sortilegio? No se atreve a comentarlo con Mamá Sonson, aunque ésta se precia de ser conocedora en materia de oráculos y presagios ...
¿Cómo no maravillarse ante tanta agilidad animal, tanta brusquedad graciosa, junto a tanta capacidad de acecho inmóvil? Ella también, la lagartija, sabe que está condenada a largas fases de inactividad estática, al acecho de algo ... ¿Qué pasará dentro de ese minúsculo cráneo? La lagartija sigue lamiendo con quieto deleite; y como Emma disfruta procurándole tanta delicia, agrega suavemente una gota de miel en el plato. La lagartija vuelve su cabeza fina, con gracia y vivacidad. Sus órbitas giran, circunspectas, hacia esa generosa giganta, con un guiño globuloso que parece ser de complicidad. Dos hembras jóvenes gozando de este goloso placer compartido.
Emma, aunque temerosa, se inclina para detallar en primer plano los ojitos saltones que brillan de satisfacción, placer y agradecimiento, el pedacito de lengua ágil, los bonitos visos verdosos ... Pero no puede evitar un escalofrío cuando esa piel, que imagina fría y viscosa y quién sabe qué más, se acerca, casi la toca. No puede reprimir un espasmo.
Celoso de su coto de caza, un gran macho de pecho amarillo llega junto a ellas, con la papada hinchada. La hembra se escabulle. Atrevida, mas no temeraria ...
El licenciado Émile ya habrá finalizado su interminable sesión de acicalamiento. Muy erguido, con la barbita triunfante, ya viene para llevar a cabo la ceremonia cotidiana: buenos días, un beso, y muchas recomendaciones para mi muñequita ... Mientras se besan, la «muñequita», sin que él se dé cuenta, pasa la mano por el auto, le acaricia los flancos abombados y húmedos aún. Si él se diera cuenta, le daría el regaño del siglo ... Bueno, ya se va al volante de su Excalibur de redondeces tornasoladas por el rocío. ¡Cómo quisiera ella manejar un auto!
-Tienes que ir por la vida como una dama formal, tienes que saber llevar tu casa ... -comenta Sonson.
Arriba, en la casona, Emma se aburre. Con los comentarios y chismes domésticos como único aliciente, la joven desposada vive sumida en un tedio. A ella lo que la atrae es lo que hay afuera.
Cual caricia impertinente, un cálido olor a caramelo y alcohol de caña sube de la destilería y viene a desafiar su nariz. La joven disfruta ese olor, más fuerte que un aroma de ponche, mucho más embriagante que ese «cóctel tropical» que sirven en el Gran Baile Anual de los Oficiales. Es el efluvio perturbador, misterioso para ella, del ron en elaboración.
Mientras llega la hora del embarazo de la señora, la joven sirvienta dedica mimos quiméricos a la canastilla del futuro primogénito. Todo gira en torno a la canastilla: después de su ajuar de novia, ahora Emma queda sumergida en ropitas de bebé. El parto se prepara prematuramente, como si eso fuera lo único que se espera de ella, como si ella sólo sirviera para eso: para traer al mundo la progenitura de los B., la progenitura legítima.
La joven Sirisia no deja de lavar, tender, planchar, y lavar de nuevo los pañales, los baberos, las camisitas, las braguitas y otras menudencias, las sabanitas bordadas con calados y el minúsculo mosquitero. Lo que tocará el bebé, de cerca o de lejos, no debe ser guardado en naftalina, ¡ni pensarlo! «Eso le irritaría la piel al pobre diablito, y además el olor lo dejaría sofocado ...», ha decretado Mamá Sonson, muy docta. Así pues, la joven sirvienta pone todo su pundonor en velar celosamente por el venidero heredero B., aunque ni siquiera haya sido concebido todavía, aunque actualmente Emma tenga la mente rnás ocupada que las entrañas. Pero, le guste o no a la señora, ese bebé que engendrará para el licenciado B., habrá de nacer y será varón. Punto final. «No hay que darle más vueltas», remataría Mamá Sonson, si a alguien se le ocurriera emitir una duda. (Así debe ser: la señora será una buena esposa y una excelente madre de familia.)
Además, ya ha sido escogido un nombre de varón -sin que a ella nadie la haya consultado- para el hipotético primogénito de la probable progenitura. Sólo habrá que cambiar la última letra por una «a» si por desgracia pare una hembrita en vez de dar un varón a su amo y señor. Pero si el señor hubiera escogido Arsene o Henri, seria todavía más simple, puesto que no habría nada que cambiar. Así opina Mamá Sonson: aunque Arsene significa «viril», a la vieja sirvienta no le parece inconveniente poner ese nombre a una niña, porque a la infeliz siempre le sobrará feminidad y otros atributos del «sexo débil». De todos modos, Mamá Sonson no sabe nada de griego. Entonces, qué le va a importar ...
Sin embargo, puede ser un verdadero problema a la hora del bautizo, ya que el padrino escogido de antemano se negará a que el primer padrinazgo de su vida sea para una representante del género femenino; ya se sabe: «Eso trae mala suerte ...». Sólo ha dado su consentimiento para un varón. Pero una hembrita, es otra cosa: aun siendo médico, el estimado doctor P. ni siquiera había pensado en esa eventualidad, ni siquiera había considerado tan siniestra opción de sexo cuando aceptó, muy ufano. Si apadrinar un varoncito es un honor, en cambio, una pequeña que orina agachada ...
Por supuesto, a Emma le encanta asustarse con los lamentos de la sentenciosa Mamá Sonson, que desgrana su rosario de desgracias pasadas, presentes y futuras; que se explaya en las angustias del parto, mientras descama el pescado; que anticipa a los oídos horrorizados de Emma los dolores del alumbramiento, abriendo al mismo tiempo la lechaza de un chicharro; y que la espanta profetizando el sufrimiento causado por el laborioso advenimiento del fruto de sus entrañas, sin dejar de arrancar las vísceras y las huevas de un gran jurel. ¡Nada fácil, el trabajo de parto! «¡No creas que eso va a ser como subirse a un tiovivo! Sobre todo la primera vez, yo que te lo digo ... Después de eso, una se despierta mujer. Sólo después».
Pero el misterio de esos hombres del ingenio ...
Hoy el licenciado Émile B. ha anunciado, al irse, que no vendrá al mediodía. Como suele ocurrir, un almuerzo de negocios lo obliga a quedarse en Fort-de-France.Tttsssee ... A veces, hasta es capaz de irse al mercado a almorzar un blaff (3) aromatizado por la leña de malagueta, o un sancocho sazonado con ese pimiento rojo bonda Man Jacques (4) o caco, servido por imponentes mulatas en el mismo tray, esa batea de madera rústica montada en un simple armazón.
El licenciado Émile nunca dice que llevará a Emma al mercado.
Ella supone que eso no se hace.
-¡Mi pequeña tafiadora! Entonces, ¿ni siquiera me esperas para tomarte tu ponche ...?
Es la tía Herminie, que acaba de llegar con mucha pompa.
Es verdad, hoy viene Madrina a almorzar, ¡claro! Cada vez que el licenciado Émile supuestamente «tiene que» almorzar en Fort-de-France, delega a su prima Herminie -«Madrina» para Emma, de quien es tía, además de madrina en la pila de bautismo- para que sirva a la joven de chaperona ocasional (por no decir de «guardavirtud»), ingrato papel al cual, siendo la mesa del licenciado B. una de las mejores de Martinica, se presta con agrado la anciana señorita B. (una B. de Saint Pierre, no una B. de Fort-de-France, ahí está la diferencia).
Los B. de Saint-Pierre muestran cierto paternalismo matizado de condescendencia con respecto a los B. de Fort-de-France, y estos desprecian a aquellos. Quién los entiende ... Los B. de Saint-Pierre tienen una plaza con su nombre en pleno centro de la ciudad, en homenaje a uno de los suyos que fue un ciudadano importante (Emma no recuerda por qué), pero los B. de Fort-de-France tienen más dinero.
-¿Cómo dices? -grita Madrina, poniéndose la mano en la oreja como si fuera un cucurucho de maní-. Me molesta que me hables así, frunciendo los labios, como una mosquita muerta ... ¡Ar-ti-cu-la! Qué hipocresía, esos modales de convento de Fort-de-France y esa supuesta mundanidad que amarga la existencia ...
¡Dale, otra vez! La tía Herminie vuelve con sus recriminaciones contra los de Fort-de-France, le parecen pretenciosos, nuevos ricos y ectoplásmicos . . . «¡La paja y la viga!», se burla Emma en silencio.
La única superviviente de los B. de Saint-Pierre después de la erupción de la Montagne-Pelée (5) explota a su vez, quejándose a más y mejor de todas las catástrofes cotidianas sufridas desde que el volcán la obligó a vivir en Fort-de-France, más o menos a expensas de sus primos de Haut-Didier, en cuya casa de campo se encontraba temperando el 8 de mayo de 1902, y en la que vive desde entonces, pues su casa de dos plantas de la calle Monte-au-Ciel, en Saint-Pierre, fue incendiada por la nube ardiente. A la tía Herminie, neuróticamente citadina, le hace falta la agitación urbana; odia esas casonas criollas, esas amplias verandas de planta baja «atestadas de vegetación» donde uno está «afuera-adentro», en tomo a las cuales nada se mueve, excepto esos bichos detestables, las lagartijas, los ciempiés que nadie se atreve a pisar ... Echa desesperadamente de meμos el hervidero de Saint-Pierre, el rebullir, la vida ruidosa del «pequeño París de las Antillas».
-Estas gentes que no se atreven a hablar en voz alta, que no hablan francamente y se permiten decirle a una: «¡Baje la voz, aquí no estamos en Saint-Pierre!». Se creen que las gentes de Saint-Pierre somos una banda de balurdos ... Espera que te diga quién era la familia B. en los tiempos de esplendor de Saint-Pierre . . .
Su nostalgia no le impide tener buen diente y darle duro al tenedor, sea o no de plata. La tía Herminie se sirve alegremente otra ración de chayotas gratinadas, y ayuda a bajar las chayotas y también su melancolía con un buen trago de ron añejado. Madrina ni siquiera ha terminado de comer y ya se toma su digestivo ...
La histórica mulata venida a menos se llena la boca diciendo que la familia B. era una gran familia, pero Emma la corrige soltando una carcajada:
-No es lo mismo el coco que el albaricoque, no es lo mismo una gran familia que una familia numerosa ...
Grande o no, a Emma no le interesa la familia B.
Con la punta del cuchillo del queso, Madrina escarba entre sus dientes descubiertos. El marfil del mango, anillado de plata, acentúa cruelmente, por contraste, el amarillo verdoso de esos colmillos horriblemente largos. Emma aparta la mirada ... ¿Es ése el único espectáculo que se merece en su nueva vida?
-¡Come, Emma! Tú no comes nada, estás en los huesos: pareces una indigente ... Así no vas a poder tener hijos ... -increpa Madrina, apuntando hacia la joven desposada un índice avieso, gordo y acusador, metiéndola en el índice expurgatorio, ¡condenada por quién sabe qué culpa tras un juicio de lo más sumario! (Para tal injusticia expedita, tal vez su mayor delito es el de no tener como único objetivo y principal placer el atiborrarse de comida, con un solo proyecto en su vida, traer al mundo bellos bebés B.)
-Tttsssee ... ¿Sabes qué pareces, con esa moda de París, sin formas ni nada, esa moda a la garçonne (6), como dicen ...? Pareces un cangrejo de río, mi pobre niña ...
¡Es mejor ser un cangrejo de río que una cabra vieja! Emma ni siquiera se digna contestar.
La pimienta y el ponche hacen su efecto, se siente invadida por una modorra, como afiebrada por las salpicaduras de los chorros de luz, aquí y allá. Fascinada por el deslumbramiento de los rayos de sol, ya muy alto, Emma se atreve a echar una ojeada furtiva hacia los bambús y el follaje lejano, allá atrás ...
La sobremesa se prolonga. La polvorienta vieja doncella está hablando sola, sin darse cuenta de que Emma ya no está ahí. Emma está sumida en sus pensamientos. Emma está fuera de esta casa.
El calor llega a su paroxismo. Por muy fresco que sea el austero comedor, Emma se pone a sudar, por ese ardor del sol que ahora está en su cenit. La tía Herminie la exaspera. Emma transpira de excitación, está a punto de sofocarse. Se despega del pecho sudoroso su vestido severo cuya seda la oprime; se desabrocha el corpiño, se lo abre con un suspiro, ¡qué alivio! , se quita el camafeo que le trancaba el cuello como un candado, una costosa «piedra negra» que le oprimía el pecho, y que arroja con rabia encima de la mesa.
-¡Ppffuuu, qué ahogo! ¡Yo me voy a morir aquí adentro ... ! ¡Necesito aire! -murmura Emma, abanicándose con las solapas sueltas de su corpiño.
-¡Estás toda despechugada, pequeña dama! ¿Pero qué es esa vestimenta ...? -protesta Madrina, emergiendo repentinamente de su plato.
La estirada anciana se atraganta, casi se ahoga, está al borde de un ataque, toma sus impertinentes y encara el escote de Emma. Impresionada, la tía Herminia se queda sin aliento:
-Pero ... ¡Pero estás casi desnuda! ¡Tienes las tetas afuera! ¡Por Dios, Señor mío! ¿Qué desvergüenza es ésta? ¡Ésos no son modales para una joven dama de buena familia! Menos mal que estamos solas ... ¡Qué descaro! Mi querida, una no se casa con un hombre para dejarlo en ridículo ... ¿Qué diría tu esposo si te viera en ese estado?
Sí, ¿qué haría su honorable esposo si la viera así ...?
Emma se limita a hacer un gesto de indiferencia con sus hombros descubiertos.
Si hay algo irritante es no poder enterarse de nada, es tener que quedarse aquí aguantando a Madrina, con su esnobismo trasnochado, sus prejuicios obsoletos, su microcosmo estrecho. Es no conocer sino un solo aspecto de la vida.
-¿Y cómo tratas tus alhajas? ¡Pero bueno, Dios mío, no se puede dejar el oro tirado por ahí, porque el oro se venga: ¡se aleja de ti! ¿Tú no respetas nada?
Nada. Emma no puede descubrir nada, no puede aprender nada. Al menos por sí sola. Todo viene retransmitido, destilado. Del mundo exterior sólo le llegan ecos deformados por el parloteo de las sirvientas o las cantilenas de la solterona. Y Émile nunca le cuenta nada de lo que hace en su vida de hombre en Fort-de-France. El señor siempre regresa demasiado cansado. ¿Acaso por ser mujer, Emma se verá condenada a quedarse estancada todo el santo día en esta casona sin ningún atractivo, con sus libros como únicos amigos? (Y hay que ver qué libros ... Sólo novelas rosas, novelitas que vienen de Francia muy bien seleccionadas, toda clase de lecturas «adecuadas» que el licenciado Émile le compra en la capital. Y cuando regresa a Haut-Didier, al terminar su jornada lejos de ella, le dice: «Toma, Emma, tus novelitas. Acaban de llegar de París ...¡ Ya era hora! Menos mal que las que encargué estaban marcadas 'Reservadas para el licenciado B.', porque la señora Fairschenne de Dendur quería llevárselas todas . . .» . Y agrega, como una provocación: «Pero como a la vendedora le gusta atenderme ...» ). En definitiva, Emma está más informada de las cosas del Otro Lado del Océano que de su isla ...
Por ejemplo, so pretexto de que ella es «la esposa del patrón », «la joven señora», «la mujer del mulato», y también una criolla kalazaza (7), Emma no tiene derecho a acercarse a ver lo que ocurre allá abajo, dentro de esa misteriosa destilería. Apenas puede captar algunos fragmentos de conversación cuando esos gigantescos hombres negros llegan en la mañanita o se alejan en el atardecer, al concluir su jornada de trabajo. Entre los dos momentos, es el vacío. Un día que se hace largo. Y cuando ellos ya se han ido en el crepúsculo, viene la noche interminable, en la que Emma se queda aguardando a que la aurora los traiga por fin de regreso, a que el día naciente se los devuelva ... Pero en qué forma tan frustrante: si la joven los oye, es que todavía están invisibles; y tan pronto como puede verlos, deja de oírlos pues ya están demasiado lejos.
Luego, se meten en la destilería. Pero esto, Emma no lo ve, es lo que se imagina. Será eso lo que hacen, después de aquel último recodo del camino que se los oculta, última visión de ese grupo de cuerpos altos y negros con sus andares sueltos, siempre tan altos pese a la distancia. ¡Ella nunca ha puesto un pie en esa destilería del demonio! Un mundo desconocido para ella, es lo que hay adentro de la destilería ...
Le gustaría entrar, ver lo que hacen en ese antro, aprender cómo trabajan esos gigantes a los que vislumbra todos los días, a los que atisba sin ser vista. Sí, descubrir cómo esos hombres tan altos logran metamorfosear en ron el zumo de las cañas de azúcar. Emma ha tomado ron: el claro, el añejado, el ambarino, también el blanco agrícola, con una pizca de guarapo de caña aromatizado con vainilla, o con grosella criolla en Navidad, una chispa de azúcar morena o un dulzor de miel y mucho limón verde. Ha probado la caña de azúcar. Incluso la caña azul. Pero esta alquimia prohibida ...
¡Ah! Qué cantidad de cosas le enseñaron en el Pensionado Colonial de la calle Emest Renan, adonde van todas las damiselas de las «buenas familias» de Fort-de-France, pretenciosas, estiradas y, por cierto, firmemente laicas, cosa que las salva del convento. Pero todo aquello acabó tan rápido. Emma se quedó frustrada. Le habría gustado continuar, seguir dos o tres años más en el pensionado con sus compañeras de clase, obtener su diploma de maestra, y no tener que sacrificarse ante el altar de las convenciones burguesas, casarse con un «buen partido» escogido por otros, supuestamente «por amor
Era una buena alumna, la señorita B., antes de convertirse en la señora de B. al casarse con un primo suyo, primo lejano, ciertamente, pero al fin y al cabo un B. (así lo decidió la familia). Emma devoraba capítulos completos de la Historia de Francia y de Navarra, la batalla de Marignan en 1515, el Juramento de Estrasburgo de 842, primer texto en esa lengua franca que ya no era latín y ya casi era francés, «Pro Deo amor ...».
Pero, por el amor de Dios, ¿por qué tenía que ser castigada cuando se le ocurría hablar en créole? En la escuela, cuando a alguien se le escapaba una palabra en ese «patuá», además de ser castigada con planas, recibía una tarjeta negra: ésta iba pasando de una alumna a otra, y al sonar el timbre, a la alumna que todavía detentaba esa tarjeta de la infamia le ponían una mala nota. A la tercera, era expulsada. Entonces, Emma y sus desdichadas condiscípulas (sólo había muchachas, ése no era un escandaloso colegio mixto ...) tenían que vigilarse unas a otras, estar pendiente de cualquier lapsus, de quién se hacía merecedora de la tarjeta negra por haber cometido un «creolismo» o cualquier otro delito de lesa-sintaxis, para salvarse así a expensas de otra culpable, pasándole la oprobiosa tarjeta negra. ¡Ay, lengua francesa, cuántos crímenes cometidos en tu nombre! So pretexto de promoverte y de educarnos, se reprimía la lengua créole, cultivando a la vez entre aquellas niñas criollas la delación más mezquina, la burla, los miasmas del desprecio.
De aquella época también le quedan algunos recuerdos felices, sólidas bases de gramática, y sus nociones de latín.
Emma sabe muy bien quién rompió el jarrón de Soissons (8), no ignora nada de las aurículas y otros ventrículos del corazón, pero no tiene sino una vaga idea edulcorada de las «cosas del corazón». Se sabe todo el programa de ciencias naturales, de fisica, de educación cívica, los departamentos franceses y sus capitales, sabe que el Loira, río «díscolo», nace en el monte Gerbier-de-Jonc, pero ignora adónde va el riachuelo que corre por su propio jardín. Emma se sabe de memoria la lista de los símbolos químicos y hasta la geografía del ancho mundo; sin embargo, no sabe nada de la elaboración del ron que se lleva a cabo allá, a pocos pasos.
Hoy en día, nada le parece más misterioso que eso que está allí, muy cerca de ella, al alcance de la mano, pero prohibido, que casi se toca pero es a la vez tan lejano, esa destilería en la que se encierran esos hombres altos con sus hermosos cuerpos de un negro azuloso, a los que sólo ha visto pasar.
Ahora que está asentada, que se hizo mujer, «ama» de su casa y al mismo tiempo esposa obediente -además de madre potencial-, nada le es más ajeno que ese mundo tan cercano, ese mundo que Emma roza todos los días sin captarlo plenamente, ese mundo que percibe sin alcanzarlo, que vislumbra sin entenderlo, este fragmento de humanidad al que no tiene acceso.
Hay una barrera alzada entre Emma y ese mundo. Entre Emma y esa vida criolla. Entre el mundo de ellos y el mundo de ella. Entre el habla de ellos y la suya. Entre la piel de ellos y la suya. Entre el sexo de ellos y el suyo.
-¿Desea comer algo más, Madrina? Sírvase un poco más de pan de fruta ...
Al sentarse a la mesa, Madrina se había abalanzado sobre su plato como una tragona muerta de hambre.
-No me apetece el pan de fruta, me apetece un mango ... -cloquea la glotona Herminie, con los labios golosos y brillantes, manchados aún de salsa, sin dejar de beber un sorbo de ese vino de Graves tan bebedero.
A la tía Herminie, mientras habla, se le van los ojos hacia la gran cesta llena de fruta que Mamá Sonson acaba de traer.
-... pero desgraciadamente ya se acabó la temporada de mangos. ¿No queda ni siquiera uno? ¿No te apetecería un mango-julia, mi querida? Está lleno de vitaminas, y bien que las necesitas para rellenar ese cuerpito ...
Mientras habla, Herminie cabecea y está a punto de quedarse dormida.
Emma tiene otros apetitos; la joven desposada siente otros deseos.
-¿Un poco de crema de coco? ¿No quieres probarla? Es muy livianita ... -bosteza Herminie.
Emma ya no tiene hambre, no tiene ganas de comer nada. (Y mucho menos ese no sé qué viscoso y blanquecino que la anciana está lamiendo, gozona como una niñita, chupando la cuchara.)
Sus ganas de vivir impulsan todo su ser hacia lo desconocido, lo que la lleva mentalmente hacia lo misterioso, lo prohibido, ansiando los tenebrosos arcanos de esa otra vida, allá, en las entrañas de la destilería. Percibe que todo eso tiene que ver con su cultura, su patrimonio, su ser, su propia identidad, pero que todo está compartimentado. Y que no se sentirá completa mientras no se sienta admitida ahí.
Aprovechando la siesta de Madrina, cuya vigilancia se queda adormecida después del copioso almuerzo, Emma se cuela, ágil como una mangosta, hasta la orilla de ese Otro Mundo. Clandestinamente, disfrutando de su desobediencia, se desliza hacia afuera sin que Mamá Sonson se dé cuenta, incluso sin que lo sepa Sirisia, una persona siempre pendiente de todo.
Emma sigue furtivamente el rastro de los negros gigantes de la mañana, se deja guiar por el arroyo que alimenta el molino del antiguo ingenio de azúcar, se precipita hacia el verdor de los bambús que se alzan, allá, amparándose en su maraña frondosa.
¿Pero cómo orientarse en esta exuberancia desconocida, entre todos estos árboles que se erigen en centinelas a su alrededor? Pronto, Emma se pone a sudar, metida en el vaho de las malezas. Se siente sofocada, teme que haya serpientes ... Se precipita, jadeante, sus pies tropiezan con unas raíces, las ramas más bajas le abofetean el rostro. Al rato deja de ver el sol, tragado por la fronda. Le falta el aire, se le nubla la vista, el sudor le cae en los ojos. Nunca había llegado tan lejos. Nunca se adentró tan profundamente en el bosque, hasta los últimos linderos de la propiedad. Como que terminará extraviándose ...
Parece que ésta es la hora de la pausa también para ellos. Claro: con Madrina, hay que servir el almuerzo más temprano, por respeto a su edad.
Hay un hombre en el umbral, desnudo hasta la cintura. Después de la faena, se pone su camiseta para que no le dé una congestión mortal. La franela desgastada se le adhiere al pecho sudoroso, musculoso, reluciente bajo el sol en el claro del bosque. Emma lo reconoce enseguida: es el dueño de la voz, la primera voz, la más nítida, la que mejor desgarra el aire al levantarse cada día. Podría poner su mano en la candela ...
¡Lo que él necesita es una ducha! Pero el agua fría, o incluso tibia, en un cuerpo empapado de sudor es lo más indicado para enfermarse. Bueno, eso dicen las Personas Mayores . . . Así que olvídate de la ducha, «no hay que darle más vueltas» diría Mamá Sonson si estuviera aquí, caramba. . . Ojalá que este hombre sepa eso, que no le pase nada ...
El hombre de la camiseta empapada de sudor estira sus largos brazos y, a paso lento, se aleja para sentarse en la sombra. Emma ya no le ve la cara. Sólo su cabellera granulada, su torso ancho y poderoso que se inclina para comer y, como dos almendrones de cacao, la redondez de sus fuertes brazos morenos, con los bíceps bien perfilados.
Otros hombres salen y se le acercan, se sientan como él bajo la mata de mango más generosa o el espesor de la ceiba. De sus bolsas sacan pepinos gruesos, grandes rebanadas de pan de fruta, tajadas de pez espada frito, accras (9), mechas de bacalao (10): hoy es viernes, día de Venus pero también de abstinencia. Comida de vigilia. Mastican, concentrados, sin hablar. Camiseta-Mojada reparte a su alrededor una buena cantidad de un líquido claro, seguro que es ron agrícola, o puede ser simplemente agua para «suavizar» el sabor del alcohol, como diría Mamá Sonson ... (A esta distancia, no se sabe, no hay etiqueta ni en las botellas, ni en ninguna parte ...). Él se pone a beber a pico de botella.
Emma no se atreve a ir a hablarles, ni siquiera a acercarse. Será ese mutismo lo que la impresiona ... Es que sólo los conoce habladores, cuando los espía por la mañana. Es el lenguaje lo que ha creado su complicidad, su secreto compartido de todas las palabras que les roba, día tras día, esas palabras en créole ... ¿Será ese silencio lo que la frena, lo que inhibe su impulso hacia ellos, o la Infranqueable Barrera entre ella y ese mundo?
Infranqueable, tal vez; pero que puede rodearse ...
Emma da un rodeo apartándose del grupo de hombres, siempre a distancia conveniente para no ser descubierta. Siente que ya no puede aguantarse ...
Casi a gatas, llega hasta la parte trasera del pequeño edificio y logra penetrar adentro metiéndose por una ventana baja.
Su sangre chorrea encima de la caña, salpicando el bagazo . . .
Aquella escapadita hasta la destilería le costó tres dedos, en un reguero de sangre. Ése fue el precio. Menos mal que gritó. Y que los hombres ya estaban acudiendo, extrañados, creyendo que había un zombi, al oír la máquina inexplicablemente prendida, y que reaccionaron rápido antes de que fuera demasiado tarde, mientras que uno de ellos, el más fuerte, Camiseta-Mojada, se aferraba al cuerpo de Emma con toda la potencia de sus músculos, tensados hasta casi reventar. El hombre logró así frenar la tracción voraz de la máquina.
-Si no, esa porquería le iba a triturar todos los dedos, toda la mano, y hasta el brazo, y hasta el cuerpo entero, sabrá Dios ... Tttsssee ... Jesús, María, José y todos los santos, ¿qué necesidad tenía mi niña de ir a jugar con esas máquinas, dígame? Bueno, la señora salvó el cuerpo de algo peor ... ¡Sin embargo, bien que se lo dijeron! -se lamentaba Mamá Sonson.
Un buen médico de la familia -otro B.-, llamado urgentemente, administró la cura necesaria en la mano mutilada de Emma. Su ectoplásmico esposo, arrancado a su notaría, no hizo ningún comentario: ¡Emma ya había quedado bien escarmentada de su desobediencia!
A él nunca se le vio tan mudo. A ella nunca se la vio tan pálida, y tenía en la mirada una luz que nunca más se apagaría. Una luz de júbilo, sí, en los ojos de Emma ...
Al perder los dedos que mejor sabía utilizar, Emma B. vivió, inhábil -me niego a decir torpe, su vida de dama de Fortde-France, con una mano siempre enguantada, la izquierda: Primero, en su juventud, de color blanco, como símbolo de su emoción impulsiva; luego, en su época de madurez, verde mar, como los extraños ojos de Camiseta-Mojada, que eran como el agua de mar -el perturbador matiz océano de los ojos de Camiseta-Mojada en los que ella había clavado su mirada agónica mientras el gigante moreno la abrazaba con todas sus fuerzas-; al final, gris perla, como las gotas perladas de sus sudores mezclados, para después ponerse un guante negro, en sus últimos años, en recuerdo de la piel de Camiseta-Mojada. Le habría gustado ponerse un guante rojo como la insolente salpicadura de su sangre, pero nunca se atrevió a ir tan lejos en su impertinencia. Algunos necios comentaron: «Afortunadamente, no fue la mano derecha ...», ignorando que Emma era zurda. Ella dejaba que hablaran ...
Nadie pudo sacarle nunca ni una palabra sobre aquel asunto, ningún detalle, y mucho menos el licenciado Émile.
Su guante único llamaba la atención. Para algunos, era un misterio; para otros, tenía algo así como un encanto perturbador; y otros más veían en él una señal de singularidad o una forma de provocación, no sabían precisarlo. Eran muy pocos los que sabían lo ocurrido; y nadie conocía el secreto de la rebelión de Emma B.
Cuando Emma falleció, a los ciento dos años de edad, en su lecho mortuorio -o debería decir: su lecho nupcial, ya que era el mismo-, Oreste, su decimoséptimo hijo, le puso el guante de perlé blanco, el primero, el que ella se había puesto hasta el día de sus bodas de plata. Lavado una y otra vez, planchado con todo cuidado por Sirisia, nunca se puso amarillo.
Ni krik, ni krak.
Esto no fue un cuento.
Fue lo que realmente le pasó a mi tía-abuela Emma B.
Gracias a aquel frenesí de sudor, azúcar y sangre mezclados, Emma pudo vivir una gran emoción al menos una vez en la vida.
(1) Agua de colonia popular hecha en Martinica.
(2) Fotinia. Arbusto cuyas hojas se ponen rojas o moradas dos veces al año.
(3) Hervido de pescado.
(4) En créole: «Tan picante como el trasero de la señora Jacques».
(5) La Montagne Pelée (Monte Pelado), en la isla Martinica, hizo erupción el 8 de mayo de 1 902 y destruyó la ciudad de Saint-Pierre. Ese mismo año hicieron erupción con igual violencia otros dos volcanes cercanos: La Grande Soufriere, volcán del suroeste de Guadalupe, que asoló buena parte de esta isla; y La Soufriere, en la isla Saint Vincent.
(6) Moda femenina de cabellos muy cortos, cuerpos muy estilizados, pantalones y corbatas, en boga en París a principio del siglo xx.
(7) Mulata de tez clara.
(8) Anécdota histórica: en Francia, tras la batalla de Soissons, librada en el año 486 por los francos contra los romanos, un soldado se atrevió a enfrentar al vencedor, Clovis, rey de los francos, por el reparto del botín.
(9) Buñuelos de pescado.
(10) Bacalao asado y desmenuzado, sazonado con aceite y pimienta.
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on 17 abril 2022
at 17:40
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