Cuentista, novelista, dramaturgo y ensayista peruano. Enmarcado en la Generación del 50 peruana, es considerado uno de los mejores cuentistas hispanoamericanos. Pese a su aparente conservadurismo formal, sus cuentos ayudaron a consolidar el paso de la narrativa indigenista a la narrativa urbana en el Perú.
Este cuento pertenece al volumen "Silvio en el rosedal" de 1977. Parece ser que el volumen no salió como libro individual (aunque hay antologías en inglés e italiano que llevan ese nombre) sino como parte del tercer tomo de "La palabra del mudo", una compilación que fue editándose en tomos sucesivos hasta abarcar la obra cuentística completa del autor.
Desde hacía cerca de tres años el capitán Zapata estaba al frente de la guarnición de Sullana, apenas cien hombres de tropa y un teniente, en un cuartelón de adobe perdido en arenales ardientes, impíos, a mil kilómetros al norte de Lima. Para redimirse de su insoportable soledad recibía cada quince días a los notables del pueblo y se emborrachaba con ellos, en la casona de madera que había alquilado al borde del mar. La había ido amoblando con sillas de mimbre, esteras, hamacas y un enorme bar con mostrador y anaqueles que era su orgullo. En la preparación de estas veladas, que esperaba siempre con ansiedad, ponía una pasión maníaca.
En la tarde venían tres o cuatro soldados para barrer, sacudir, matar insectos y otras alimañas, lavar la vajilla, preparar bocaditos y dejar expedito el lugar para la fiesta nocturna. Y al atardecer llegaba el teniente, quien tradicionalmente se encargaba del bar.
Ese domingo los preparativos estaban casi terminados, pero el capitán Zapata estaba más impaciente y nervioso que de costumbre y se paseaba por su casa, inspeccionando los últimos detalles. Iba atardeciendo y aún no se avistaban por la carretera los faros de los autos que venían del pueblo. En la terraza, fumando su pipa, mirando el poniente, se encontraba el teniente Arbulú, que había remplazado hacía sólo tres días al teniente Ruiz, un moreno charlatán, fiestero y locumbeta, con quien pasó una temporada inolvidable. Arbulú, en cambio, mozo fornido y colorado, era de los herméticos y chancones. En esos días había cambiado sólo unas palabras con él. Era su primer destacamento fuera de Lima y había traído una maleta llena de reglamentos. Como eran ya las siete de la noche el capitán Zapata le pasó la voz.
—Teniente Arbulú, ¿puede venir un momento? Allí en el mostrador están las botellas. Hay pisco, cinzano, gaseosas, algarrobina, jarabe, hielo, limón. Prepárese unos cócteles, digamos para unas veinte personas.
—No, mi capitán.
El capitán Zapata creyó haber entendido mal y repitió la orden.
—Disculpe, mi capitán. Pero no puedo obedecerlo.
—No me va a decir que no sabe lo que es un chilcano o un cóctel de algarrobina.
—Sí, mi capitán. Pero los reglamentos no obligan a un teniente a preparar cócteles. Yo he venido acá como militar y para cumplir con mis deberes de militar. No como mayordomo.
El capitán Zapata quedó reflexionando.
—Bien, bien. Hágame entonces el favor de regresar a la terraza para recibir a los invitados. Y si puede apagar esa pipa sería mejor. La encenderá cuando empiece la reunión.
El teniente Arbulú apagó su pipa y regresó a la terraza, mientras el capitán Zapata se dirigió al mostrador para exprimir un kilo de limones.
En la tarde venían tres o cuatro soldados para barrer, sacudir, matar insectos y otras alimañas, lavar la vajilla, preparar bocaditos y dejar expedito el lugar para la fiesta nocturna. Y al atardecer llegaba el teniente, quien tradicionalmente se encargaba del bar.
Ese domingo los preparativos estaban casi terminados, pero el capitán Zapata estaba más impaciente y nervioso que de costumbre y se paseaba por su casa, inspeccionando los últimos detalles. Iba atardeciendo y aún no se avistaban por la carretera los faros de los autos que venían del pueblo. En la terraza, fumando su pipa, mirando el poniente, se encontraba el teniente Arbulú, que había remplazado hacía sólo tres días al teniente Ruiz, un moreno charlatán, fiestero y locumbeta, con quien pasó una temporada inolvidable. Arbulú, en cambio, mozo fornido y colorado, era de los herméticos y chancones. En esos días había cambiado sólo unas palabras con él. Era su primer destacamento fuera de Lima y había traído una maleta llena de reglamentos. Como eran ya las siete de la noche el capitán Zapata le pasó la voz.
—Teniente Arbulú, ¿puede venir un momento? Allí en el mostrador están las botellas. Hay pisco, cinzano, gaseosas, algarrobina, jarabe, hielo, limón. Prepárese unos cócteles, digamos para unas veinte personas.
—No, mi capitán.
El capitán Zapata creyó haber entendido mal y repitió la orden.
—Disculpe, mi capitán. Pero no puedo obedecerlo.
—No me va a decir que no sabe lo que es un chilcano o un cóctel de algarrobina.
—Sí, mi capitán. Pero los reglamentos no obligan a un teniente a preparar cócteles. Yo he venido acá como militar y para cumplir con mis deberes de militar. No como mayordomo.
El capitán Zapata quedó reflexionando.
—Bien, bien. Hágame entonces el favor de regresar a la terraza para recibir a los invitados. Y si puede apagar esa pipa sería mejor. La encenderá cuando empiece la reunión.
El teniente Arbulú apagó su pipa y regresó a la terraza, mientras el capitán Zapata se dirigió al mostrador para exprimir un kilo de limones.
*
A las cinco de la mañana del día siguiente el teniente fue despertado por un sargento. Se había acostado tarde, moderadamente bebido y estuvo a punto de mandarlo al diablo, pero el sargento dijo
que eran órdenes del capitán.
—Vamos de maniobras al desierto, mi teniente. Tiene usted que dirigir un grupo de combate. Revista dentro de quince minutos en el patio de la guarnición.
El teniente Arbulú se duchó y afeitó a la carrera y un cuarto de hora después estaba en el patio, donde lo esperaban doce soldados en armas y el capitán Zapata, que llevaba apenas un capote encima de su pijama.
—Aquí están las instrucciones, teniente Arbulú. Quince kilómetros al interior del desierto. Ejercicios y operaciones de rutina. Una pausa para el rancho y regreso al cuartel a las cinco de la tarde en punto. ¿Entendido?
—Bien, mi capitán.
Fue su prueba de fuego. Cuarenta grados de calor y sin un tambo, un parador donde tomar una cerveza o comer algo sabroso. El furriel sólo había traído cancha, papas y un depósito con agua. Pero aguantó el desafío y a las cinco estaba con su grupo de combate en el cuartel.
—Muy bien —dijo el capitán después de hacerlos formar en el patio—. Ahora a ducharse y dentro de una hora en la cantina para el rancho.
Comieron todos juntos, incluso el capitán Zapata que, por lo general, cenaba solo en su casa donde todas las noches venía de Sullana una vieja para preparle un lomo con huevos fritos. Con el teniente Arbulú habló de asuntos indiferentes, ajenos al servicio, sin aludir para nada a las maniobras del día.
—Vamos de maniobras al desierto, mi teniente. Tiene usted que dirigir un grupo de combate. Revista dentro de quince minutos en el patio de la guarnición.
El teniente Arbulú se duchó y afeitó a la carrera y un cuarto de hora después estaba en el patio, donde lo esperaban doce soldados en armas y el capitán Zapata, que llevaba apenas un capote encima de su pijama.
—Aquí están las instrucciones, teniente Arbulú. Quince kilómetros al interior del desierto. Ejercicios y operaciones de rutina. Una pausa para el rancho y regreso al cuartel a las cinco de la tarde en punto. ¿Entendido?
—Bien, mi capitán.
Fue su prueba de fuego. Cuarenta grados de calor y sin un tambo, un parador donde tomar una cerveza o comer algo sabroso. El furriel sólo había traído cancha, papas y un depósito con agua. Pero aguantó el desafío y a las cinco estaba con su grupo de combate en el cuartel.
—Muy bien —dijo el capitán después de hacerlos formar en el patio—. Ahora a ducharse y dentro de una hora en la cantina para el rancho.
Comieron todos juntos, incluso el capitán Zapata que, por lo general, cenaba solo en su casa donde todas las noches venía de Sullana una vieja para preparle un lomo con huevos fritos. Con el teniente Arbulú habló de asuntos indiferentes, ajenos al servicio, sin aludir para nada a las maniobras del día.
*
Al día siguiente el sargento tocaba la puerta del cuarto que ocupaba el teniente Arbulú en el cuartel.
—Ordenes del capitán Zapata, mi teniente. Salimos otra vez de maniobras. Las instrucciones eran casi las mismas, pero esta vez había que entrar más lejos en el desierto. Y regresar como siempre a las cinco de la tarde, sin otra ración que cancha, papas y agua. El teniente Arbulú cumplió rigurosamente las órdenes y estuvo de vuelta a la hora señalada. Estaba más rojo que el día anterior, pelado en partes por el sol y el uniforme desteñido por el sudor.
—Perfecto —dijo el capitán Zapata— Rompan filas.
Las excursiones continuaron en los días siguientes. Solamente que sus integrantes se renovaban, con excepción del teniente y que cada vez había que entrar más en las dunas, dejando señales que el capitán inspeccionaría cuando le diera la gana de dar una vuelta en jeep.
A la semana de ejercicios el teniente Arbulú llegó después de la hora convenida.
—Tiene usted un cuarto de hora de retraso.
—Pero mi capitán...
—¿Es usted o no militar?
—Sí, mi capitán.
—Ni una palabra, entonces. Usted ha venido para cumplir con sus deberes de militar. Mañana avanzarán hasta el pie de las colinas, donde está el río seco.
Al décimo día el teniente volvió a llegar tarde, pero esta vez no por sus propios medios sino en brazos de la tropa. Le había dado un vahído a pocos kilómetros del cuartel. Entre cuatro soldados lo echaron en el camastro de su cuarto.
—Disculpe, mi capitán. Usted comprenderá. El sol...
—Deje al sol tranquilo. Le doy dos días de reposo. Luego veremos.
Pero fueron más de dos días. Lo que tenía era una insolación. Tuvo que venir el médico de Sullana para aplicarle suero, contener la deshidratación, aplacarle las quemaduras de la piel y así pudo estar de pie en vísperas de la próxima recepción.
—Ordenes del capitán Zapata, mi teniente. Salimos otra vez de maniobras. Las instrucciones eran casi las mismas, pero esta vez había que entrar más lejos en el desierto. Y regresar como siempre a las cinco de la tarde, sin otra ración que cancha, papas y agua. El teniente Arbulú cumplió rigurosamente las órdenes y estuvo de vuelta a la hora señalada. Estaba más rojo que el día anterior, pelado en partes por el sol y el uniforme desteñido por el sudor.
—Perfecto —dijo el capitán Zapata— Rompan filas.
Las excursiones continuaron en los días siguientes. Solamente que sus integrantes se renovaban, con excepción del teniente y que cada vez había que entrar más en las dunas, dejando señales que el capitán inspeccionaría cuando le diera la gana de dar una vuelta en jeep.
A la semana de ejercicios el teniente Arbulú llegó después de la hora convenida.
—Tiene usted un cuarto de hora de retraso.
—Pero mi capitán...
—¿Es usted o no militar?
—Sí, mi capitán.
—Ni una palabra, entonces. Usted ha venido para cumplir con sus deberes de militar. Mañana avanzarán hasta el pie de las colinas, donde está el río seco.
Al décimo día el teniente volvió a llegar tarde, pero esta vez no por sus propios medios sino en brazos de la tropa. Le había dado un vahído a pocos kilómetros del cuartel. Entre cuatro soldados lo echaron en el camastro de su cuarto.
—Disculpe, mi capitán. Usted comprenderá. El sol...
—Deje al sol tranquilo. Le doy dos días de reposo. Luego veremos.
Pero fueron más de dos días. Lo que tenía era una insolación. Tuvo que venir el médico de Sullana para aplicarle suero, contener la deshidratación, aplacarle las quemaduras de la piel y así pudo estar de pie en vísperas de la próxima recepción.
*
Se trató de una fiesta extraordinaria, pues estaba de inspección el coronel Suárez, que visitaba las guarniciones del norte. Como había venido con su esposa hubo que invitar mujeres y los lobos solitarios del desierto volvieron a aspirar una cabellera, un cutis, unas ancas femeninas. Esta vez se preparó una verdadera comida y prescindiendo de los cócteles, el capitán Zapata regaló a sus comensales con whisky traído de contrabando del Ecuador. El coronel Suárez era un criollazo y desde el primer trago se adueñó de la casa y desafió a las norteñas a bailar la marinera. Tuvieron que retirar las esteras para zapatear sobre el entablado.
En medio de la velada el capitán Zapata salió a la terraza para respirar el aire marino. El teniente Arbulú lo imitó y con su copa en la mano se apoyó en la baranda, a su lado. Mecidos por el barullo interior fumaban sin decir nada, mirando las aguas bañadas por la luna ecuatorial.
—Capitán Zapata, quería decirle una cosa. ¿Me permite?
—A sus órdenes, teniente Arbulú.
—Usted está abusando de su función, mi capitán. Ejercicios está bien, eso lo prevé el reglamento, pero no hay que exagerar.
—Usted me ha dicho que es militar, ¿no?
—Pero eso no implica que abuse de mí. Yo también soy un hombre, aparte de militar.
—¿Que quiere decir con eso?
—Me parece claro, mi capitán. Si hay algún asunto personal entre nosotros podemos arreglarlo como hombres.
El capitán Zapata quedó callado, escuchando la voz del coronel Suárez que exigía en el interior más trago y la otra cara del disco.
—Perfectamente. Están muy entretenidos para darse cuenta de lo que pasa. Sígame dentro de un momento, lo espero en la carretera.
Al decir esto desapareció en la oscuridad. El teniente Arbulú dio unas pitadas más a su pipa y apagándola abandonó la terraza. Encontró al capitán apoyado en el motor de su jeep.
—Suba, mi teniente. ¿Adonde quiere ir?
—Donde usted diga, mi capitán.
El capitán puso el jeep en marcha y tomó la ruta del desierto. Al comienzo había algunos algarrobos dispersos, pero luego fue la planicie inhóspita, sin caminos ni ranchos, bañada por una luna amarilla que fugaces nubes cubrían. Subieron y bajaron dunas, por rutas que iban inventando, hasta que el capitán detuvo el vehículo al borde de una quebrada seca.
—Creo que está bien aquí, teniente Arbulú. Nadie nos ha visto salir. Tenemos una media hora. Ahora me va a decir qué cosa es lo que quiere.
El capitán se alejó unos pasos del jeep. El teniente lo siguió, tratando de afirmar bien sus pies en la arena.
—Yo sólo he dicho que usted está abusando de mí, mi capitán. A lo mejor mi cara no le gusta. Esto debe tener una solución, entre hombres.
—¿Qué cosa quiere? ¿pegarme?
—Como usted diga, mi capitán...
Apenas había pronunciado esta frase un puñetazo le cayó en plena mandíbula y el teniente se encontró sentado en el suelo.
—Guerra avisada no mata gente, mi teniente. Pero yo no aviso. Efecto de sorpresa. ¿Se va a quedar allí tirado?
El teniente se puso de pie, cuando ya el capitán se lanzaba sobre él. Levantando una pierna lo emparó y lo hizo rodar a varios metros de distancia. Lo vio levantarse y de otra patada lo volvió a tender. El capitán esta vez fue absorbido por la penumbra y cuando lo buscaba surgió por un lado, ya lo tenía encima, sus puños cruzaban el aire, sintió una quemazón en la nariz, dejó de ver el desierto y se encontró con la boca enterrada en la arena tibia.
—¿Otra vez, mi teniente? Si hay una regla que respeto es no pegar en el suelo. Le doy la orden de levantarse.
El teniente Arbulú se levantó. Le regresaba a la boca el sabor del tabaco, del trago y tenía ganas de vomitar. Escupiendo un poco de arena se alejó, sacudió la cabeza, trató de orientarse en un espacio que se volvía cada vez más incierto. Una sombra danzaba a pocos pasos de él. Después de todo su adversario era un capitán solterón, un poco viejo, minado por la soledad, el trago y la rutina. Si lograba tranquilizarse y concentrar sus energías podría deshacerse de él. Tomando distancia lo dejó bailar, ensayar unos golpes estériles y al fin estirando el brazo lo conectó en el mentón. El capitán retrocedió varios pasos, pero no cayó. Estaba nuevamente frente a él, saltando sobre la arena.
—¡Muy buena, mi teniente! Por poco me tumba. Siga así no más. Aquí está mi cara, pegue. ¡Pegue, no más!
La silueta se le escabullía. Conforme iba avanzando, sus pies se hacían más pesados y se hundía en la arena hasta los tobillos. Lanzaba los puños sobre un contrincante fantasmal, del cual lo más claro que percibía era la voz. Pero una voz que se iba sofocando.
—¡Por aquí, teniente!... ¡Acérquese usted!
Al fin logró cogerlo de la manga de la camisa. Y la pelea criolla se convirtió en una lucha romana. Estaban abrazados, tratando de echarse al suelo. El capitán le metió una zancadilla, lo derribó y se tendió sobre él. Pero logró voltearlo, sentarse a horcajadas sobre sus muslos, mientras intentaba darle de cabezazos en el pecho. Eran golpes inútiles, que cada vez lo agotaban más. A cada intento, no hacía más que tragar arena, sin sentir otra cosa que un jadeo, pero ningún signo de rendición. Al fin renunció a todo esfuerzo, abandonó su presión y se dejó caer hacia un lado, exhausto. Estaba tendido de espaldas, respirando a pleno pulmón, junto al cuerpo inmóvil del capitán.
—¿Y qué, teniente Arbulú? ¿Ya se cansó usted? Podemos continuar cuando quiera. Una pausa para fumarse un cigarrillo.
El teniente sólo deseaba quedarse tirado allí, pasar incluso la noche en las dunas, sin saber nada de nada.
—Como usted quiera mi capitán.
El capitán Zapata encendió un cigarrillo.
—Digamos que ha sido un empate... Tenemos unos tragos adentro, además... Mire al fondo esos cerros, teniente. Detrás está el Marañón. Cuando me recibí de alférez, ¿cuánto tiempo hace de eso?, estuve por allí dos años... ¡Qué vida entonces! El cuartel era una barraca, maleza por todo sitio, lejos de todo, de todo... Durante la noche no hacía sino tomar cervezas y jugar durante horas al billar... Pero era lindo, sin embargo, ¿por qué?... Hasta las montañesas me parecían unas sirenas. Por poco me caso con una de ellas. ¡A lo mejor hubiera acertado! Ahora tendría un hijo de diez o doce años... Luego a Pomata, al borde del lago Titicaca, otro mundo, otras historias, después a Tacna y después aquí, al desierto... ¡Ya verá! La arena, el calor, jamás una lluvia... Uno se va secando, volviéndose torpe y perezoso... Nunca pude preparar mi ascenso a mayor. La hamaca en la terraza, mi playa, un vaso en la mano… ¡Suficiente!... Y las reuniones. Nada del otro mundo, como habrá visto, teniente, pero en fin, ver un poco de gente, conversar, discutir tonterías, sentir... ¿cómo le puedo decir?, que uno sigue viviendo... ¡Pero le estoy contando mi vida, teniente Arbulú! ¿Qué ha decidido, en fin?
—Creo que nos esperan, mi capitán.
Ambos se pusieron de pie y se dirigieron hacia el jeep, sacudiéndose la arena. El capitán puso el carro en marcha rumbo a Sullana. Rodaban por la arena seca, en el mayor silencio. Sólo cuando avistaron las luces del cuartel el capitán abrió la boca.
—De esto ni una palabra a nadie, teniente. Asunto entre nosotros. No quiero que se enteren y me llamen la atención.
—Conozco los reglamentos, mi capitán.
Pasaron un momento por la guarnición para lavarse y cambiarse de uniforme y continuaron hacia la casa. La fiesta proseguía, animada siempre por el coronel Suárez, que seguía tronando, bebiendo, bailando con su pañuelo en la mano. Tal vez alguna otra jovencita notó que los oficiales reaparecían con la ropa muy planchada, el pelo mojado y algunos extraños moretones en la cara. Ambos se echaron un trago en el bar y cada cual se lanzó por su lado detrás de una muchacha. El baile duró hasta la madrugada.
En medio de la velada el capitán Zapata salió a la terraza para respirar el aire marino. El teniente Arbulú lo imitó y con su copa en la mano se apoyó en la baranda, a su lado. Mecidos por el barullo interior fumaban sin decir nada, mirando las aguas bañadas por la luna ecuatorial.
—Capitán Zapata, quería decirle una cosa. ¿Me permite?
—A sus órdenes, teniente Arbulú.
—Usted está abusando de su función, mi capitán. Ejercicios está bien, eso lo prevé el reglamento, pero no hay que exagerar.
—Usted me ha dicho que es militar, ¿no?
—Pero eso no implica que abuse de mí. Yo también soy un hombre, aparte de militar.
—¿Que quiere decir con eso?
—Me parece claro, mi capitán. Si hay algún asunto personal entre nosotros podemos arreglarlo como hombres.
El capitán Zapata quedó callado, escuchando la voz del coronel Suárez que exigía en el interior más trago y la otra cara del disco.
—Perfectamente. Están muy entretenidos para darse cuenta de lo que pasa. Sígame dentro de un momento, lo espero en la carretera.
Al decir esto desapareció en la oscuridad. El teniente Arbulú dio unas pitadas más a su pipa y apagándola abandonó la terraza. Encontró al capitán apoyado en el motor de su jeep.
—Suba, mi teniente. ¿Adonde quiere ir?
—Donde usted diga, mi capitán.
El capitán puso el jeep en marcha y tomó la ruta del desierto. Al comienzo había algunos algarrobos dispersos, pero luego fue la planicie inhóspita, sin caminos ni ranchos, bañada por una luna amarilla que fugaces nubes cubrían. Subieron y bajaron dunas, por rutas que iban inventando, hasta que el capitán detuvo el vehículo al borde de una quebrada seca.
—Creo que está bien aquí, teniente Arbulú. Nadie nos ha visto salir. Tenemos una media hora. Ahora me va a decir qué cosa es lo que quiere.
El capitán se alejó unos pasos del jeep. El teniente lo siguió, tratando de afirmar bien sus pies en la arena.
—Yo sólo he dicho que usted está abusando de mí, mi capitán. A lo mejor mi cara no le gusta. Esto debe tener una solución, entre hombres.
—¿Qué cosa quiere? ¿pegarme?
—Como usted diga, mi capitán...
Apenas había pronunciado esta frase un puñetazo le cayó en plena mandíbula y el teniente se encontró sentado en el suelo.
—Guerra avisada no mata gente, mi teniente. Pero yo no aviso. Efecto de sorpresa. ¿Se va a quedar allí tirado?
El teniente se puso de pie, cuando ya el capitán se lanzaba sobre él. Levantando una pierna lo emparó y lo hizo rodar a varios metros de distancia. Lo vio levantarse y de otra patada lo volvió a tender. El capitán esta vez fue absorbido por la penumbra y cuando lo buscaba surgió por un lado, ya lo tenía encima, sus puños cruzaban el aire, sintió una quemazón en la nariz, dejó de ver el desierto y se encontró con la boca enterrada en la arena tibia.
—¿Otra vez, mi teniente? Si hay una regla que respeto es no pegar en el suelo. Le doy la orden de levantarse.
El teniente Arbulú se levantó. Le regresaba a la boca el sabor del tabaco, del trago y tenía ganas de vomitar. Escupiendo un poco de arena se alejó, sacudió la cabeza, trató de orientarse en un espacio que se volvía cada vez más incierto. Una sombra danzaba a pocos pasos de él. Después de todo su adversario era un capitán solterón, un poco viejo, minado por la soledad, el trago y la rutina. Si lograba tranquilizarse y concentrar sus energías podría deshacerse de él. Tomando distancia lo dejó bailar, ensayar unos golpes estériles y al fin estirando el brazo lo conectó en el mentón. El capitán retrocedió varios pasos, pero no cayó. Estaba nuevamente frente a él, saltando sobre la arena.
—¡Muy buena, mi teniente! Por poco me tumba. Siga así no más. Aquí está mi cara, pegue. ¡Pegue, no más!
La silueta se le escabullía. Conforme iba avanzando, sus pies se hacían más pesados y se hundía en la arena hasta los tobillos. Lanzaba los puños sobre un contrincante fantasmal, del cual lo más claro que percibía era la voz. Pero una voz que se iba sofocando.
—¡Por aquí, teniente!... ¡Acérquese usted!
Al fin logró cogerlo de la manga de la camisa. Y la pelea criolla se convirtió en una lucha romana. Estaban abrazados, tratando de echarse al suelo. El capitán le metió una zancadilla, lo derribó y se tendió sobre él. Pero logró voltearlo, sentarse a horcajadas sobre sus muslos, mientras intentaba darle de cabezazos en el pecho. Eran golpes inútiles, que cada vez lo agotaban más. A cada intento, no hacía más que tragar arena, sin sentir otra cosa que un jadeo, pero ningún signo de rendición. Al fin renunció a todo esfuerzo, abandonó su presión y se dejó caer hacia un lado, exhausto. Estaba tendido de espaldas, respirando a pleno pulmón, junto al cuerpo inmóvil del capitán.
—¿Y qué, teniente Arbulú? ¿Ya se cansó usted? Podemos continuar cuando quiera. Una pausa para fumarse un cigarrillo.
El teniente sólo deseaba quedarse tirado allí, pasar incluso la noche en las dunas, sin saber nada de nada.
—Como usted quiera mi capitán.
El capitán Zapata encendió un cigarrillo.
—Digamos que ha sido un empate... Tenemos unos tragos adentro, además... Mire al fondo esos cerros, teniente. Detrás está el Marañón. Cuando me recibí de alférez, ¿cuánto tiempo hace de eso?, estuve por allí dos años... ¡Qué vida entonces! El cuartel era una barraca, maleza por todo sitio, lejos de todo, de todo... Durante la noche no hacía sino tomar cervezas y jugar durante horas al billar... Pero era lindo, sin embargo, ¿por qué?... Hasta las montañesas me parecían unas sirenas. Por poco me caso con una de ellas. ¡A lo mejor hubiera acertado! Ahora tendría un hijo de diez o doce años... Luego a Pomata, al borde del lago Titicaca, otro mundo, otras historias, después a Tacna y después aquí, al desierto... ¡Ya verá! La arena, el calor, jamás una lluvia... Uno se va secando, volviéndose torpe y perezoso... Nunca pude preparar mi ascenso a mayor. La hamaca en la terraza, mi playa, un vaso en la mano… ¡Suficiente!... Y las reuniones. Nada del otro mundo, como habrá visto, teniente, pero en fin, ver un poco de gente, conversar, discutir tonterías, sentir... ¿cómo le puedo decir?, que uno sigue viviendo... ¡Pero le estoy contando mi vida, teniente Arbulú! ¿Qué ha decidido, en fin?
—Creo que nos esperan, mi capitán.
Ambos se pusieron de pie y se dirigieron hacia el jeep, sacudiéndose la arena. El capitán puso el carro en marcha rumbo a Sullana. Rodaban por la arena seca, en el mayor silencio. Sólo cuando avistaron las luces del cuartel el capitán abrió la boca.
—De esto ni una palabra a nadie, teniente. Asunto entre nosotros. No quiero que se enteren y me llamen la atención.
—Conozco los reglamentos, mi capitán.
Pasaron un momento por la guarnición para lavarse y cambiarse de uniforme y continuaron hacia la casa. La fiesta proseguía, animada siempre por el coronel Suárez, que seguía tronando, bebiendo, bailando con su pañuelo en la mano. Tal vez alguna otra jovencita notó que los oficiales reaparecían con la ropa muy planchada, el pelo mojado y algunos extraños moretones en la cara. Ambos se echaron un trago en el bar y cada cual se lanzó por su lado detrás de una muchacha. El baile duró hasta la madrugada.
*
En los días siguientes entró de lleno el calor. El capitán Zapata pasaba las mañanas en la playa y aparecía en el cuartel después de mediodía. Con el teniente Arbulú hablaba sólo lo indispensable, una que otra tarde lo invitaba en el cuartel a jugar una partida de damas o de cartas. A su incursión al desierto no hacían ni la menor alusión. Y así llegó el día de la próxima recepción. Los ordenanzas ya habían dejado reluciente la casa, sólo esperaban a los invitados. El teniente Arbulú, sentado en una hamaca de la terraza, fumaba su pipa mirando el poniente. El capitán Zapata -sus manos temblaban- se acercó al bar para tomarse su primer trago seco e inspeccionar las botellas y vasos alineados.
—Teniente Arbulú, ¿puede venir un momento?
El teniente estaba frente a él.
—Teniente, ¿puede hacerme el favor de prepararme unos cócteles?
El teniente quedó un momento indeciso, mirando al capitán. Nunca vio su mandíbula más enérgica ni levantada, pero en su mejilla notó una palpitación, en sus sienes una naciente mata de canas y en sus ojos una lucecita de ansiedad.
—Por supuesto, mi capitán.
—Teniente Arbulú, ¿puede venir un momento?
El teniente estaba frente a él.
—Teniente, ¿puede hacerme el favor de prepararme unos cócteles?
El teniente quedó un momento indeciso, mirando al capitán. Nunca vio su mandíbula más enérgica ni levantada, pero en su mejilla notó una palpitación, en sus sienes una naciente mata de canas y en sus ojos una lucecita de ansiedad.
—Por supuesto, mi capitán.
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on 03 abril 2022
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